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Gaceta Literaria de Santa Fe

Gaceta Literaria de Santa Fe Nº 130 - Invierno de 2006

Gaceta Literaria de Santa Fe Nº 130 - Invierno de 2006

 Homenaje a la obra de: Raúl Soldi

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25º ANIVERSARIO

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PÁGINA EDITORIAL

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El empobrecimiento del lenguaje. 

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Cuando se oye dialogar al a mayoría de nuestros jóvenes, advertimos hasta que punto se ha empobrecido el lenguaje. Sería cómico reproducir una de esas conversaciones donde el adjetivo vulgar que designa el gran tamaño de la parte glandular de los órganos genitales culmina cada frase; pero en verdad es dramático, porque el empobrecimiento de la expresión significa también la reducción del pensamiento y esta la de la conducta.

Por supuesto, como todo problema, el que apuntamos no es responsabilidad de nadie en particular sino de todos en general. Ocurre que se conversa confusamente y con mezquinos recursos y se lee menos.

No es un secreto que la aplastante mayoría de los programas en los medios de comunicación cuentan con un repertorio de vocablos  sumamente escaso y rudimentario cuando no obsceno, y ello repercute en la población, que, atrapada por la imagen y por la ley del menor esfuerzo, va esterilizando su iniciativa y por ello su lenguaje.

En verdad, hay que tener en cuenta que la riqueza del don del lenguaje se ha ido incrementando a través de la elaboración y del cultivo popular o académico en un trayecto histórico que abarca muchos siglos, canalizando, así, el pensamiento y permitiendo una comunicación cada vez más matizada y plural con la realidad de los seres y cosas. Es evidente la imposibilidad de una comunicación precisa sin un lenguaje rico. Tal vez se pueda lograr una expresión difusa como la que otorgan la música o la mímica, pero jamás con la objetividad que aporta la precisión de la palabra.

Vivimos la época de la imagen, lo cual no es malo en sí, si la utilizamos como complemento y no como medio exclusivo.

La pobreza contemporánea del lenguaje hablado se percibe más que en anteriores épocas porque atravesamos el tiempo de la masificación y como todas las pobrezas humanas actuales proviene del creciente nihilismo. Muchas veces, sin darse cuenta, quienes hablan con tales escasos recursos lingüísticos son víctimas de una realidad empobrecida por la deshumanización y contribuyen, por tanto, a continuar con ella.Verificamos la trascendencia del lenguaje cuando, en un país extranjero, no conocemos su idioma; cuando nos encontramos huérfanos de comunicación y apelamos desesperadamente a la mímica o al auxilio de un traductor sin lograr más que resultados precarios. Evidentemente necesitaríamos poderes telepáticos que, como aseguran algunos estudiosos, fueron poseídos en tiempos remotos, cuando la vida era más primitiva. De cualquier manera, contando con tales dones, la comunicación sería siempre imprecisa.

Otro factor a tener en cuenta es que si asumimos el profundo sentido de cada palabra es mucho más difícil que equivoquemos el camino que nos conduce a la liberación.

Por cierto que no basta con nuestro solo esfuerzo, pero allí están las palabras, acompañándonos, como canales de un sentido que ha atravesado los siglos y que viene cargado del calor, la pasión, el ejemplo de hechos de miles de personas que han vivido su significado. 

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PÁGINA 2  

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Forastero 

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Por Miguel Raúl López Bréard (Ituzaingó-Corrientes) 

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Aquella tarde cuando ya las sombras de la noche se marcaban sobre la arboleda de la Estancia Yatebu Cua [1] vimos llegar a un paisano montado en un gateado overo. Era más bien alto, de ascendencia negra, aunque de finas facciones. Llevaba un sombrero de paño gris aludo y pañuelo azul al cuello, faja tejida con cinto ancho de cuero de gato onza de dos hebillas de plata, bombacha plisada y canilleras gastadas con espuelas de pigüelos cortos de rodajas pequeñas, calzado de alpargatas y traía una guitarra atada al basto. Se acercó hasta el final del callejón que da a la entrada del galpón de los peones y desde el portón pidió licencia para apearse y pasar la noche.

El capataz salió a recibirlo, indicándole donde podía desensillar, poner sus calchas y bañar su caballo, invitándole a que se sume a la rueda del fogón. Luego de largar su montado en el piquete, el forastero se acercó sombrero en mano al galpón y fue saludando de a uno a los presentes. Da Silva, Luis Da Silva para servirle, fue repitiendo ante cada apretón de mano, hasta llegar a don Colá Benítez [2] a quién le quedó mirando... preguntándole ¿Uted [3] ta [4] no era el puestero de los Barreyro en San Alonzo para el lado de Ñupĩ? [5]. Y sí contestó el viejo... me parece nicó [6] que le conozco, pero no ricuerdo [7] de donde...

La noche se había vuelto oscura, era luna nueva y sólo el Lucero brillaba tempranero. A la luz de un candil enhollinado hecho en una botellita que fuera de Savora, con el resplandor de las llamas del fogón, las figuras de estos hombres curtidos a la intemperie, dibujaban sombras que se alargaban en el alero terroso del galpón.

Don Colá repasaba su memoria buscando recordar de donde conocía a este hombre, ¿Luis da Silva...? de San Alonzo, dijo nicó que se recordaba por mí y de eso có [8] ya hacen más de 30 años...

El hombre tomó su guitarra encordada con binza de toro y alambre de acero, con clavijero de madera, afinándola y mientras templaba fue diciendo que en sus andanzas por los pagos de Yaguareté Corá [9] a un viejo decidor le escuchó este compuesto [10]:  

Permiso señores míos

Por aprovechar la ocasión,

Pero en rueda quiero contar

Lo que paso en Concepción.

Era una niña de plata

Y él un negro charol,

Más en cosas del amor

No interesa la color. 

Y a medida que iba desgranando las estrofas a Colá se le encendían los ojos... ¡era él! Aquel moreno decidor que robó la hija del patrón y que por esa razón se ahorcó Ña Rosa la patrona. Este fue el que trajo la disgracia [11] en la familia, el hermano le mató a la guaina [12] y él se salvó por un pelo, escapándose por unos esteros que daban por detrás del rancho donde se refugiaron.

Claro que era él!. Si hasta en la comentación [13] que levantó, se llegó a decir que era el mismísimo Perú Lima [14] que en sus andanzas metió la cola por esos pagos. Y el decidor seguía: 

"... Esa fue la desgracia mía

por falta de comprensión

más le amaré toda la vida

a aquella guaina de Concepción..." 

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Notas: 

[1]- Yatebu Cua: Del g. Jatevu kua. Yatebu, garrapata. Cua, agujero, lugar. En este caso, lugar de garrapata. Así se llamaba antiguamente la localidad correntina de Loreto.

[2]- Colá Benítez: Colá, apócope de Nicolás.

[3]- Uted: Deformación idiomática. Usted.

[4]-Tá: Del g. Adv. Si, es cierto.

[5]- Ñupĩ: Del g. Topónimo. Sería fondo o pié del campo.

[6]- Nicó: Del g. Suf. Ciertamente, no más, te digo.

[7]- Ricuerdo: Deformación idiomática, regionalismo. Recuerdo.

[8]- Có: Del g. Adv. Seguramente, ciertamente.

[9]- Yaguareté Corá: Del g. Jaguarete. Sería el perro autentico según algunos autores. Zoología, Tigre americano. Corá, hispanismo, corral. Corral de tigre. Así se llamaba antiguamente la población correntina de Concepción.

[10]- Compuesto: Cantar tradicional. Composición poética derivada del romance español.  

[11]- Disgracia: Deformación idiomática, regionalismo. Desgracia.

[12]- Guaina: Del g. Muchacha, piba, chica.

[13]- Comentación: Deformación idiomática, regionalismo. Comentarios.

[14]- Perú Limá: Personaje travieso del cuento folklórico. Posiblemente originado en las tradiciones peruanas. Aunque Ricardo Palma en sus escritos no lo menciona.  

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PÁGINA 3 – IDIOMÁTICAS

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Las lenguas, factor de identidad cultural. 

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Por Jorge Alberto Hernández (Santa Fe) 

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¿Cuántas lenguas se hablaban en América en el momento del descubrimiento? Se calcula que unas 125 lenguas distintas, además de cientos de dialectos. No hay dudas de que los dos grandes imperios: el de los aztecas y el de los incas tuvieron como consecuencia que el nahuatl y el quechua se convirtieran en lenguas mayoritarias que, además, convivieron con las locales que se hablaban en los territorios de esos imperios mencionados. Ello nos da la idea de que el bilingüismo se imponía en gran parte de la población y que ya existía en tierras americanas.

En regiones aisladas de los territorios no dominados por aztecas e incas, se continuaban hablando únicamente las lenguas maternas locales o familiares. Pero a la llegada de los españoles y portugueses, los conquistadores impusieron sus idiomas como mayoritarios en todas las zonas ocupadas. Desde entonces y paulatinamente entre los aztecas y los incas, el español principalmente paso a ocupar el lugar de las dos principales lenguas nativas (el nahuatl y el quechua), convirtiéndose en hablas intermedias de comunicación entre los españoles y los indígenas.

No debemos olvidar la importancia que siguieron teniendo las lenguas nativas, principalmente en nuestra zona el quechua, el aimara y el araucano (mapuche). Tanto es así que en muchas provincias los jueces necesitaban de lenguaraces para la traducción. A partir del Concilio de Lima se estableció la enseñanza del credo católico entre los aborígenes, adaptándose así la Iglesia a la realidad lingüística que los españoles encontraron en estas tierras. Al respecto dice Ricardo Rojas en su Historia de la literatura argentina, que muchos documentos emitidos durante la Revolución de Mayo, lo fueron en quechua, aimara y araucano, lo mismo que se hacía con la predicación del Evangelio.

“Pero, nos preguntamos, ¿qué ha sido del nahuatl y el quechua, lenguas mayoritarias hace más de 500 años? En México se hablan 58 lenguas pertenecientes a siete familias, 22 de esas lenguas son empleadas por menos de mil personas cada una. Las más importantes de las siete familias lingüísticas son la yuto-azteca y la maya-totonoca, también utilizadas por apenas un millón de habitantes. Le sigue en importancia la otomangue…” (Ceride-El Litoral) 

Con respecto al quechua debemos señalar que todavía tiene un fuerte respaldo en Perú, Ecuador, Bolivia, el sur de Colombia y el norte de la Argentina. En cuanto al aimara, se lo encuentra en Bolivia, Perú y unos pocos miles de argentinos y chilenos. En el Paraguay, una buena parte de la población habla el guaraní, además de algunos miles de argentinos y brasileños de los territorios fronterizos.

“De los restantes países iberoamericanos se desconocen datos acerca del bilingüismo de su población indígena, pero se puede concluir que en la mayoría coexisten dos o más culturas –la nacional y la autóctona- con implicancias políticas, sociales, culturales y, sobre todo, educativas” (Ceride).

En una interesante nota de Pierre Dumas, traducida por Graciela Cutuli, que se publicó en la revista Idiomanía, titulada Lenguas en peligro de muerte, se señala que “la colonización económica, la extensión de los medios de comunicación dominantes y la decisión de los poderes centrales causarán en los próximos años la desaparición de más de dos mil idiomas”. La ley del más fuerte también se impone en este campo de la cultura… Afirman los estudiosos que la mitad de las seis mil lenguas que se hablan hoy en la Tierra, desaparecerán. Una realidad si sabemos que un tercio de las utilizadas en el mundo lo son por grupos de menos de mil personas. Por lo que, según los especialistas, sólo unas seiscientas se salvarían. Es decir, apenas una de cada diez. Para los lexicólogos, la desaparición de un idioma lleva consigo la pérdida de pensamientos y experiencias, de metáforas y conocimientos especiales. Decía el lingüista Andrew Woolfield: “cada vez que un idioma muere, perdemos algo que ni siquiera comprendemos”.

Debemos tener en cuenta que, actualmente, la mitad de la población mundial está representada en sólo cinco lenguas: el chino, el inglés, el español, el ruso y el hindi (lengua oficial de la India, cuya principal variedad dialéctica es el indostaní).

Señala Pierre Dumas que “en un plano histórico, hace quince mil años que las lenguas humanas conocieron su apogeo. Los investigadores creen que el número de idiomas se acercaba en aquel entonces a los diez mil, con una población mundial quinientas veces menos importante que hoy”.

La historia es lamentable, en este aspecto, pero ineludiblemente se habrá de repetir durante la próxima década. Algunas lenguas desaparecerán en medio de la indiferencia general. Otras ofrecerán una dramática resistencia, como actualmente sucede con muchas regionales que se hablan en Europa.

Según el académico noruego Einar Haugen, lo único que podría moderar esta situación sería el bilingüismo inteligente, por medio del cual una persona manejaría su lengua materna, familiar, apelando a un segundo idioma, que serviría como comunicación y relación internacional, como sucede en África, donde todos (o casi todos) hablan correctamente al menos dos o tres idiomas: el materno, otro africano y un tercero europeo.

¿Se llegará en el mundo a ese extremo con el fin de salvar el habla legada por nuestros padres y transmisora de toda una cultura que costó tanto edificar? El tiempo lo dirá. 

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PÁGINA 4  

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Hiperdiccionario 

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Por Arturo Lomello (Santa Fe) 

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Lo que las palabras pueden significar cuando escapan de la costumbre. 

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Computar: Acción de prostituir al prójimo por medio de la tecnología.

Confianza: Fórmula para terminar rápidamente las finanzas.

Delirante: Italiano que perdió el que juicio debido a su ambición desmedida por acumular liras. Ahora rechaza el euro.

Dictador: Hombre autoritario y perezoso que en lugar de escribir dicta.

Insolente: Miserable al que solo que queda exponerse al sol.

Mercachifle: Chiflido de alegría de un comerciante venal cuando engaña a un comprador.

Patológico: Individuo que por abusar de la lógica se quedó en Pampa y La Vía.

Sacrificio: Oficio sagrado que casi no tiene cultores.

Tacaño: quien ahorrando procura no terminar en un caño.

Temor: Don de cantante que asegura quedarse sin vecino.

Tumba: Lugar en que se guardan los tumbados.   

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El cazador 

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Por Alfredo Di Bernardo (Santa Fe)  

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Indiferentes a la nieve que se desploma sin cesar más allá de las ventanas, los cazadores celebran el ritual de cada anochecer en la taberna del pueblo. Al amparo de esa rutina viril y cómplice de whisky y tabaco, se acaloran hablando animadamente de mujeres, trampas y licores, pero -él lo sabe- en pocos minutos retornarán, como siempre, al tema que ha desvelado a los lugareños desde tiempos inmemoriales: saber si la presa que buscan en verdad existe, o si es sólo una leyenda. 

"Dicen que tiene la mirada verde", acotará alguno de ellos, enunciando sin saberlo una sospecha alimentada por todos sus ancestros. "Dicen que su hermosura es extraordinaria", agregar otro, y volverá a soñar despierto con el día en que pueda comprobarlo. "Dicen que hay un único ejemplar en todo el mundo", ilustrará un tercero, y refrendar bravíamente ante el resto el desafío de encontrarlo. "Dicen que verla es como comprender el infinito", insistirá otro, y entornará ambicioso sus ojos, imaginando la proeza. Escudado en su parquedad habitual, él los escuchará como lo ha hecho tantas veces, y no podrá ni querrá evitar que sus pensamientos vuelen ansiosos hacia el mágico esplendor del secreto que guarda en su cabaña. Los otros, sin embargo, abstraídos en su eterno torneo de argumentos, no advertirán su callada excitación, su vuelo inmóvil. 

Una carcajada ebria estalla en la mesa de los cazadores, como un trueno escandaloso y procaz. Semejando ecos, otras risas menores la suceden y secundan. Luego, se van desvaneciendo, hasta que sólo queda resonando en el ambiente la música alegre que emite la máquina de discos, matizada por el tintineo nervioso de vasos y botellas. 

"Dicen que es suave y pequeña", arriesga de pronto uno de los cazadores, y la ronda de suposiciones comienza, en efecto, a girar. Él permanece inmutable; guarda prudente silencio y oculta orgulloso en un trago una imperceptible sonrisa de indulgencia. Llama a la camarera, paga sus whiskies, se pone de pie y se enfunda en su abrigo. "Dicen que de noche se esconde en las montañas", lo interpela uno de los hombres, pretendiendo involucrarlo en la conversación. Él se encoge de hombros y manifiesta una fingida ignorancia. "Dicen que anda entre nosotros y que no sabemos verla", contesta, evasivo, y se refugia otra vez en el silencio. El otro, desilusionado, farfulla algo incomprensible y ahoga su disconformidad en un trago de whisky. Él se hunde la gorra de lana hasta las cejas, saluda a los parroquianos, y sale.  

Atraviesa la nieve acumulada en las veredas, trepa a la camioneta y se pone en marcha, silbando entre dientes una antigua melodía. El camino hacia la cabaña no es largo. Sólo cinco minutos lo separan de esa mirada verde, cargada de infinito, que -como todas las noches desde el último diciembre- aguarda su llegada.  

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PÁGINA 5 – NUESTROS POETAS

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hoy renuevo en mi desierto el juego

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las piezas que levantan

mis tormentos

como astillas de huesos

porque el mío

no es desierto de reinas

de arenas negras ni doradas;

mi arena es polvo de hueso

cáscara de humo

y vuelo bajo 

me guardo en tu figura,

sombra errante

sobre barcos que barrieron

vientos ralos 

desdoros, espejismos. .

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Marta Ortiz(Rosario) 

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Decisión 

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Se desprendió del tedio y del cansancio

emergió desafiante desde la piel gastada

arrojó lejos el miedo a no poder.

Y se irguió decidido.

Reaprendió la firmeza de sus pasos,

la persuasiva voz.

Se revistió con galas de esperanza,

soñó proyectos, ensayó la risa

y decidió estar vivo

hasta el exacto día

                               y el momento

                                                    preciso

                                                                 de morir.

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María Amelia Schaller(Esperanza) 

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CASAL-YUNTA 

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ha vuelto al tendedero del patio

ese casal de torcazas plumaje iris arratonado

no sé si son las mismas palomitas que emigraron nueve meses atrás

con los primeros vientos de aquel marzo 

la siesta es gris ahora aunque ya pía, trina y gorjea el aire

y despuntan rebrotes de la llovida, dormida y oscura tierra 

quien fuera amparo de pichones

aguada o claro cuenco para la sed viajera de estas visitas!

quien fuera alpiste, miga de pan,  sacrificial insecto o néctar

restaurando la energía de sus vuelos 

donde deja lugar el vano afán del lucro

la vida es solidaria de la vida y cada célula es arte y parte

humilde y sabiamente cada briznita

cada grano minúsculo, cada criatura,

cumple en su instinto la ley de su especie todo ama con todo aunque no lo diga

nada yace sin yunta en lo natural 

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Rubén Vedovaldi (Capitán Bermúdez)  

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Arracimada de años aún no vividos

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la niña hurga en la basura ciudadana

hurga por su codicia de pan

y sus dos días de ausencia

       por su boca que no tiene palabras

       por su corazón abrumado de soles negros

       por sus ojos ahuecados de luz.

La niña hurga y camina haraposa

mientras el enjambre ciudadano pasa

mira sin ver, se ausenta...  

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Oscar Agú (Santa Fe)

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Milagro. 

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Se hace con la luz

se desliza como el río.

Me invade.

Ya estoy en él.

Respiro.

Estoy viva.

Vuela un pájaro

la flor perfuma

la piedra indiferente permanece.

Todo está bien.

El ritmo es perfecto

en este espacio de Tiempo

que llamamos día.

Repetido milagro

que se nos regala cada vez. 

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Belkys Escudero (Santa Fe) 

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Segundo Inventario 

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Me faltan:

la familia, los amigos argentinos, el idioma, el lunfardo

los campos inmensos, aunque no eran míos...

Me faltan:

el río Paraná, las películas, el teatro

y tantas cosas bellas...

No extraño:

el calor, la humedad insoportable, las coimas,

los políticos fallutos, la C.G.T., los milicos,

la cana, los chorros, los matones, el gobierno de turno,

los chantas y todas las cosas malas de allí...

me faltan:

las islas, los pájaros, los peces, los cultivos,

la sonrisa, Mafalda, Martin Fierro,

la juventud que se fue y no vuelve...

aquí no tengo ni 25 de mayo ni 20 de junio ni 9 de julio

ni 17 de agosto...

pero tengo:

pesaj, iom hatzmaut, lag baomer, shavuot, rosh hashana,

iom kipur, sucot, januca...

Aquí tengo calor cuando allá hace frío..

y frío cuando allá hace calor.

Me faltan:

las callecitas de mi barrio, la pelota de trapo,

las niñas en guardapolvo blanco, la plaza Constituyentes,

las figuritas, la calesita del Parque Garay,

la Costanera y el Puente Colgante...

Me faltan:

El Grillo de Papel, y el Escarabajo de Oro, la Gaceta Literaria

y Poesía Buenos Aires, El Periodista, Borges, Cortázar y Sábato...

Aquí tengo:

esposa, Rosita

y mis hijos Igal, Tamir y Sharon*

la antigua tierra prometida

y tres mil años bajo los pies. 

José Pivín (Haifa-Santa Fe) 

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Jacarandáes en la ciudad 

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Se serena la luz. Es primavera

tras el dorso sencillo de la tarde.

Llegan lentas las sombras desde el río

y un litoral de miel entra en la sangre.

Hay un nudo de voz quieta en la espera;

y hay resinas y savia en las maderas.

Rosario está en la luna de noviembre

cuando el fuego renace de las manos.

Luce el fruto dorado su atavío

y hay susurros copleros en los labios.

Un sosiego en brisas transparentes

es salud en la flor y en las simientes.

Todo es gozo por parque y avenidas.

Han volcado, su añil, jacarandáes

en levedad de plumas esparcidas

(campánulas de lilas en el aire).

Y habrá alfombras azules en el suelo

que han doblado, solemnes, todo el cielo 

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Armando Del Fabro (Rosario) 

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PÁGINA 6 

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Poesía o mercado 

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Por Rodolfo Alonso (Buenos Aires) 

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La actual travesía por el desierto en que se encuentra hoy aislada la poesía no es apenas, por desgracia, sólo el problema de un género literario.  Al derivar de una honda crisis del lenguaje (como se sabe, fundamento ineludible de nuestra condición), cobra alcances mucho más graves. No fue por azar que un narrador tan exigente como el siciliano Vincenzo Consolo  pudo decir: “Leyendo mis libros y los libros que se escriben en los últimos tiempos, me he dado cuenta de que ya no hay espacio ni tiempo para la literatura entendida en su sentido más alto. Se escribe una infinidad de novelas, pero en ellas ha desaparecido un aspecto esencial del género: la expresividad.” Para agregar poco después, con absoluta claridad: “Hoy a muy pocos les interesa la poesía.” Incluso a los muchos que en la actualidad pretenden ejercerla, me animaría a añadir.

En el prólogo a un libro de Olga Orozco: Eclipses y fulgores, no cualquiera sino un representativo poeta español, Pere Gimferrer, vino espontáneamente a coincidir con lo que imaginé sólo ansiedades personales: “se diluyó hace ya tiempo el diálogo entre las literaturas hispánicas, incluso en nuestra propia península y, momentáneamente, parece eclipsada además en ella la noción de poesía.  Lo  que  sabían por igual Juan Ramón Jiménez, Aleixandre o Cernuda  --es decir: que la poesía moderna, entre otras cosas, es la que sucede a Rimbaud y Lautréamont-- parece hoy olvidado por buena parte de sus coterráneos.” Y, por si fuera poco, reafirma de inmediato: “Se trata de un olvido interesado y no espontáneo, como interesada y no espontánea es la dejación del diálogo de las literaturas, en la medida en que podría servir de recordatorio acerca de la verdadera naturaleza de la poesía en la modernidad.”

Claro que fue alguien al parecer poco afecto a las sutilezas, Mario Vargas Llosa quien, en una entrevista, con ingenuidad o desparpajo planteó nítidamente la inquietante disyuntiva: “El humor en mi obra tiene que ver con la necesidad actual de acercarse a un público que no está dispuesto a invertir mucho esfuerzo intelectual en la lectura.” ¿No es esto confesar que no se crearía ya de acuerdo con cierto ideal de la literatura o del arte, para intentar un diálogo o al menos un contacto con ese fecundamente superyoico tribunal de los mejores que --según el sagaz australiano Robert Hughes-- todo creador legítimo lleva en su conciencia? Ahora, viene a decirnos crudamente el autor de Pantaleón y las visitadoras, escribes para vender o no escribes para nadie.

Pero fue el padre de la novela moderna, Gustave Flaubert, en una carta a Maupassant y ya en 1872, quien había anticipado su propia respuesta para la misma cuestión: “¿Por qué publicar con los horribles tiempos que corren? ¿Es por ganar dinero? ¡Qué irrisorio! ¡Como si el dinero fuese la recompensa del trabajo!”. Y, por si fuera poco, en otra carta a George Sand, ese mismo año, se animó a sentenciar: “cuando uno no se dirige a la masa es justo que la masa no le pague. Es la economía política.” Mientras que nuestro Luis Chitarroni, refiriéndose al insólito dúo que alguna vez formaron nada menos que Joseph Conrad y Ford Madox Ford, apuntó con precisión que “Ninguno de los dos se ejercitaba en las genuflexiones de esa reverencia penosa por el mercado.”

Y yo no consigo dejar de preguntarme, hoy, con más angustia que ansiedad, ¿es que estaremos realmente tan lejos de lo instintivo y lo sagrado como para imaginarnos a Van Gogh reclamando un análisis de mercado antes de arrojarse a pintar sus Girasoles? “Han dejado entrar putas en Eleusis” clamaba, hace tiempo, el políticamente despistado pero artísticamente visionario Ezra Pound. 

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PÁGINA 7           

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La que vino de la lluvia. 

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Por Miguel Ángel Gavilán (Santa Fe) 

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Era un largo manto entre las hojas del parque. Una sombra entrecortada o un hilo de aire desplazándose de un lado a otro, de un cono de luz a un sonido de flautas provenientes de alguna orquesta moribunda.

La mujer era hermosa, casi transparente. Era una silueta ahuecada por la persistente oquedad de la noche. A veces parecía una estatua. A veces era una bailarina griega que trazaba circulares elípticas entre la inmensidad de los silencios. A veces también, los confundidos decían que se trataba de la amante del teniente. Esa amante que nadie conocía pero de la que todos hablaban. A ella se dirigía el eco de la moral, los remilgos de un puñado de seres con espaldas rígidas, sentados a una mesa donde los manteles blancos y la vajilla europea contrastaban con la hipocresía, con las miradas entrecortadas y los calificativos por las nubes.

Por otra parte, el teniente conocía de esas voces pero callaba. Se conformaba con caminar bajo el alero los días de lluvia pensando en ella. Caminaba sin importarle las horas.

Era una ceremonia. Se llevaba a cabo después de dejar por sentado su poder ante la tropa y de quitarse los zapatos. Así, descalzo, caminaba por el empedrado cobrizo. Una tarde se le quedó la mirada vacilante como las gotas del agua.

Sucedió de tristeza. Su esposa, lánguida e infeliz, lo espiaba desde los visillos de su cuarto lo mismo que una intrusa.

El cuarto era amplio y la mujer, fea. Su tono de voz se confundía con el grito de las gallinas entre las legumbres. Pero rara vez hablaba. Su mutismo era similar al de esos gobelinos antiguos donde las mujeres sirven vino todo el tiempo. Ella veía como su marido caminaba descalzo los días de las lluvias grandes y presagiaba otra mujer. Lo intuía en las miradas llenas de velocidades de las mucamas, a lo largo del aire que respiraba en las fiestas o en los frutos maduros que brillaban en las fruteras de su salón.

Se sorprendió tratando de imaginarla durmiendo en la cama que ya no compartían; peinándose con los cepillos delante del espejo, o mirada por el hombre al que nunca supo por qué amó tanto y de pronto dejó de hacerlo.

Esa amante era una figura que estaba sin estar, que emitía ruidos desmayados, que trampeaba las ventanas para impulsar un viento de odio entre ellos.

Esa amante los alejaba. Sí, los alejaba pero al mismo tiempo los unía, los mantenía juntos. Sin ella, la mujer hubiera dejado mucho antes ese papel de vigía tras los cristales. Sin ella, el teniente también hubiera renunciado a su territorio de lluvias descalzadas y ojos románticos entre los sarmientos de la enredadera. 

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La enredadera tenía un encanto particular por la mañana. Todas las hojas brillaban hasta el cansancio sobre las cabezas de las mucamas. Estas pasaban llenando de olor a almidón la galería, mientras recogían las botas del teniente que habían quedado por descuido, cerca del barro. Las recogían y las limpiaban de modo que siempre le quedara un par lustrado en la puerta de su cuarto.

Las mucamas conocían lo de la amante. Entre risas y cofias endurecidas. Lo sabían  cotidianamente. Al cocinar los manjares para sus amos; al dar lustre a la platería mientras oían los compases de "La traviata" que el teniente daba a escuchar en el fonógrafo.  Lo sabían al besar los labios de los soldados que no dormían, o al acariciar la piel de los hombres amados sólo una noche.

A veces reían del asunto. O pasaban delante de la ventana de su señora y se atrevían a adivinar en lo entrecerrado de sus párpados, el dolor de aquella que dominaba la realidad del cuartel.

Pero ellas cumplían sus tareas. Limpiaban la casa, peinaban a la mujer fea y murmuraban detrás de las mesadas el desastre de ese matrimonio.

Por las noches, al ver que el teniente se quedaba descalzo mirando llover, estrenaban enaguas y corrían sigilosamente al encuentro de los soldados.  

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Los soldados eran jóvenes. Algunos, hermosos. Otros adivinaban  la vigilia de su teniente en la voz enronquecida que traía al amanecer. Era una voz húmeda, de sueño atrasado y de noche prolongada. Era una voz que dejaba entrever una porción de llanto aglutinado y de lágrimas tragadas hasta la indigestión. Indigestión de tristeza. Quizás su amante lo había golpeado. Quizás, al estar en la cama, le había confesado que no toleraba los ojos de su esposa y el murmullo de las mucamas.

Los soldados sabían de ella y deseaban conocerla. Deseaban, soñando con sus ojos de uvas maduras y con sus brazos, fuertes como una orden o suaves como la oración de las armas.

Trataban de enredarse en sus vestidos, por momentos rojos, por otros azules, por otros, también, oscuros.

Jugaban a pelear en el amor. A doblegar la imagen que se habían formado de ella sobre los camastros, las sillas de montar, los bancos del vestuario.  

Se quedaban con una idea, nada más. Con una sombra que parecía salir con el aliento cansado del teniente en la mañana. 

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La mañana tenía la fatalidad de lo perdido. Tenía en su vientre, oculta la luz. Y la luz era la ausencia.

Su mujer, allí, parada entre los cortinados. Fea y olvidada al igual que un accidente de carne en la largura de su vida, sentenciaba la presencia de alguien que bailaba tras la lluvia con el teniente.

Las mucamas no tenían importancia al igual que los soldados. Ellos abrigaban como única tarea en sus vidas, la de ser irritantes y olvidables. El dejaba que hablaran de esa mujer que existía como un sueño lánguido y presumido sobre la enredadera. Su sustancia era el sueño. Sólo podía verla cuando el picotear de las gotas ingresaba en el circuito irremediable de su cerebro, hasta el fin en la mañana, las órdenes y su mujer. 

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Su mujer lo vio morir frente a su ventana. Dicen que se quedó mirando algo, desde lejos, desde adentro de él.

Al verlo muerto rozó con sus dedos el anillo de bodas. Después se reclinó en la cama y no volvió a despertar. 

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Al despertar las mucamas supieron que habían muerto. Algunas gritaron ante los cuerpos sin vida de sus patrones. Otras, las más jóvenes, alcanzaron a cerrarles los ojos.

Dicen que vieron en los ojos del teniente una silueta ligeramente desdibujada, una forma que aún danzaba en sus retinas. 

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Las retinas de los soldados registraron el acto patriótico. Dos salvas de cañón y el ataúd cubierto por una bandera. Supieron que nunca conocerían a la mujer de la que tanto hablaban. Aquella que les quitara esa soledad de todos que da el cuartel. 

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En el cuartel cerró los ojos para siempre. Frente a una ventana donde una mujer fea lo veía. Junto a un par de botas mojadas, ante la lluvia que era una cortina, una mujer de vidrio, que era un largo manto entre las hojas del parque.   

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PÁGINA 8  

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Ejecución en la piazza Navona 

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Por Marta Ortiz (Rosario) 

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...la horrible fabricación en serie de la muerte.

Susan Sontag 

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Desde aquí se pierde un poco el entorno, pero por encima y por detrás de los rehenes, el lugar se parece a una escombrera de tierra salitrosa y reseca mezclada con restos de una nieve sucia, amarillenta. De frente a la ancha zanja que abre una brecha oscura a la monocromía del lugar, dos hombres jóvenes, de espaldas a este espectador, acaban de encarar el crucial tránsito regresivo de los apenas segundos que aún los aparta de la muerte.

De rodillas, sostienen el peso inhumano de la intemperie, de la indefensión, del miedo amorfo, ilimitado. Detrás, y a menos de un metro, un tercer hombre les apunta a la cabeza con una pistola.

Los condenados visten unas camisolas rayadas, o tal vez la tela está sucia y no son rayadas, no se distingue con claridad; alguien les ha vendado los ojos con gruesos paños atados a la nuca.

Se enfría mi café en el plato, soy incapaz de beberlo y no puedo quitarles los ojos de encima. Adivino que los pensamientos de ambos fluyen inevitablemente en direcciones opuestas; el de la derecha tiembla penetrado por un frío glacial como si reptara una boa por su espalda al tiempo que murmura palabras regresadas a un origen que roza el balbuceo, el babeo, lo gutural que no alcanza a dibujar la oralidad; el tiempo es apenas un bocado apetecible demasiado breve, el camino que recorre un pétalo al desprenderse de la rosa.

En cambio el pensamiento es una alfombra mágica, viaja más veloz que la luz y por ese intersticio dorado él escapa y olvida que en segundos una detonación mutilará la claridad y lo arrojará de cabeza a la zanja y entonces convoca, en reemplazo de esa imagen, la de la cuna balanceándose al pie de un naranjo coposo y fragante en el viejo patio donde transcurrieron los juegos de infancia. El niño dentro de la cuna lo mira con sus mismos ojos y sueña despierto con la sonrisa de la madre que se ha dormido a su lado en el sillón de hamaca. Las imágenes fluyen vertiginosas empujadas por la premura del acto que el verdugo debe consumar porque para eso ha sido programado y ya no existe escapatoria posible: el dedo ha comenzado una lenta, calculada presión del gatillo. Pero aún resta una ínfima grieta por donde sustraerse al tiempo; un imperceptible movimiento de cabeza me dice que a pesar de que él tiene la boca reseca y los dientes apretados y ya no le interesa ocultar la serpentina de una convulsión, encontró el modo de detener el vuelo en el corazón de la guerra y descender en una plaza sombreada de esmeraldas en aquella pequeña ciudad devastada el día anterior. Percibo en medio de una difusa, creciente opresión que me cierra el pecho, cómo aferra una medalla en su mano izquierda, como si en ese acto que lo lastima, le fuera la vida.

Yo también me aferro, pero a la taza de café, un sorbo apenas tibio me moja los labios de pronto resecos; confirmo que el miedo es contagioso.

El otro rehén no logra abstraerse en la visión de la muerte compartida, al contrario, se disocia y llora o grita o aúlla, no se oye claro desde aquí, el miedo a la soledad última despierta en él el bramido incandescente de la locura. Pero el grito tampoco dura en esa marcha inexorable hacia el fin, cesa tan súbito como empezó; quizá él haya comprendido que el tiempo es una categoría vacía y ya no lo contiene, abandonó sus marcas habituales y le enseñó sin preliminares a convivir con el terror y el sudor frío; somos animales de costumbres, está a la vista – me oigo decir como si no usara mi voz, como si usara la de otro porque suena extraña, como fuera de mí-; y los ojos me arden de fijarlos en la inutilidad de esos cuerpos ya casi muertos que ahora me desgarran por dentro y que en pocas horas habré dejado caer en la memoria del olvido, como a todo. El rehén piensa, apenas piensa porque se le va cerrando el entendimiento, que Dios ya no está en ninguna parte, menos en la zanja donde sólo la humedad de la tierra le abrirá los brazos al caer.

Pero el confuso tibio mordisco de tiempo del que aún dispone, como un último ajado as disponible en la manga, le alcanza para sentirse rodar una vez más las suaves colinas en los alrededores de la bella Estambul y claro, desde tan lejos, la mirada se deja ir también por las murallas, los minaretes, las cúpulas curvas de las mezquitas hasta bajar a la bahía y después tutela al muchachito que sube y baja las callejuelas angostas y al final trepa la empinada escalera que sube al cuartucho sucio y ahumado donde vivió de niño hasta que después, de grande, emigró a ese lugar donde la mujer y el hijo esperan y la campiña verde, siempre como recién llovida...

Sorbía el último trago de mi café atiborrado de azúcar porque –me di cuenta después-,  inmerso en el crimen anunciado, no había usado la cucharita  para revolver, cuando dos disparos redondos rotundos diluyeron la dudosa integridad de esa tarde, la descuajaron de sí, trazaron nítidos círculos de pólvora y óxido y el olor a sangre cruda inundó el aire y la fotografía se vació de contenido. Sólo quedaron los escombros y esa rara clase de nieve empedernida que parecía cubrirlo todo, hasta algunos trechos de esta plaza musical y concurrida, cuando el turista de la mesita contigua cerró abruptamente la página de Internacionales que leía en el Corriere donde la fotografía de muy baja definición de dos ignotos rehenes a un tris de morir en manos de la enésima máscara del verdugo, me había subyugado.  

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Ahora que el humo de la pólvora ha desaparecido y los olores se aquietaron dejando traslucir el aire limpio y un aroma renovado a café y a confituras, vuelvo a los detalles históricos y artísticos de la plaza en el centro de esta Roma atestada de turistas; admiro la teatralidad, la ilusión de vida casi ilusionismo en las esculturas de Bernini, la tensa musculatura móvil de Neptuno brotando del mar bañada en la luz ligeramente azul del crepúsculo. Pago mi café, me embebo en la vista global de mi último día en la plaza y en Roma, les doy a las palomas unos puñados del alimento que compré a propósito esta mañana, y mientras busco una moneda para propina recojo el periódico que el turista sueco dejó en la mesa de hierro naranja que fosforece en la tarde. Lo guardo en mi bolso. Sé que no quiero olvidar para siempre. El contraste es más que un claroscuro, la grieta ilusoria se ha ensanchado y la sangre de allá salpica por acá, me salpica. La plaza asoma a través de un molesto cristal que la enrojece, la encharca.

Despacio voy siguiendo el camino empedrado que me aleja del lugar, no sé si quiero irme, tampoco si quiero quedarme; busco, como quien busca ceñirse en un abrazo, perderme en la peligrosa deriva que la íntima, creciente oscuridad, de la mano de dos o tres enormes nubarrones empetrolados por la luz que declina, de alguna manera va creando.

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PÁGINA 9 – PÁGINAS MEMORABLES

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Jorge Luis Borges nació en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899. En 1914, viajó con su familia a Europa y se instaló en Ginebra, donde cursó el bachillerato. Pasó en 1919 a España y allí entró en contacto con el movimiento ultraísta. En 1921, regresó a Buenos Aires y fundó con otros importantes escritores la revista Proa. En 1923, publicó su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires. En esa época, se enferma de los ojos, sufre sucesivas operaciones de cataratas y pierde casi por completo la vista en 1955.

Desde su primer libro hasta la publicación de sus Obras Completas (1974), trascurrieron cincuenta años de creación literaria durante los cuales Borges superó su enfermedad escribiendo o dictando libros de poemas, cuentos y ensayos, admirados hoy en todo el mundo. Recibió importantes distinciones y numerosos premios, entre ellos el Cervantes en 1980. Su obra fue traducida a más de veinticinco idiomas.

Falleció en Ginebra el 14 de junio de 1986. 

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MIS LIBROS

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Mis libros (que no saben que yo existo)
son tan parte de mí como este rostro
de sienes grises y de grises ojos
que vanamente busco en los cristales
y que recorro con la mano cóncava.
No sin alguna lógica amargura
pienso que las palabras esenciales
que me expresan están en esas hojas
que no saben quién soy, no en las que he escrito.
Mejor así. Las voces de los muertos
me dirán para siempre.
 

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ODA ESCRITA EN 1966

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Nadie es la patria. Ni siquiera el jinete
que, alto en el alba de una plaza desierta,
rige un corcel de bronce por el tiempo,
ni los otros que miran desde el mármol,
ni los que prodigaron su bélica ceniza
por los campos de América
o dejaron un verso o una hazaña
o la memoria de una vida cabal
en el justo ejercicio de los días.
Nadie es la patria. Ni siquiera los símbolos.

Nadie es la patria. Ni siquiera el tiempo
cargado de batallas, de espadas y de éxodos
y de la lenta población de regiones
que lindan con la aurora y el ocaso,
y de rostros que van envejeciendo
en los espejos que se empañan
y de sufridas agonías anónimas
que duran hasta el alba
y de la telaraña de la lluvia
sobre negros jardines.

La patria, amigos, es un acto perpetuo
como el perpetuo mundo. (Si el Eterno
Espectador dejara de soñarnos
un solo instante, nos fulminaría,
blanco y brusco relámpago, Su olvido.)
Nadie es la patria, pero todos debemos
ser dignos del antiguo juramento
que prestaron aquellos caballeros
de ser lo que ignoraban, argentinos,
de ser lo que serían por el hecho
de haber jurado en esa vieja casa.
Somos el porvenir de esos varones,
la justificación de aquellos muertos;
nuestro deber es la gloriosa carga
que a nuestra sombra legan esas sombras
que debemos salvar.

Nadie es la patria, pero todos lo somos.
Arda en mi pecho y en el vuestro, incesante,
ese límpido fuego misterioso.

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UN LECTOR

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Que otros se jacten de las páginas que han escrito;
a mí me enorgullecen las que he leído.
No habré sido un filólogo,
no habré inquirido las declinaciones, los modos,

la laboriosa mutación de las letras

la de que se endurece en te,
la equivalencia de la ge y de la ka,
pero a lo largo de mis años he profesado
la pasión del lenguaje.
Mis noches están llenas de Virgilio;
haber sabido y haber olvidado el latín
es una posesión, porque el olvido
es una de las formas de la memoria, su vago sótano,
la otra cara secreta de la moneda.
Cuando en mis ojos se borraron
las vanas apariencias queridas,
los rostros y la página,
me di al estudio del lenguaje de hierro
que usaron mis mayores para cantar
espadas y soledades,
y ahora, a través de siete siglos,
desde la Última Thule,
tu voz me llega, Snorri Sturluson.
El joven, ante el libro, se impone una disciplina precisa
y lo hace en pos de un conocimiento preciso;
a mis años, toda empresa es una aventura
que linda con la noche.
No acabaré de descifrar las antiguas lenguas del Norte,
no hundiré las manos ansiosas en el oro de Sigurd;
la tarea que emprendo es ilimitada
y ha de acompañarme hasta el fin,
no menos misteriosa que el universo
y que yo, el aprendiz.
 

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UN LOBO

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Furtivo y gris en la penumbra última,
va dejando sus rastros en la margen
de este río sin nombre que ha saciado
la sed de su garganta y cuyas aguas
no repiten estrellas. Esta noche,
el lobo es una sombra que está sola
y que busca a la hembra y siente frío.
Es el último lobo de Inglaterra.
Odín y Thor lo saben. En su alta
casa de piedra un rey ha decidido
acabar con los lobos. Ya forjado
ha sido el fuerte hierro de tu muerte.
Lobo sajón, has engendrado en vano.
No basta ser cruel. Eres el último.
Mil años pasarán y un hombre viejo
te soñará en América. De nada
puede servirte ese futuro sueño.
Hoy te cercan los hombres que siguieron
por la selva los rastros que dejaste,
furtivo y gris en la penumbra última.

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EL HACEDOR

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Somos el río que invocaste, Heráclito.
Somos el tiempo. Su intangible curso
acarrea leones y montañas,
llorado amor, ceniza del deleite,
insidiosa esperanza interminable,
vastos nombres de imperios que son polvo,
hexámetros del griego y del romano,
lóbrego un mar bajo el poder del alba,
el sueño, ese pregusto de la muerte,
las armas y el guerrero, monumentos,
las dos caras de Jano que se ignoran,
los laberintos de marfil que urden
las piezas de ajedrez en el tablero,
la roja mano de Macbeth que puede
ensangrentar los mares, la secreta
labor de los relojes en la sombra,
un incesante espejo que se mira
en otro espejo y nadie para verlos,
láminas en acero, letra gótica,
una barra de azufre en un armario,
pesadas campanadas del insomnio,
auroras, ponientes y crepúsculos,
ecos, resaca, arena, liquen, sueños.

Otra cosa no soy que esas imágenes
que baraja el azar y nombra el tedio.
Con ellas, aunque ciego y quebrantado,
he de labrar el verso incorruptible
y (es mi deber) salvarme.

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LAS CAUSAS

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Los ponientes y las generaciones.
Los días y ninguno fue el primero.
La frescura del agua en la garganta
de Adán. El ordenado Paraíso.
El ojo descifrando la tiniebla.
El amor de los lobos en el alba.
La palabra. El hexámetro. El espejo.
La Torre de Babel y la soberbia.
La luna que miraban los caldeos.
Las arenas innúmeras del Ganges.
Chuang-Tzu y la mariposa que lo sueña.
Las manzanas de oro de las islas.
Los pasos del errante laberinto.
El infinito lienzo de Penélope.
El tiempo circular de los estoicos.
La moneda en la boca del que ha muerto.
El peso de la espada en la balanza.
Cada gota de agua en la clepsidra.
Las águilas, los fastos, las legiones.
César en la mañana de Farsalia.
La sombra de las cruces en la tierra.
El ajedrez y el álgebra del persa.
Los rastros de las largas migraciones.
La conquista de reinos por la espada.
La brújula incesante. El mar abierto.
El eco del reloj en la memoria.
El rey ajusticiado por el hacha.
El polvo incalculable que fue ejércitos.
La voz del ruiseñor en Dinamarca.
La escrupulosa línea del calígrafo.
El rostro del suicida en el espejo.
El naipe del tahúr. El oro ávido.
Las formas de la nube en el desierto.
Cada arabesco del calidoscopio.
Cada remordimiento y cada lágrima.
Se precisaron todas esas cosas
para que nuestras manos se encontraran.

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PÁGINAS 10 y 11 – RESEÑAS DE LIBROS

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Lejos de la corriente – Edel Morales - Ediciones Unión – La Habana – 2004 – 115 páginas. 

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Recién publicado por Ediciones UNIÓN, Lejos de la corriente reúne casi totalmente la poesía de Edel Morales, por lo que su lectura permite apreciar el rigor de su escritura. Porque no se desperdicia ni escribe con ligereza. Y aunque en buena parte de sus versos alude a temas cotidianos o de la intimidad, a vivencias efímeras o a una simple percepción del paisaje circundante, y con un lenguaje cercano, comunicativo, su poesía no se limita a impresiones de superficie. Quiere calar hondo, desentrañar e interpretar lo que está más allá de lo visible. Siempre una intención conceptual acompaña al efecto estético, nada es gratuito ni frívolo, todo aspira a significar.

A partir, entonces, de su propia historia, de su ámbito geográfico y familiar, desde su natal Cabaiguán hasta La Habana, en una aparente crónica poética, más que trazar un itinerario de su todavía joven existencia -ni siquiera de su experiencia sentimental -invita al lector a seguirlo en sus percepciones, en su indagación y búsqueda del sentido de todo lo que de alguna manera lo ha atraído,  intrigado o estremecido. Su poesía va en pos del conocimiento, de la comprensión de la realidad que se le presenta o impone, de la verdadera naturaleza y lógica de los sucesos y las cosas, de pulsiones, móviles y esencias. Porque cree en el poder de intuición y de revelación de la poesía: ...miro a la gente que va y viene despacio junto al mar. / Y me pregunto con el muro a la espalda: ¿tan sólo será la vida / un tiempo posible?’   

Por eso Morales no prefiere los interiores, las penumbras, los marcos cerrados, sino las claridades, la luminosidades, los espacios abiertos, libres, que le ayudarán a descubrir, como los esplendentes mares, la densa claridad de los trópicos, los cielos, los ríos, los puentes y los parques y calles de la ciudad, y muy en especial, las ventanas: …¿quién hizo más por el país? / Escucho esa pregunta desde mi ventana de pasajero / y siento lo efímero de las verdades eternas... También: …Una ventana / es siempre una pregunta /--abierta hacia la luz sin sombras / que engendra el mediodía.

El poeta busca todo signo o señal en su entorno que lo pueda conducir a la verdad, a la posible luz al fondo del túnel de la existencia: ... nunca encontraste una premonición. / Nunca una franja de aire o un alma de pájaro trasmutada / en el mar violeta que sobrescribía tus preguntas.

No por causalidad uno de sus libros se titula Escrituras visibles: “…Todo lo que puedes hacer es un lenguaje / iluminado por esencias / y por la belleza que ves en el conocimiento de las cosas.  El autor intenta hacer visible todo lo que significa: ... Voy por los museos / tras la huella de un pasado / que da sentido a esta hora, / busco en mi vida / el destello inconfundible / que anuncie el momento del cambio, / la cegadora luz de entonces…

En sus textos hasta los cuerpos aparecen, se exponen preferentemente en su desnudez, o sea en su transparente verdad, sin velos que los oculten o disimulen: ... La felicidad adormece mi voz y luego se aleja, /mientras abro completamente desnudo la ventana / y miro. Y también: …En el otro extremo del mundo ella permanecía desnuda.

Pero en su caso no se trata sólo de ver y de saber sino también de juzgar, de abordar el ya clásico tema de lo bueno y lo malo, hurgando en el comportamiento humano, en su razón moral, las posibles contradicciones o incoherencias entre el ser y el deber ser, para evitar que no nos agobie con su fatalismo eso que se ha denominado tan certeramente el sentimiento trágico de la vida. Y podamos entonces encontrarle a ésta una justificación detrás de su dramática apariencia: …Edades / para alcanzar al fin la gran inocencia / --en la vida y en la muerte / hicimos / lo que se esperaba / de nosotros: ... O cuando más adelante dice él mismo de sus versos: ... perdura en ellos la magia antigua del cazador, su fiebre por encontrar la huella en la espesura / su destino entre el bien y el mal. / Los acontecimientos se revelan demasiado visibles, / demasiado vergonzantes para una escritura / sumergida en el smog y en la frialdad / de la época contemporánea.

Y en ese buscar la luz de la conciencia, o ese sol del mundo moral -como diría Vitier-, su poesía también se debate entre dar claridad, transparente legibilidad a las palabras, o caer en la tentación de las atmósferas alusivas, del lenguaje simbólico tan propio de la poesía y del lenguaje hermenéutico. Pero Morales sale airoso en su difícil intento de conjugar las dos tendencias, atemperándolas y reconciliándolas en sus versos, y logrando dotar a éstos, a la vez, de elocuencia y misterio.  

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Basilia Papastamatíu (Buenos Aires-Cuba) 

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La voz sin amo – Rodolfo Alonso – Premio Único de Ensayo Inédito de la Ciudad de Buenos Aires – Alción Editora – Córdoba – Argentina – 2006 – 204 páginas.

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Si como predicaba Stephan George, el poeta es llamado a dar testimonio de su presencia en el mundo, Rodolfo Alonso ha cumplido con generosidad ese deber, y no sólo con su propia obra, sino que acompaña a la prueba testimonial los documentos que sostienen tal testimonio, o sea el incesante asombro vital de sus lecturas.

Al leer las páginas de este libro uno comprueba de qué manera las lecturas que un hombre realiza durante su vida, llegan a constituir una verdadera auténtica, recóndita biografía. Quiero decir, los lectores somos también los libros que leemos a lo largo de nuestros días.

H. D. Thoreau requería a cada escritor que, tarde o temprano, hiciera un sencillo y sincero resumen de su vida. Rodolfo Alonso también ha respondido cabalmente a ese requerimiento y nos entrega, con generosidad inusual, las claves de su propia obra, con la integridad de su conducta como ser humano y como poeta. Al realizar el inventario de sus lecturas –-Rimbaud, Dante, Baudelaire, el digno Saint-Pol-Roux, víctima de la barbarie nazi, y tantos otros--- hace  también el recuento de su propia vida, sus experiencias en el placer y el esplendor de la obra de los demás, de la gloria de la lengua y de la dignidad de las palabras.

Un proverbio finlandés enseña que a medida que envejecemos rejuvenecen nuestros males. Si esto es cierto no lo es menos que, a medida que transcurren los días de nuestra vida, se acumulan los momentos felices que hemos vivido, las lecturas que han alimentado nuestros sueños, la certeza de no vivir en vano, nos dan un cobijo, dulce cobijo, que nos salva del olvido, que añeja y dignifica esos instantes, que son las verdaderas cifras de contar. Todos en realidad estamos solos, pero es el poeta el que desvela un fragmento de la verdad final de la soledad.

Rodolfo Alonso nos da una visión sesgada, digna y humilde de su propia vida a través de las páginas de otros, y eso, además de honrado, hace mucho más imprescindible y placentera su lectura.

El inventario de las meticulosas lecturas de que da testimonio Rodolfo Alonso nos hace pensar en las operaciones selectivas de la memoria, su entendimiento y su alma son como esas cribas en la que los buscadores de oro de la puna recogen las pepitas del puro metal en los torrentes de la cordillera, la arena cae, el oro queda.

¿Para qué cargar la memoria con lo que no sirve para nutrir, admirar y consolar el corazón? Y también nos hace pensar en la frase nostálgica de los Cahiers d’André Walter: “vivir profundamente aunque el  tiempo nos acose”. 

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Héctor Tizón (Jujuy) 

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De Raíz, Flor y Fruto – Nicasia Baunaly – Buenos Aires – Instituto Literario y Cultural Hispánico – 264 páginas. 

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Recibir un libro de impecable  impresión tipográfica, de una muy querida y reconocida poeta (escritora) tucumana, nos regala el placer de su presencia estelar y gozar de su poesía íntima, cósmica. “Sus versos son cristales armónicos, sus imágenes lucen delicadas pero poderosas. El efecto de sus páginas es de una engañosa llaneza de la que cualquiera podría creer ser autos. Basta sin embargo con intentar la redacción de una sola de esas páginas para librarse del engaño”. Lo dice con singular acierto Samuel Schkolnik al comentar la obra en la contratapa del lirbop. La tapa fue diseñada por Nicolás Maisano (h). cinco capítulos componen el libro: “Consolación”, “Rumbos interiores”, “Tarde o temprano”, Tiempo por su cauce”, Los ojos de la niebla” y en cada uno desborda todo su interior. Así, en “Esta historia no tiene protagonistas” en el ítem IV nos dice: “El hombre está cansado de tanto pasado, / la humanidad avanza apartando los huesos del camino / Todos los insepultos de la tierra gritan en otras bocas, / las multitudes están solas / y escuchan un silencio / cada vez más profundo y más terrestre. // La historia es esta caída que no termina nunca / quien trata de aferrarse a lo perenne ha enloquecido /…/ Quien busque redimir y redimirse, / quien sienta que no se salva de la sangre del otro, / quien se esfuerce en asir el corazón de los pueblos / y la lógica humana de la historia, // ya esperó totalmente su esqueleto en la niebla, / ya se quedó vacío / se murió de dolor y no lo sabe.”

En la evocación de su padre, resume en pocos versos toda su vida familiar.

“Te debo yo esta noche y este día. / Tú estuviste primero. / Hiciste el pan, la casa, el mediodía, / creciste el mundo, el gesto, la palabra, / y un día entre otros días / me invitaste a llegar. //…/”. También evoca a su madre: “Cómo decirte, madre, / ahora que te ahondas en la tierra / en tu oscura mortaja de raíces, / que estoy aquí, / buscándote entre cosas que supieron tus manos, / ensaya para mí una canción de cuna / o una sola palabra, la viajera, / la que venga de lejos, / desde la otra orilla de este río, / desde la otra orilla de esta endecha, // una vez más, esfuérzate en amarme, // (no me enmudezcas, madre, / que de eso, / se encargará a su tiempo la señora sin sueño).”

Nicasia Baunaly: “ha sido tocada con la gracia de transmutar la realidad en la sustancia del verbo”. No nos extrañaría que algún inspirado compositor pusiera música a sus versos. 

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Manuel Bande (Santa Fe) 

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Traiciones – María Isabel Clucellas – Editorial Metáfora – Buenos Aires – 2005 – 199 páginas. 

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Largos, interminables, desgastantes, los días se habían sucedido, inevitables, con su eterna ronda de noches, noches de insomnio, de impotencia, de espera dolorosa, inútil, estéril.

No. No fue así. Ella lo consignó como un hecho, una anticipación cierta de algo que no se produjo. Sólo un deseo, el suyo, un deseo inflexible, inclaudicable tal vez, pero sólo eso, un deseo.

Los renglones torcidos, piensa, después de resistirse durante varios días a creer en los hechos. Una defensa. El golpe que acaba de recibir es artero y muy duro.

¿Sería su destino sumar traiciones? Traiciones de sangre. Ahora, traición de los propios.”

Este fragmento de la novela Traiciones, de María Isabel Clucellas, es representativo del nivel de comunicación que la autora establece con sus lectores. Los hace vivir, compartir, involucrarse, acompañarla en cuestiones que, con singular destreza –manifestada anteriormente a través de Los que esperan, El jurisconsulto, entre otras- despliega ante ellos de manera auténtica y realista, dificultándoles el aislamiento del anecdotario básico indiscutible capturado entre redes netamente ficcionales.

A lo largo de Traiciones, se percibe la lucha de la protagonista contra el propio desaliento, la propia desilusión, y su denodado batallar contra una maraña de intrigas, difamaciones, inmoralidades, torpezas y codicia.

La anécdota enfrenta su compromiso ético, su obligación vincular, no sólo a los acostumbrados conflictos sucesorios sino a las dolorosas traiciones de su propia sangre.

Un enfrentamiento donde cada batalla ganada con apasionamiento se transforma en auténtica aflicción ante la pérdida de lazos afectivos.

Sin embargo el empeño de su personaje por no renunciar, por proseguir la lucha hasta alcanzar la satisfacción del deber cumplido, hasta alcanzar la paz con el mandato interior de su conciencia, bien pudiera constituirse en ejemplo a seguir ante otro tipo de conflictos. Y si algo de la personalidad de María Isabel Clucellas ha sido transmitida a su heroína en la ficción, no duden ustedes que, la suya, debe ser una naturaleza descollante. 

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Norma Segades – Manias (Santa Fe) 

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Áspero cielo – Jorge Isaías – Editorial Ciudad Gótica – Rosario – 2006 – 85 páginas. 

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Lo primero que me impresiona es la sobriedad, el despojamiento: ningún adorno, ni colores, ni imágenes. Junto a la sobriedad, la modestia: el nombre del autor, en letras pequeñísimas, apenas legibles. Un poco más grandes, pero tampoco demasiado, las letras del título, y nuevamente en letras pequeñas, el género. Casi imperceptible, la editora, apenas reconocible en sus siglas.

La contratapa, en cambio, me ofrece no lo que esperaría de la costumbre, es decir, algún comentario sobre el libro, sino la abrumadora biografía literaria del autor, premios y reconocimientos incluidos.

Hasta ahora, nada sé del libro, todo lo que las tapas me dicen lo sabía, y me pongo a pensar en el título.

Nada puede ser menos áspero que el cielo, pienso. En realidad, nada puedo saber de la textura del cielo, de su tacto posible o imposible, de su probable intangibilidad. ¿De qué asperezas me hablará este libro? Recuerdo vagamente otro libro que hablaba de asperezas, de otro autor, y no de poemas, sino de ensayos críticos, que se llamaba (lo traduzco, porque era en portugués, pero es casi idéntico en nuestra lengua) El áspero oficio. De oficios hablaba otro título, este sí de Isaías, eran los Oficios de Abdul, nada ásperos, en realidad. Jorge, por otra parte, y para volver con mi pensamiento al áspero oficio de la crítica, no ejerce la crítica escrita, en general, ejerce sólo la escritura poética, abarcando en ella sus relatos. Cuando ejerce la crítica,  lo hace en ese género hoy casi perdido y que deberíamos recuperar para este y otros ejercicios: la conversación inteligente. A todo esto, desde el momento en que recibí el libro y empecé a jugar con el sentido de sus tapas, hasta que pudiera abrirlo y leerlo, pasaron algunas horas, en que el juego se dio mientras me ocupaba también en otras cosas.

Cosa extraña a mis hábitos, leí los poemas unos tras otro, desde el primero al último, sin saltear ninguno, sin retroceder ni avanzar, siguiendo el orden de los números romanos que encabezan estos brevísimos poemas sin títulos. Los últimos, creo, ya los leí entrando en el sueño, y en realidad no sé si fueron leídos o soñados...

Me olvidé de que buscaba asperezas... y ese no fue el único olvido. Olvidé que suelo dormirme a las pocas líneas de lectura, olvidé que la lectura nocturna es un modo de no pensar en esa suspensión del tiempo que me asusta en la noche, olvidé (y es el más dulce olvido) que debía leer el libro para decir algo de él. Lo leí, simplemente, porque no pude dejar de hacerlo.

Del primero al último poema, el libro en realidad es un solo poema compuesto de 37 partes. Cada uno de los poemas que componen el poema puede, no obstante, leerse en forma independiente. Pero luego de leer el primero, que se abre con la imagen de una noche y su silencio, y en el silencio un largo gesto de amor, la lectura se desliza sinuosa, por los meandros de ese río que la mancha gráfica traza en el papel. Si lo áspero está en ese río, que es, como todo río, también un cielo reflejado o invertido, es la aspereza agridulce de una piel de durazno.

Puedo decir, de la primera impresión de esa lectura, que Áspero oficio es un poema de amor. Y el amor, lo sabemos, es un cielo levemente áspero...En medio de ese amor, que ama las lluvias y las estaciones, los pájaros y la mujer, el viento y los caminos, anda el poeta con “un andar en calma / como pisando vidrios...”(poema 10); anda “con un cuaderno / lleno de versos...” (poema 36)

De todas las imágenes que el poema-libro teje, minucioso trabajo de artesano ensayando las infinitas maneras de decir el amor, quiero quedarme con esa del poema 36. Sencillamente, como un niño que ensaya sus primeras letras, el poeta con su cuaderno de versos ensaya en colores sus arañitas... Con el cuaderno, lo imaginamos, va a todas partes, con el poema interminable que escribe a todas horas, hasta que llega a detener su gesto en el momento en que declara su rendición. El último poema, el 37, no el punto final sino la suspensión del aliento en el momento de tomar su cuaderno y entregarlo, se confunde con el momento total, la culminación de una búsqueda, la consumación del amor:

Un robledal / arde / en la lluvia / y entre tus piernas / soy el vencido feliz.

Nada puede ser menos áspero que el cielo, había pensado antes de leer el libro. Luego, al leerlo, sentí que el amor era ese cielo levemente áspero. Después de leerlo, pienso que la aspereza es sólo un artilugio del lenguaje, la falsa cobertura que las palabras fingen para la claridad: esas breves insinuaciones de desazón que en el poema se entretejen para hacer que no veamos a simple vista lo que brilla más allá, pese a todo desengaño. En el poema 25, recuerdo ahora, el que habla de la historia, el poeta nos ha hablado de las claves secretas, de la transparencia que opaca el entendimiento, nos ha dicho que “lo real no es lo que vemos”.

Si hemos recorrido la marcha fluvial de este encadenarse de poemas en un poema, hemos ido trazando con él un camino secreto. Más allá de lo que vemos está lo que el poeta ve. En nosotros está verlo. Intentar, al menos, ver, en ese trazo secreto, otro posible cielo. 

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Graciela Cariello (Rosario) 

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PÁGINA 12

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El profesor 

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Por Patricia Suárez (Rosario-Santa Fe) 

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Ellos llegaron cuando murió el Profesor Douglas. En la investigación hubo cierta confusión acerca de cómo ocurrió su muerte: la policía había encontrado arsénico en una alacena. Nosotras dudamos, entonces, del supuesto infarto que declaró el forense en el certificado de defunción. La gente se preguntaba qué motivos habría podido tener esa alma buena del Profesor Douglas para suicidarse, tan querido como era por sus alumnos, y con todo el respeto que le tenían sus colegas de la Cultural Inglesa, y nosotras meneábamos la cabeza de lado a lado y decíamos: Ningún, ningún motivo tenía para matarse.

Yo lo consideraba un hombre tranquilo. Y mi hermana Isabel le tenía cariño. Una vez que hablé con él, él me dijo:

-¡Ah, Lilián! En un crucero que viajara por el Caribe, yo hubiese tenido una propina de muchos dólares; hubiese sido un muchacho vanidoso. Habría estado siempre de viaje.

Después, cuando llegaron ellos, extraños como nos resultaron, nuestras preguntas se extinguieron igual que velas al fin de una jornada, y nos conformamos con pensar que tampoco el Profesor Douglas iba a quedar para semilla.

Al parecer, la señora que vino a buscar el cuerpo era su hermana. No vivía, sin embargo, en Nueva York, de donde era el Profesor, sino en Seattle, bastante más al norte y en la costa del Pacífico. Sabemos, gracias a las películas, que Seattle es un lugar donde siempre está lloviendo.

La mujer no era bonita; tenía pómulos altos, como una tártara. Su mirada era franca, frontal: estoy segura que esa mujer creía que los ojos son las ventanas del alma. Miraba como si creyera, verdaderamente, que a través de los ojos se ponían en evidencia los pensamientos.

El marido de la señora, en cambio, se nos fue borrando, con el paso del tiempo. Me quedó la impresión de algo gris, como de un día en el que las nubes se van juntando para formar la tormenta. Nadie, ahora, se acuerda bien del color de los ojos de él, ni tampoco quedó en nuestra memoria su color de tez, más allá de que era lo que uno podría llamar, caucásico. Ha pasado por entre nosotros como un fantasma. El apellido de él era Ferguson.

Se instalaron en la casa del Profesor. Isabel fue y les pidió algunos libros, de los que eran de él, en recuerdo. La dejaron elegir. Mi hermana se llevó cuatro. Las hojas de esos libros ya se estaban poniendo amarillas. Uno de ellos estaba subrayado con tinta negra. Decía algo así: "¿Te acuerdas, Ninón, de nuestro largo paseo por los bosques? No sé por qué, me acordé ayer tarde de nuestras viejas cosas, de aquella larga, larga caminata." Y más adelante: "¿Te acuerdas? Daban las once; la habitación, estaba apenas iluminada por una lamparita, sus débiles resplandores luchaban en vano, en vano con la sombra."

Los Ferguson no habrán estado, en total, más de dos semanas: para nosotros fue como dos años. Nos separaba de ellos nada más que una cerca de alambre y un roble cochambroso.

Por el olor a fritanga que nos llegaba a la mañana, dedujimos que ellos desayunaban como se ve en las series: huevo y tocino -que creo que es lo que acá llamamos panceta.

En general, al promediar el mediodía, la señora Ferguson salía con su cámara fotográfica y se metía, ya sea en el Richmon o en Los Inolvidables. Hay que pensar que esos son billares para hombres, y que los hombres que se reúnen en los billares tienen como un aire de marinos en altamar.

La señora Ferguson, forjada con el metal de los audaces, se metía en el billar, y entre los silbidos feroces de los hombres, los fotografiaba.

Supongo, claro, que ella se creía protegida por su flacura y por su fealdad, de la maldad de ciertos hombres.

Cuando salía del billar, se la veía alterada, semejaba un caballo corcoveando y con las dos manos en el aire.

El señor Ferguson la esperaba en la vereda, sudaba por entre las fibras del ambo de piqué, y suspiraba:

-Francés, please. (Él pronunciaba "please" como si "please" fuese una palabra muy larga.)

Y ella le sonreía:-Oh, Curtis.

Día a día repitieron las mismas palabras, y luego el sonido de los suspiros y las disculpas era apagado por el espectáculo del sol, cayendo detrás del río y de la isla.

Unas tardes antes de partir, la señora Ferguson vino a verme. Quería que yo le enseñara el nombre de los árboles de aquí. Eucaliptus, ceibo, palo borracho, paraíso, sauce. A lo mejor ella era botánica en su país. La palabra "sauce" le causaba risa. Pronunciaba "soz", "salsa", en inglés. Repitió las palabras hasta aprendérselas de memoria. Eran nombres de árboles que yo conocía y de los que había fotos en el diccionario que tenía Isabel. Después se fue. No recuerdo que me haya dado las gracias.

Al miércoles siguiente se habían marchado. Se llevaron las cosas que pertenecieron al Profesor, y dejaron la casa vacía.

Entonces, me di cuenta que yo había pasado mucho tiempo pensando en el Profesor Douglas.

Cuando vivía, él tuvo un cuzquito en un tiempo. Como a veces no podía sacarlo a pasear, lo hacía Isabel. Lo llevaba de la correa hasta la plaza y ahí lo soltaba.

Ella decía que lo hacía porque el Profesor era simpático y buena persona. El nunca le decía Isabel: la llamaba Elizabeth. Ignoro por qué. Yo creo que ella estaba enamorada de él; a ella no le importaba que él la llamara Elizabeth.

El perrito del Profesor usaba un collar muy fino, de cuero de antílope. Era gracioso: tenía una mancha negra que le cubría el ojo. El Profesor decía, decía que aquel perro era un hijo para él, y que, verdaderamente, el animalito le había enseñado que son más dignos de amor los perros que la gente.

Era el tipo de argumentos que Isabel detestaba oír. Escuchaba esas cosas y movía de lado a lado su larga cola de caballo negra como un giroscopio.

En aquel entonces, yo no entendía.

Al final, el perrito se enfermó de algo grave, no recuerdo de qué, y el mismo Profesor Douglas hubo de sacrificarlo. No vimos que él llorara.

Igual, después, hubo veces, en que él salía a dar la vuelta de manzana, solo: si se topaba con Isabel sabía decirle que desde que el bueno de Duke había partido de este mundo, él no se sentía la misma persona. Él, el Profesor Douglas, decía que se sentía como la cáscara de un limón, de un limón, así dijo, después que fue exprimido.

Me estuve acordando de las palabras del Profesor Douglas durante un tiempo, cuando su casa quedó deshabitada. Me vino a la mente una frase, de un libro que él le había prestado a Isabel. Decía "¿Somos acaso burbujas de jabón sopladas por un niño?"

Un día ella me lo dijo. Que él nos espiaba a través de la ventana, que ella sabía que él nos espiaba, a la noche, cuando dormíamos, y ella lo dejaba, lo dejaba porque, dijo mi hermana, así era como si él velara nuestro sueño. Ella jamás se hubiera atrevido a decirme que lo que él hacía era una perversión. Ya lo creo. Y sin embargo, yo me pregunté, algo después y para mis adentros: ¿qué es lo que él miraba cuando nos miraba en la noche? Él, el Profesor Douglas, ¿qué?

Miraría, tal vez, el camisoncito de batista blanca con pintas rojas que usa Isabel, lo habría visto subir y bajar a la altura de su pecho; habría mirado el brazo que deja caer fuera de las cobijas cuando duerme; habría visto esa sonrisa ingenua que ella pone en el sueño, y que, cada vez que la veo así, creo que finge dormir, lo creo verdaderamente. También, claro, me miraría a mí.

Después, mi hermana y yo pensamos en él un tiempo, en cómo era y en las cosas que él hacía. (Yo no lograba imaginarme al Profesor cruzando los alambres de la cerca para vernos; nunca había oído sus pasos, seguramente él tendría los pies de cera.) En el perrito, en Duke, también pensamos, ¡tenía aquella mancha tan graciosa! Nos preguntábamos, claro está, si en la lejana y lluviosa Seattle los Ferguson se acordaban de vez en cuando del Profesor Douglas como acá nos acordábamos nosotras. Después, ni eso.

El Profesor, el perrito, el señor Ferguson sudando al rayo del sol y su mujer flaca con ese aire de reloj de péndulo que le daba el tener la cámara de fotografía todo el día colgada del cuello, y las cosas que fueron, también cayeron en el olvido. El olvido tiene una boca tremenda. Ya ni en el billar piensan en la señora Ferguson. Pasó y desapareció como una sombra.

No sé siquiera si Isabel se acuerda de vez en cuando de aquel cuzquito del Profesor que ella solía sacar a pasear. Al fin y al cabo, pienso, ninguno de nosotros va a quedar para semilla. Y menos todavía, claro, menos todavía los recuerdos. 

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PÁGINA 13 – POETAS ARGENTINOS

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El oro de Irlanda

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En la pensión rasposa me sirven un huevo frito con

forma de corazón. Es Dublín

Estrecho pero tenaz, el Liffey tan verde, tan amargo,

serpentea.

Las comisuras de los labios degustaron la última línea

de cerveza. La camarera regresa a casa que no es

Tiflis donde fue banquera diez años sino este suburbio impronunciable pródigo

en kas, intolerancia y sonidos

guturales.

En Dublin amanece primavera en las ovejas recién

paridas y los tojos estirados a más no poder.

Y sollocé ante la abrumadora belleza del Niño

rubicundo del Ucello.

Para dormir atiborrarse de mística porque la noticia es

el nuevo evangelio de los seguidores del Iscariote,

donde, según la fuente el propio Cristo predijo a

Judas, “sacrificarás al hombre que encarno”.

El franciscano que me bendice desde su eczema

porque es domingo de ramos cuenta que estuvo 40

años en wonderful zimbabwe declara que el

susodicho gospell es falso, falso, falso oh yes

Mi Ucello de su cielo se encoge de hombros: -qué,

pero qué nos importa! Seguí caminando por la línea

de la vida, sin apuro, nena, pero seguí.

Gracias por el resplandor, por los leprechauns tan

traviesos que por fuera desordenan las cacerolas y

por dentro los sueños más densos. Siempre con

estrépito.

Anacrónico, el granizo confunde a los junquillos del

lindero.

Soy torcaza migradora y querendona y mi corazón

se merece el oro de Irlanda

Tomé contacto por primera vez con el arpa irlandesa

en una pesadilla antigua y cochambrosa: Arpas

innúmeras tocaban al unísono lamentándose de

algo que hasta hoy mejor no saber.

Un baturrillo de osamentas martirizadas, cruces,

cadenas de hierro y de oro, maderamen podrido de

celtas, druidas y vikingos abonan la capa más

insensata de esta tierra.

El tesoro que custodian los leprechauns es ilusorio

porque a las pocas horas se evapora.

¿Y que nos queda entre las manos?

Tomar el pulso con delicadeza al trébol y auscultar

Ausucultar el cielo. 

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Luisa Futoransky (París-Buenos Aires) 

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¡Felices Fiestas! ¡Felices Fiestas! 

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Esa tarde eran siete

cuatro varones y tres niñas

jugando a la mancha sobre el montículo. 

Después de un largo rato

transpirados de cansancio

cuando el sol brillaba sobre latas vacías de tomate

sintieron voraces mordidas en el estómago

y se sentaron a buscar algo comestible. 

Natalia, la mocosa de cinco años

la de piernas como palitos de helado

encontró un pedazo de guirnalda dorada

la enlazó formando un efímero corazón brillante

y le gritó a sus amigos:

Felices Fiestas!!, Felices Fiestas!!

y rió con picardía

como un esmirriado ángel de alas rotas. 

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Aldo Novelli  (Neuquén) 

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Septiembre.

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Caminos van de mí

hacia la mañana.

Yo tejeré de nuevo

en los telares del aire

los lúdicos tapices

y evaluaré los ritmos

del color y la risa.

Porque soy habitante

de toda la primavera

no temerán mis manos

edificar su parcela de luz

frente a la muerte. 

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Osvaldo Pol (Córdoba) 

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Tracción a sangre. 

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cargo en mi cuerpo una mujer inválida que baila cuando duerme

trenza el cabello blanco de la muerte para ganarse su favor

como una novia ciega que deba conformarse

con la corta memoria de sus dedos

                               despierta cuando miente

lleva un cascote atado a la correa de la lengua

va removiendo un surco tras de mí

una continuación que me persigue como una cola de chatarra

                               se enciende cuando callo

cargo su enfermedad en la penumbra de mis huesos

                       su equipaje de anemia

                       su andamiaje de circo

la quiero al otro lado pero el puente se ha roto

la primera mitad no le interesa

la segunda es negada

vuelvo sobre sus pasos cada noche

para ocultar la huella cada día

como el guardián de un ancla que se oxida

un perro encadenado a un desierto de vidrio

lamiéndose la sombra 

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Laura Yasán (Buenos Aires) 

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La bala perdida.

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Vibra en la contingencia,

y es casual, improbable,

aleatoria, fortuita.

Nadie sabe su origen,

la fuente o arrebato que la impulsa;

acaecer absoluto,

triunfo y esplendor de lo instantáneo,

una bala perdida atraviesa los jardines,

destroza las ventanas, desbarata la siesta,

los gestos, las conversaciones.

Aunque es favorita del azar,

y ambiguo su destino,

ha elegido su meta,

y sin ira, sin odio, sin amor, sin tristeza,

llega certeramente al corazón.

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Máximo Simpson (Buenos Aires)

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PÁGINA 14   

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Dos dientes plateados 

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Por Irma Verolín (Buenos Aires) 

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Yo no sabía que a mi abuelo sólo le quedaban dos dientes que eran el sostén de sus otros dientes artificiales, pagados por él mismo en una dependencia del Servicio Social. Mi abuelo jamás había hablado de sus dos últimos dientes con orgullo o sin orgullo. Sencillamente se había acostumbrado a llevarlos pegados a la encía y cubiertos de metal plateado. Empezó a hablar de ellos por primera vez cuando sintió que se le movían y lo fastidiaban. Sí, los dos dientes se le movían mucho dentro de su boca roja y húmeda, especialmente cuando masticaba. Y en el vaivén se le movía toda la dentadura que había sido enganchada a los dos dientes de metal cuando los dos dientes no eran aún lo que terminaron siendo: dos temblequeos que a veces brillaban. Vaya a saber cómo un buen día mi abuelo dedujo que lo mejor que podía hacer era quitárselos. Sucedió durante la hora de comer. Así se lo dijo a mi abuela, secamente, sin rodeos, y con tono de decisión final. Después enarcó las cejas y corrió con suavidad el plato hacia el centro de la mesa. A mi abuela ese gesto tan típico de mi abuelo, le provocaba tirria, porque quería significar lisa y llanamente: no más comida por hoy. Para mi abuela que alguien no dejara el plato limpio era poco menos que un desprecio al sentido primordial de su vida. Lo cierto es que mi abuela se quedó mirando el plato a medio vaciar sin decir esta boca es mía. Y no se habló más del asunto.

Los dos dientes plateados continuaron moviéndose dentro de la boca de mi abuelo arrastrando en su vaivén a los artificiales, que se defendían bastante bien porque estaban unidos entre sí. Y, por si esto fuera poco, además estaban sujetos por un paladar rosado, muy rosado, de ese color con que se pintan las flores que ilustran los almanaques y que contrastaba con el color natural de la boca de mi abuelo, hecha de carne rojiza, de esa carne bien rojiza y resbalosa que todo el mundo tiene en el interior de su boca.

La mañana en que fuimos al consultorio del dentista llovía. Mi abuelo entró en el taxi como si entrara en una cueva. Yo lo ayudé a doblar la cabeza y los tobillos para que su cuerpo se plegara. Enseguida vi su torso acurrucado, blandito, en el asiento. De inmediato el taxi arrancó. La lluvia platinaba el asfalto y los techos niquelados de los automóviles. El taxista escuchaba la radio, parecía atento, interesado en lo que decían esas voces bien templadas. Le imaginé los ojos soñadores. En la radio alguien hablaba del mundo, de ese dichoso mundo desquiciado del que mi abuelo se iba retirando lenta y astutamente gracias a la estratagema de envejecer. El taxista movía la cabeza para asentir o disentir mientras la lluvia continuaba cayendo y mi abuelo se dejaba llevar con sus dos dientes puestos.

Antes de que mi abuelo se sentara en el sillón, el dentista lo miró de arriba abajo. Enseguida dijo:

- Anestesia a un hombre tan anciano yo no le pongo- y se cruzó de brazos.

Cuando mi abuelo abrió la boca descubrimos que, además de los dos dientes plateados, tenía una llaguita. Era una llaguita insignificante con los bordes de hilo blanco. Mi abuelo cerró la boca y el dentista dijo:

- No.

Al darse cuenta de que tendría que volver a su casa con los dos dientes puestos, mi abuelo se puso a hacer pucheros.

Volvimos en otro taxi escuchando otra emisora de radio. Y de nuevo la lluvia. El taxista, que giraba continuamente la cabeza hacia atrás para darle a nuestra conversación un toque más íntimo, tenía una expresión dura en los ojos. No dejó de darnos consejos sobre la higiene y la anestesia bucal ni de jactarse de no haber pisado jamás el consultorio de un dentista. Si le dolía una muela él se arreglaba solo. Eso dijo. Y lo recalcó tres veces. Los dientes se le caían de pronto, así, inesperadamente, y después tenía que vivir con las raíces dentro de la encía y soportar el dolor. Pero ir a lamerle el culo a un dentista, nunca, a Dios gracias, por lo demás estaba bien conforme con su vida, terminó diciendo el taxista sin dejar de mirarnos intermitentemente con sus ojos inexpresivos.

A mi abuela la descorazonó muchísimo ver todavía los dos dientes tambaleantes dentro de la boca de mi abuelo. Hablamos de la llaguita. Hablamos por hablar, para decir algo, pero el tema se agotó enseguida. Fuera de su ubicación cercana a los dos dientes y de su borde blanco poco quedaba por decir. Entonces mi abuela se puso a preparar sopa y papilla. La vi manotear con una arandela de plástico y con el delantal marrón que, a esas alturas de la vida, estaba plagado de manchas indelebles y tenía roturas que nadie sería capaz de explicarse. Después mi abuela y yo hablamos de los buches con “Filocin” mientras mi abuelo se iba aflojando y aflojando en la silla porque se caía de sueño.

- Abuela –dije- hay que llevarlo a la cama.

- Sí –contestó ella- Fijate, parece un flancito.

Yo me figuré que, poco a poco, desde la silla, mi abuelo iba a ir resbalándose por el mundo hasta desaparecer.

De repente mi abuela dijo:

- Si en vez de aflojársele el cuerpo a este hombre, se le aflojaran de una vez los dos dientes, esa sí que sería una gran suerte.

Yo moví la cabeza hacia delante y me acordé del taxista y de sus ojos soñadores. Y de la lluvia. También me acordé de que la lluvia hacía brillar el mundo, como seguramente estaban brillando ahora en la oscuridad de la boca cerrada de mi abuelo sus dos dientes y el hilo blanco de los bordes de la llaguita que acabábamos de  descubrir. Enseguida, en un ramalazo de la memoria, volví a aquella tarde remota en la que con las piernitas sueltas en la silla de comer, me balanceé con entusiasmo. Mi abuelo, con cincuenta años, sonreía desde un rincón. Una de mis manos apretaba el sonajero, la otra estaba suelta en el aire.  Me balanceé con mayor fuerza hacia delante, hacia atrás, hacia delante, buscando que la sonrisa cómplice de mi abuelo se ampliara más y más. Una, dos veces, y otra y otra y entonces en el mismo instante en el que vi levantarse a mi abuelo con los brazos extendidos y la cara roja de susto para socorrerme, caí de boca. Después vi un charco de sangre con mis dos dientecitos nadando en aquel mar rojo, y me puse a llorar a los gritos sin sospechar que más allá me esperaban los dentistas, los taxis, la vejez, la lluvia, el mundo. 

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PÁGINAS 15  

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Todo perdido menos el honor 

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Por Carlos Roberto Morán (Santa Fe) 

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Dijo "loro" en vez de "coro" pero no lo advirtió y siguió leyendo la invitación para el acto del viernes, aunque "loro" en vez de "coro" modificaba totalmente el sentido de la frase y además de carecer de sentido se había vuelto un texto cómico. Tanto que el operador se rió a carcajadas y llegó a golpear el vidrio que lo separaba de la locutora. Diana quedó sorprendida y descolocada, pero como el operador podía reírse hasta de las moscas que volaban no le prestó atención y siguió con la lectura de la tediosa tanda de avisos en la tediosa noche de la tediosa ciudad.

Después, al final, bostezó. Estaba cansada y con la incomodidad de la menopausia, del peor turno que el desagradecido, porque de qué otra forma definirlo, de Mariano le había asignado y del miedo que le daba la noche. "Imaginate, yo sola y con todas las cosas que están pasando". Pese a lo que podría creerse de sus palabras no exageraba, había mucha violencia y mucha iniquidad en la noche de la ciudad y además era cierto que vivía sola y que no sabía manejar y aunque lo supiera no tendría seguridades de llegar sana y salva a su casa, distante bastantes cuadras de la radio, a esa hora, en la noche boca de lobo, en la noche en el que el mundo entero se pone a aullar.

Por la noche, precisamente, se ve obligada a tomar un taxi. Contesta con monosílabos al taxista porque piensa en Mariano. Tenía ¿dieciocho años? cuando lo conoció, flaco y tímido y vacilante, se tragaba la mitad de las palabras, no acertaba ni para abrir una puerta. Curioso, eso sí, y obcecado, también. Pero Mariano creció. No quiere pensar en eso, en la extendida soledad de la casa ahora sí que no quiere pensar en nada, toma whisky, mira por la ventana la desolación y el peligro del parque, no quiere que la llame Nelly de nuevo, tampoco Orlando, porque sólo contarán amarguras y achaques de la edad. Y del único que quisiera recibir un llamado, mil llamados, "¿estás cómoda?", nada recibe porque ya nada de Héctor puede recibir.

¿Por qué se habrá reído esta vez el operador? El muchacho, tatuajes en los brazos, miraditas despreciativas, no le dijo nada, pero la saludó con evidente sorna cuando a través del vidrio ella se despidió con un ligero movimiento de la mano. Quizás se volvió a equivocar, se sirve el segundo vaso de whisky, era probable, la ley de probabilidades existía y operaba en su contra, como un tribunal dispuesto a condenar de antemano. El parque se cierne sobre ella y lo mejor es correr las cortinas e irse a dormir. Sí, tomar el Valium e irse a dormir de inmediato sin pensar en Mariano, en el furcio que pudo haber cometido o sin pensar en Héctor, que no la puede llamar más. Jamás.

No quiere pensar en el furcio, en Mariano, en el festival, pero piensa. En el parque enorme y grande como boca de lobo, pero también piensa en él, en las sombras furtivas que cree ver o que sólo existen en su imaginación, tercer o cuarto vaso de whisky, un chorrito de agua y algo de hielo y nada más y no pensar. En Héctor, no pensar ni un segundo.

Fue al decir "¡con nosotros!", brillo de su voz y brillo de las estrellas en el cielo generoso del verano, el espejo brillante de la laguna, los miles y miles y miles derramados por la costanera y en los puentes, sobre los canteros, todos para escuchar a esos muchachos de pelos largos y ondulados y voces aterciopeladas que destruían la música nativa a base de bolero y miel y que arrasaban en las bateas de las disquerías, que su voz, por primera vez en toda su puta y larga carrera, se quebró, se volvió un grito de histérica, se quebró con tanta fuerza que fue como romper la más espléndida copa de cristal de Bohemia delante del rey.

Porque el rey, que era el vasto público extendido en el paseo, lanzó el rugido de su rebelión, más bien de su indignación, imitó el "¡nosotros!" dicho con voz de bruja, de caricatura, se rió de manera vulgar, remedó su forma de pronunciar y de inmediato se burló de su vestido verde y de su (excesivo) compuesto peinado. La puso tan en ridículo que no pudo evitar los errores al decir los nombres de las canciones y entonces Tito, el joven animador de brutal saco violeta, la sacó del escenario con un gesto galante pero más que eso pendenciero y quedó dueño del lugar, seguro de sí, controlando al monstruo.

Cuando bajó a la calle, al sector donde estaban los técnicos que la ignoraron, tropezó con la mirada helada de Mariano. El Mariano en el que quiso, fue un instante, buscar sus brazos comprensivos y protectores aunque se contuvo en el límite porque pudo ver a tiempo su rabia e indignación y escuchar, como jamás pensó que iba a hacerlo, el "andate", dicho entre dientes, como navajas que salieran de su boca.

Mejor no pensar. Si Héctor estuviera acá, pero Héctor es otra sombra furtiva que se desplaza por la casa, "te vamos a mantener en el plantel", le faltaba poco para jubilarse, con una pensioncita de mierda, pero pensión al fin, así que aceptó lo que decidió Mariano, la recibió en su nuevo despacho de director artístico. Aceptó la humillación porque no había otra puerta que abrir.

Mariano cumplió con la promesa de no echarla, pero se terminaron para Diana todas las farras, la congeló en el horario nocturno donde recibía llamadas de viejas y viejos oyentes que le decían que con ella se había cometido una verdadera injusticia. Cuando se lo dijeron por cuarta vez, empezó a patinar, a producir leves modificaciones en los textos que debía leer que los volvía tan absurdos como cómicos. Eran deslices de la lengua que ella no advertía y, claro está, no podía contener pero que producían risas estentóreas en la consola y furias incontrolables en Mariano. A quien cuando le quiso recordar cuánto lo había ayudado no sólo que no lo dulcificó sino que sólo logró enfurecerlo más.

- No te debo la vida, bastante te pago con no dejarte en la calle. "Dejarme en la calle", eso sí que no lo podía soportar. Tampoco la casa, que se estaba desmoronando, hoy una canilla que no cierra, mañana el techo que gotea, allí la mancha de humedad, aquí el tapizado del sillón que no puede cambiar. No lo puede soportar, sexto o mil vasos de whisky, siente ruidos diversos, el parque los produce cuando el viento mueve los árboles, cuando las sombras furtivas se deslizan de un lugar a otro. Aúlla la noche.

Y nada más. Esta noche se volvió a equivocar, no sabe en qué, no sabe que dijo "loro" en vez de "coro" y que cambió el sentido y que había hecho un chiste, una broma que terminaba siendo ligeramente procaz. Lo que sí sabía, más allá del alcohol, que le alteraba los sentidos y las proporciones y en parte el entendimiento, es que -puntual- la equivocación llegaría a oídos de Mariano y que vaya a saberse si ese cuarto error registrado en otros tantos días no terminaría en un apercibimiento. O en el despido. Es simple, tan simple como recortarse las uñas, una tijerita filosa en forma de telegrama y a buscar a la gente joven que brilla y no se equivoca.

Héctor hace ruidos en la habitación de arriba. Héctor nunca tiene en cuenta... Pero los mil whiskys no la habían terminado de embotar: el miedo la paraliza, ella está sola, ah, tan sola, tan cruel y definitiva y terminantemente sola que no hay Héctor en el mundo que pueda hacer ruidos, como alguien los hace, en la habitación del primer piso. El parque aúlla.

Se encuentra en la planta baja, a un metro del teléfono. A un metro de la policía, de Orlando o Nelly, de Mariano. A un segundo de pedir compañía, auxilio, comprensión. El ruido del piso de arriba se acentúa. Está a un segundo, la mano se estira hacia el teléfono que parece apurarla, todos vendrán en su ayuda, a sacarla del apuro, tendrá al fin brazos comprensivos que le darán calor. Está a un segundo, dijo "loro" en vez de "coro", gritó con voz de lechuza "¡con nosotros!" y el Tito de brutal saco violeta la sacó del escenario.

Su mano se detiene y en cambio vuelve a servirle un whisky generoso. Se sienta en su sillón favorito, bebe con lentitud, aprobando el buen gusto de la cara bebida, todo perdido menos el honor, como decía la vieja publicidad. Un nuevo ruido. Queda esperando. 

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PÁGINA 16  

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Arturo Marasso 

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Por Carlos Penelas (Buenos Aires)

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 …los poetas hablan en otra lengua  Arturo Marasso 

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El libro es símbolo del universo. Desde la soledad - dolor  y estigma del hombre - descubrimos la contemplación, el conflicto del ser, el drama de la decadencia social, la oculta trama del ojo interior de la palabra. Una obra de arte indica temporalidad pero al mismo tiempo inaugura otra temporalidad. La enseñanza es ad hominen, debe ser dirigida  a cada uno de los alumnos. El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando piensa, escribió Holderlin. Hablar sobre Arturo Marasso, es en el fondo, acercarnos a una estética de la sensibilidad, a un adiestramiento de los sentidos.

Nació en Chilecito, provincia de La Rioja, el 18 de agosto de 1890.  Desde muy joven se vinculó con las actividades docentes de la Facultad de Humanidades de La Plata. Mostró siempre inclinación por una crítica erudita, atenida más a la compulsa de las fuentes y de las influencias que a la valoración de las obras literarias. Hesíodo en la literatura castellana, 1926; Píndaro en la literatura castellana, 1930; Rubén Darío y su creación poética, 1934; Cervantes, la invención del Quijote, 1954; son los principales aportes de Marasso a la crítica. Varios libros de poemas ha escrito Marasso desde el inicial Bajo los astros, publicado en 1911; Tamboriles, 1930 y Melampo, 1931, pertenecientes a la etapa de madurez, revelan por sus solos enunciados la versatilidad de su universo poético. Tamboriles, remeda los aires populares riojanos; Melampo es un extenso diálogo sobrenatural de reminiscencias helénicas. Una Antología poética, editada en 1951, recoge composiciones de los siguientes libros: Bajo los astros; La canción olvidada; Presentimientos; Paisajes y elegías; Retorno; Poemas; La rama intacta. Luego publicará Poemas de integración, 1961.

Debemos recordar su amistad con los compañeros de su generación, César Carrizo, Artemio Moreno  y otros riojanos. Un comprovinciano, Salvador Moreno Muñiz, le arrebatará los versos y  los entrega a una imprenta en Buenos Aires: aparecen en un librito titulado Bajo los astros, 1911. En 1912 Jorge Luna Valdés, también comprovinciano, le dice que Joaquín V. González lo invita a visitarlo. 

A los importantes trabajos mencionados debemos agregar la  Antología de la poesía lírica española (1953) y Estudios de literatura castellana (1955). Fue profesor de la Universidad de La Plata entre 1915 y 1945. Fue, además, uno de los miembros fundadores de la Academia Argentina de Letras y su primer secretario, miembro correspondiente de varias academias, entre ellas de la  Real Academia Española. Muere en Buenos Aires en 1970. Dejamos sin citar otras actividades y antecedentes biográficos y bibliografícos.

En más de una ocasión intenté conjeturar sobre el significado que para mí tuvo el conocimiento de este gran maestro, su percepción poética en mis trabajos, la intuición de lo desconocido. Confieso que me siento agradecido y orgulloso. Lucas Moreno, Luis Franco y Héctor Ciocchini - en ese orden - me hablaron de su sabiduría, de su bondad, de su mirada poética. Y también ellos me guiaron en la dimensión humana de la anécdota. Con el tiempo fui rescatando signos y recuerdos, la misteriosa fuerza que atesora su palabra, la sostenida emoción, la intimidad de la emoción.

Fue Ciocchini quien me inició en Marasso. Él me hizo recorrer y descubrir la significación de sus clases y de sus investigaciones, amar con respeto religioso cada texto, los secretos del lenguaje, la inefable admiración por los clásicos. Marasso es el maestro que nos guía con sentido demiúrgico, desde Ucello hasta la revelación inesperada de un mundo vegetal con todas sus metamorfosis. En La mirada en el Tiempo o en El libro de Berta aborda, con una prosa de extraño abandono, lo simbólico y ancestral.

Como verdadero humanista fue un hombre preocupado por el problema estético y moral, por la energía del universo, por una erudición difícil de comparar. El poeta parte de la Naturaleza, de su lugar natal. En su biblioteca, recordaba el poeta Ciocchini, encontrábamos textos de diversa índole, desde los pitagóricos hasta de ciencia mineral. La analogía de la conducta animal con el hombre es una constante preocupación De allí va descubriendo en la literatura las huellas, la mediación hacia el mundo inteligible. Lo hace desde su concepción panteísta, es un conductor de abismos y de luz, de la apariencia de lo múltiple a la unidad, de la apariencia y la realidad ordenadora. Su incursión en el mundo griego asombra por su diálogo con el silencio, por la contemplación, por su sensibilidad helénica. Junto a él comprendemos el destino de los dioses pero también el de los hombres, la revelación de la naturaleza humana. Su palabra ilumina las obras grecolatinas pero también nos presenta con lucidez  y conmoción universal a Cervantes, Góngora, Darío, Mallarmé. La profunda familiaridad con los grandes textos apuntan a la percepción crítica, a la aristocracia de cada palabra, al ángulo donde debe contemplarse cada obra. La fineza de su ser irradia musicalidad, explora  imágenes, la elegancia, la hondura conceptual. “En el abandono escucho”, repite una y otra vez. Sabe que los poetas nos hacen recobrar la memoria: “tenemos la seguridad de que ya lo conocíamos”, dice Marasso de Amarilis. Este reconocer es adquirir el sentido de lo creado. Lo sustantivamente helénico lo descubre en el espectáculo de la vida, en la identidad de cada cosa, en las interpretaciones de  un trabajo espiritual profundo. Su poesía trasluce esta hondura vital, la inteligencia de los mitos, la complejidad y lo sagrado.

Arturo Marasso transmitía una fe inquebrantable en la tradición, es decir, cada hombre puede compartir un manantial inagotable del saber y de la vida; y lo enseñaba desde el tempo de la creación poética. Todo lo que decía, distraídamente o por azar, generaba admiración y asombro. Solía hablar del “árbol cósmico”. Así nos dice: “Cada ser que siente ve la historia relacionada con la formación de la esfera de la manzana”. 

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El apepú 

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Por Amanda Pedrozo (Paraguay) 

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No es que Toma'i fuera mudo ni escaso de entendimiento. Pero andaba por el mundo como pandorga sin liña. Terminaron por dejarlo en el único lugar capaz de calmar su llanto y esos gemidos como de deudo de muerto. Entonces instalaron al niño frente a la máta de apepú, y desde ese momento todos pudieron desentenderse de su presencia sin gran esfuerzo. Tardes hubo en que el mita'i  se negaba a entrar a la casa. Lo sabían por el silencioso estironeo que los ponía fuera de sí, lo sabían al ver que el enojo le rompía en dos el moco de la cara.

Poco tiempo pasó para que dejaran de esforzarse por quererlo, lo que hicieron sin sentimiento de culpa porque en eso se apoyaban unos a otros y después de todo el niño parecía no querer a nadie. Su delirio acabó con toda la paciencia que había en la casa de una sola vez. Se cansaron verdaderamente y mediante eso Toma'i pudo tenderse en paz los días enteros junto a la planta, sobando con sus deditos el nacimiento de las raíces, sin que nadie perdiese los estribos por eso. La desidia familiar había llegado hacía rato al colmo, pero él parecía agradecido cada vez que olvidaban meterla a la casa cuando llegaba la noche. La abuela Tomasa era la única que se pasaba los días persiguiendo con los ojos la obsesión de la criatura. La abuela Tomasa vivía llena de humillaciones y miedos. Se sentaba en su corredorcito en una hamaca. Se hurgaba la nariz, armaba su rodete con ayuda de un aropi de oro que cuidaba más que su vida o frotaba por sus piernas ensumidas un pedazo de grasa de gallina que nadie más que ella podía tocar. La abuela Tomasa cayó en desgracia desde cierto rapto de taradez que tuviera como fruto de los cuatro vasitos de licor de huevo que se tomó sin respirar en memoria de tío Ceferino, quien murió pidiendo que le acercaran un traste de mujer para no irse al otro mundo con las ganas. Fue cuando eso que la familia aprovechó para confinarla a una piecita en el fondo del patio, y jamás volvió a tomarla en serio aunque ella no volvió a reírse en toda su vida.

A medida que los otros se las arreglaron para no acordarse más de la molestia, Inocencia Socorrida enloquecía de pavor cada vez que veía a su hijo prendido a la planta de apepú. Le corría por la mente la idea de cortar el árbol pero las cuatro veces su intención chocó con las manitas llenas de tierra de la criatura. Inocencia Socorrida terminó haciendo la señal de la cruz cada vez que veía desde la cocina a Toma'i prendido al árbol de sus pesadillas.

La abuela Tomasa miraba cuanto iba aconteciendo y cada vez el rodete le salía más apretado y tenía que pasarse más veces el pedazo de grasa de gallina por las piernas ensumidas si quería contentarse. El apepú ese año reventó de flores y era tan intenso el olor en esa parte del patio, que únicamente Toma'i era capaz de aguantarlo. Juntaba minuciosamente los pétalos blancos que caían en círculo y reconstruía flores sobre las raíces del árbol. Mientras duró el tiempo de las frutas Toma'i se alimentó exclusivamente de la pulpa y hasta las hojas, lo que alivianó a todos del trabajo de llevarle de vez en cuando algo que comer y tomar. A medida que las manos se le quedaban amarillas y agrias el niño fue centrando su silencio y cuando la abuela notó su desesperación se instaló del todo en la hamaca esperando lo que había de pasar sin falta.

La lluvia del Viernes Santo comenzó con un rayo que echó abajo la planta de apepú, momento exacto en que abuela y nieto llevaron corriendo su ansiedad hasta el árbol arrancado de cuajo. Toma'i empezó a cavar con apuro en medio de un llanto que le corría a chorros por el alma y que sólo la abuela podía ver porque era como si tuviera memoria de esas cosas desde antes, hasta que sus manos amarillas y agrias sacaron del todo la cajita de madera podrida que tenía dentro un poquito de tierra y unos cuantos huesos como de paloma muerta.

La abuela Tomasa se acostó esa noche tranquila por primera vez, después de acunar entre sus brazos a Toma'i para irle contando con esmero aquella vieja historia familiar que terminaba con un angelito enterrado en una cajita de madera, hasta esa lluvia del Viernes Santo que comenzó con un rayo.                                                                         

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El pozo. 

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Por Ángel Balzarino (Rafaela) 

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A pesar del cansancio, siguió hundiendo la pala con el mismo ritmo. Lento. Mecánicamente. Como lo había hecho por primera vez, dos días atrás, cuando se produjo la denigrante y jamás pensada rendición de las filas patriotas y entonces los otros, los enemigos que habían soñado y jurado destruir con mayor rapidez y facilidad que aplastar una mosca, se revelaron imponentes y soberbios, dispuestos a emplear un despótico rigor sobre los prisioneros como él. Sí. El peor trabajo. El que nunca imaginé ni hubiera elegido. Sin alternativa para sublevarse. Como tampoco pudo hacerlo aquella tarde cuando llegó a la casa la nota escueta, rotunda, extremadamente fría, que lo urgía a presentarse en el Regimiento del Ejército. Aunque la perspectiva de participar en un conflicto bélico lo sacudió con violencia, procuró mantener la calma para desvanecer el temor que se había apoderado de sus padres y, sobre todo, de Julieta, incapaces de aceptar la idea de tan súbita separación. Será por unos días. Todo se arreglará muy pronto. No logró esgrimir otro argumento, tanto por la necesidad de aferrarse a esa esperanza, bastante débil y nebulosa, como por impulso de la fuerza y seguridad que pretendía trasmitir a través de cada palabra el teniente Bertoldi. La patria está en peligro. Debemos defenderla. Sin miedo ni vacilación. Hasta destruir completamente al enemigo. Probarle nuestra capacidad de lucha. No llegó a sentirse contagiado por semejante fervor, como tampoco la mayoría de los muchachos que ascendieron con él al avión para marchar al frente de batalla en la remota zona austral; más bien el miedo, cierta desorientación y hasta un aire de velada impotencia los embargó cuando padres, hermanos, novias, agitaron los brazos en señal de un saludo que no hacía presentir una separación breve ni pasajera. Parece la despedida final. Como si ya nunca volveremos a vernos. Después, sobrellevando con extrema dificultad el azote del frío, sin llegar a saciar el hambre con la comida escasa y desabrida, debieron superar cualquier gesto de flaqueza y, por imperio de frías disposiciones, armarse de vigor y resolución para cumplir el deber ineludible de echar de las islas a los aviesos invasores. No. No será tan fácil ni terminará tan rápido. La certidumbre creció con la voracidad de un cáncer en el curso de los días, atenuando el optimismo que los mandos superiores pretendían insuflar sobre una pronta victoria. La caída de incontables compañeros acentuó el progresivo pánico ante el poder destructivo de las fuerzas enemigas. Para no caer en el desánimo o tener tal vez bruscos ataques de locura, procuraba evocar sitios familiares, rostros queridos, en una febril tentativa por recuperar todo aquello que había integrado su mundo y ya consideraba remoto, casi perdido. Julieta. La soledad parecía tornarse más aguda cada vez que la recordaba, golpeado por el hecho desgarrador de no poder tenerla entre los brazos, acariciarla, besarla. Hundió la pala en la tierra. Una y otra vez. Ahora impetuoso. Frenético. No por el deseo de acabar cuanto antes el pozo, sino como una forma de apartar el asedio de recuerdos perturbadores o, más bien, para descargar la dosis de rabia, terror, desesperanza. Vanamente. Lo supo con desoladora claridad. Porque ya resultaba demasiado tarde para evadirse de esa especie de trampa. Sin alternativa de elección y obligado a cumplir una disciplina estricta, se había visto precipitado a intervenir, sin preparación y escaso armamento y arrebatado de miedo, en una pugna que de antemano parecía destinada al fracaso. Como si se tratara de una broma macabra y nosotros fuéramos simples muñecos de trapo convertidos en el blanco del ataque de ellos. Desesperado por ser parte de un rebaño que, obediente y sin capacidad para armar una sólida defensa, se afanaba por sobrevivir en desigual puja. Por eso no le sorprendió la rendición. Cayendo prisionero, se vio sometido a reglas que los otros, enseñoreados por el triunfo, se encargaron de hacer cumplir con recia determinación. Sin piedad. Soberbios. Y así le había tocado apuntalar edificios deteriorados por los bombardeos, limpiar los escombros que cubrían los caminos, excavar la tierra para sepultar a los muertos. El peor trabajo. El que jamás hubiera querido hacer. Sobre todo por tratarse de los amigos con quienes había compartido la lucha, el temor, la desolación. Al fin, exhausto, advirtió que el pozo tenía el tamaño de tantos otros. Como lo exigían sus captores. Entonces el grito le hizo volver la cabeza. Notó la firme actitud del soldado que lo vigilaba. Sí. Este es para mí. Lo comprendió súbitamente. Mientras el fusil vomitaba fuego. 

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OTRA CAMPANA POR LERMO  (O de las importancias del maestro vivo) 

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Por Miguel Ángel Federik                     

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Iba decidido a enojarme con él, a preguntarle por qué o de dónde... Al fin de cuentas estaba cerca. Almorzaba con mi atril y LT 10 encendida y acababa de asistir -atónito- a una prolija y meticulosa devastación de ‘La Estatura de La Sed’, que editado por Castellví era mi primer libro de poemas. ¿Y qué? Traspasé las escalinatas de 9 de Julio y me dijeron que estaba grabado, que el Prof. Balbi grababa sus comentarios -supongamos- los jueves a las 20 y ese día era martes y encima mediodía. Volví a mis cebollas y a ‘La voz a ti debida’ de Salinas, edición ’67, Losada, epígrafe de Shelley: ‘Thou Wonder, and thou Beauty, and thou Terror.’

-Chico del ’70, burguesía provinciana, barba negra, el jueves a las 20 estuve ahí como un perfecto soldado de una causa generalmente indefendible: el primer libro de poemas...Pero esas horas habían bastado para hacerme ver lo pretencioso de tanto libro editado en vano, cuando se trata de nadar -o sólo aprender a nadar- en el luminoso torrente de la lengua...Y esa fue la lección que la critica radial de Lermo me había hecho comprender, no sin cierto azufre sublingual.

El magisterio Balbi me llegó antes de conocerlo y tomar algún café entre olores a pizza amanecida en un lugar llamado ‘Las Cuartetas’... justo en el auge del ‘versolibrismo’ (ignorado Lammartine y acostumbrados a la sorda poesía traducida, desde Whitman a Maiacovsky v.gr.)... y que junto a la inveterada ‘inspiración’... o a cuenta de ‘las libertades surrealistas’ cometía a diario todo tipo de crímenes  contra-palabra, por todos los modos y los medios.

El aire era espeso, pero la atmósfera cultural estaba llena de relámpagos bienhechores. Todos creíamos contribuir a la buena lluvia de los dones. Pero llovieron balas. Y muchas... Y aún sigo viendo caer heridas o muertas a las conciencias mas lúcidas de aquellos años (perdón, Allen), más lejanos que el tango y más lejanos que el jazz de Oscar Aleman, las canciones de Lily Marlen o los tapices de Mele Bruniard, que el Benvenutti colgaba en ‘El Galpón’ de calle San Martin.

Lermo me salvó de la insolencia del ‘primer libro’, desmontando esos tics aún no desaparecidos en nuestra ‘galaxia-gutemberg-litoral’ y que son como hongos reincidentes... Lermo fue el maestro vivo que supo suplir -en este entrerriano huérfano de Veiravé que se fue al Chaco, de Zelarrayán que se fue a Buenos Aires o de Calveyra que se fue a París- esa docencia de poetas vivos a poetas nacientes -cualquiera sea su grado de gracia- porque no hay otro modo de transmitir la poesía que el diálogo de los poetas vivos (a los incrédulos remito a Heidegger) y que es esencial en toda formación literaria puesto que nos salva de seguir escribiendo siempre ‘un primer libro’.

Había santafesinos y rosarinos (perdón, son gentilicios naturales) que peregrinaban a Paraná, y más exactamente a allí: donde la calle Buenos Aires duda hasta encontrarse con el río interior de los jesuítas... Y yo era devoto de esa ‘capilla’, puesto que Juanele también había vivido en Villaguay -donde escribo ahora- y era el ‘númen’ de entonces, ¿no? Y Lermo no era devoto de esas costumbres. Más bien era devoto de Eliot, de Rilke, de Emily Dickinson o Carson Mac Culler, es decir de las sobrias soledades cazadoras y creadoras. 

A mi me educó poéticamente Lermo Rafael Balbi. Lermo me enseñó la teoría de los ‘minor poets’. Lermo me enseñó a Pound. Me enseñó a leer a cada poeta real en su lengua. En su casa de calle Necochea leíamos en italiano (la trilogia básica + 1: Quasimodo-Ungaretti-Montale + Saba), o en francés ( Saint John-Perse, Pierre Jean Jouve, Henri Michaux...) o  en griego (Katzasankis, Seferis, Elittis) y en inglés obviamente Eliot y a la ‘beat generation’ y un poquito más: Wallace Stevens, Robert Frost, Williams Carlos Williams. Pero no eran cátedras paralelas o capillitas sectarias. No. Nos juntábamos a cocinar los sábados algún menú sacado del libro de recetas de Asturias-Neruda: v.gr. el cerdo a la cerveza con brotes de bambú que agradaba a Li Po, regado con champagne brut comprado en Marzo y  casi al precio de un ‘Franja amarilla’.

Y leíamos, sólo eso. Leíamos con esa intensidad que sólo dan los desamparos de provincia cuando se lee a los poetas de mundo... Ah, nos reíamos con aquella ocurrencia de Picasso: ‘- Nadie ha nacido en Europa...todos nacemos en un pueblo de provincia‘. Y como nosotros no habíamos nacido siquiera en Argentina, esa frase nos sonaba a declaración de vida... porque ’Nacido en Argentina’ es una marca de origen sólo para porteños. Además, Lermo ya había decidido nacer en Aráuz entre las hopalandas piamontesas dónde la épica era cosa de mujeres: los hombres trabajaban, (‘...el oro está en los brazos...) pero las mujeres sostenían la rotación agraria y celeste del mundo. Años después -sin mérito alguno- descubrí que yo había nacido en ‘Santa Ana’ -una estancia alemana perdida en la Selva de Montiel- quizás porque la patria es la infancia, como martillaba aquel Rainer Maria que solía visitarnos, sábado en tanto en la casa de calle Necochea. Pessoa decía: ‘la patria es la lengua’ pero en Santa Fe, la patria andaba de uniforme y entre sirenas. No es nostalgia. Doy testimonio de su magisterio oral, fraterno, vivo.

Tuve en Lermo Rafael Balbi lo que no pude tener -entrecasa- de Alfonso Sola González, de Guillermo Harispe, de Martinez Howard, de Emma de Cartossio, de Arnaldo, de Alfredo... mis luminarias en intramundos de provincia... Cosas terribles y profundamente divisorias llamadas: ‘peronismo’ o ‘libertadora’ o ‘tres a’ los dispersaron o los silenciaron en el país o en otros países. Comenzaban los ’70 y yo estaba allí: Lermo, Tobi, Richard, Susana, Juan, Lito, Fernando, Artemio y Julio y la otra Susana...Y la vida va siendo menos de lo que esperábamos.

Fortunato Nari me ha escrito días pasados y me cuenta que Lermo sigue publicando. Acabo de leer ‘Orfeo se reembarca’. Seguramente ese texto estaba en una ordenada colección de altas carpetas negras que habitaban su biblioteca en el anaquel tan de abajo, que casi tocaban la tierra. En aquellos sábados de ‘pasta, canto y especias’ el espíritu del Mediterráneo, la gran migración que de la India fue a Egipto, a Grecia, a Roma, a España, amainaba sus oleajes hasta el Aráuz celeste, y brotaba desde las ollas o desde los ecos migratorios de este o aquel poema.   Recuerdo de él esa sonrisa escrutadora, el rictus mandibular y adorable con que esperaba tu respuesta más iluminante que la pregunta misma... Esa es la diferencia entre un profesor y un maestro.

Más de una vez leímos en yunta a Mastronardi y a Pedroni, o a Eliot y a Stephan George o Stephan Spender cambiándonos de mano los libros... leyendo como leen los poetas: para asir mundos instrumentales y recursivos, explorando imaginarios subyacentes, recurriendo al canon inmediato y al anterior mientras crecían las rampas de lanzamiento de la palabra… es decir sabiendo que esa materia viva vive tan delicadamente, que no merece ni soporta la mortaja de las traducciones... Sabíamos que hasta el castellano mismo no tiene ‘una capital’ o un eje de rotación y que podía sonar como en ‘Doña Bárbara’, ‘Los Ríos Profundos’ , ‘Balun Kanan’, ‘Hijo de Hombre’. Tizón lo ha dejado en claro y últimamente Ivonne Bordelois da cuenta del desplazamiento de la poesía hacia lo más sordo de la lengua. Era el ‘boom’ de la novelística y eso ocultaba un mundo desde Auden a Liscano.     

Si: leer como poetas, gozar mientras se aprehende el oficio de obediencia a la belleza prometida. La belleza no es un valor, sino un poder. La palabra es ‘...un virus proveniente de otro planeta.’ (Burroughs,dixit).

Lermo Rafael Balbi ha muerto. Es verdad. Pero también es verdad que se equivocan quienes vienen por omisión de discurso a olvidarlo... tan temprano... ¡Justo a él! que hizo de la memoria creativa un recurso de su poética. El recuerdo es individual y nunca se debe poetizar sobre recuerdos. La memoria es colectiva como el lenguaje. Y nunca está mal que la poesía se parezca a lo mejor de su lengua. Con  él aprendí que no se escribe ‘con’, ni ‘dentro’ de una lengua, sino ‘frente’ a las demás lenguas del ‘mundo’... Y no eran meros juegos preposicionales... En esa elección se nos iría la vida y el hilito de luz que surge o no de esas ‘frotaciones’. Cada generación elige sus nubes o sus soles.

Leíamos en concierto de voces y por eso creo que ‘adscribir’ a Lermo a los poetas o narradores de ‘la inmigración’, es una dulce jibarización de sus poderes. La ‘inmigración’ en Balbi no es más ni menos que la ‘gitanería’ en Lorca. Un tema. Ni más ni menos: un tema. El poeta va por otro lado. Los ‘gitanos’ de Federico se hunden en la tradición solar y mistérica del Mediterráneo. En Lermo, la ‘inmigración’ era el pre-texto, no la crónica. No el marco de la ventana, sino la luz que ilumina ambos lados. Es ‘la continuación de la gracia’ porque ‘Rafaela no existió nunca’ o porque estamos hechos de leche y perla americana.... o porque todos los días elegimos la corbata que no usamos ayer.. .y detenemos el ómnibus con el brazo libre, sabiendo de antemano, que ninguno de estos actos, nos llevará a la belleza prometida... Y el glosario de “Orfeo se reembarca” nos habla de sus amigos griegos, algunos de los cuales ya despuntan en “La Tierra Viva’, libro internamente fechado  en los ’70, que tampoco eran tales sino ‘...una resultante amigos.’ Ahí está Lermo, el poeta sujeto a las cintas súbitas y contemporáneas de su lengua, subiendo peldaño a peldaño las escaleras en sombra de una torre inexistente... Y todo sirve: desde el olor de la cebolla a las volantas de Génova, ‘...el tiempo transcurrido ha descendido muy por debajo de nuestras líneas de esperanza...’ pero está prohibido ‘...angustiarnos / sólo por esta vez, / nuevamente.’ 

Lermo tenía una foto de las trilladoras (o tigras) a vapor o a caballos ¡qué importa eso! y de esas mujeres con sus viandas... y yo le decía: - Son “Las Espigadoras” de Millet... en la secuencia después del cuadro... Y él hablaba de Aráuz...Y los amigos le retrucábamos con los versos de Lubisz Milosz: “- Yo no veré probablemente nunca / ni Arauz ni las tumbas de Lofoten...”- Años después algo así se llamaría ultraje del texto... Para nosotros era un juego de muñecas rusas, de imaginerías verbales, visuales, rítmicas, contra-textuales... Leíamos en concierto de voces y de ecos... La calle estaba llena de patrulleros... Pero en “Necochea”, Boulevard al norte.... tres, cuatro, cinco, leíamos... Y nadie sabía cómo llegaban hasta nosotros esos libros... Las “Seros” nos permitían leer aquellos libros-libros que después rendiríamos a la secreta y argentinísima quema de nuestras “interiores bibliotecas de Alejandría”... Debimos quemar lo que más amábamos... De esa soledad nutricia, de esa harina milenaria está hecha su “inmigración” y su cansancio celeste. Hace siglos que somos inmigrantes y que escribimos las mismas cartas. Graciela Maturo lo dice mejor en el prólogo a “Orfeo...” ¿su último libro? 

Claro está que podríamos volver a preguntarnos: “-¿De dónde sacábamos esa fuerza para predecir,/ para ser más o menos únicos, para encontrarnos / en la sombra de la plaza ya envuelta en la lerda penumbra/ de noviembre, cuando teníamos mas tiempo que edad”. Y él mismo responde: “-...manejamos de una forma distinta los recuerdos que son tan insoportables.”

Dejamos de reunirnos cuando empezaba el ’76, es decir más o menos en Junio o Julio del ’74. La última vez que lo ví fue en Roma en 1999... Bajaba del Coliseo hacia la Columna de Trajano y en un lateral de ese corredor y a contra Foro, había una inmensa foto de Pier Paolo Pasolini con sus anteojos de cuadrado marco negro -tan parecidos a los de Lermo- que la mirada lateral me lo trajo entero... (Lermo funcionario era como Eliot, como persona más parecido a Pasolini).

Y andando un trecho más pude leer en italiano sobre la cartelería de obra pública, un poema de Yannis Ritsos que terminaba diciendo: "Bajo el inmenso sol del Mediterráneo / todo lo que contradiga la diversidad / es la muerte."

En aquellos ’70 ‘Juanele’ traducía del francés a Yannis Ritsos para ‘La Cachimba’... Pero fue Lermo quien me ayudó a recuperar el italiano de mi infancia que era su lengua de sangre corriente. Pero más importante aún es que gracias a él pude entender -treinta años después y tan lejos de casa- ese verso traducido de la demótica: “-...todo lo que contradiga la  diversidad, es la muerte...”                       

Espero encontrarlo cuando visite su Aráuz celeste... El repetía: sin belleza y sin riesgo, no hay milagro... Y nadie subsiste mucho tiempo sin milagros cotidianos. Sé que su primera pregunta será: “- ¿Comprendiste ahora, que la única ‘función social’ de la poesía es hacer visible lo invisible?” Y tendrá esa sonrisa de ojos y ese rictus mandibular, que diferencian al profesor del maestro vivo.

No tengo una foto de los dos juntos. Éramos eternos, entonces. Lo aprehendí y lo devuelvo, como si lo hubiese aprehendido. La Tradición poética, el arte de escribir de todos cuantos fueron a nuestro alcance, no eran ‘uno’ sino todos a la vez... pero al servicio de una palabra situada... una palabra poética a la que siempre se le verán las enaguas de su tierra.... La inmigración fue su tema, no su materia... Su materia era la palabra justa y migratoria. ‘For us, there is only the trying.The reste is not our bussines...’) o ‘Home is where one stars from’ según Eliot, a quien tanto amaba. Y esa casa o esa patria no es ésta. Ni está aquí. Cantó otras cosas con anécdotas de aquí o de allá.  ¿Acaso cuando Helena es una mesera de pechos turgentes en una isla caribeña y entre turistas de los mares de la vida, el Derek Walcott de Omeros no ha hecho lo mismo entre su África y su inglés? Luis Rosales, de cuya casa en Granada se llevaron a Federico, pudo decir: La muerte no interrumpe nada.

Y Lermo sigue publicando...me lo anunció mañana Fortunato Nari.          

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GINA 20 – POETAS OLVIDADOS

María Cristina Gloria Montoya de Daneri. 

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Por Manuel Bande (Santa Fe) 

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Nació en Paraná (Entre Ríos), el 20 de abril de 1936. Fue escritora y pintora. Profesora de Filosofía. Realizó estudios en la Escuela Superior de Bellas Artes de la Nación “Ernesto de la Cárcova”. De aquella época datan sus primeros poemas, nacidos de la añoranza y la lejanía, de la nostalgia por sus seres amados, de su río, de su ciudad sobre la barranca. Fue docente e integró importantes Comisiones Técnicas y Jurados. En 1960 obtiene, por concurso, una beca de la Provincia de Entre Ríos para estudiar arte en París.

Aprovecha para visitar los principales centros culturales franceses, españoles e italianos. En esa época gesta su primer libro de poemas “Adiós a las ciudades y otros poemas”: “…/ mis pasos anduvieron solos el adiós de las ciudades / me puse un sombrero de lluvias / quiero negar que me he ido / llené mi corazón con cascabeles nocturnos / encendí todas las luces / y canté todas las noches a las lunas que me aguardan./…/ yo me quedé –no sé donde- /…/ Hoy no sé donde estoy / me llaman todas las voces // me hice una corona con hojas doradas / prendí a mis ojos sonajeros que lloran // pero cantaré con el mar todos los adioses.”

A esta Antología pertenece “¿Por qué el silencio?”: “yo sé que se hunde atrás de la ciudad el rancherío de adobe / yo sé / yo sé que se hunden atrás de la ciudad millares de ilusiones!  De “Poemario para el niño que nació junto al río”: “…haremos castillos de arena / madre / no / haremos casas de barro y techos de paja / casas de barro / el río llegará a cubrirlas en silencio / tal vez se enrede un pez y camalote / madre / pongamos una muralla de caracol y sueños / para detenerlo.”

Gloria Montoya fue Directora de Cultura de Entre Ríos entre 1977 y 1978. Esa época contiene su mayor actividad: dicta cursos, conferencias, integra mesas redondas, paneles, charlas radiales y visitas guiadas. Figura en nomencladores de plástica y literatura de obras selectas. Publicó tres libros de poemas: el ya mencionado “Adiós a las ciudades y otros poemas” (Colmegna 1967; “El cielo se tragó las estrellas” (Colección Entre Ríos Nº7 – Colmegna 1971) y “Tierra América” (Colmegna 1976)

Dice de ella Luis Saadi Grosso: “Conocedora de lo clásico y moderno en plástica y literatura, está dotada de una de las mentalidades más aptas y suficientes para percibir los vanguardismos e inscribir su estilo personal. Sus condiciones para expresarse en plástica y literatura poemática son parejas. Como representante provincial se ubica en primera fila en ambas especialidades.”

De “Tierra América”: “/…/ Adentro tengo el silencio apretado / con un suncho sangrante /…/ envuelta en el silencio / infame del que calla // la traición de poderosos y tiranos /…/ pero es la liberación americana / la que asume el rostro / casi infantil del estudiante / su voz florece fogatas en el cuerpo / retumba su grito / en la dimensión abierta de la patria / y crecerá la simiente de la libertad / a pesar del fusil y los cañones.”

La Fundación Banco Bica, al cumplir el décimo aniversario de su fundación, publica sus “Historias traspapeladas”, una serie de cuarenta cuentos cortos, a manera de ensayos donde, reiteradamente, se manifiesta su sensibilidad.

Gloria Montoya de Daneri falleció demasiado joven, a los 59 años, en su ciudad natal, el 15 de enero de 1966. Aún se  escuchan sus pasos en las calles, en los claustros y en el recuerdo de sus amigos. Su obra perdurará por siempre en los Museos, en las Bibliotecas y en las Cátedras. 

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PÁGINA 21 

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Tiempo de lavar 

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Por Pilar Romano (Corrientes) 

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No estaba pensando en él. En realidad no estaba pensando en nada, sin embargo su mente, o su alma —quién sabe dónde dormitan estas determinaciones— se llenó de golpe con la decisión de que lo perdonaría. Después de todo, la culpable era ella, por haberse enamorado de un hombre que llevaba en el bolsillo una máscara.

Miró hacia el pequeño jardín; el viento levantaba un polvo seco y agitaba los tallos de las plantas que hacía por lo menos una semana no regaba. Contra un cielo casi metálico revoloteaban, como todas los días a esa hora, unos pájaros parecidos a pedazos de papel chamuscado mecidos por el aire que seguramente también se movía allá arriba. «Cuando extienda la ropa se volverá a ensuciar», pensó, pero siguió cargando con polvo de jabón el lavarropas, como si sus acciones estuvieran desconectadas de la razón.

Sintió que debía hacer un esfuerzo y pensar. Quería estar segura de lo que haría antes de que volviera el fastidio de la noche para enredarla en la incertidumbre. A esa hora el destino siempre le mostraba incertidumbre. Debía estar segura antes de oír de nuevo las palabras de brujo con que él había alquilado su destino, segura antes de ceder a la tentación de encender la lámpara y bailar con falda de gitana sobre las promesas incumplidas.

Aunque no lograra pensar, estaba segura de que lo perdonaría.

«Siempre me inquietó el blanco», recordó; quizá por eso su gata Elka era negra. Sintió el roce tibio de la piel peluda de Elka rozándole las pantorrillas, mientras el polvo blanco del jabón seguía dispersándose sobre el agua. ¿Cuánto haría que sostenía el envase que terminaba de abrir? ¿No sería ya suficiente?

«Debería haber maridos descartables», siguió divagando, «como este envase, como maniquíes casi, pero medio humanos; serían mejores que estos otros con la fidelidad de un gato montés.»

Hizo un repaso de las aventuras de Javier, de aquellas que había logrado soportar y digerir. Lo había absuelto en todas, incluso en la última. Menos una: nunca, hasta ese momento, había podido perdonarle aquélla con la catequista de Elenita. Estaba la nena de por medio. Por la nena había conocido a esa falsa aprendiz de monjita. El episodio se le aparecía siempre como una obscenidad navegando en agua bendita.

Y de pronto, en esa siesta de otoño, la súbita e infundada sensación de que podía perdonarlo. «¿No será demasiado jabón?» Suspendió la carga al sentir un insobornable deseo de descansar, aunque fuera por un rato. Puso en marcha el lavarropas y se sentó en una de las sillas del patio. Quiso tomar a Elka para acariciarla sobre su regazo, pero ella se alejó. «Qué raro...», el olor a jabón en polvo siempre la hizo estornudar... Con los ojos semicerrados, vio cómo la espuma empezaba a desbordarse, a avanzar hacia ella, a ocuparlo todo, pero su mente nada podía articular, salvo la idea de que lo había perdonado. Luego iría al dormitorio para decírselo. Por ahora, se abandonaría a esa placentera experiencia de flotar sobre la espuma, sentada en su silla, recorriendo toda la casa, rodeada de un blanco que por primera vez le pareció bellísimo, interrumpido tan sólo por el luctuoso morado de una de las medias de Javier que se había escapado de la lavadora y flotaba junto a ella.

La silla, arrastrada por la espuma, entró con ella por la puerta de la cocina y le pareció que las tapas de las cacerolas hacían un sonido semejante al de una fanfarria. Luego pasó al comedor; aún no había retirado el mantel del almuerzo. Siguió hasta el cuarto de Elenita y no le pareció vacío esta vez. Ella no estaba pero no le pareció vacío. Desde allí flotó por un pasillo hacia el dormitorio donde descansaba Javier, casi no se lo veía a Javier, tapado por la espuma. Usando las manos como aletas de foca logró dejar el rostro y el torso al descubierto... esa leve cicatriz en el labio inferior que la había incitado a averiguar qué gusto tenía... y esas manos como para dejarlas hacer... no lo despertaría ahora, le hablaría más tarde de su perdón.

La corriente de espuma la acercó a la ventana, que se abrió casi reverente. Su cuerpo le parecía poco más que un juguete, apenas una pequeña pieza de ajedrez en medio de una tregua sin mentiras, apenas el marco de un viejo cuadro que alguien decide descolgar.

Sintió que todo lo que sabía dejaba de tener sentido y no reconoció los lugares por donde iba; le pareció que ella tenía infinidad de nombres y que había infinitos nombres para llamar a las otras personas y a las cosas, que había vuelto a ser pura y que ya nadie, detrás de la espuma, la reconocería. 

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PÁGINA 22  

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Reflexiones praxeológicas siglo XXI 

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Por Fanny E.Trainer (Rosario) 

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El debate actual sobre el poder y su vinculación con el orden, es un tema preocupante en el escenario actual del mundo globalizado y por ende, también, le toca a nuestro país vivir y resignificar dicho tema. En nuestro caso, la mirada que nos permite un acercamiento al mismo es  estudiar dicha relación desde y en el discurso o texto como comunicación estructurada en forma praxeológica. Nos centramos, por ello en la PALABRA ejercida como voz portadora de poder, entendiéndola como acción. Creemos que son posibles nuevos paradigmas que agregan algo de luz a nuestro castigado suelo. 

Algo que me preocupa desde hace tiempo y desde una perspectiva “latinista”[1], es que hablo, hablamos y hablan sobre el poder de unos sobre otros, de otros y de unos... que Bordieu, que Foucault y Barthes; y otros y otras y otros...[2] que Castells, que D’Elia, que Grondona y que Aliverti. Por ejemplo, Mauro ¿también?... Por ejemplo, Jorge ¿también?... O tal vez ¿Mirtha?... Ah no... ¿Susana y Marcelo, quizás?..., más algunos que mi memoria no alcanza.

¿Dónde queda el qué hacer más que el cómo hacer? Tanta “imagen-movimiento”, tanto glamour (¿se escribirá así?) televisivo, tanta fotocopia recortada y traducida y repetida de “memoria-opinión”, digo... ¿dónde queda inmersa la palabra?, ¿dónde quedamos los unos? Me pregunto y te pregunto ¿dónde están los míos?, ¿dónde, los tuyos?, ¿cuándo perdimos el lugar en el camino, aquél que creíamos ascendía sin retorno, el que emergía en “progreso indefinido”? Pero..., no te parece que es bueno presenciar que hay quienes siguen praxeológicamente (cómo hacer) andando mientras otros sólo “pretendemos” saber epistemológicamente (cómo saber) algo.

¿El poder, dije? ¡Ah, sí!; el poder... ¿tendría que agregarle el concepto de orden?; otro lío: congruencia sin fin, contradicción sin síntesis. No... no hablo de ordenar una clase, tampoco una fábrica, ni siquiera un placard. ¿Ordenar es “mandar”?, ¿mandar es dirigir hombres, genéricamente hablando? ¿acaso poder y orden se vinculan?

Bordieu dice que el poder es invisible y simbólico, que no puede ejercerse sino con la complicidad de los que no quieren saber que lo sufren o, incluso, que “lo ejercen”... y que este poder es algo así como un “sistema de estructuras” (arte, lengua y religión) que a la vez estructuran a otras estructuras, y a la vez a otras, etc. etc. y que dicho “sistema de estructuras” funciona y rige como un sistema primigenio (como hijo genio primero). Entonces... ¡qué complicado es descubrir y ejercer el poder! ¡Cómo develarlo! y en todo caso ¿por qué y para qué tanto trabajo epistemológico?

Y el orden..., ¿es posible un orden, una organización social –comunitaria- sin jerarquías (horizontal o transversal), sin subordinar a algunos desde otros que ejercen el poder económico y por ende político?

¿Son las estructuras estructurantes, según Bordieu, las que en el plano simbólico (¿superestructura marxista?) cohesionan las clases, o sectores, o estamentos o clanes o también comunidades –como más te guste- para que cada grupo cumpla su papel social?  

¿Cuál es la diferencia y el rol entre ideología y mito? ¿Es todo comunicación que consolida el poder y la subordinación a través de la hegemonía de la palabra o de su desarticulación, anulación, subestimación, ignorándola hasta llevarla al silencio?

La identidad social-cultural ¿cohesiona?

Te cuento: esto me recuerda algo que alguna vez leí, hace mucho... mucho tiempo, con respecto a la derrota de los aztecas y los mayas frente a los  españoles. Aquello que cuenta como Moctezuma queda mudo y en silencio porque debía “acomodar” los acontecimientos a la profecía. Es decir, ¿perdió la palabra? ¿Perdió su poder al perder la palabra? Quizás esta pérdida se debió a que su discurso fue epistemológico, sin comunicación con los hombres ni con la naturaleza. Al contrario del discurso de Cortés quien pudo contextualizarlo con el mundo material debido a lo cual no perdió el poder de su palabra. Esto no le sucedió a Moctezuma. Su discurso se basó en la comunicación con los dioses... ¿Te parece que es posible creer que la palabra posee poder?  En tal caso, ¿de qué manera se manifiesta tal poder?

Según dicen los estudiosos del discurso, el poder y la palabra son memorias, son acciones, son olvidos dirigidos sin pasión, con dolor: la “palabra” construida con falacias son afasias de identidad. Son persuasión que se convierte en  conducta o en parálisis según los intereses del emisor. 

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1[1].- No deviene del “latín”, antigua lengua imperial, madre de muchos dolores lingüísticos; en todo caso es análoga al cómo miró Bolívar a este rico triángulo terráqueo nuestro (¡ojo! No confundir con el de las Bermudas).

1[2].- No digo que son lo mismo, ni sus acciones, ni sus discursos: los unos son unos; los otros son otros.  

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PÁGINA 23 – POETAS LATINOAMERICANOS

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Vestigio. 

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Huelo la pista sutil que me has dejado.

Bebo de los vientos donde expandes tu fragancia.

Pronto te daré alcance.

Acumulo mi experiencia, en años de seguir tu rastro,

desde aquel momento en que preferiste eludir nuestro combate.

Busco, desde entonces,

la esencia de la tentación con que acentúas tu presencia.

Te perseguía, incluso, desde antes de emprender este viaje:

venías instalada con  mi infancia.

En el acecho de atrapar tu posesión arrebatada,

pasaron días en que el aroma se desvanecía;

entonces pensé en desistir,

la razón me perturbó por un instante

y su bofetada pretendió apaciguarme.

Y otros,

en que el rastro frío pretendió serenarme el ímpetu, 

pero la fiebre por encontrarte

mantuvo mi cuerpo en su temperatura normal.

Ha llegado el momento.

Mis ojos, cubiertos de brumas,

intuyen el camino en que hemos de cruzarnos.

No retrocedí nunca,

fue el atolondramiento de no saber que quería

el que me hizo dar media vuelta y seguir avanzando.

Mi colección de recuerdos se agita

para que te invoque de nuevo

y me incendie en ganas de encontrarte.

Indago en mis nostalgias

para situarme en ese paraíso del que nunca podrás expulsarme.

De entre las espinas saco la rosa

para acariciar, otra vez, la idea de mimarte.

Cae la tarde.

Te acorralo.

Para mí, la oscuridad es otro sol,

pero postergo el momento de tenerte.

En el deleite de los instantes previos no duermo,

descanso en la idea de tu captura.

Llega tu aroma

y con él la certeza de que mañana será el día de tenerte cautiva.

Te espío en los segundos de rebeldía que aún te quedan.

Tu malicia se acuesta con la noche.

La trampa está tendida.

Frente a la hoguera que preparas

el presagio te lleva un escalofrío.

Tiemblas.

Te miro con la inocencia del asombro

y con la sombra llega el delirio.

Baila sola… mientras puedas.

Ya te tengo, sólo es cuestión de tiempo.

Ya no podrás ocultar tu pasado,

toda la tierra te será de vidrio.

Amanece, llega el día. 

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Aymer Waldir (Colombia) 

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La travesía de los espejos. 

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la travesía de los espejos

corre en el borde del abismo

en la sombra del sol

bucea en dirección a un puñal

es perforada 

el perfume salvaje rezuma por las manos 

(una de cada color)

ellas abren un poco más el corazón 

la sombra entra&

         doce pájaros salen del pecho 

una melodía en el desierto

bebe el líquido rojo de las palabras 

la voz se mueve poco a poco

en el pecho

    en la sombra en el puñal 

los cuatro vientos alimentan la melodía

atraviesan los espejos

sus ojos

dos lenguas buscan su dorso

descienden por sus piernas

tocan el abismo

&         vuelven

en las llamas del espejo

el cuerpo        canta 

aguas sin márgenes 

el vientre        rechina

                                    se entierra en el tiempo

                                               ondas de piel 

jardín azteca con sus dientes afilados el grito

                       en la dulzura de las pesadillas

el ritmo de las ventanas

de todas las ventanas

sumergidas en el reloj

dos lenguas

mirando la una a la otra 

la sangre de la noche

la danza de la noche &     su suave barco 

en los párpados la verdad de los dioses

& los doce pájaros en el vientre 

el desierto camina 

joplin se despereza

              desaparece en el calendario 

la tempestad llega 

mis ojos danzan

                    “summertime, time,time.” 

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Geraldo Neres (Brasil) 

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Con cierta elegancia 

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Cierta elegancia

en la boca, cierto desacuerdo,

conviene –corresponde bien–

al modelo que predomina

y triunfa. En la ciudad abigarrada.

En los festines –sexuados–

de sus bares y casonas, conviene:

cierta elegancia en la boca,

cierto desacuerdo.

En las playitas privadas,

en los puentes de una sola dirección,

en las antiguas plazas –solitarias–

que frondosamente te reciben,

conviene mostrar: cierta elegancia

en la boca, cierto desacuerdo.

En la piel seductora de sus hijas, conviene.

No olvides ese dato.

Te recibe amena. Abre

para ti sus galerías. Se entrega

sin reservas –un cuerpo

arreglado para la especulación.

Pero exige. Se entrega y exige,

un resguardo seguro: cierta elegancia

en la boca, cierto desacuerdo.

Conviene: un poco

de travestismo. En la lógica

virtual de los internautas, conviene.

En las rápidas avenidas luminosas,

conviene: bajar velocidades. En

la extensa tradición comentada

por los libros –que vuelven a ser época–

conviene: cierta elegancia en la boca,

cierto desacuerdo.

No olvides ese dato.

Corresponde bien al modelo

que predomina y triunfa. 

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Edel Morales (Cuba) 

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De palabras

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La palabra, tu palabra

es un barco certero hacia el deseo.

Lanza tan primitiva,

caricia tan urgente,

lindando casi con el rojo

mordisco de lo obsceno.

Tu palabra me sobresalta,

me desata, me incita.

De repente, plenamente verbal,

me humedezco de esencias germinales,

y se activan mis manos,

mi cuerpo, mi palabra también

para domar el aire con la tuya.

Tu palabra, furtiva entre mi oído,

antiguo moscardón malicioso,

me cosquillea el instinto.

Si la escucho, subleva mis silencios

y, emparedada de penumbras

nos acerca y nos une

en esa vieja danza

de los cuerpos deseantes y absolutos.

Tu voz y mi voz se están amando

entrecortadas, susurrantes,

plenas de excitaciones, de turgencias,

de alientos agresivos o ternísimos,

entre un silencio despeinado y gozoso.

Palabras que se tocan, se muerden, se estremecen

en esa enredadera de deseos

que es sólo aire empapado y aromoso.

Hacemos el amor también con la palabra.

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Julieta Dobles (Costa Rica)

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PÁGINA 24 – NOTAS DE PARIS

Shakespeare and Company: una librería singular. 

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Por Irma Bignon (Santa Fe) 

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Los visitantes, sin duda de paso en Paris, esbozan una sonrisa cuando recorren el lugar con la debida nostalgia. En este rincón de la “rive gauche”, en el 37 rue de la Bûcherie, frente al Sena y al costado izquierdo de la Catedral Notre-Dame, se encuentra la librería Shakespeare and Company. Conservada al abrigo del tiempo, es interesante pasar por sus laberínticos espacios; detenerse, sin reloj, en el relumbre de los lomos que se alinean en las estanterías sin fin; salvar la temblorosa escalera que conduce a las estancias de su dueño George Whitman, y observar sus paredes imantadas de libros en desorden y de cortinados rojos.

“Dejé que mi imaginación actuara libremente - dice su dueño - para que el asiduo lector pudiera encontrar, junto al Sena, una librería a través de los recovecos que forman las alcobas subiendo hacia mi residencia privada. Recién entonces sentiría la comodidad y el placer de leer los libros de mi librería, sentándose en el suelo, en los escalones o en una silla de mi dormitorio”.

Ya en el umbral inspira una peculiar satisfacción, una creciente admiración al ver tanto libro acumulado, desde el piso hasta el techo. Además, esta librería tiene su historia.

El 19 de noviembre de 1.919, una de las hijas del reverendo Sylvester Woodbridge Beach, Sylvia, oriunda de Baltimore, abría, en el número 8 de la rue dupuytren de Paris, una pequeña librería cuyo nombre Shakespeare and Company, se le había ocurrido casi sin pensarlo, apenas unas noches antes de irse a dormir. Dibujos de Blake, fotografías y manuscritos de Whalt Whitman y Poe, cartas y retratos de Oscar Wilde y de T. S. Elliot en las paredes, denunciaban lo que ella se proponía: dar a conocer en Europa las nuevas o desconocidas plumas de lengua inglesa, y a éstas, las vanguardias parisinas.

Sus amigos y clientes más fieles se solidarizaron inmediatamente. Gide y Maurois serían los primeros “bunnies” (abonados a la sección de préstamo) de Shakespeare and Co., a quienes se irían sumando Larbaud, Duhamel, Valéry, Pound; y a éstos las “legiones” que, finalizada la guerra del ´14, cruzaban el Atlántico en busca de sus dioses europeos.

El carácter de todo editor es minucioso y escéptico. Pero esta vez, Sylvia Beach se mostró concluyente. Fue entonces cuando se propuso editar “Ulises”. El histórico encuentro entre ella y James Joyce se produjo en el verano de 1.920. Siete años llevaba Joyce trabajando en el “Ulises” cuando, aconsejado por Ezra Pound se trasladó desde Trieste a Paris, dispuesto a terminar el manuscrito. “Él era de talla mediana - recordaría Sylvia -, delgado, la espalda ligeramente curva. De un azul profundo y el brillo del genio, sus ojos eran extremadamente bellos. Se expresaba sin énfasis y evitaba superlativos”.

Como siempre, la situación económica de escritor era más que precaria. Así que al día siguiente de conocer a su nueva amiga americana, Joyce dirigiría sus pasos a Shakespeare and Co., con la inmediata intención de lograr alumnos de lenguas que le permitieran sobrevivir. La publicación de sus obras pasaba por un momento crucial. Las puertas británicas se habían cerrado para el escritor irlandés considerado como escandaloso. En ningún país de habla inglesa podría pues ver la luz “Ulises”.

Desolado, James Joyce llevó sus quejas a la librería de la rue Dupuytren. La menuda y emprendedora editora pensó que algo se debía hacer y preguntó: “¿Concedería usted a Shakespeare and Co. el honor de editar `Ulises´?” Joyce dijo sí, iniciándose una de las odiseas editoriales más interesantes del siglo.

Sylvia Beach no contaba con un remanente económico que le permitiera afrontar su ambicioso proyecto con holgura, pero dio muestras de una pasión indomable por la obra de Joyce. Llegó a un acuerdo con el “maître imprimeur Darantière de Dijon” - por cuyas manos habían pasado entre otras, las obras de Huysmans - quien se sintió especialmente atraído por las dificultades que la edición del “Ulises” había encontrado en los países anglosajones. Se organizó, entonces, un fondo de suscripciones para financiar los primeros trabajos de impresión. André Gide fue el primero en acudir a firmar y pagar su suscripción, comenzando así el gran movimiento de solidaridad que llevaron acabo los amigos de Joyce, recorriendo los cafés de la “rive gauche”.

Hubo muchos que se rehusaron, como por ejemplo George Bernard Shaw, que escribió una misiva sin desperdicio: “Soy un gentleman irlandés de una cierta edad, y si usted imagina que algún irlandés consentirá pagar ciento cincuenta francos por semejante libro, es que usted conoce bastante mal a mis compatriotas… Es imposible forzar a leer todas esas obscenidades tan penosas para la boca como para el espíritu”.

Mientras tanto, los trabajos de impresión de “Ulises”, multiplicados por la insaciable corrección de pruebas a que su autor los sometía, continuaba.

Tiempo después, la obra de Joyce se terminó de imprimir, exactamente el día 2 de febrero de 1.922, fecha del cuarenta aniversario del escritor. Con las tapas de un azul griego y el nombre del autor en letras blancas, el texto íntegro de “Ulises” constaba de setecientas treinta y dos páginas. Se habían impreso mil ejemplares.

Shakespeare and Co., pasó a ser -tras la publicación de la obra magna de Joyce - el punto de referencia, la esperanza para quienes pretendían publicar toda clase de obras presuntamente eróticas. Pero Sylvia Beach había decidido ser editora de un único libro - “Ulises” - , de un único autor - Joyce - , rechazando la edición de otras obras.

La histórica librería no logró obviar la guerra del ´39. La ocupación alemana anunció a Sylvia la confiscación de todos sus bienes. Inmediatamente, la editora de “Ulises” desalojó la librería, toda huella de Shakespeare and Co., incluido el rótulo de la fachada. Corría el año 1.941.

En abril de 1.946, un muchacho llega a Paris. Se llama George Whitman. Cursa estudios en la Sorbonne. Cinco años más tarde reúne dinero suficiente y compra el local de una tienda árabe de comestibles, en el 37, rue de la Bûcherie, con la intención de convertirla en la “librería más bella del mundo”. Se llamará “Le Mistral”, y será el “lugar de encuentro de los escritores extranjeros en Paris”.

Un año después, día del aniversario de Shakespeare el dramaturgo, Sylvia Beach cede a Whitman el nombre de su librería y muchos de sus libros. “Le Mistral” se convierte entonces en Shakespeare and Co.

George Whitman es un curioso librero, que hace de su librería un mito. Es un fanático de la lectura. Para él, leer es el más grande de los placeres civilizados.

El 37, rue de la Bûcherie descansa, luego de un día agotador, de un constante entrar y salir de gente que revuelve estantes y hojea libros. Conversando con Whitman, él recuerda una escena de “La Náusea” en la que Sartre dice del dueño de un café, que cuando su tienda se vacía, se vacía también su espíritu. Y luego agrega: “Cuando cierro la librería me convierto en el ciudadano de otro país; reencuentro en los libros algunas de las miles de vidas que habría podido vivir”. 

Gaceta Literaria de Santa Fe Nº 129 - Otoño 2006

Gaceta Literaria de Santa Fe Nº 129 - Otoño 2006

 Homenaje a la obra de: Juan Carlos Castagnino

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PAGINA EDITORIAL 

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Crear y creer 

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No es mera casualidad que verbos como creer y crear se diferencien solamente por una letra y en el presente del indicativo se escriban igual: “yo creo”. Esto tiene muchas implicancias: para crear es necesario creer y, recíprocamente, para creer es necesario crear. Igualmente recordando el refrán “ver para creer” es también cierto lo inverso, es decir, creer para ver.

Lo dicho nos lleva si tenemos la mente abierta a la comprensión de la enorme trascendencia que tiene la creación que se hace notoria sobre todo en la artística y, por ende, en la literaria. Quizás sería más preciso hablar de recreación,  porque el único que crea desde la nada es Dios y el artista hace memoria del origen milagroso de la vida. La recreación es una ventana abierta a la eternidad y de lo que decimos dan testimonio para quien quiera ver las obras de los distintos campos del arte. En el mundo actual hay muchos que asumen  el papel de creadores, cuando no creen en la trascendencia de su obra, aunque, claro está pretenden que trascienda al gran público. De hecho conocemos en la sociedad contemporánea muchos autores que venden cientos de miles de ejemplares declarándose totalmente escépticos y apuntando únicamente al mercado. Es curioso comprobar cómo cerramos nuestra conciencia ante hechos tan evidentes como el de que la belleza es resplandor de lo eterno y que en la obra de los auténticos artistas se abre una ventana hacia la eternidad encarnada en la palabra.

Es necesario ser obtuso e impermeable para no sentir el hálito de lo divino en  la poesía de Dante, de Shakespeare, Goethe, o más actualmente en autores como Tagore, Juan Ramón Jiménez, Leopoldo Marechal,  por nombrar algunos. Idénticamente en la narrativa, Cervantes, Tolstoi, Dostoievski, Alejo Carpentier. Por eso decimos que la creación artística es una ventana, no una puerta hacia la eternidad porque nos permite contemplar y no poseer. Quizás, después de todo, la eternidad es contemplar y no poseer. Y allí la profunda nostalgia que nos embarga al ver, escuchar o leer obras de arte. Es como si así se nos revelara en toda su verdad la descripción bíblica de nuestra caída original cuando habitábamos el paraíso.

Simplemente, entonces, toda creación artística y dentro de ella literaria es un intento, cuando es auténtico, de hacer memoria de lo infinito en lo concreto, es decir, de la belleza de la obra de Dios, el supremo poeta.

Todas las actividades humanas adquieren significado si aportan al sentido del existir. En la literatura lo dicho se concreta mediante la belleza,  la imagen y el concepto. Ello se puede dar implícita o explícitamente y esto se evidencia en el caso en que solo se reduzca a un juego ingenioso cerrado en sí mismo o en un ejercicio de pretensiones puramente académicas.

Cuando se habla de literatura comprometida no se comprende que si nos relaciona con la totalidad de lo viviente está de hecho comprometida en la única forma real, ya que una vinculación reducida a lo estrictamente sociológico, psicológico o político, mutila la realidad, oculta lo trascendente y nos confina en una visión angosta, por más que presente denuncias sobre injusticias y las documente. Nunca ha sido fácil, en un mundo signado por la violencia y problemas de toda índole, producir obras que abran nuestra mirada hacia la belleza y hacia la irrupción de lo eterno en la historia. Pero es lo que finalmente perdura y, por lo tanto, el resultado  del mayor de los compromisos. Indicar la belleza y el sentido en una realidad constantemente convulsionada no es una tarea que no requiera permanentes sacrificios ¡Y qué mayor valor que rescatar lo permanente en un mundo que corre peligro de desintegración! Después de todo el que quiere incidir inmediatamente en el campo social que no se dedique a la literatura sino a la política. 

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PÁGINA 2                                       

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Sucedió un jueves 

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Por Irma Verolín (Buenos Aires) 

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La locura de mi abuela nos tenía a mal traer. Ya habíamos soportado de todo, sus gritos, sus escapadas en medio de la noche, sus relatos absurdos. Sin embargo nos faltaba vivir lo peor. Sucedió un jueves. Estábamos mirando una revista de modas en la que las mujeres se estiraban hacia el borde de la página y echaban la cabeza atrás, todas iguales, para dar a entender que el mundo o los márgenes de la hoja les quedaban chicos. Sobre las telas que les ceñían el cuerpo, brillaban lentejuelas y abalorios y rasos y pedrerías. Mi abuela preguntó:

-¿Qué día es hoy?

-Jueves – le contestamos.

Después vino el silencio con el chasquido delicado de las hojas de la revista que pasaban unas tras otras como volando por encima de nuestra imaginación. Enseguida la abuela volvió a preguntar:

-¿Qué día es hoy?

Creyendo que se refería al número, dijimos:

- Diecisiete, abuela.

Y otra vez la voz de la abuela se hizo oír en el patio.

-¿Qué día es hoy?

Todas levantamos los ojos con un toque despavorido en la mirada. Aquel fue el principio que amenazaba con no tener final. La abuela preguntó montones de veces el día en que vivíamos. Y fue una pregunta fatal. La fatalidad no se debía a que la pregunta nos repercutiera en la cabeza igual que un golpeteo de martillo sino el sentido de la pregunta misma. Tener presente a cada rato el día en que se vive, tiñó nuestra cotidianidad con un barniz filosófico. Yo personalmente sentí que desde algún lugar remoto en el tiempo y el espacio una fuerza machacaba para que yo tomara conciencia, me hiciera preguntas, pensara en la muerte, escapara de lo burdo, de lo material y me adentrara en cuestiones menos superficiales. A tía Margarita la pregunta de mi abuela le deprimió el estado de ánimo. Sintió que la vejez galopante le quitaba las últimas esperanzas de conseguir un novio o cosa que se le pareciera. Cada vez que la abuela preguntaba, a tía se le antojaba que el tiempo se apresuraba en correr. A doña Pepa se le llenó el alma de preguntas inexplicables que   quizá en el futuro ella misma se animara a responder.

No esperamos a que esta nueva obsesión se fuera por sí sola, buscamos amortiguar el peso que gravitaba sobre nuestra vida: Le conseguimos a mi abuela un almanaque. Yo misma fui a comprarlo. Cuando salí del negocio pasé mis dedos muy delicadamente por los números de una de las hojas del cuadernillo, blanca y cuadriculada, e imaginé que el color de los días empezaba a transformarse. El tiempo se detuvo y el mundo se paralizó. Entonces pude asomarme a una enorme ventana sin fronteras y allí, debajo de todo, encontré mi propia imagen, mirándome. Pero duró apenas un segundo la ilusión, recapacité inmediatamente, con solo reconocer que los números se nos habían metido en los relojes y los calendarios, bastaba y sobraba como prueba irrefutable de la derrota humana.

Agarramos con una chinche el almanaque a la puerta de la cocina y le enseñamos a mi abuela que, no bien se levantaba, tachara el día en curso para que cada vez que tuviera ganas de hacer la pregunta, en vez de preguntar, se fijara en los días tachados y supiera si pertenecían al pasado o si aún estaban por llegar. Mi abuela, muy obediente, con su lápiz negro en la mano, fue tachando uno a uno todos los días del almanaque hasta el treinta y uno de diciembre. No bien terminó y el calendario quedó íntegramente tachado, empezó a preguntar nuevamente:

-¿Qué día es hoy?

Aquella mañana, tía Margarita había salido muy temprano, de modo que cuando volvió se encontró con un calendario desahuciado. Quiso desmayarse pero no pudo. Así, lentamente e inclinando su espalda, mi tía se fue arrodillando y empezó a llorar. Lloraba mientras miraba el calendario como si hubiese sido su partida de defunción.

Doña Pepa, empeñada en sacarle el jugo a esta maldición gitana, como insistió en llamar al percance de vivir con una loca en casa, quiso encontrarle alguna lógica a las tachaduras. Creyó que mi abuela había escogido secretamente un orden  al tachar los números, así que puso a contraluz el almanaque e intentó determinar qué tachaduras se veían más intensas que otras para enseguida consultar un libro sobre el significado numerológico que las cifras encerraban. El número cero representaba el infinito, el uno el principio creador,  el cuatro, la construcción. Como los números eran más perfectos que nuestra manera de mirar, doña Pepa quedó encarcelada en esa búsqueda de sentido y orden. Terminó extrayendo conclusiones sorprendentes y hasta, si se quiere, edificantes, pero que no tenían mucho en común con el mensaje cifrado al que la locura de mi abuela podía aludir.

La tía  y yo nos mordimos para no  criticarle a doña Pepa su audaz método interpretador de la desgracia que se nos había caído encima, aunque eso sí,  como no le dijimos ni media palabra, lo cual ya resultaba altamente sugestivo, ella entendió que se había metido en un túnel sin salida. Y abandonó sus investigaciones. Al fin y al cabo el llamado método del almanaque no había servido más que para perder tiempo y gastar el lápiz.

Mi abuela, sin dejar de mirar el mes de diciembre tachado, siguió preguntando lo mismo a cada rato:

-¿Qué día es hoy?

Cansada como nosotras de oír la eterna pregunta, doña Pepa propuso el recurso del pizarrón. No fue una mala idea. El pizarrón, en el caso de no servir de mucho, despertaba la memoria emotiva, los primeros años, las emociones del comienzo.  Por eso, sin pensarlo demasiado compramos un sencillo pizarrón de color negro absoluto que fue colgado en una de las paredes del patio, justamente al costado de la enredadera. Y allí escribimos el día completo: Jueves 17. La abuela lo miró. Nosotras miramos a la abuela, tranquilizadas al ver la palabra “Jueves” tan entera y tan poética. Era una inscripción gráfica y apaciguadora. La letra cursiva se dejaba llevar y ondulaba, iba hacia abajo o se columpiaba en medio de la negra inmensidad. Todo estuvo bien, los planetas giraron en sus órbitas y los músculos del cuerpo pudieron descansar. El mundo con sus tiempos se había vuelto a poner en orden. El blanco de la tiza resaltaba sobre el negro negrísimo del pizarrón recién comprado.  Aquel momento fue el Paraíso para nosotras. La luz del sol cubrió el patio y contorneó aún más nítidamente los perfiles del día y la fecha presentes. La abuela, parada frente al pizarrón, parecía sonreír. Tenía en los ojos una tersura rara que hasta pudo hacernos ilusionar con una mejoría, con un amenguamiento de su locura. Luego el día o el tiempo, siguió pasando mientras mi abuela se acercaba más y más al pizarrón. En cierto momento estuvo tan cerca del pizarrón de espaldas a nosotras en el patio que me causó gracia, porque daba la impresión que la habíamos puesto en penitencia. El aliento y la respiración de mi abuela volatilizaron la tiza y con ella el número y la palabra “jueves”. Entonces la voz de mi abuela volvió a repetir otra vez:

-¿Qué día es hoy? 

Y mi tía Margarita, al escuchar la voz y ver el pizarrón, se dio por no nacida. Y la idea del tiempo que arrasa con nuestra vida volvió a arrasarnos los pensamientos. Extenuadas, decidimos irnos a dormir cuanto antes. 

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PÁGINA 3 – IDIOMÁTICAS 

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Ni “cerca mío” ni “lejos tuyo”. 

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Por Jorge Alberto Hernández (Santa Fe) 

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El idioma es comunicación y debe ser claro para entendernos y no tener la pretensión de aquellos que, equivocadamente, todo lo “ejecutivizan”, todo lo “impactan”, todo lo “adecúan” y todo lo “verticalizan” con esa suficiencia incomprensible, arrogante e inmodesta propia de los necios, que sólo sabe del uso y abuso de sus neologismos “coyunturales”, porque ignoran las vastas posibilidades de nuestra rica lengua, que es el don otorgado al ser para su convivencia social y “la carta de presentación de nuestra cultura”.

Siempre recordamos la expresión de un estudioso como Alfredo Schock: “Entre el lenguaje y el pensamiento hay una íntima vinculación de parentesco, diríamos consanguíneo. El que habla mal, piensa mal”.

Por eso, para evitar en algo que se hable mal y se piense mal, no cesamos en la defensa que hacemos del idioma. Debe tenerse mucho cuidado en la pureza de la palabra. Es permanente el mal empleo que se hace de adverbios en frases como las siguientes: “se colocó ´cerca mío´”, “se puso ´delante tuyo´”, “formó fila ´delante suyo´”,”venía ´atrás mío ´”, “corrieron ´atrás nuestro´”. Debemos tener en cuenta que cerca, lejos, atrás, delante y adelante son adverbios, y que los adverbios indican lugar, tiempo, modo… en que sucede algo, sin variación de género ni número. El error consiste en que, en los ejemplos citados se los trata como sustantivos, ya que se les unen adjetivos posesivos (mío, tuyo, nuestro, etcétera). Es un error decir “cerca mío”, como si fuera el libro mío. Por consiguiente, “cerca mío“ no es cosa mía, sino lo que está “cerca de mí”. Y lo mismo ocurre con los demás adverbios. Se refieren siempre a la acción o situación, en el tiempo o el espacio. Nunca a la sustancia. Si se refirieran al nombre, serían adjetivos y lo mismo podrían ir delante o detrás: “mi libro” o “el libro mío”. Lo que no puede hacerse con los adverbios. Sería absurdo decir “´mi´ delante”, “´tu´detrás”, “´su´cerca”, “´nuestro´ lejos”… y, por supuesto, igual sin sentido se presenta en “cerca nuestro”, “lejos tuyo”, arriba mío”, “delante suyo“, etcétera. Lo correcto es: “está cerca (o lejos, o delante, o detrás, o encima, o debajo) de mí, de ti, de él, de nosotros, etc”. Por otra parte, está mal decir “está ´arriba´ o ´abajo´ de mí, cuando lo correcto es decir “encima o debajo de mí”; ni “adelante o atrás de tí”, sino “delante o detrás de ti”.

En cambio se admiten las expresiones: “él estaba al lado mío”; “ella iba a espaldas tuyas”, “miró en derredor suyo”. ¿Por qué? Porque lado, espaldas y derredor son sustantivos y no adverbios, y, por lo tanto, permiten la adjetivación posesiva.

Para evitar estos errores tan comunes y que tanto afean el idioma –sobre todo si de periodistas, locutores u hombres públicos se trata-, hay un método seguro que pueden emplear los que no quieren tener el trabajo de consultar la gramática o los que dudan permanentemente. Consiste en preguntarse qué es lo mío, qué es lo tuyo, qué es lo suyo, etcétera. Cuando la respuesta es posible, el uso del posesivo es correcto, de lo contrario, no.  

Estaba al lado mío. ¿Qué es lo mío? “El lado”, que es el sustantivo que indica una de las partes laterales del cuerpo. Por lo tanto es lícito. Pero, si decimos: “iba delante mío“, ¿qué es lo mío?, la respuesta es imposible. Luego, el primer ejemplo es correcto, el segundo, no, ya que la construcción lícita es: iba delante de mí. 

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PÁGINA 4  

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Hiperdiccionario 

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Por Arturo Lomello (Santa Fe) 

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Lo que las palabras pueden significar cuando escapan de la costumbre. 

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Abombado: Poseedor de una bomba que demora demasiado en estallar.

Agarrado: Avaro al que le han crecido garras para defender su patrimonio.

Agnóstico: Con semejante denominación no es extraño que sea escéptico.

Bizcocho: Estado de ebriedad por el que se ve doble y en lugar de hacer el cuatro se hace el ocho.

Cancelar: Celos entre clanes.

Criterio: Sensatez que buscamos permanentemente y encontramos por excepción cuando dejamos las cuatro patas.

Impoluto: Contrariamente a lo que sugiere su sonoridad no es un insulto sino la designación de un estado de pureza que sólo se da en el paraíso.

Partitura: Parto con música.

Prójimo: Nuestro semejante cuando le podemos sacar algo.

Reencarnación: Gordura superlativa.

Secreto: Datos de extrema intimidad que asegura máxima publicidad.  

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El escudo blanco

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Por Pilar Romano (Corrientes)

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Soñaba con estar enamorada. Tenía la edad sospechosa del agua que va quedando en el estanque y un latido inexcusable le reptaba por las caderas. Los sentimientos familiares o amistosos no sabían acallar ese latido y soñaba con estar enamorada.

A veces pensaba que el lino blanco del uniforme de colegiala, que perduró en su delantal de maestra, la había convencido de que llevaba un escudo de pureza que la separaba de cualquier experiencia que pudiera rozarle la carne. Ya no usaba el delantal blanco, pero la visión de ese escudo se le presentaba en ocasiones. Cuando viajaba de pie en el ómnibus por ejemplo, o en un ascensor, y se hacía inevitable el roce con un pasajero; imaginaba que sus huesos eran de barro blanco y podían disgregarse si continuaba el contacto. Al mismo tiempo sentía que algo amenazaba con desbordarse de un cántaro y aparecía el impulso de atar a ese hombre a su cintura con un lazo. Entonces, la visión del lino blanco. Y la sensación de que esas manos lo mancharían, que quedaría la secuela del perfil de los dedos sudados luego de que tocaran su piel. Secuela irreversible, delatora. A veces creía que toda ella se había convertido en un delantal blanco desgastado, olvidado en la cuerda de tender la ropa. La invadía esa forma de desesperación que no llega a las lágrimas y no permite que baje la fiebre. De algún modo habían escondido en su mente la idea de que los hombres, todos, caminan junto a cortejos de pensamientos sucios.

No siempre llega el día, pero para ella llegó. Apareció el hombre que por sus méritos o defectos, o por obra de las circunstancias, le avivó el deseo de despojarse del escudo.

Fue en aquel bar en el que esperaba que dejara de llover, sentada en el taburete alto de la barra, bebiendo sola una copa fuerte que no se atrevía a pedir cuando estaba con sus amigas. Antes que nada, escuchó el ritmo de su respiración. En el intento de acomodar su paraguas, él le rozó la pierna un poco más allá de la rodilla, que había quedado descubierta debido a la altura del asiento. Lindas piernas eran y ella lo sabía. Y él se lo dijo, finamente, galantemente. Como toda mujer, llevaba su secreto entre los muslos, y le vinieron unas ganas locas de ser descifrada. Conversaron y se forzó por ser original, interesante. Comenzó y siguió la ronda. La lluvia quería apagarle la sed de otra piel y el antiguo blanco comenzaba a ser subyugado.

Desde aquel día, todos notaron que estaba cambiando, pero ella no quería contar nada; prefería palpar sin testigos los pliegues de esa satisfacción rara, que parecía modificar sus tejidos. En esto pensaba cuando le vino inesperadamente a la memoria el verso final que recitara en coro en el acto escolar, hacía mucho, en quinto grado..." y todos unidos saludamos a la patria". Cosas de la mente, se dijo, pero algo la inquietó. De todos modos, se sentía plena, ejerciendo por fin el oficio de amar.

Habían ido al cine y todo estaba encaminado hacia el encuentro total. Tragó su pudor envuelto en saliva picante y dijo que sí a la invitación. Estaban, por fin, en el departamento solitario. Comenzó a desnudarse y se sintió orgullosa de sus pechos aún erguidos, de su vientre tenso que sería explorado de un modo que no conocía. Sería una nueva manera de tocarse, un contacto húmedo de manos ansiosas en busca de redondeces y cavidades. Su viejo latido tomó un ritmo alucinante y cuando yacía en la posición en que la mujer vence, adoptó súbita e inexplicablemente la cadencia de aquel coro escolar "todos unidos saludamos a la patria"..., y sintió el pelo tirante por las trenzas que le hacía mamá y escuchó el tono absoluto de su recomendación: hacé siempre caso a lo que diga la maestra, ¿entendiste?, y a la maestra de quinto grado ordenando al comenzar los ensayos…, al decir "todos unidos saludamos a la patria" niñas y varones se toman de la mano, pero eso será el día de la fiesta, no antes, no es correcto, sobre todo para las niñas, que se toquen ni antes ni después, ¿entendieron? 

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PÁGINA 5 – NUESTROS POETAS

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Malinche 

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En la borrascosa noche de Tlaxcala

serpientes del oráculo revelan

signos que mis dioses no comprenden.

Junto al lago donde anida el dolor

relucen los pájaros de la lluvia.

Delirio de ardorosos bárbaros

vinos bermejos que auguran la muerte.

Bajo el volcán de profetas y demonios

muerdo el desabrido pan del deseo.

Menos a ti, todo hombre he castrado.

Yo, Marina de Payla,

náufraga en desérticos labios

guío tu lengua al quetzal del vientre tolteca.

Sangre que brota entre dos puñales.

No temo al retumbo de arcabuces,

a vigorosos corceles de fuego

horadando la ciudadela enmudecida.

Menos el silencio, todo he abandonado.

De ignoto saber sospecha mi destino.

Venero este relámpago del asombro

relato de otro dios sobre Tlaxcala.

Mis palabras derrumban un imperio.

Mis palabras construyen la memoria. 

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César Bisso (Santa Fe) 

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"El dolor de los otros, es mi propio dolor”-L.E.L.  

Tu boca sobre mi boca y tu aliento en mí, recorriendo confines de silencio,

de prejuicios, de condenas, de llaves, de candados 

Irrupción

de sal y  lágrimas en este dolor hondo,

en el placer de  la carne

motivada de enseres cotidianos en la esperanza de ser uno y no más

y sin embargo ser muchos en ataduras sin retorno. 

Vivir ese tiempo mortal de la pasión que aquieta el gemido de la piel,

y corre tras las dunas silentes del deseo;

baja los párpados  de la inocencia en la entrega irrepetible

y deja marcas en los sentidos aguzados de esperas . 

Y después, ¿con qué lleno este  corazón deshabitado,

cuando no hay trinos , cuando llega la noche y  la soledad agita las cortinas,

cuando el agua borra las últimas huellas de tus dedos,

y me quedo así, como un panal vacío,

hoja marchita de un invierno que me escupe el paso de los años?.  

Quizás, lo que me quede sea vivir del ayer, del pasado, de prestado,

de  ratos, de minutos.

O morir cada día sin saber quién apagó el fuego,

fijas las pupilas en el almanaque , en las horas sepias crepitando lentamente

en el hogar  de los recuerdos,

mientras a mi lado pasa el tiempo por las calles oscuras,

huidizo de ilusiones, callado y macilento,

cuando  mi corazón espera el beso, 

para alcanzar alturas en la cresta de la despedida

y desaparecer, brizna, espuma, arena mancillada,

sola, sin ataduras, sin andamios, sin soportes, sin almohadas. 

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Lidia Esther Lobaiza de Rivera (Coronda) 

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Luna no conquistada 

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El idiota que burbujea palabras

o el inventor del invento,

el que abre sus manos con aves flamígeras

o el decorador de horizontes no dibujados,

el que mata por derecho o por matar,

el suicida

el bien informado

el enfermo de sol y arena

el que simula vuelos que no tiene

el que al cerrar los ojos no los cierra.

Todo hombre sin importar rango,

color, genética, continente, lengua,

océanos atravesados, guerras hechas y por hacer,

lunas conquistadas, colonias sometidas,

sueños devorados, palabras inconclusas,

gestos alucinados...

Todo hombre, alto, flaco, bajo, gordo,

atlético, deforme, sedentario.

Todo hombre es una señal habitable,

es un cosmos, es dios en su seno,

es la terrible soledad de saberlo,

es la libertad invernando,

es la duda que mora en la respuesta,

es la verdad inconclusa,

es un cielo a dibujar,

es una luna no conquistada. 

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Oscar Agú  (Santa Fe) 

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Llueve,

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el mundo se va a acabar y no parece importarnos. 

te contemplo desde los pies,

duermes como duerme un pétalo,r

espiras con la calma que tienen las nubes para no caminar de prisa. 

en silencio,

sosegado,

te descubro con el meditativo asombro que tenemos  al observar las cosas brillantes,

voy recorriéndote lentamente, con tacto de ciego o de equilibrista. 

te amo como desde una isla,

a flechazos,

te encuentro entre las sábanas como se encuentra al sol entre los dedos,

la vida se ha convertido en esto que nos hace sentir el pecho lleno de luceros tibios, tormentas en el bosque, poemas de pizarnik, caricias silenciosas y palabras que te dije al oído. 

te miro mientras duermes y puedo cerrar los ojos porque te he memorizado de a poco, de forma minuciosa y exacta,

te llevo conmigo como llevo los dedos o mi amor por la botánica,

te guardo escondida en un maletín de aire o de corales violáceos,

             permaneces conmigo entre las uñas y los párpados. 

intento mantenerte intacta entre yo y el yo que te mira,

            entre voces y caminos que se superponen en mí y en el mundo, 

te amo con una constancia arácnida, 

con empecinamiento y premeditación budista. 

te amo hasta que nos quedamos dormidos

             hasta que tu mano y mi mano son una,

            hasta que me duele,

hasta el silencio.        

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Arturo Castro (Venezuela-Santa Fe)

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El paisaje es la gente

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      quisiera salir esta tarde

de sol o de lluvia

hacia el oeste de mi vieja calle

a escalar la más alta montaña 

en la magia cambiante de sus colores; 

entre nubes y llamas

aguiluchos y cóndores iría

pero al oeste de mi simple pueblo

que es liso y llano 

no hay ninguna montaña o montañita 

quisiera jugar con la nieve

independiente en el parque junto al lago

o esquiar entre verdes pinares

pero en mi pueblo hace años que no nieva

y nunca he visto en trineo a los niños

   entre lobos y perros  

o amasando muñecos con copos

                      radiantes               

salir por mi calle hacia el este quisiera

hasta dar con la orilla marina

y trepar a los altos barcos anclados

al viejo puerto de ultramar de Juan Ortiz 

pero mi pueblo nunca ha dado al mar  

el paisaje más lindo -dijo mi padre- 

es la cara de los viejos amigos 

y casi todos mis viejos amigos 

siguen viviendo aquí 

sin ir más lejos 

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Rubén Vedovaldi (Capitán Bermúdez) 

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PÁGINA 6 

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La voz de Gelman 

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Por Rodolfo Alonso (Buenos Aires) 

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No es usual, por desdicha, que algún libro de un poeta argentino contemporáneo llegue a ser publicado hoy por una gran editorial. Y, mucho menos aún, que no se trate de algún título aislado sino de la reedición de prácticamente todo el conjunto de su obra. Hay quien dirá que, en el caso que ahora nos ocupa, ello se debe quizá al hecho de haber llegado a convertirse en hombre público, y que los avatares de su historia personal (por otro lado tan entreverados con la historia de todos) han venido a convertirse en algo así como una caja de resonancia para su poesía.

Y si bien es verdad que, ya desde su mismísimo primer título: Violín y otras cuestiones (1956), su innegable lirismo surge ineludiblemente confundido con sus nada conformistas opiniones políticas y sociales, también es cierto que desde allí mismo comienza a hacerse acaso patente la mutua honestidad que ya lo constituye desde entonces y que no le iba a permitir convertirse para nada, en absoluto, apenas en un módico transmisor de consignas.

Esa tensión, fecunda como tantas otras, entre su doble fidelidad a la poesía y a sus ideas, no se ha manifestado apenas en lo superficial, en lo aparente, en el concepto y, por tratarse de un escritor de raza, se ha trasladado como aliento vivo al cuerpo mismo de su propia escritura, la cuestiona y la sostiene, la inquieta y la alimenta. Y si una prueba de fondo de su autenticidad en tal sentido la manifiesta su absoluta imposibilidad, casi visceral, orgánica, para aprovechar su propia historia, en tantos sentidos trágica, como muchos otros tan diferentes de él manejan hoy sus relaciones públicas o su marketing, si todo nos asegura que la resonancia obtenida ha sido totalmente espontánea, inocente, fruto maduro de las circunstancias y nunca de su voluntad, hay otra prueba más reciente en el mismo sentido. Y es el hecho de que su propia escritura haya ido ahondando legítimamente su experiencia, en el sentido de lo raigalmente humano e incluso metafísico pero, como debe ser, por el libre fluir de su propia espontaneidad creadora, sin artimañas ni dobles intenciones.

Quiero decir que en el merecido éxito de Gelman como poeta, que ha de incluir probablemente también sus vicisitudes de hombre público, que allí se entremezclan en gran medida, el hecho de que él mismo haya ido abandonando ciertas temáticas demasiado evidentes para profundizar en otros sentidos, tal vez menos redituables desde el punto de vista del negocio editorial, no me parece sino otra prueba de aquella doble honestidad a que antes hacía referencia. Y que lo digan si no esos dos libros ejemplares, en ese y otros sentidos, que son Dibaxu (1994) e Incompletamente (1997).

Por ejemplo, en el volumen que hoy consideramos: Interrupciones 1 (Seix Barral, Buenos Aires, 1997), donde se reúnen otros siete libros que van desde 1971 hasta 1980, es decir signados en la mayor parte por su exilio, si en gran medida su estilo continúa aquí diferenciándose no sólo por su peculiar construcción, por su nada demagógico abandono de las mayúsculas y de los signos de puntuación tanto como por su particular escandido, de riquísima, escasamente populista y conmovedora entonación, se vuelve también significativo en ambas direcciones por la absoluta preponderancia de las preguntas (¿de los cuestionamientos quizás?), temblorosas y tocantes, antes que por las afirmaciones. Y aquellas honduras desprendidas de lo anecdótico comienzan a aparecer, en forma natural, casi desde antes de la mitad de este volumen, para confluir en una profunda elaboración de impensadas referencias, sin embargo a la postre claramente comprensibles, que van desde Santa Teresa y San Juan de la Cruz hasta Homero Manzi o Gardel y Lepera, que afinan y ahondan su expresión también en lo que podríamos llamar formal, ya que, si bien sostenida siempre por el mismo aliento poético, va dando lugar casi instintivamente a la emergencia de formas clásicas del lirismo de nuestra lengua, a veces sólo barruntadas o rozadas, aunque por supuesto animadas por la entereza y la originalidad de siempre.

Es que, me animaría a sugerir, si hubo alguno de aquellos primeros momentos en que pudo hablarse de la hasta lógica presencia de alguien como César Vallejo en el desarrollo de su obra, en el ejemplo humano y poético del gran poeta peruano que no podía, vistas sus peculiares inquietudes, dejar de seducirlo y atraparlo primero por su sonoridad y su contacto, exteriores, de piel, hoy bien podríamos decir que ya se han abandonado aquí todas estas y otras superficies para ahondar en el meollo esencial de la existencia y del lenguaje que, también, por otro lado, es el Vallejo esencial cuando logramos adentrarnos en lo pleno de su vivencia, en lo que nos contagia antes que en lo que apenas logra transmitirnos. Inocente, como él, y aunque no se lo proponga, por propia deriva de su ser, de todo lo que no sea lirismo esencial, vida y muerte desnudas, Juan Gelman logra también contagiarnos su vivencia, su evidencia, incluso más allá de que a cada lector le toque coincidir o no, total o parcialmente, con sus opiniones. 

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PÁGINA 7   

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El más vivo de todos 

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Por Carlos Roberto Morán (Santa Fe) 

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El más vivo de todos es el Rauli que ayer se cayó a las casas con un pollo entero. El abuelo ni lo dejó respirar porque ya estaba arrancando las maderas de la ventana y preparaba el juego y después de sacarle las partes podridas lo puso al juego y le tiró vinito del tetra y quedó tan rico que era para bailar.

La Laucha dijo que era una porquería, que todo era una porquería y se puso a llorar, pero a la Laucha ni hay que llevarle al apunte porque para ella no alcanza ni el castillo de Alibabá, así que mejor salir por el aujero del fondo y buscar, aunque cada vez hay menos de menos y ni te alcanza ni para esto.

El problema verdadero es el frío, la mama se abriga y se abriga pero no hay manera, porque el techo está todo con aujeros y te entra un chiflete que te agarra hasta el corazón y se te paspan los labios y no se puede ni decir ni una palabra porque en seguida te viene el dolor de garganta.

Más problema hay cuando vuelve la lluvia que te moja todo y ni te podés defender porque cae por los aujeros del techo que el abuelo ni sabe arreglar ni el hombre que anda con la mama ni nadie y a mí tampoco porque ni sé por dónde empezar. Así que hay que meterse en los rincones y aguantarse. Uno, acá, tiene que aguantarse.

Por ai se cae un cacho de la pared y hay que correrse rápido para otro lado porque si no ni te salvás del chiflete, pero en el otro lado está el abuelo o está la Laucha o está el hombre que lo único que sabe es chuparse con el treta y te da una con esa mano grande que tiene que ni te deja un hueso sano pero suerte que soy flaco y rápido y no me puede alcanzar.

El agua sigue al lado mismo de las casas y tiene un olor a repodrido que no hay quien se la aguante pero la mama dice que más mejor no podemos estar y que tenemos que dar graciaadió que encontramos las casas cuando ni sabíamos ni para dónde ir.

Porque el agua llegó de pronto al barrio y vino con el frío y vino con el chiflete y nos rompió la pieza y nos dejó con el culo al aire y don Juan no apareció más y nadie supo y nadie sabía nada en el barrio que era un puro griterío con los ladridos de los perros y los caballos que se ponían como locos y uno que andaba con los nervios de punta porque no había ni un lugar donde esconderse.

En las casas somos como mil y hay que andar con cuidado porque se viene cada uno oloroso y con faca en la cintura y vino el Gurí que trajo el revólver y cuando se ponen con el treta se ponen como loco y mejor rajarse por el fondo y irse lejos, a ver si pescamo una mojarra o un sábalo o un bagre pero ni eso, el otro día saqué una zapatilla toda rota y después un tarro y lo único que pasan son la caja del tetra vacía, do botella y las bolsitas de plástico.

El problema es el tetra y el otro problema son la pastilla porque cuando se ponen con esas se ponen todos locos y lo mejor es irse un poco lejos pero no hay lugar porque siempre está lloviendo y te pasan cerca los coso de Prefetura y te miran como si te quisieran bajar de un hondazo y hay que hacerse el tonto y hacer como que no esisten. Yo pesco, siempre ando con el ril y la caña y trato de sacar algo pero el agua se pudrió y los pescados salen todos muertos y podridos y lo que saco es una zapatilla rota y una botella de la cocacola.

Los de Prefetura te tienen podrido porque ni hay una que los conforme. Vienen, miran, revuelven que te dejan las casas que es una porquería y después se van sin decir la menor palabra como dice la mama que cuando los ve vení dice otraveotraveotravé y se manda mudá a los fondos de donde vuelve cuando ya es de noche y hay que guardarse porque llegan lo tiro y cuando llegan lo tiro no te perdonan ni así.

Decí que el hombre tiene una mano grande como un ropero y anda calzado y mejor ni te le acerqué porque te baja de la manopla que te da, pero lo negro quieren sacarte todo, hasta la botella vacía de la cocacola. Y se la quieren llevar a la Laucha. El hombre dijo que sí y le pidió al Gurí como tre treta y la puta que lo parió de plata pero la mama dijo que no y se puso mala y lo sacó a los sillazos y nosotros la ayudamos con las piedras. Pero de seguro que van a volver porque cuando hay hambre de mujer no hay quien te los pare, como dice el abuelo.

Lo que tenemo es hambre de comida, cuando viene el camión de los soldado todo está bien porque ellos te dan la polenta y el arró y lo fideos, pero cuando no vienen porque se rompió el puente y hay un barro asqueroso que es todo un chiquero el hambre te empieza a apretá y a apretá y la panza te hace unos chiflidos y el dolor de la panza ni con el agua ni con el mate se te va, qué se te va ir.

El abuelo necesita la indición, pero ni uno quiere venir para las casas para ponérsela, así que el abuelo anda medio que se cae y medio que se tira en las cubijas y no habla con nadie y a vece da miedo porque parece que se murió nomá.

Tiene que tomá cosas caliente, dice la mama pero no hay de dónde, y ella dice que lo va a perder y entonces no aguanto más y me voy al fondo y salgo de la casa y tiro el ril a ve si sale algo y no sale ni mierda ni la botella de la cocacola nada porque lo único que hay acá es el barro y el plástico y la lluvia finita que se mete por toda parte, que no te deja ni cuando andas dispierto ni cuando te dormí.

A lo negro lo que no se le pasa es el hambre de la Laucha, así que vuelven, la relojean, la siguen, le dicen barbaridá y la mama se pone bizca de la rabia que le da y le dice al hombre que lo saque a lo negro y al Gurí y el hombre no tiene gana, a él lo que le importa es la plata, aquí en las casas no hay ni un guita, grita el hombre, y ésta come por mil, y la señala a la Laucha que se viene conmigo y se sienta y ni quiere hablar con nadie porque lo que quiere es encontrar al Marcial y al Marcial ni se lo vio más desde que vino el agua.

La Laucha viene y me dice que tiene un miedo que se caga toda, porque el hombre la quiso vendé por poca guita nomá y que la mama apenas que si se enteró y que si no se entera ya estaría con el Gurí que es más pior que las arañas y capá que la lleva a Buenosaire y ni la vemo más.

El hambre es como un aujero en la panza que ni te deja respirá y la mama se queja y el abuelo parece muerto tirado entre las cubija y la Laucha llora porque el Marcial ni aparece y vinieron el Gurí con lo negro para hablá con el hombre y mandarse mudá con la Laucha y hasta a la mama parece que le está dando lo mismo así que la Laucha viene y me pide que la ayude.

¿Y de qué la voy a ayudar si con lo flaco que soy me hacen pomada con que me miren no más? Así que me voy a pescar y la primera vez que voy y saco un pescado flaquito que me lo como crudo, así como está y aunque me clave las ejpinas me siento mejo y si ella no quiere ir con el Gurí que no vaya que para eso ella decide así que mejor que se lo busque al Marcial y que se vaya porque en las casas ya ni se puede vivir como dice la mama.

El que la tiene que ayudá es el Rauli porque es el más vivo de todos pero el Rauli se mandó mudá porque dijo que en las casas ni se puede estar y si vienen lo negro te machucan todo y no te van a dejar sano ni el cerebelo, así que se fue y si te he visto no me acuerdo como dice la mama y la Laucha tiene más miedo todavía.

Qué la voy a ayudá, mejor vuelvo a ver si saco la mojarrita, si saco el bagre, si saco el sábalo si saco mucho sábalo podemo comer como lo reye como decía el abuelo que ni se levanta más y la mama dice que si tuviera la indición seguro que se sana pero lo de Prefetura te miran con un odio que te achuran todo y después se van y si te he visto no me acuerdo, así que se va a morir y la Laucha llora más porque esa te llora hasta cuando cae la lluvia así que ahora te llora todo el tiempo y en las casas hay miedo porque si no para seguro que el agua se viene y nos lleva como hizo con el barrio que ahora no está por ningún lado y hay agua y nada más.

El abuelo tiene un ronquido feo, el hombre se pone loco y toma más y me manda un mamporro que suerte que soy flaco y puedo correr que si no me come todos los huesos, la mira a la Laucha y dice está noche te me va con el Gurí y la mama llora y ya no habla más.

La única luz que llega viene de la calle porque en las casas ni velas tenemo. La mama le pone la compresa al abuelo y le quiere dar un mate cocido pero el abuelo lo gomita así que se vuelve un enchastre y ronca más y el hombre se pone loco y me larga un mamporro que me pega en la cabeza porque no me agaché a tiempo y quedo medio boludo mientras lo negro se me cagan de la risa.

Después me pongo en un rincón y me limpio lo moco y ni en pedo voy a llorá, lo único que quiero es un chumbo para darle en la cabeza al hombre y a la negrada boluda que la miran a la Laucha y el Gurí que se la quiere llevá pero ella lo quiere al Marcial que desde que vino el agua ni se vio y no volvió nunca más.La Laucha viene y me dice ayudame que me va a llevá esta noche el Gurí.

Pero en la noche y en lo oscuro el abuelo deja de roncá y la mama lo sacude y lo vuelve a sacudí y también lo sacudo yo y lo sacude el hombre pero el abuelo no responde y lo que pasa es que se murió.

La mama se descompuso y le dijimos que se acostara un poco que cuando vinieran los de la Prefetura le vamos a decir que se murió el abuelo para que se lo lleven. Al hombre no le interesa esa cosa y se pone a tomá del treta con el Gurí que vino a llevarse a la Laucha y ya está, y ella me agarra el brazo y se pone a temblá y yo siento lo moco que mojan toda la cara y digo que el Rauli tendría que estar ahora y también el Marcial pero no hay ni en las casas ni en ningún lugar.

La mama no puede más y llora y yo le digo acuéstese mama y los otros, lo negro, el Gurí, el hombre, andan en pedo no más y yo le digo duérmase que yo me quedo dispierto y la mama se envuelve en las cubijas y se pone a roncar y me apuro y le digo a la Laucha andate patrás y ni respirés.

Los coso de la Prefetura me miran como se mira a un moco, a un poquito de mierda, pero a mí ni me importa y les digo que se murió el abuelo y que lo vayan a buscar. Hay un frío de mierda y me tiemblan los güesos pero todavía hay que volver a las casas y va a ser lo mejor que lo negro y el Gurí y el hombre se empeden porque si me abarajan de un mamporro seguro que me matan.

Es más pesau que las piedras el abuelo, ayudame, le tengo que pedir a la Laucha, ni hablé ni grité ni que te escuchen. Suerte que en lo oscuro no se ve ni lo que se respira. Tiramos, tiramos, salimos por el aujero del fondo, ni hablé, le digo a la Laucha hablando bajito, no doy más pero hay que seguir hasta el agua que está ahí no más. Y entonces llegamo. Y entonces lo tiramo. Chau abuelo digo al ruido que se hunde.

Después voy y le digo a la Laucha que se ponga en las cubijas del abuelo y ella que no, que no quiere, pero cuando estoy por chirliarla escucha la carcajada del Gurí y deja de protestar y se escuende y se tapa toda sin que yo le diga nada más.

Después vienen los de la Prefetura y piden por el cuerpo del abuelo y que quién les avisó dice el hombre pero ellos no dicen nada y yo me escuendo y la mama llora cuando uno agarra de una punta la cubija y el otro la agarra de la otra y de un golpe seco la ponen al fondo del camión y se van.

Pior que a un perro, llora la mama y yo me quedo afuera mirando cómo se va la luz chiquita del camión hasta que no la veo más. No bien afloje la lluvia y salga otra vez el sol me voy a ir a pescar. A lo mejor saco un bagre entero y se lo llevo a la mama y lo comemo y lo regamo con vinito y lo ponemo a bailar. 

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PÁGINA 8  

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La sirena del aire. 

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Por Alejandro Maciel (Corrientes) 

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En algún año del siglo XVII hubo un capitán que, amargado por la enfermedad de la nostalgia y el abandono de sus amigos, se hizo a la mar buscando una isla. En la isla, según decían sus camaradas, vivía un monje ermitaño muy sabio que podría ayudarlo.

Zarpó al mediodía cuando el sol rutilaba en el cabrilleo marino y dio instrucciones tan confusas al timonel y al piloto que la fragata se perdió en la bruma de un pasaje que todos llamaban "el silencio tenebroso". Nada se movía en la quietud mórbida de esas aguas espesas cuyos miasmas parecían supurar una niebla verdosa y picante que escocía los ojos. El capitán sabía que traspasada la calma especiosa y malsana, se encontraba la isla. Y en la isla una cueva. Y en la cueva un león que custodiaba la entrada al cenobio donde el monje escribía cláusulas a los textos sagrados.

Pasó un día y el barco seguía inmóvil, como amarrado a las fuerzas de las profundidades. Al segundo día el piloto se acostó en la amura y abandonó el timón inútil en la parálisis de la nave que no podía avanzar ni retroceder porque el aire se había coagulado a su alrededor. Al tercer día se escucharon golpes en la quilla, hacia babor. El capitán bajó una escala de gato y por ella trepó una bellísima Sirena.

Era una criatura límpida, de tez parecida al alabastro, casi traslúcida. En sus ojos, si no habitaba la divinidad, estaban los rastros de esa visión.

-He vivido mil años en las profundidades, -dijo con voz tímida-. Ya no soporto las tinieblas ni el hondo pesar del mar. Quiero vivir en la luz.

El capitán se limitó a encogerse de hombros; no buscaba redimir a nadie ni librar a un inocente de sus culpas. No buscaba ayudar: buscaba ayuda. Buscaba en el mar al monje que le daría paz a su vida.

-Puedes vivir en mi barco, -respondió sin dar mucha importancia a sus palabras que seguían lánguidamente a sus pensamientos.

La Sirena suspiró hacia la lejanía y respondió sin alzar los ojos:

-Sigue siendo el mar.

El capitán pensó un momento, algo inquietante le había cedido la extraña criatura envuelta en algas que pisoteaba su propia cola con dos aletas del color del acero bien pulido. Ahora, repentinamente, sentía una infinita lástima por la Sirena pensando que también ella sentía el dolor de la nostalgia; que vivir diez años en las profundidades sería un castigo insoportable; pero mil años ya ofendía el pensamiento.

-¿Quieres que te deje en algún puerto? ¿Quieres vivir en tierra?

-Yo misma podría haber llegado al puerto más próximo. Necesito el aire, ¿acaso ignoras que las sirenas fuimos criaturas aladas en el pasado? El vértigo de volar es la libertad. Han pasado más de mil años pero aún recuerdo la libertad. Nunca se olvida el origen de la vida.

El capitán se puso pensativo. Atardecía con un cielo desgarrándose en rojos y violetas cuando empezó a soplar el viento. El barco se puso en movimiento y el piloto despertó de su largo sueño para retomar el timón.

-Sé lo que haré contigo-, dijo al fin el capitán. Te izaré en la cúspide del campanil de la iglesia más alta que encontremos. Allí serás feliz indicando a cada cual el rumbo de su libertad.

-¿Cómo puedo indicar a nadie la felicidad si yo misma no la conozco?, preguntó la Sirena con dulzura.

El viejo capitán recordó que durante una tempestad, en la nasa, habían rescatado del fondo agitado del mar una lira de oro que él guardaba celosamente en su camarote. Bajó a buscarla sin decir nada y al acariciarla sintió que algo muy delicado estaba a punto de suceder. La lira de oro parecía temblar como esas gaviotas que a veces caían exhaustas en la cubierta de la nave. Se la dio a la Sirena.

-Si puedes tañirla sabrás lo que es la felicidad y dónde encontrarla, señaló mirando fijo la frente nacarada de la doncella del mar.

No bien la tuvo en sus manos la Sirena meció sus dedos traslúcidos y era como si un cristal rozase el oro desprendiéndole la música más sublime que jamás se había escuchado. La música de los ángeles.

El capitán comprendió enseguida que se había unido dos partes del universo que se necesitaban desde los lejanos tiempos de la primera luz. La Sirena empezó a cantar y su voz llenó el vacío que había impuesto la tristeza al capitán, que había removido viejas culpas e hizo que el sueño huyese de sus ojos.

El piloto, diestro en el manejo de la rosa de los vientos, señaló a lo lejos una vieja iglesia de piedra recostada contra el farallón. Tenía una torre y en lo alto, el sitio de la veleta estaba vacío junto a la cruz.

-Allá serás dichosa, dijo.

Han pasado muchos más de cien años. La Sirena con la lira de oro sigue allá en lo alto, temblando, asida a los vientos para indicar el sitio exacto donde éstos van a extinguirse en la calma. Con sus dedos de anémonas de cristal hace la música que indica a cada cual el sitio desde el cual puede perdonar el pasado y bendecir el futuro. El capitán comprendió que en ese sitio empezaba la paz que estaba buscando.

Ya no necesitó encontrar la isla, ni despertar al león de su letargo. El monje escribiría entonces, en los márgenes de un texto sagrado:

"La belleza nos enseña a salvarnos de nosotros mismos". 

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PÁGINA 9 – PÁGINAS MEMORABLES

Vicente Aleixandre

Poeta español nacido en Sevilla en 1898.

Su infancia transcurrió en Málaga, y aunque desde los trece años se trasladó con su familia a Madrid, el mar dejó una profunda huella en su poesía. Fue miembro de la Real Academia Española y uno de los grandes valores de la poesía del siglo XX.

Su primer libro, «Ámbito», fue publicado en 1928, al que siguieron, «Espadas como labios» en 1932, «Pasión de la tierra» en 1935,  «Sombra del paraíso» en 1944, «Mundo a solas» en 1950, «Nacimiento último» en 1953, «Historia del corazón» en 1954, «Poemas de la consumación» en 1968, «Diálogos del conocimiento» en 1974   y póstumamente «En gran noche» en 1991.

En 1934 fue Premio Nacional de Literatura y en 1977 recibió el Premio Nobel de Literatura.  

Falleció en Madrid en 1984.

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Nacimiento del amor

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¿Cómo nació el amor? fue ya en otoño.

Maduro el mundo,

no te aguardaba ya. Llegaste alegre,

ligeramente rubia, resbalando en lo blando

del tiempo. Y te miré. ¡Qué hermosa

me pareciste aún, sonriente, vívida,

frente a la luna aún niña, prematura en la tarde,

sin luz, graciosa en aires dorados; como tú,

que llegabas sobre el azul, sin beso,

pero con dientes claros, con impaciente amor!

Te miré. La tristeza

se encogía a lo lejos, llena de paños largos,

como un poniente graso que sus ondas retira.

Casi una lluvia fina  -¡el cielo azul!-  mojaba

tu frente nueva. ¡Amante, amante era el destino

de la luz! Tan dorada te miré que los soles

apenas se atrevían a insistir, a encenderse

por ti, de ti, a darte siempre

su pasión luminosa, ronda tierna

de soles que giraban en torno a ti, astro dulce,

en torno a un cuerpo casi transparente, gozoso,

que empapa luces húmedas, finales, de la tarde

y vierte, todavía matinal, sus auroras.

Eras tú, amor, destino, final amor luciente,

nacimiento penúltimo hacia la muerte acaso.

Pero no. Tú asomaste. ¿Eras ave, eras cuerpo,

alma solo? Ah, tu carne traslúcida

besaba como dos alas tibias,

como el aire que mueve un pecho respirando,

y sentí tus palabras, tu perfume,

y en el alma profunda, clarividente

diste fondo. Calado de ti hasta el tuétano de la luz,

sentí tristeza, tristeza del amor: amor es triste.

En mi alma nacía el día. Brillando

estaba de ti; tu alma en mí estaba.

Sentí dentro, en mi boca, el sabor a la aurora.

Mis ojos dieron su dorada verdad. sentí a los pájaros

en mi frente piar, ensordeciendo

mi corazón. Miré por dentro

los ramos, las cañadas luminosas, las alas variantes,

y un vuelo de plumajes de color, de encendidos

presentes me embriagó, mientras todo mi ser 

                                                             a un mediodía,

raudo, loco, creciente se incendiaba

y mi sangre ruidosa se despeñaba en gozos

de amor, de luz, de plenitud, de espuma.

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Reposo

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Una tristeza del tamaño de un pájaro.

Un aro limpio, una oquedad, un siglo.

Este pasar despacio sin sonido,

esperando el gemido de lo oscuro.

Oh tú, mármol de carne soberana.

Resplandor que traspasas los encantos,

partiendo en dos la piedra derribada.

Oh sangre, oh sangre, oh ese reloj que pulsa

los cardos cuando crecen, cuando arañan

las gargantas partidas por el beso.

Oh esa luz sin espinas que acaricia

la postrer ignorancia que es la muerte.

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El poeta se acuerda de su vida

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Perdonadme: he dormido.

Y dormir no es vivir. Paz a los hombres.

Vivir no es suspirar o presentir palabras que aún nos vivan.

¿Vivir en ellas? Las palabras mueren.

Bellas son al sonar, mas nunca duran.

Así esta noche clara. Ayer cuando la aurora

o cuando el día cumplido estira el rayo

final, ya en tu rostro acaso.

Con tu pincel de luz cierra tus ojos.

Duerme.

La noche es larga, pero ya ha pasado. 

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El olvido. 

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No es tu final como una copa vana

que hay que apurar. Arroja el casco, y muere.

Por eso lentamente levantas en tu mano

un brillo o su mención, y arden tus dedos,

como una nieve súbita.

Está y no estuvo, pero estuvo y calla.

El frío quema y en tus ojos nace

su memoria. Recordar es obsceno,

peor: es triste. Olvidar es morir.

Con dignidad murió. Su sombra cruza.

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Unas pocas palabras

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Unas pocas palabras en tu oído diría.

Poca es la fe de un hombre incierto.

Vivir mucho es oscuro, y de pronto saber no es conocerse.

Pero aún así diría. Pues mis ojos repiten lo que copian:

tu belleza, tu nombre, el son del río, el bosque,

el alma a solas.Todo lo vio y lo tienen. Eso dicen los ojos.

A quien los ve responden. Pero nunca preguntan.

Porque si sucesivamente van tomando

de la luz el color, del oro el cieno

y de todo el sabor el pozo lúcido,

no desconocen besos, ni rumores, ni aromas;

han visto árboles grandes, murmullos silenciosos,

hogueras apagadas, ascuas, venas, ceniza,

y el mar, el mar al fondo, con sus lentas espinas,

restos de cuerpos bellos, que las playas devuelven.

Unas pocas palabras, mientras alguien callase;

las del viento en las hojas, mientras beso tus labios.

Unas claras palabras, mientras duermo en tu seno.

Suena el agua en la piedra. Mientras, quieto,

estoy muerto.

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Sin fe

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Tienes ojos oscuros.

Brillos allí que oscuridad prometen.

Ah, cuán cierta es tu noche,

cuán incierta mi duda.

Miro al fondo la luz, y creo a solas.A solas pues que existes.

Existir es vivir con ciencia a ciegas.

Pues oscura te acercas

y en mis ojos más luces

siéntense sin mirar que en ellos brillen.

No brillan, pues supieron.

Saber es alentar con los ojos abiertos.

¿Dudar...? Quien duda existe. Sólo morir es ciencia.

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PÁGINAS 10 y 11 – RESEÑAS DE LIBROS

Pájaro Azul, Cuentos de Gloria de Bertero. Editorial Vinciguerra -Nuevo Cauce. Buenos Aires, 105 págs.  

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En este reciente libro de Gloria de Bertero se pone de manifiesto su exquisita sensibilidad y ese amor inclaudicable que siempre hace presente por la Felicia natal, pueblo que motiva su carácter de escritora, que es “el sitio de encuentro con la esperanza más próxima”, como bien lo anota Lidia Vinciguerra en el reverso de este volumen que hoy llega hasta nosotros.

Biógrafa, ensayista, poeta y periodista, ha recibido numerosas distinciones provinciales, nacionales e internacionales  con sus libros de ensayo, poesías y cuentos traducidos a diversos idiomas y estudiados en talleres del país y universidades del extranjero. Partícipe de más de treinta antologías, su Quien es Ella en Santa Fe, tomos I y II (actualmente está preparando el Tomo III), fue declarado de Interés Cultural por la Subsecretaría  de Cultura de la Provincia de Santa Fe, en 1996 y 200l. Conferenciante y jurado en narrativa y poesía en concursos organizados en Buenos Aires y Santa Fe, ha sido Faja de Honor de la ASDE y  la SADE y sus libros se tradujeron al italiano, portugués, ruso, inglés e hindi.

Esta sensible escritora se hace presente en la oportunidad con una obra del género Cuento: Pájaro Azul, que no hace más que poner de manifiesto su idoneidad literaria, esta vez con historias sencillas y representativas de diversas situaciones íntimas remitidas sobre todo a etapas de su quehacer familiar. Como cuando en la pieza titulada Pobre grandeza, expresa: “Yo fui aquella que un día hizo noche de lágrimas la Tierra, y un hongo de almas se elevó a los cielos dejando una Hiroshima de muerte, nada más que de muerte”.

Su entrega a los demás se pone de manifiesto en Quien es Ella en Santa Fe, donde su dedicación desinteresada a conocidas o ignoradas mujeres santafesinas vinculadas con el arte y las relaciones humanísticas, llevó a una editorial alemana a pedirle “autorización para publicar biografías de los dos tomos de la obra en el Archivo Biográfico de España,  Portugal e Iberoamérica hasta 2001, que figuran en Quien es Ella en Santa Fe, aparecerán en dichos libros en el año 2006, aproximadamente”.

En realidad es una enorme satisfacción para los santafesinos (en especial) tener una representante de tal jerarquía en las letras que supieron de la calidad de escritores como Luis Di Filippo, Gastón Gori, Mateo Booz, José Pedroni, Diego Oxley y muchos más.

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Jorge Alberto Hernández (Santa Fe) 

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Desde otras voces – Alebrijes – Norma Segades – Manias – Edición de la Universidad Tecnológica Nacional – 86 ps. 

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Este es un libro que viene precedido de auspiciosos comentarios. Desde la opinión de la escritora y editora Lina Zerón, responsable de la primera edición mexicana (“Norma Segades es una mujer de temple y garra que tiene prohibido renunciar a la poeta que vive en sus entrañas, a pesar de los obstáculos. Es una poeta bien plantada que desea libertad para su gente, que presta su voz al marginado, a los que sufren, a los que tienen hambre. En este libro, encontró Musas en el brillo de poemas de otras poetas hermanas. Le damos gracias por regalarnos su talento.”), pasando, entre otras, por la valoración de la escritora Lourdes Vázquez, premio Juan Rulfo de poesía 2002, residente en los Estados Unidos (“Los alebrijes de Norma danzan un baile de sobrevivientes sin máscaras. Aún más, sobre baldosas desarrolla una poesía desgarrante, como nuestro continente.”) o el juicio de Liz Durand, escritora y artista plástica mexicana (“Los versos de Norma muerden, como la verdad. Hacen sentir más cerca la otra mano, hacen que la esperanza sea una sábana tendida al aire, henchida de luz. Sus versos detienen a la llaga para ponerla con ternura en nuestros ojos, sin la estridencia de pus que los lastime. Así, su libro es una de las cuentas en este dolor universal, collar que ciñe corazones y conciencias. Mi admiración por ese manejo cirujano del lenguaje, y sobre todo, por esa comunión con el dolor que nos iguala.”), hasta la crítica de Esther Andradi, escritora y periodista residente en Berlín, quien estuvo en la ciudad de Santa Fe para realizar la presentación de la obra (“Norma Segades-  Manias hace del encadenado y desencadenado de poesía un arte. Como las bisabuelas bordadoras que se pasaban los puntos unas o otras, la poeta santafesina toma de sus colegas la letra,  la punta del ovillo, y desenreda, organiza, estructura con fabuloso oficio sus poemas - alebrijes, aquellos que aprendió a mirar y a sentir en México. Treinta y dos poemas hilados a partir de la palabra de otras treinta y dos poetas: Pinceladas de Munch, monstruos del Bestiario, descarnados trazos de Otto Dix. Miseria, gozo, el dolor de ser o la piedad. Los filosos poemas - alebrijes de Segades - Manias cortan el rostro. Cualquier cosa menos el olvido.”)

Y ello ocurre porque Norma Segades – Manias ha escrito un poemario contra la indiferencia. Se ha empeñado en presentar un canto triste, una descripción atinada y salvaje, un dolor intenso, inmenso, hecho jirones. Se ha obstinado en mecer, en sus brazos de noble poeta, la realidad sangrante que contempla. Se ha impuesto cultivar  su remota  y diminuta esperanza en frases, en palabras, que pugnan por salir triunfantes del espanto.

Con  desnudez inusual de mujer, de ciudadana irredenta, señala dónde están las llagas, los golpes, la indecencia, habla desde la aspereza de la realidad sin olvidar las caricias ni las utopías, se atreve a desmenuzar con paciencia de condenado, la sociedad huérfana de alegrías en la que crece y espera.

Así nos habla de tú a tú. Mirándonos a los ojos. Y nos demuestra que nadie permanece inalterable después de dejarse atravesar por estos textos, porque en ellos hay ese algo excepcional, esa verdad lacerante que atraviesa los siglos, los países, los idiomas.

Los poemas que forman este libro, van precedidos de un epígrafe escrito por mujeres poetas que ella conoció en el País de las Nubes, México, en noviembre 2003.

Epígrafes que son utilizados como muro protector, como escudo desde donde poder alejarse, quizá un poco, de ese dolor larvado durante años en su país, para analizar desde otros ojos, desde otras filosofías, desde otras realidades, la suya propia.

Leamos, entonces, Desde otras voces, busquemos, en nuestro entorno, cada uno de los personajes que deambulan por sus versos y preocupémonos, en definitiva, si nuestra mirada cobarde no los encuentra. 

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Silvia Delgado Fuentes (Euskal Herria) 

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Sonetos bíblicos, precisamente – Pedro Casaldáliga – Editorial Claretiana – 64 ps. 

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El Centro Nueva Tierra presenta estos veinticinco sonetos del escritor y poeta Pedro Casaldáliga.

Nacido en España, el autor es también ordenado sacerdote en su país de origen, donde se hace misionero claretiano. En 1971, y ya en Sudamérica, es ordenado obispo de Sao Felix de Araguaia (Brasil), donde es autor de tantos libros como discos y videos, y es conocido su compromiso evangélico con la justicia y la paz, constituyéndose en un firme representante de la Teología de la Liberación.

“Pocas cosas existen más frágiles que la palabra”, dice la Presentación para Argentina de estos sonetos. La misma añade que “esa misma fragilidad es capaz de contener verdades, bellezas y maravillas.” Y remarca que esto no sucede “a pesar de la fragilidad de las palabras, sino que es posible debido a esa fragilidad. Sutiles como el viento o como el aliento de los hombres, las palabras son capaces de contener mundos enteros…”

Pastor y poeta, Don Pedro Casaldáliga recrea en este pequeño libro veinticinco poemas bíblicos, en los que la voz del autor habla de una vocación. “Queremos ser y hacer hijos y hermanos / sobre la tierra madre compartida, / sin lucros y sin deudas en las manos, / sueltos los ríos claros de la vida…” (Soneto I-El paraíso).

Desde este canto inicial, nos lleva al encuentro con Abraham, y a conocer el sabor del éxodo; pero sobre todo a descubrir a Jesús. El de la Navidad y Nazaret. Pero también al Cristo de la Cruz. Y sobre todo al Señor de la Pascua.

Para el Obispo Pedro Casaldáliga la solicitud por los pobres, en sintonía con el Evangelio, es lo cotidiano; pero también su posición pública y ampliamente conocida. La cual marca su vida. En el soneto 11, que rememora el primer milagro de Jesús en las bodas de Caná, él escribe: “La verdad es que no tenemos vino. / Nos sobran las tinajas y la fiesta / se enturbia para todos, porque el sino / es común y la sola sala es ésta // (…) Sangre nuestra y de Dios, vino completo, / embriáganos de Ti para ese reto / de ser iguales en la alteridad…”

El poemario concluye, y no podía ser de otro modo en esta peregrinación lírica de un hombre de fe, con un soneto referido a la visión última de Dios, claro que resaltando la transformación del hombre en la visión beatífica. Del soneto 25 son estos versos finales. “Como eres Tú el que fuiste, humano, hermano, / exactamente igual al que moriste, / Jesús, el mismo y totalmente otro, // así seremos para siempre, exactos, / lo que fuimos y somos y seremos, / ¡otros del todo, pero tan nosotros!” 

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María Teresa Rearte Basla (Santa Fe) 

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Palabras – Revista-libro de integración cultural - Alejandro Maciel – 170 ps. - Editorial Servilibro – Asunción del Paraguay -  

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La revista-libro Palabras es una idea original del novelista paraguayo Augusto Roa Bastos, defensor de este ideal de fusión propicio al diálogo cultural entre escritores de Brasil y el resto de Hispanoamérica. Pero solamente los nueve años compartidos con el mejor escritor paraguayo convencieron a su director acerca de la importancia de lograr la integración de los pueblos a través de la cultura y a Editorial Servilibro de hacer realidad el proyecto del Premio Cervantes 1989.

En este primer volumen participan autores de Argentina: César Bisso, Marta Cwielon, Marcelo Fernández, Esteban González, Pilar Muñoz Romano, Darío Schvetz y Norma Segades – Manias; Uruguay: Miguel Angel Campodónico, Juan Carlos Mondragón, Teresa Porzecanski y Omar Prego Gadea; Paraguay: Alejandro Maciel, Luis Hernáez, Pepa Kostianovsky y Amanda Pedrozo: Brasil: Francisco Alvim, Cacaso, Cláudi Celso Alano, Alai Diniz García, Orides Fontela, Armando Freitas, Sebastiao Nunes, Roberto Piva, Cristóbal Tezza, así como académicos de Canadá (José Carlos Guerrero),  España (José Vicente Peiró, docente de la Universidad Jaime I de Castellón), EE. UU. (Jennifer French) y Francia (Eric Courthés).

Incluye, además, un discurso pronunciado por Augusto Roa Bastos en la Universidad de Florianópolis (Brasil), en donde el escritor habla de la necesidad de contar con un material que sirva de "puente" para los pueblos, "más allá del mercado y las postales de turismo".  

Ofrecida al público en la sede de la Embajada de Brasil en Asunción, estuvieron presentes, entre otros, el hijo de Roa Bastos, Carlos Roa Mascheroni; la catedrática argentina Ana María Donato; Norma Segades – Manias y Pilar Muñoz Romano como integrantes argentinas del Comité Editorial; el Rector de la Universidad de Integración de las Américas y, en representación del Señor Embajador, el Señor Secretario de Comercio del hermano país.

De aparición semestral, ya se han recibido nuevos aportes de críticos especializados pertenecientes a prestigiosos centros universitarios como La Sorbona, París X, y las universidades de Toronto, Massachussets, Valencia y Bolonia.

Actualmente la Universidad Federal de Florianópolis trabaja en la traducción al portugués de estos volúmenes que tendrán presencia activa en los dos mundos: Brasil e Hispanoamérica, aislados durante siglos por el mutuo desconocimiento.   

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El vuelo de la noche – Marta Ortiz – La Editorial Universidad de Puerto Rico – 228 ps. 

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Difícil arte el del cuento, ese texto que dice tantas cosas sin decir casi ninguna; ese texto que llega silenciosamente, con sólo una voz en sombras que murmura algo sobre alguien o sobre otro algo que se confunde con el paisaje o sobrevuela como los instantes de dolor una playa desierta, una habitación en la tarde. Difícil arte el del cuento, al que se llega por caminos impensados, como en un  relámpago, pero al que hay que ir trabajando, cuidando,  abrigando, guiando y, cómo no, obedeciendo a la voz nebulosa que se confunde con el recuerdo y la premonición, con el deseo y con  el rechazo.

Difícil por todo eso que estoy tratando de decir y difícil  porque la forma es traicionera: mucho pero poco. Poco, muy poco, pero de ser posible todo y si no, mucho. ¿Cómo hacer eso? ¿Cómo lograrlo en palabras? ¿Cómo decirlo? ¿Cómo engañar a la gramática? ¿Cómo hacer para que una simple tajada de vida, un detalle, una ocurrencia, ocupe nada más que los párrafos necesarios, los menos, y nos envíe, a veces brusca, torpemente, a todo lo que fue una vida y a su final o su resignación?

Muchos lo supieron y nos dejaron un espejo en el cual mirarnos, páginas en las que hundirnos hasta no poder respirar más que eso, palabras y pausas y maneras de decir lo de siempre pero no como siempre. Muriel Spark lo supo, ella que acaba de morírsenos en su Inglaterra, la que la consagró como “nuestra gran dama de la narrativa”; Poe, ahogado en su propia desdicha,  Maupassant, el Cortázar de los primeros libros, Borges, claro está.

Muchos, muchas, tratamos de aprenderlo y se nos va la vida en la felicidad de ese aprendizaje. Y a veces pasa que nos encontramos con quienes están recorriendo ese camino, tratando de llegar a la iluminación de un cuento, desplegando palabras y ámbitos y acontecimientos y fulgores que nos han de  conducir a alguna parte, a un ignorado refugio en donde nos espera el  sentido de toda una vida a la que no se nombra sino que se alude.

Marta Ortiz sale con éxito de ese aprendizaje, eso que no se aprende nunca pero que se practica y con lo cual  se hiere y se fascina. Sus cuentos tienen la dosis exacta de lo que hay que decir y lo que la letra no debe expresar jamás.  En “El Vuelo de la Noche”  el misterioso aroma de ámbar de Clarice Lispector, que tan adecuadamente preside los textos,  deja entrever pálidamente a veces, a golpes de color y sonido otras veces, las vidas de esas mujeres y de esos hombres que atraviesan las páginas, sus difíciles relaciones, el modo en el cual se engañan a sí mismos y a los demás.

En ambientes sofocantes, casas, restaurantes, escritorios sobre los que se escriben misivas de amor y de venganza, detrás de ventanales mojados por la lluvia, en paraísos destartalados, bajo la tormenta,  alguien espera o resuelve, algo salta inesperadamente, coincidencia o resultado de un secreto juego de pasiones que ha ido madurando bajo apariencias de tranquilidad o de indiferencia.

El juego que allí se juega, en todos los cuentos de este libro con tanta justicia premiado en la Bienal Internacional de Literatura de Puerto Rico, el juego que allí se juega, es el de todos los días, es lo  que se desea y se espera y es al mismo tiempo lo que se teme y resiste o se resiste. Que se trate de pasiones o de sentimientos y sospechas, eso hace a lo que cada una de nosotras, cada uno de nosotros pueda encontrar en el texto. Son lo suficientemente ricos, todos y cada uno de ellos, como para  deslizar ante nuestros ojos perspectivas e interpretaciones diferentes.

Pero en todos los casos es la escritura de esos ambiguos movimientos del alma lo que interesa. A primera vista quien lee podría pensar en una escritura que tiende a lo  barroco, que trata de no dejar intersticios ni grietas de sentido o de eufonía. Hay que advertir que eso también puede ser engañador, como las relaciones y las reacciones de los personajes.  

Tiene la escritura de Marta algo de minimalista, algo de la transparencia de un Ishiguro o un Kawabata, y conste que es a propósito que hago mención de dos autores japoneses. Hay una voluntad de azogue, de devolución de imágenes, de hitos en un camino pedregoso, que va llevando a quien está de este otro lado del libro, a una conclusión que puede parecer endeble o inestable y que sin embargo nos deja prisioneros de lo que vamos pensando. Concluimos que  todas las piezas del cuadro ocupan su lugar y que, sin embargo, nos invitan a dar otra vuelta de tuerca a lo que se ha dicho.

Lo importante es que se haya dicho y cómo se lo ha dicho. Los cuentos de Marta dejan de pronto de pertenecerle porque los vamos incorporando a medida que leemos, sumándolos a la rica experiencia  de todos aquellos que pasaron la vida aprendiendo a decir y no decir, a contarnos un cuento, a enseñarnos a no quedar en silencio. 

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Angélica Gorodischer (Rosario) 

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El amanecido – Leopoldo Castilla - Edición El Mono Armado – Buenos Aires (2005) 

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Conocí la poesía de Leopoldo (Teuco) Castilla a partir de su libro Nunca, (Último Reino, 2001) que le ha ganado un merecidísimo Premio Municipal, al que siguieron  Libro de Egipto, Línea de Fuga, Bambú y El amanecido. Espero conocer en algún momento la totalidad de su labor para consagrarle  la atención que merece. Estas líneas, dedicadas a su último libro El amanecido sólo en parte salvarán esa deuda contraída conmigo misma al descubrir, hace pocos años,  a tan singular como valioso  poeta.

Pienso que Teuco Castilla, a quien su padre dio este apodo indígena con que le nombran sus amigos,  es como Monsieur Jourdain, que hablaba en prosa sin saberlo. Lo reconozco como un metafísico que se declara ateo y agnóstico, y acaso ignora  la estética metafísica de Platón, o  las elucubraciones de Heidegger sobre el poeta como pastor del Ser. De todos modos su poesía, que dista de ser ingenua, es una equilibrada combinatoria  de tradición y modernidad, es decir  de visión religiosa y espíritu crítico.

Toda su poesía se halla abierta a la disolución de las fronteras que separan la vida sensible del sueño y las realidades ultraterrenas.  Al instalarse en ese territorio indiviso que Eduardo Azcuy denomina continuum metafísico,  Teuco mantiene una permanente familiaridad con la muerte, mira desde la visión suprarreal – que no llamo surrealista por mantener su figura al margen de toda capilla literaria -  y se muestra más próximo de  la cultura popular que de las estéticas modernas. 

Con inocultable arraigo en su provincia, Salta, donde  se formó junto a su padre, el gran poeta Manuel Castilla – omnipresente en sus libros- su madre y sus hermanos, en la proximidad de personajes ligados a la tierra, la copla, las devociones y el vino;  formado asimismo en una cultura intelectual, cimentada en vastas lecturas, viajes y confrontación de ideas,  Teuco se ubica en una encrucijada cultural  que la decadencia de la vida moderna parece haber agudizado.  Apuesto, por mi parte, a que su cuota de pensamiento crítico no ha  logrado  abolir  las fuertes vivencias de su infancia ni su contigüidad con mitos y devociones propias de su región natal. Por el contrario, es esa lucidez  adquirida con el tiempo la que le ha permitido valorizar esa herencia, dinamizada por su disposición poética y visionaria.

Sólo así se explica este bello libro – ¿y qué cosa es la belleza sino el estremecimiento que produce el esplendor de lo sagrado? -  donde un hablante que no se oculta en modo alguno pero tampoco se muestra ostensiblemente, oye las voces del silencio, percibe y comunica el misterio real,  dialoga familiarmente con sus muertos, prevé y convive con su  propia muerte. Teuco Castilla, como ya he dicho, toma la suficiente distancia como para visualizar su propio estar,   su situación existencial en el tiempo y en el mundo, las características de su actitud personal,  declarada en el poema que inicia el libro,  dedicado  a Pedro González:  

Bebo con mis dioses/ con Xangó, dios del trueno/ protector del ebrio y el amante/ (...) Bebo con Vishnú, a quien no pude despertar de su lento absoluto... Bebo con la Pachamama, porque le pertenezco.... y con el Señor del Milagro, que brillaba como un fruto / en el terror / en el luto/ y el espejismo del alma de mis abuelos (...) Y estoy yo, ateo, sin iglesias/ milagroso/ y en otro rincón7 también yo con siete años/ mirándome mirar/ los sentires de mi madre7 y a mi padre ardiendo7 maravillado7 herido 7 entre cantores difuntos (...)

El sentido de la “irrealidad” que se superpone a su visión cotidiana lo acerca, tanto a un cuadro de Magritte como a las ancestrales tradiciones del  Norte Argentino, que se abren a la América Latina. El surrealismo. por imperfecto que haya sido,  fue como dice Pierre Mabille un donner à voir, una apertura hacia otras órbitas culturales que pocos de sus actores europeos se atrevieron a transitar. Lo evoco naturalmente cuando leo en el texto de Leopoldo Castilla  “De esas dos mitades sólo una es real. /Hechizada por su aparición,/ y antes que la luz la disuelva / engendró la otra para verse.”  o bien  esta otra declaración, que surge de un grupo familiar que mira cómo el muerto se va de la fotografía:: El hombre (...)nada, sonambulo, en el cardumen de los antepasados/ y va tenue de pensamiento/ a ese otro pensamiento/ que es la muerte.”

Si me permito atribuir al poeta una actitud implícitamente religiosa lo hago en base a su relación con lo tremendo y fascinante que los antropólogos han definido como zona sagrada ,y no por un concepto de Dios, o una teología dogmática.  Hablar del hueco de dios es percibir de alguna manera  el polo oculto de la realidad, la otra cara de lo visible. Desde esa percepción ampliada se visualiza toda realidad natural como espectral, fugitiva, tendida a su propia consumación  ineludible. Frecuenta Teuco la proximidad de un saber que es del hombre supersticioso, con quien en cierto modo se identifica porque él  también  vuela insurrecto por su cristalería.  del campesino, que  el primero de agosto, en Salta, sahuma su casa y ofrenda a la Pachamama. Dicen los campesinos que el primero de agosto las piedras paren. ... Desfilan por las páginas de Teuco otros personajes, de su patria y de otras patrias, una griega nonagenaria a punto de desnacerse vuelve a ser  la niña  Kiriaki Silves, naciendo donde nada se ha salvado.  Otro, ya desapareciendo del cuadro, necesita cada vez más mundo para aparecer.

Vemos paisajes de trasmundo,  tardes cotidianas atravesadas por un aire de muerte,  hombres que van hacia dios y otros que se despeñan hacia sí mismos. Y los amigos Francisco Madariaga, Joaquín Giannuzzi, que  han transpuesto   el límite de lo diurno, evocados en  poemas antológicos.

Finalmente, los padres vuelven a tener su lugar en la poesía de Leopoldo Castilla, una poesía no elegíaca sino  trágica, pero casi despojada de dramatismo: poesía donde la tragicidad del vivir y el morir es  aceptada como esencia de la  condición humana, es  su prodigio  inagotable,  su paulatina revelación. 

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Graciela Maturo (Buenos Aires) 

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PÁGINA 12  

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No más de diez palabras 

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Por Orlando Van Bredam (Formosa)

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                                                                                                          In memoriam de J. 

Dicen que he matado. Eso dice el tordo que me visita. Yo no estoy seguro. Tengo la memoria tapada como con humo. Como con humo de una quemazón de pasto fresco. Todo va y vuelve en mi cabeza. A veces hay como un viento que disipa todo. Se va el humo y veo claro. Pero no siempre. Ahora, cuando escribo me pasa eso. Empiezo a ver más claro. Veo el cuerpo desnudo de Rita. Nunca pude decir mi vieja. Como decían todos.  O mi madre, como se dice en la escuela. Hasta cuando escribo digo Rita. No más de diez palabras por oración. Así nos pedía el profe: no más de diez. A mi padre lo veo mejor. Ahora, después de todo, lo veo mejor. En realidad no sé si era mi padre. De todos modos me puso su apellido. Escalera.¿Cómo pudo llevar un apellido así? Era bajito y retacón. Mis hermanos también. Yo fui el único alto de la familia. El único que hizo honor al apellido. Alto, pesado y barbudo. Con una  mirada que  asusta, me dijo mi madre. Una mirada con luces fijas, con fuego quieto.

Mi compañero de celda come cucarachas. Es hábil para cazarlas. Las sostiene de un ala . Las suelta vivas dentro de la boca. No las mastica, sólo las traga. Le gusta llamar la atención. Cuando llegué, él ya estaba. Me presenté. El se abrió la bragueta . Escribió Rulo con orina en la pared. Se reía. Tuve que reírme.

De afuera llega el  olor de los jazmines y chivatos. La luz dura más en la ventana. Es primavera.

Cierro mi cuaderno. 

El tordo me pregunta por mi viejo. Yo prefiero hablar de Rita. Ella me había desgraciado la vida. Desde chico. Tampoco estoy seguro si fui a matarla. La quise amenazar como otras veces. Empezó a los gritos. “Hijo, no” decía. 

“Por favor, hijo, no”. Mi viejo estaba ese día en casa. Nunca estaba, pero ese día sí. El tordo me pide que siga hablando. Yo desconfío y callo. Todo lo que diga será usado en su contra. Le recuerdo esa frase. Se ríe. Me dice que no podrá defenderme si me callo. No me defienda, le digo. Tengo la memoria tapada con humo, le digo.

Rulo tiene un porro. Fuma y me lo pasa. Yo me tiro sobre el colchón. Rulo camina en puntas de pie con los brazos extendidos. Le devuelvo el porro. Le da una pitada larga. Se sienta sobre mi colchón. Me pone la falopa en los labios. Lo siento agitarse sobre mí. Me acaricia el cabello. Le detengo la mano y me levanto.

Es de noche. La primavera arde afuera. 

Mi padre era un hombre importante. Mejor dicho: había sido importante. Fue el primer dentista de Raíces. Llegó recién recibido y recién casado. Dicen que Rita era hermosa. No había una mujer más hermosa en Raíces. Tenía una cinturita así. Vestía como una reina. Las mejores marcas. El dentista hacía dinero rápido y fácil. No era muy bueno pero era el único. Siempre de chaqueta blanca. Y cuando salía, traje y corbata. Esa maldita corbata.

“Un hombre sin corbata no es un hombre”.

Se lo digo al Rulo. El Rulo baila sobre un pie como un marica. 

Un día me puse una corbata y un saco. Me le aparecí a Rita en la cocina. “Sacate eso antes de que venga tu padre”. Sólo eso me dijo. “Sabés que no le gusta que toquen sus cosas”. Sólo eso me dijo. Yo quería que ella me viera. Desde que nacieron mis hermanos no me veía más. Los hombres importantes usan corbatas. Mi padre dejó de usar corbatas. Dejó de ser importante. Ni siquiera para su mujer. Mi padre renunció a las corbatas. Y renunció a nosotros.

El Rulo está eufórico. Se ha parado sobre su cama y grita. “Todos los guardias son cornudos” grita. Nadie le hace caso. Ni los guardias. 

Dicen que Rita era hermosa. En una caja de zapatos yo guardaba fotos de ella. Cuando nació mi último hermano se desmoronó. Engordó hasta deformarse.  A esa altura, todos estábamos desbarrancados. El primero en caer fue mi padre. Dejó las corbatas en el placard para siempre. La chaqueta ya no estaba muy blanca. Yo era chico pero vi los cambios. No discutían. Nunca los vi discutir. Sólo escuchaba desde mi pieza la voz de ella. No era enérgica ni implorante. Nunca supe de qué hablaban en realidad. Al otro día, él desaparecía. Por varios días. Cargaba las líneas, la conservadora, la escopeta.  Y se iba.

El Rulo me asegura.”No te van a dar menos de diez años”. Y asegura también: “ Si te portás bien, salís en seis”. Sólo hace tres meses que estoy aquí. El Rulo me convida con una cucaracha. No acepto. 

Rita era hermosa y codiciada. Muchos hombres la codiciaban. Tenía un cabello rubio, largo, natural. Me gustaba verla cuando se peinaba. Cuando soltaba esos cabellos sobre los hombros desnudos. Y esa piel. Y esa elegancia de mina fina. Muchos hombres la miraban. Entiendo que no podían no verla. Yo me daba cuenta y sufría. Todos se volvían estúpidos delante de ella. Algo tenían que decirle o insinuarle. Sólo los muy pobres o los secos se callaban. Ella sonreía feliz. Disfrutaba de ese juego. Yo me llenaba de vergüenza.

El Rulo me dice que sólo los pobres caen presos. Y los giles. Que a él le falló un diputado que si no. Le digo que mi familia está en la ruina. Que mis hermanos no me quieren suelto. Soy el monstruo de Frankenstein, le digo. 

Esa noche, no era muy tarde, escuché voces. En realidad, no eran voces. Eran gemidos. Pensé que Rita se sentía mal. Abrí la puerta del dormitorio y los vi. Ella desnuda. Toda desnuda. De espaldas a la puerta y sobre él. Ninguno de los dos podía verme. Cerré y salí. No se dieron cuenta.

“Fue algo raro - le digo al Rulo. “No sentí rechazo ni vergüenza”. Cuando descubrí que no era mi padre la odié. Mi padre no estuvo esa noche. Ni las siguientes. 

Estoy seguro de que mi padre no era mi padre. No tenía nada de él. Ni su cara, ni sus ojos, ni su altura. Mucho menos ese gusto por la caza y la pesca. A mí, a los catorce, me prendió fuerte la magia. La magia negra. Esoterismo y esas cosas. Con un vago del barrio Mitre nos juntábamos a leer. Leíamos un libro de magia oriental. Después entramos en el hipnotismo y toda esa onda. Queríamos hipnotizar una mina y gozarla. Yo practicaba todo el día en casa. La miraba fuerte a Rita  para ver qué pasaba. Querido, tu mirada me asusta me dijo un día. Eso me alentó. Probé con una compañera de curso en un recreo. Qué te pasa, preguntó. Tenés luces en los ojos, como un fuego quieto. Dormite, le decía, dormite. Le daba órdenes pero ella sólo se reía. Nada me altera más que la gente que se ríe. No puedo soportar que se rían de mí. Me pongo loco. La dormí de un piñazo. Me echaron de la escuela.  

“A mí también me echaron” dice el Rulo. “La escuela es para los giles. O para los ricos”. 

Una sola cosa saqué de la escuela. “No usés más de diez palabras por oración. No te compliqués” nos decía el profe de lengua. Le hago caso. Escribo en este cuaderno  no más de diez palabras. Me hace bien. Me distraigo. Vuelo lejos.

El Rulo me respeta cuando escribo. Me mira con cierta admiración. O extrañeza. 

Cuanto más me miraba en el espejo, menos parecido. No tenía nada de él. Mi  cuerpo era grande, blanco, perfecto. Estaba seguro de  que él no tenía un palo  así. Si no, Rita no hubiera buscado a ese otro. Yo era hijo de ese hombre. De ese hombre sin rostro. Todo el pueblo tenía que saberlo. Las mujeres tenían que saberlo. Escalera no era mi padre. Ni esos otros, debiluchos, enfermizos, eran mis hermanos. Un día me subí al techo de la casa. Me puse a tomar sol desnudo. Completamente desnudo.

“Armaste un flor de revuelo” comenta el Rulo. “Me imagino las caras de las viejas”.

“Se les hacía agua la boca” le digo. 

Mi padre cambiaba chaqueta cuando la mugre era indisimulable. Casi no tenía pacientes. Había conseguido un sueldito en el hospital. Y otro sueldito en la escuela. El auto, el último Falcon quedó abandonado en la cochera. Los yuyos rodearon la casa. La pobreza y el abandono comenzaron a acorralarnos. Rita, sin embargo, seguía siendo linda todavía. Un día me descubrió mirándola vestirse. “Qué hacés acá? Sos grande ya” me dijo sin escándalo. “Claro. Cumplí 18 el martes o te olvidaste?” le dije. Me sonrió. Era viernes. Todos los viernes mi padre se iba de caza y pesca. Ella también. Se había puesto un vestido rojo, entallado. Se paraba segura, elegante, frente al espejo. Lo mejor que tenía mi madre era esa cola erguida. Puse un poster del Che Guevara sobre la cama. Le pregunté “ese es mi padre?”. Me miró espantada. “Pregunto si ese es mi padre” insistí. “Tu padre...es tu padre” me dijo. Balbuceante. La tomé de un brazo.  La hice volverse hacia el poster. “Mentira- grité- ése es mi padre”. Cuando cayó sobre la cama la cubrí con el poster. “Este es el hombre que te hace el amor” grité. Fui cortés. Tenía palabras terribles. Me las guardé. Lloró. Acurrucada, lloró. Yo también lloré, claro. 

“En realidad, yo no quise matar a nadie” le digo a mi abogado. El abogado me mira como a un loco. Todos piensan en Raíces que estoy loco. Que siempre estuve loco. Pasa que yo era distinto a los demás. Era hijo de un ser superior. Un hombre importante que vino de lejos. Y pasó sobre mi madre. Y me hizo en una noche o en varias noches. No debió ser tan fácil hacerme a mí. El abogado está incómodo, tiene ganas de irse. “Usted no está sano” se anima a decirme. “Podríamos intentar llevarlo a otro lado” se anima. Entonces no hablo más. Me callo. Se va.

“Qué es la locura, viejo?” me pregunta el Rulo. “A mí también me querían hacer pasar por loco”. Rulo enciende otro porro y gime y gime. Como un animalito castigado. 

Con el vago del Mitre nunca pudimos hipnotizar una mina. Lo intentamos muchas veces. Nos apostábamos a la salida del nocturno. Ahí venían minas piolas. Yo me fui de corbata para ser más importante. Les salíamos en la oscuridad, de sorpresa. Nada. Gritaban, era un quilombo. Una noche se nos sumó un borracho con un  tetrabrik. En su media lengua nos dijo “invítenla con vino”. Una alumna me pegó un carterazo y escapó. El borracho se reía. Me miraba y se reía. Entonces me abalancé sobre él. Cayó boca abajo. Fue su perdición. El vago del Mitre se fue a dormir.  

“En mi casa siempre hubo armas” le digo al tordo. “Escopetas y revólveres” aclaro. Ese revólver estaba en la cómoda del dormitorio. Siempre estaba descargado. Esa tarde no. ¿Mi padre lo había cargado? ¿Por qué?. Yo lo usaba para asustar a Rita. Mejor dicho: para que Rita se hiciera la asustada. Era un juego. Los viernes se bañaba a las seis en punto. Una hora después que mi padre se iba. Cuando ella estaba vistiéndose, yo entraba. Ella simulaba un reproche. Yo sacaba el revólver de la cómoda y la  encañonaba. Ella pedía clemencia. Yo apoyaba el revólver en su cabeza. Le rogaba que me mostrara cómo me había hecho. Aquellas noches, claro. Con el Che Guevara. Ella lloraba. Yo abandonaba el juego.

“Vos sí que estás pirado” me dice el Rulo. No se ríe. No me gusta la gente que se ríe. 

“Sacaste la sonrisa de él. Y la mirada” me dijo Rita un viernes. “¿Del Che?” pregunté ansioso. “De tu padre, Escalera es tu padre”.

La odié. Desde ese día la odié más que nunca. No esperé que fuera viernes para amenazarla. Cualquier día y cualquier hora me daba lo mismo. Esa tarde la obligué a desnudarse completamente. “Hijo, no” me decía. “Por favor, hijo, no”. Ya no era la  mujer codiciada. Había perdido  las formas. Yo solo sentía repugnancia y odio, mucho odio.  El estaba ese día en casa. Nunca estaba pero ese día sí. Abrió la puerta del dormitorio y se interpuso. Me pidió el arma. Me reí. Le dije que no haga quilombo, que era un juego. No me creyó. Avanzó hacia mí para quitarme el revólver. Apreté el gatillo para asustarlo. Dos o tres veces. “Eso fue todo” le digo al tordo. 

No más de diez palabras. Reviso las oraciones de mi cuaderno. Ninguna tiene más de diez palabras. Se la entrego al tordo. Me prometió hacer una copia en su PC. Sin errores de ortografía. Le advierto: no más de diez palabras. Sonríe y guarda el cuaderno. Se va mejor que anoche. 

Estoy aprendiendo a cazar cucarachas. Después de un año no es tan difícil. Las sostengo de un ala. Las suelto vivas dentro de mi boca. El Rulo me aplaude. 

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PÁGINA 13 – POETAS ARGENTINOS

Paisaje 

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Sólo a través de estas hojas que caen

te vuelvo a ver, como en el alba,

a una colina. 

Cualquier ave es la última,

y es también la primera.

Entonces, por el cielo, 

yo abro los brazos en la más tenue cruz. 

Y sí a tus pies, igual

que un agua entre las piedras,

el balbucir de lo que aún no ha muerto. 

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Alejandro Nicotra (Córdoba)

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Una tarde los lagos olvidaron su orilla

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Y se fueron despacio a copiar otros cielos,

otros pájaros mansos y otros árboles quietos.

Recuerdo que cantabas con tu voz de presagios

una canción que hablaba de palomas perdidas

y que el viento paraba de repente en tu pelo

y que andaban las sombras desparramando ocasos. 

Yo dibujaba soles de tibiezas amables

alumbrando paisajes de imposible memoria

en la arena por donde descalza acariciabas

otras huellas remotas, otros atardeceres.

No se si el horizonte no guardaba silencios

para llover, en nubes de palabras gastadas. 

Tal vez haya cedido a la primera sombra

el privilegio mío de tocarte callada.

Tal vez. No se. Imagino que no supiste nunca

cuantos dolores caben en un recuerdo solo,

tantas palabras vanas, tantas desolaciones

y tanto miedo exhausto de inútiles batallas. 

Cuando te fuiste nada se quedó con mi sombra,

te acompañó en la ausencia mi rutina de bocas

compartiendo el milagro de la sed insaciable.

Se me acaban las ganas, la impaciencia, las horas,

los motivos arcanos. Sólo la sed perdura. 

Y aún quisiera beberte, y aún quisiera estrenarte. 

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Leo Sabranski (Entre Ríos) 

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Quien iba a creer

que el futuro era esto.

Estar sentado frente a una ventana

que no tiene cielo,

solo letras y números desconocidos

que me recuerdan que el futuro es esto.

Ver nuestras figuras virtuales en una pared

y no poder abrazarnos

por temor  a desaparecer.

Ya no existen las cinco, las seis,

la hora del encuentro,

la hora del café.

Sólo una señal que anuncia el fin del día

que no vemos desde que éramos niños.

Desaparecemos con los dedos limpios,

porque las teclas  no  manchan,

y los ojos secos.

Las lágrimas  las risas y el amor,

ya ni se recuerdan. 

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Esteban González (Chaco) 

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Tanto esfuerzo para apartarse de sí,

perder su rastro y andar a la deriva en esa mesa : tabla con

             una astilla metafísica donde la luz golpea y

             vuelve a sí misma. 

Ese hombre merodea para no estar:

esto se ve en la mañana inmóvil frente al vaso

y sobre todo en la técnica mayor:

             dejar que la mirada caiga hacia afuera

             y se extinga lejos de él como un rumor imaginario. 

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Santiago Sylvester (Salta) 

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En el principio 

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en el principio fue un silbo

apoyado en los álamos

transcurriendo sin prisa 

después surgieron los armónicos

misteriosos

acompañantes imperceptibles 

desde el prado

llegaban

los ecos de los pasos

y un batir de palmas 

allí estaba la música

pero no lo sabíamos 

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David Lagmanovich (Tucumán)

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PÁGINA 14   

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El señor y la señora Schultz 

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Por Patricia Suárez (Buenos Aires) 

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Durante varios días las nubes ocultaron las montañas. Podía adivinarse que allí estaban los contornos azules, pero mientras tanto, esperaban que las montañas se presentaran a la vista.

Una gran tipa blanca ocupaba el campo visual desde la ventana de la habitación 311. Más allá, dos acacias juntaban sus copas como dos muchachas fornidas que secretean al cabo de la jornada. También había en el parque del hotel un granado y los Schultz iban diariamente a comprobar si habían madurado ya los frutos. Siempre estuvieron verdes las granadas.

En el comedor, debido a los días nublados, estaban encendidas todas las luces. Los haces de luz tocaban un punto y disparaban luego en diagonal: parecía que huían. Solamente dos lámparas estaban concentradas sobre la larga mesa americana con los postres. El repostero, un hombrón morocho, de unos ciento treinta kilos, blandía el cuchillito en el aire y lo hundía después en los postres. Tartas con crema y frutas: kiwi, cereza, banana. Manzanas con caramelo y tajadas de melón.

El Sr. Schultz no quería postre. Quería café, pero en el hotel no lo servían.

La Sra. Schultz dijo:

-Podríamos salir y tomar un café afuera.

-Es tarde - dijo el Sr. Schultz-. Se levantó de la mesa y llevó consigo la llave de la habitación. Hizo un trecho, dos metros o menos, se volvió y preguntó.

El Sr. Schultz:

-¿Venís enseguida, Ana?

La Sra. Schultz:

-Cuando termine el libro.

El Sr. Schultz observó que a ella le faltaba un tercio para acabar el libro.

Dijo:-¿Vas a leer todo eso ahora?

Ella asintió.

El Sr. Schultz frunció las cejas. Dijo:

-¿Te salteás páginas?

Ella contestó:

- No. Después sonrió.

La Sra. Schultz tenía en sus manos un libro de psiquiatría. Debía traducirlo al alemán. La Sra. Schultz conocía el alemán a la perfección. Lo hablaba desde que era pequeña.

En el libro, una tal Srta. Helene X. afirmaba "que no tiene más cerebro, ni nervios, ni pecho, ni estómago, ni intestinos; sólo le quedan la piel y los huesos del cuerpo desorganizado". Se llamaba delirio hipocondríaco la dolencia de la Srta. X.

La Sra. Schultz cerró el libro y paseó la vista por la mesa de los postres. El repostero estaba adormilado sobre una banqueta que apenas le ocupaba las dos quintas partes de sus nalgas. Un perro aulló afuera, y el repostero se sobresaltó en la banqueta. A la Sra. Schultz le vino a la memoria Argos, el caniche que el Sr. Schultz no le quiso dejar traer. Argos era un caniche de unos treinta centímetros de alzada, juguetón; ahora estaba muy viejo y perdía el pelo. Nadie se detenía en la calle, cuando ella lo paseaba, para palmearlo.

La silla crujió cuando la Sra. Schultz se levantó para ir a la mesa de postres. También crujió el hueso de sus caderas rotas tiempo atrás y unidas por un clavo desmañado. (Ella solía oír el crujido, el acomodarse y desacomodarse del clavo en la pelvis cuando hacía el amor con el Sr. Schultz. El Sr. Schultz, en cambio, no escuchaba nada).

Cuando llegó a la mesa, ella dijo:

-Qué rico.

Estaba contenta. Hacía meses que no traducía y ahora tenía un buen trabajo. Ella quería que "Del delirio hipocondríaco en una forma de grave de la melancolía ansiosa" de Jules Cotard, se convirtiera, en los círculos psiquiátricos, en una traducción prestigiosa. Que fuera recordada. Como la Moby Dick traducida por Pezzoni -o hasta como la "Lolita", que, por temor a la censura, Pezzoni tradujo y firmó con seudónimo-, o como los Deuterocanónicos por San Jerónimo.

Dijo:

-Es difícil elegir.

El repostero se repantingó. Era ancho como la barrica de roble francés que contenía cabernet sauvignon en la bodega del hotel.

Bostezó:

-Sí, ¿no?

Ella dijo:

-Déme un poco de ésa.

Señaló la tarta de kiwi.

Con la tarta en el plato, ella dijo:

-Qué tentación todas estas tortas. Sonrió. Usted- dijo al repostero- sería el marido ideal para mí. Si yo fuera soltera, le pediría a usted que se casara conmigo.

El repostero trató de sonreír. Sabía estar tan absorto en sus propios pensamientos que había perdido el reflejo natural de la sonrisa.

Muequeó:-¿Cómo se llama?

La Sra. Schultz dijo:

-Helena.

-Helena - repitió el hombrón.

No acabó el libro. La luz mermó en el comedor, y se oyó, lejano, el chistido demoledor de una lechuza. Había muchos pájaros en esa región, pájaros que ella no conocía. Águilas, buitres, cuervos.

Saludó al repostero, con los ojos y agitando cuatro dedos de la mano derecha, al salir. (En su interior pensó, primero, ¿Oirá este hombre el chillido del clavo en mi cadera? Y después, se preguntó, Si me acostara con un hombre tan pesado, ¿no acabaría él con el dúo entre el hueso y el clavo?)

El repostero dijo:

-Adiós.

La oscuridad en el pasillo era aún mayor que afuera, en el parque. Ésa noche era de luna nueva. La Sra. Schultz oía el zapzap de sus muslos gordos al entrechocarse.

Dijo, en voz baja:

-¿Estará dormido?

Al sonido de sus pasos, una sombra delgada corrió a través del pasillo hacia las habitaciones pares. Huyó como un ladrón. Una puerta se abrió y se cerró velozmente. La Sra. Schultz se apuró a llegar a su habitación. Movió el picaporte: al notar la puerta abierta, pensó:

-Nos han robado.

Paseó la vista, rápida, por el cajón donde guardaban el dinero y los pasaportes. Recién entonces ella se fijó en el Sr. Schultz.

La expresión de él estaba alterada. Estaba desnudo, con las sábanas enrolladas alrededor del torso y con las medias puestas. Eran unas medias de streech azul oscuro. Se notaba que no había estado acostado. Parecía como si hubiera pasado el tiempo andando de un lado a otro como un animal enjaulado.

Ella se acercó y lo miró a los ojos. (Los ojos de él eran pardos, alargados).

La Sra. Schultz dijo:

-¿Qué pasa?. Su voz estaba levemente alarmada.

El Sr. Schultz:

-Nada, Ana.

Él miró hacia otro lado, y de súbito, abrió los postigos de la ventana. La noche era una sábana sin una arruga, una sábana recién tendida.

La Sra. Schultz preguntó:

-¿Por qué dejaste abierto? Cualquiera podría entrar y...

El Sr. Schultz hizo algunos pasos hasta ella. Puso las manos sobre sus hombros y la miró un largo momento. Ella frunció los labios y apoyó una mano, maternal, sobre su frente. Él sudaba.

Ella dijo:

-¿Estás bien, Víctor?

Él contestó:

- Sí. Claro.

La noche entera pendía sobre ellos.

El Sr. Schultz preguntó:

-¿Y vos?

Ella lo besó en la boca, cálida y lejana. El beso no hizo ningún chasquido dentro de la habitación.

Luego, apoyó su mano sobre el abdomen. La tarta cortaba por dentro el estómago de la Sra. Schultz.

Trató de recordar la sombra que había visto por el pasillo. Era azul, era, vagamente, la silueta de una mujer, una mujer que salía apresurada de la habitación de su marido. Era una silueta, una mujer azul como el contorno de las montañas a lo lejos. Ya mejorarían los días, se desnublarían, entonces, quizá, ella podría subir la montaña, y conocería todas aquellas clases de pájaros de los que nunca había sabido antes. Los jotes, por ejemplo, que vuelan en redondo cuando huelen un animal muerto. Ya vendría la Sra. Schultz a enterarse cómo era un jote en cuanto pudiera subir la montaña, y hasta tal vez lo viera volando sobre ella, y ella podría decir, entonces, como la Srta. Helene X. de su traducción: "que no tenía ya más cerebro, ni nervios, ni pecho, ni estómago, ni intestinos, ni sentimientos..."

Miró el orujo que era el Sr. Schultz, pálido y sudado, sentado sobre la cama y ovillando su secreto, y luego, despaciosamente, la Sra. Schultz comenzó a desvestirse. 

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PÁGINAS 15 y 16  

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Apuntes sobre el tremendismo 

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Por Ivonne Bordelois (Buenos Aires) 

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Esta reflexión, que he bosquejado en compañía de mi amigo Héctor Zimmerman hace algunos años, tiene como punto de partida un placer compartido, una común afición a rememorar ciertos poemas que se han inscripto, en la memoria de muchos de nosotros, como monumentos de una retórica  muy especial. Acaso fuera difícil  definir en primera instancia esa retórica; pero en primer término, lo que nos ha acicateado en busca de su definición ha sido, precisamente, su misteriosa eficacia, de la que da evidente y abundante prueba la persistencia con que estos poemas se han grabado en nuestra mente.

He querido llamar a esta tendencia poesía tremendista. El tremendismo se despliega en un amplio espectro que se puede presentar en diferentes variables: como exageración goyesca o hiperromántica (en el Nocturno de Silva); como arte mayor (en Byron o Vallejo) o bien como parodia sosa, el kitsch de la angustia de no saber nada de Dios; como simple burla sin otro valor que el parpadeo de la sorpresa pasajera.

No se trata tanto de propiedades estructurales como de determinados temas y tonos, de una voz altisonante que a menudo se traduce gráficamente en la profusión de signos de admiración, y poéticamente en imágenes particularmente llamativas y giros contorsionistas del lenguaje.

En efecto, ¿quién no recuerda el célebre "Me gusta un cementerio de muertos bien relleno" o bien, atravesando fronteras idiomáticas, el justamente famoso cuervo de Poe? Más allá del regocijado revival que puede significar esta empresa, cabe preguntar, sin embargo, por la motivación profunda de estos poemas, por su verdadera intencionalidad estética  -a despecho, quizá, del propósito de sus mismos autores. En una palabra, se plantea la pregunta por el tipo de poética en la que se incluyen, poética que, si bien roza en ciertos aspectos las fronteras de lo grotesco, ciertamente no parece agotarse en ellas. 

Tratemos de puntualizar algunas de estas distinciones. El tremendismo es, indudablemente, un avatar de lo barroco; pero es demasiado brutal para ser considerado modernista, y demasiado esperpéntico para ser clasificado como romántico. Aun cuando una permanente e hipnotizada atracción por lo exagerado domina en esta poesía, no parece encontrarse en estos poemas -como ocurre en general en la literatura grotesca- la veta de lo propiamente satírico. Si bien en muchos casos, como veremos,  la protesta social o política se halla presente, un elemento naïf  irrenunciable la vuelve irremediablemente  cómica o lírica, muchas veces dentro de un patetismo exhibicionista, antes que convertirla en instrumento de justa cólera contra los opresores. La mirada se concentra en el lenguaje de quien protesta antes que en los injustos poderosos que lo rodean y atacan; en muchas ocasiones un tono de megalomanía y de martirio voluntario no es ajeno a estas diatribas. Porque a pesar de su apostrofismo y altisonancia, el tremendismo parece actuar como catarsis solitaria, desahogo limitado en uno mismo.

El poeta que padece dentro de la sociedad se coloca voluntariamente al margen para apostrofarla, cubrir de anatemas su destino, el destino de la criatura humana. En nombre de Dios se arroga el punto de vista de Satán. A veces la condena social no va mas allá de un amor que por su propia culpa, por imperio de su sino, expulsa al poeta de un imaginario paraíso: "la alegría de haber sido y el dolor de ya no ser", como canta casi todo Discépolo. De esa existencia que le es negada, resta el papel de testigo de cargo, de fiscal que habla en nombre de la Pureza, la Inocencia, en oposición a las lacras de su condición de miserable, de descastado, de paria. El sudor, la gleba, lo que lacera sin piedad son "marcas" que le han sido impuestas, a veces desde la cuna, otras desde una "caída" que puede ser causada por el desengaño, la intrínseca condición de estar vivo y en contacto con los otros. La miseria material acentúa y favorece ese sentimiento al compararse el poeta con "otros", aquellos que se conducen como usurpadores, ladrones de felicidad, que lo desprecian, o -lo que es mucho peor- lo ignoran por completo. Desde la autocompasión con que reivindica el tremendista ataca a los injustos que lo rodean acechándolo. Aquí se abre la dialéctica del cóndor y el renacuajo.

Muchas son las causas que llevan al poeta a adoptar el papel de un evangelista en harapos, a predicar un credo, pleno de escepticismo, una religión de la blasfemia. En la pocilga, en el muladar, en el albañal, levanta su púlpito Almafuerte y para dirigirse a la masa, a su pueblo, a "su" ralea, recurre a una retórica, una suerte de kitsch al revés que opone a lo bello, a lo lindo, a lo aliñado, a los sentimientos bien vestidos y peinados, las greñas de una denuncia que provoca, desarraiga, estremece. En sus Sonetos Medicinales descubrimos una curiosa versión anticipada de las vertientes actuales de la autoayuda, que desecha, sin embargo, la palabra edulcorante para paladear el acíbar: el único néctar que nos será deparado.

Si nos deslizamos al plano de lo erótico, algunas de las características mencionadas acerca de la poesía tremendista en su aspecto social se encuentran también curiosamente presentes en este género, tipificado por Lugones, Herrera y Reissig, Delmira Agustini, Juana de Ibarbourou -entre otras y otros. Aquí los poderes, muchas veces injustos y torturantes, siempre aterradores, se desplazan, naturalmente, a las y los amantes inmóviles, sádicos  o embajadores de la muerte, ante quienes los poetas -tanto ellos como ellas- se estremecen masoquísticamente, arrogándoles magias de ultratumba.

Sin duda, la muerte es el referente imprescindible de la poesía tremendista. No se trata de la muerte medieval, liberadora de la carne para los cristianos, niveladora de las diferencias sociales para los escépticos, promesa y gaje de renacimiento para los rabelaisianos. Tampoco se trata de la muerte romántica, tantas veces puerto último de encuentro definitivo para los amantes en desacuerdo con las trampas del mundo burgués, portadora de trascendencia mística y de absoluto final. La muerte tremendista es calamidad truculenta, una suerte de máscara omnipresente, tan siniestra como cómica, tan cómica como siniestra: ni el amor ni el otro mundo la  convocan, sino simplemente el terror, el pánico visceral: el antiguo, eterno y cobarde miedo humano.

Como antesala de esa muerte, habría que tener en cuenta además el papel de la enfermedad, presentada en tonos cruentos y con detalles concretos e inapelables. También campea el alcoholismo, muy en especial la tisis -asociada con el hambre- y más todavía la sífilis "Inocularte mi veneno hermano" (Baudelaire); "¿Puedo dar más de lo que a mí me dieron?" (Becquer). Vallejo, por su parte, hablará de los bismutos y mercurios (drogas antivenéreas en esa época). La guerra y la mugre conviven en la belle epoque entre las copas de fino bacarat y el polvo de arroz. La ironía  deviene sarcasmo, truculencia, Grand Guiñol.

La mayor parte de las expresiones tremendistas -también las  mejores- parecen encontrarse a fines del XIX y principios del XX. Para muchos de estos poetas se trataba, muy probablemente, del placer irresistible de pinchar el globo romántico de la idealización. En efecto,  mientras lo romántico une el amor a la belleza, lo tremendista alía lo cómico a lo terrorífico. La particular eficacia del tremendismo se vuelve  tanto más profunda en cuanto un romanticismo decadente y acartonado comienza a ajar sus fatigadas pompas y a sonar hueco y deliberado, traicionando su primer ímpetu para volverse amaneramiento y mentira. El tremendismo va eliminando los misterios místicos y delicados del romanticismo para internarse en una oscura atmósfera conmocionante, muchas veces brutal: no sublima, sino que revela, de modo enceguecedor, en una suerte de flash nocturno e imperecedero; no emociona, sino que estremece; no busca la intimidad, sino que intimida.

Lo interesante del tremendismo es que conmueve a pesar de nuestra propia resistencia. El chapotear placentero en la muerte o en lo sexual grotesco a la manera tremendista es la tendencia del niño, ese perverso polimorfo que llevamos todos a cuestas, inadvertidamente pero siempre. El apelar a las imágenes más sensacionalistas o tremebundas para despertar nuestra simpatía social, nuestra piedad o nuestro escándalo puede evocar a veces nuestra sonrisa o nuestro desdén, pero no deja de suscitar las tendencias más subterráneas de identificación en nosotros mismos.

Podemos preguntarnos acerca de la vigencia del tremendismo en nuestra época. La teatralidad farsesca del tremendismo, vista a la distancia,  actúa como una luz inocente que refleja y a la vez contrasta con lo perverso y nefasto del teatro del mundo, irrumpiendo en nuestra realidad como una lava destructora. Como un llanto empapado de risa, reconocemos en nuestras reacciones, en otro prisma, la indignación afligida, la incredulidad impotente, la risa a pesar de nosotros mismos  que nos embarga ante el tremendismo de lo real que nos rodea. 

Al mismo tiempo, la pregunta acerca de la autenticidad de la poesía tremendista, desde el punto de vista subjetivo, no deja de plantearse. Cuando Espronceda escribía "Me gusta un cementerio de muertos bien relleno" ¿ejercía una parodia autoromántica" ¿o bien daba en reírse de sí mismo y de sus lectores, con sus lectores? ¿Era con una verdadera sonrisa de lascivia o con un rictus de ironía que Lugones o Herrera y Reissig perpetraban sus lujuriosos -y maravillosos- sonetos eróticos? ¿Intentaba Almafuerte sólo indignarnos cuando atacaba a Rosas en versos tan indelebles como ridículos?

Aunque imposibles de evitar, estas preguntas no tienen respuesta por ahora, y sería difícil o pretencioso de nuestra parte responderlas fehacientemente con pruebas al canto: dejamos a estudiosos o a eruditos más avezados o felices que nosotros el cuidado de contestarlas. La verdadera intencionalidad de estos poemas se nos escapa, pero entendemos que hay una unidad de género en estos textos que despiertan la complicidad regocijada del lector y obliga a su memoria a retener muchos de estos acentos.

En otras palabras, el tremendismo se destaca porque es más una lectura que una escritura, y esta característica es quizá la prueba más contundente de su contemporaneidad. Un cierto espíritu de revival muy propio de la cultura de fines del XX y principios del XXI anima la mirada con que hemos reunido estos textos y la suerte de nostalgia simpática que inspiran. Su actualidad nos aparece irrebatible: al fin y al cabo ¿no es ante todo tremenda -antes que posmodernista- la época que estamos viviendo?

De algún modo, el tremendismo enarbola una bandera revolucionaria en la estética literaria de nuestros días. Es la protesta subyacente contra las consignas de lo  "cool" y lo "light" que parece haber ha dominado la escena poética de nuestro tiempo por demasiado tiempo. Está más cerca de las buenas películas de terror que de las complicadas y prolongadas estructuras novelísticas a las que nos somete el mercado editorial global. Es el terror inocente, que no se ejerce desde el poder ni desde el resentimiento, sino desde la palabra lúdica, liberada de pesadas consignas propagandísticas, ideológicas o políticas. Es la reacción ante lo gris y lo catatónico que ha emergido como respuesta primera, reacción acaso necesaria ante las innegables catástrofes históricas que hemos vivido. Se aparta decididamente de lo intelectual y de lo cínico, de las pequeñas referencias, autoreferencias  y contrareferencias culturales, de los chistes hiperintelectuales que afectan nuestros snobs.  El tremendismo es el retorno de una pasión colorida y no avergonzada de sí misma, una pasión vital y verdaderamente apasionada. El tremendismo proclama el derecho a la pasión; aún desde una perspectiva circense, es el regreso innegable, irresistible, a la pasión.

Hasta aquí hemos dicho. Ciudadanos y hermanos del mundo de las letras: saludemos al Tremendismo.  

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El resucitado 

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Por Amanda Pedrozo (Paraguay) 

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La única que se animó a vivir con el resucitado, además de su perro Aniceto, fue Ester. Vecinos, amigos y también parientes procuraban olvidar que lo conocían aunque sea de vista. Los que no podían borrarlo de su entendimiento dejaron de dormir y dejaron de comer porque no soportaban la responsabilidad del misterio. Decían que Nicolás Teodolito había muerto una vez y que desconsideradamente volvió a la vida cuando ya lo llevaban a darle cristiana sepultura. Uno contó haciendo en el nombre del Padre por si acaso que en noches de luna llena que es cuando se gestan las niñas y los empayenamientos hacen efecto, el resucitado arrastraba su maldición por las calles del pueblo con cuerpo de perro negro y cara de infelicidad.

Matilde Asunción Resquín, la madre de Nicolás Teodolito, no pudo aguantar más tiempo sin abrir las piernas. El miedo no la dejaba respirar tranquila y aunque estuviera en el catre yacía como bien muerta, no sea que el propio hijo de sus entrañas le pasara por en medio y le trasmitiera la marca de la desgracia.

Consecuentemente y considerando su tendencia natural que era contraria a tanta modosidad en el sentarse y pararse, llenó de pindo karai trenzado el nicho de San Miguel y como ya no tuvo tiempo para pedirle protección, dejó prendida una vela y fue a instalarse para toda la vida en la casa de su cuñado, con quien en vida de su marido se le había ido la rienda tres veces seguidas pero sólo por necesidad carnal y sin pecar verdaderamente, puesto que se arrepintió como es debido con la ayuda de la Virgencita, a quien regaló en agradecimiento sus zarcillos de filigrana.

Cuando los vecinos, amigos y también parientes la vieron abandonar al hijo de sus entrañas, los que habían podido olvidar que conocían a Nicolás Teodolito recordaron de repente y los otros pudieron confirmar así el espanto. Entre lunes y miércoles y en la hora en que todo el pueblo tenía los ojos más abiertos y las piernas más cerradas se escuchaba por todas partes la preocupación de los perros y era en ese momento justo que Ester abrió el portón de tacuara para hacerle el favor al resucitado y de paso a sí misma puesto que ya había cumplido sobradamente su obligación de viuda con el que en vida fuera.

Nadie supo nunca en qué momento Ester comenzó a parecerse a su compañero. De su palidez se dieron cuenta los vecinos repentinamente cuando la vieron arrancando hojas de ruda en el patio, y enseguida todos hablaban de premoniciones y sueños extraños. A los pocos días Matilde Asunción Resquín volvió por única vez a pisar la casa, para mirar a su nuera muerta y cumplir su sagrado deber de madre contándole a su hijo lo que se andaba diciendo.

-Creen que le pasaste entre las piernas a Ester.

-Dios me libre y guarde.

-Y que le chupaste la respiración....

Era lunes de luna llena cuando un perro negro con cara de infelicidad cruzó el cementerio. Era martes antes del cocido y la tortilla cuando los vecinos llegaron allí corriendo con el pálpito en el alma. Con esa mirada de los que ya sabían abarcaron por turno el cajón abierto, la tapa arrancada, los pedazos comidos de Ester, la que se animó a vivir con el muerto.

Matilde Asunción Resquín procuró cruzarse con su hijo para contarle lo que se andaba diciendo.

-Creen que fuiste vos.

-Dios me libre y guarde.

-Y tenga misericordia de la finada.

Al día siguiente de eso, Nicolás Teodolito murió desangrado. Nadie supo nunca si se mató de vergüenza o de dolor. Los vecinos, amigos y también parientes que entraron al fin a la casa después de nombrar uno a uno los misterios, tuvieron tiempo de ver cómo el perro Aniceto todavía estaba desgarrando, revolviendo pedazos, seleccionando huesos, comiendo. 

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Estaciones 

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Por Jorge Isaías (Rosario) 

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Era como si nunca hubiera existido el verano. Adiós crepúsculos ardiendo contra los altos eucaliptos, en ese monte tupido, allá lejos, en la estancia “Maldonado”.

El verano que también había traído su remanso de lluvia tumultuosa, la libertad de correr descalzos por las calles hondas que se hundían a cada paso, poder atravesar los zanjones inmensos intentando cazar ranas con ese trozo de carne que se ata fuertemente a un hilo. O la pesca de bagres y mojarritas en los cañadones que rebalsaban agua hacia los campos, el espectáculo de los potrillos saltando bajo el inmenso arco iris, en los potreros inundados o los terneros que como un rito brincan y saltan hacia el sol del atardecer. Las cigüeñas, que regresan como pequeños trapos blancos para hacer sus nidadas entre los juncos de los bañados y todo ese hervor de las bandurrias como carbones sucios o el grito alto de los siriríes en las noches.

Y sobre los postes: lechuzas vigilantes y biguás caracoleros, que esperan con paciencia su presa y su alimento.

Eso es pasado.

Ahora enseñorean las escarchas más duras, el hielo se hace vidrio en las cunetas y en el más mínimo charco. Paspaduras, sabañones, el paso penoso, pisando barro hacia la escuela. Ni botas, ni capote. Poco abrigo: guantes, medias, bufanda y gorro tejidos por la madre hacendosa y vigilante, puro amor contra la contra que trae la pobreza. De la lluvia nos protegíamos con una bolsa de arpillera, triste remedo de la magnífica capa de “El Zorro”, visto en las películas gastadas del cine “La Perla”.

Los padres se orientaban en las juntadas hacia el camino del rastrojo: escarcha y yuyos que guardaban el agua para caer sobre la cintura como húmeda y gélida guadaña, el surco que se hunde, la chinchilla que molesta, el chamico traicionero. Todo dispuesto para impedir que las espigas terminen en las bocas de las ávidas maletas, mitad lona mitad cuero, la que quiebra sin perdón todas las cinturas.

El cielo era tan limpio que las noches se ponían blancas con esa luna de fantasmagórico paisaje, que dejaba ver trechos largos, como si no fuera noche.

Si no temiera redundar con la figura, diría que los campos, el pueblo, las calles, los árboles, ese perro que ladraba solitario y ese camino largo que llevaba hacia las chacras, remedaban la idea de un auténtico paisaje lunar.

Transitar esos meses duros, de fríos intensos y de pajaritos muertos no era tampoco recluirse en las casas siempre. Quedaba lugar para las exclusivas y bravas partidas de pelota a paleta en la cancha descubierta del Club y también quedaba el fútbol eterno y tesonero de las tardes.

Pero un día, una hojita, una sola, asomaba en la puntita de una rama, un pájaro corría con un gajito en el pico tembloroso o con un velloncito de lana y buscaba una horqueta para el nido futuro, un hornero chillaba llamando a su compañera desde un charco, para ir construyendo esa casita que tanto admirábamos, en ese lugar elegido, el  palo más alto del telégrafo.

El que mataba un hornero, no tenía un solo minuto de perdón. Era sin lugar a dudas, el único pájaro que respetábamos, y nunca se vio a nadie que matara uno.

De todos modos eran las primeras señales inequívocas de que el invierno se nos iba con su poncho húmedo y siniestro. Eran atisbos de primavera al margen de lo que dijera el almanaque.

Entonces, uno podía, con un pequeño esfuerzo de imaginación comenzar a soñar con el verano, que vendría con una profusión de mariposas y la tentación casi certera que nos ofrecían las sandías listas para el hurto –disponibles- en todas las chacras que rodeaban el pueblo. 

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Historias de gente sin importancia. 

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Por Jorge M. Taverna Irigoyen (Santa Fe) 

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Fedor.

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Trapecistas hay muchos, pero ella es única. Tiene un violinista por amante, que toca pizzicatos cuando ella está en la pista. Es única como María, la ecuyére ciega, su confidente. El resto del circo, para qué hablar. Cada vez más sumido en su propia agonía. Hasta los programas se hacen a mano. Y cualquier día ni el trompetista continuará con ellos. Quien nada dice es Fedor, el del violín. A él nada le preguntan y él a nadie interroga. Está allí por accidente y escapa a todo compromiso. Sin embargo, sabe que todo esto tiene un final cercano. Y no quiere estar bajo esa carpa cuando la hora llegue. Le propone a su amada partir. En Viena tendrá trabajo. En la función de esa noche, ella dará la respuesta. En el segundo salto de la muerte, sin red, cierra los ojos, abre los brazos en cruz y susurra Fedor. 

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Quiromancia.

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Enriqueta pone su estudio en la última habitación de la casa. Cercana a las glicinas. Y a los gallos. Enriqueta lee las líneas de las manos. Reparte ilusiones con cuidado. Y a veces, cuando el tiempo lo permite, se explaya en algún consejito más o menos apropiado. Hoy llega una mujer anciana. Está desesperada. Ha perdido a su hija y la busca hace más de treinta años. Enriqueta le toma las manos, las mira, se las cierra bruscamente y oye cantar los gallos. 

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Mediodía.

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Es mediodía y ella procede a su rito habitual. Saca la olla mediana, la llena de agua y abre el fuego de la cocina. Cuando está por levantar el hervor, busca en la alacena un paquete de sal y echa un puñado dentro. Medio minuto después, cierra el gas. Toma la olla por sus asas, y con cuidado la transporta hasta la pileta y la vacía por completo. Después, echa un poco de agua de la canilla sobre el utensilio, y finalmente lo seca con el repasador blanco. Guarda la olla en el estante del medio. Hasta mañana. 

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Metempsicosis.

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Compró el lobo cuando era cachorro. Desde ahí, algo se transformó en él: se volvió huraño, agresivo, duro. El lobo, manso y domesticado, recibió siempre todos los cuidados. Cuando la Maestranza Municipal quiso sacárselo, por ser animal peligroso para el barrio, montó en cólera. Forcejeos, gritos, llantos del hijo. Al fin, una lazadera lo subió al carro. Dos colmillos le salían de los labios y bufaba, bufaba. Como un hombre. 

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Metáfora siniestra.

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El gondolero rema hasta cerca de La Fenice. Allí, junto a un palacio, el hombre de negro comienza a tirar a las aguas decenas de faldones, miriñaques, corpiños, calzas, manguitos, albornoces, refajos, enaguas, camisones. Cada prenda hace un remolino, y se hunde. Al final, él mismo hunde la cabeza entre sus manos. Como un ritual. Más tarde, el gondolero sabrá que se llama Henry James. Y que las prendas, que nadie quiso por pertenecer a un suicida, fueron de Constance Fenimoore Woolson. Es en Venecia, un día de abril de 1894. Hay un extraño aroma de azahares... 

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Un escritor.

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Escribe libros que nadie publica. Poemas que sólo lee él. Pero celebra su soledad. Es la propuesta a dirigir un taller literario, lo que transmuta su alma. Y al aparecer su nombre y apellido en letras doradas, al frente del local, siente que ha entrado en el Olimpo. Un Olimpo que comienza a cerrarle todas las puertas: no llega a tiempo a un solo certamen de poesía; olvida las etimologías y no pocas reglas de sintaxis; quiebra el orden de los gerundios. La pérdida del  último alumno del taller le certifica que, como escritor, es un fracaso olímpico. 

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Triángulo de amor.

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Ettore murió a los 28 años, igual que su primo Umberto. Era singularmente bello, igual que su primo. Los dos fueron amados y traicionados por la misma mujer: Angelina. Y terminaron sus vidas unidos por la sangre del otro. Cuando Angelina murió, desbarrancada de la montaña más alta de Alessandria, todos dijeron sin decir: las madres los vengaron. Ellas, sólo respondieron con un silencio mortal. Y no lloraron a ninguno de los tres. 

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La nera veritá.

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Las dos sabíamos y callábamos, en nuestro dolor de madres. Y Angelina, poveretta, que amaba en cada uno a los dos, sólo confiaba en que algún día el azar decidiría la elección. Nosotras sabíamos que se iban a las afueras de Alessandria, y se acostaban en los campos de lino, y se abrazaban y se besaban y se penetraban una y otra vez. Era una pasión enfermiza, que los inundaba de celos. Después, la cortina de Angelina, para que nadie nada imaginara. Ella, que pensaba con tristeza que Ettore era tímido, y que quizá, en otra instancia, Umberto recuperaría su virilidad. El día aquél en que, a pedradas, juntaron sus sangres para siempre, la muerte los encontró abrazados. Bellos, aún. 

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La nieve, la nieve.

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Una semana que no salimos de la casa. La puerta está trancada, las ventanas ocluídas de un espesor blanco que no deja un solo resquicio de vidrio para otear más allá. Adentro, nuestro paisaje familiar es igualmente frío. Pedro no habla. El abuelo Sigor, que regresó hace un mes de Kiev totalmente perdido, ríe y llora sin sentido. Las mellizas, Tatiana y Karenina, hace tres días que no toman ni un plato de sopa. No hay leña. Las últimas provisiones se terminaron ayer. No puedo lavar la ropa, las cañerías se han congelado. Miro mis manos. Miro mis manos. Y tapo mi cara con ellas para que no me vean llorar... Las agujas de cristal hacen sangrar mis dedos. 

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PÁGINA 20 – POETAS OLVIDADOS

Daniel Elías 

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Por Manuel Bande (Santa Fe) 

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“Daniel Elias, el enorme poeta se ha marchado a hacer versos a una estrella. La Cruz del Sur ya tiene a su Jesús…”Leoncio Gianello 

Junto a Delio Panizza, Guillermo Saraví y Leoncio Gianello, integra una época de la lírica entrerriana. Nació en Gualeguaychú, Entre Ríos, el 10 de marzo de 1855 y murió por autodeterminación –tal como lo hicieran Leopoldo Lugones y Alfonsina Storni- en Concepción del Uruguay, el 29 de noviembre de 1928.

Cabe recordar que su abuelo paterno, don Ángel Elías, sirvió en el Ejército del General Urquiza y participó en la batalla de Caseros.

Pasaron las pesadillas / de los años enemigos / y vibran surcos y trigos / sobre las patrias cuchillas. / Ya no se quiebra en astillas / la chuza de la victoria, / y en la paz propiciatoria / bajo el cielo montielero / a la sombra de un alero / duerme su sueño la historia.

Siendo muy niño –contaba sólo tres años- fue llevado por sus padres a la estancia que poseían en Mojones Norte, Departamento Villaguay.

Doce años pasó Daniel en aquellos campos montieleros, conociendo la vida rural y conviviendo con personajes gauchos que quedaron grabados en su mente y que luego afloraron en su producción literaria.

A los 16 años ingresa como interno en “La Fraternidad” del histórico colegio de Concepción del Uruguay, fundado por don Justo José de Urquiza. Viene del monte más cerrado y por su maneras torpes, su rústico semblante y su espíritu zahareño, redobla su desconfianza al nuevo medio y hacia sus burlones compañeros que lo llaman, despectivamente, “Jabalí” -apodo que asumió porque afirmaba su condición de “macho”- y que otros lo nombren  “poeta del campo y de la selva”, condiciones que quedaron en los primeros versos publicados en la revista estudiantil.

Espléndida mañana. Si no fuera / esta diaria rutina del empleo, / largarse por el campo de paseo / a impregnarse de sol y primavera.// Aspirar en los húmedos pesebres / el perfume bucólico del heno, / y bajo el palio del azur sereno / correr y retozar como las liebres.// Sorprender junto a un toldo de glicinas / las jóvenes palabras campesinas / que Eros preside en el jocundo idilio.// Con la inacción ociosa de una larva / soñar echado sobre alguna parva / con Fray Luis de León y con Virgilio. (SonetoXVI)

Al allanarse a su nueva condición, participó de la bohemia que imperaba entre la mayoría de los estudiantes de escasos recursos económicos.

Estos recuerdos felices de su vida se reflejaron luego, con nostalgia, en su prosa y en sus versos.

Despierta el alma ingenua de la finca / al conjuro del sol que se levanta, / y la calandria impenitente canta / y el recental infatigable brinca. // La primorosa luz con sus reflejos / hila una tela de brillante franja, / y trisca en los dominios de la granja / una blanca alegría de conejos.// Canta el labriego su canción sencilla / que huele a parva fermentada, a trilla / a sudor a romero y a violeta. // Canta el labriego su alegría, canta / pues parece que lleva en la garganta / la desgracia feliz de ser poeta (Soneto XVII)

Con el título de bachiller en su poder y animado por su capacidad adquirida, probada y demostrada en la secundaria, ingresa a la Facultad de Derecho en la Universidad Nacional de La Plata, por ser menos costosos los estudios y más baratas las pensiones.

Lloró el ternero en el corral sombrío / su tristeza infantil de hallarse solo, / y en la huerta limítrofe el chingolo / pronostic una ráfaga de frío.// Por allá tintineaba en los caminos / la lágrima sonora de un badajo, / y un perro heroico al regresar nos trajo / el olor peculiar de los zorrinos. //… (Soneto XXXIII)

Durante los cinco años que duran sus estudios, vuelve a vivir la bohemia, y, el 22 de octubre de 1914 obtiene su diploma de Abogado, como alumno distinguido.

Allí conoció a Almafuerte con quien trabó una estrecha amistad.

Ese mismo año fue designado Defensor de Pobres y Menores en la ciudad de Gualeguay donde contrajo enlace con Emma Bousquet. Su primer hijo nace en esa ciudad (1919) y, casi simultáneamente, es nombrado Juez en lo Civil y Comercial en Gualeguaychú, su ciudad natal.

En la dócil quietud de tu pestaña / tembló un rayito de aquel sol estivo, / como un insecto aurífero cautivo / en la urdimbre de seda de una araña /…/ Tu risa se calló como la tarde. / Bajé los ojos, me encerré cobarde / en la desolación de mis motivos: / pero observé por tu actitud coqueta / que indultaba a la audacia del poeta / el perdón de tus ojos compasivos.

La sociedad aristocrática no lo aceptó a pesar de ser ya un destacado profesional y un poeta consagrado, circunstancias que lastimaron su espíritu sensible.

Con profunda decepción se trasladó a Concepción del Uruguay (1920). Contaba 37 años de edad. Allí consiguió sosiego en el reencuentro con antiguos compañeros de su época de estudiante. Pero una tarde de fines de noviembre, tomó un coche –un viejo “mateo”- y, tras un largo paseo, se quitó la vida.

Sus restos, después de ser velados en su domicilio, fueron conducidos a “La Fraternidad”, de la cual era presidente, y al Colegio Nacional, antes de ser sepultados en el Cementerio Municipal.

En los distintos actos hicieron uso de la palabra Delio Panizza (en nombre del Centro Cultural), el Profesor Antonio Noguera Santos (en nombre del Club Social del que Elías era vice-presidente) y el Dr. Lacava (en nombre del Foro).

Casi todos los diarios y revistas del país dedican sentidas notas. “El Diario” (Paraná) dio la noticia en una extensa nota: “En uno de los ímpetus de su lírica condición, amasado como estaba su espíritu con sueños e idealismos reñidos con la huma estructura, Daniel Elías, el poeta dilecto de Entre Ríos, ha resuelto fugarse de la tierra para platicar con las estrellas” [1]  

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1]Los datos biográficos y la ilustración de Gito Petersen, fueron extraídos del ensayo: “Daniel Elías-El poeta del sol”, (Premio Fray Mocho 1985), de Adolfo Argentino Golz 

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Taller literario 

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Por José Gabriel Ceballos (Corrientes) 

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Son relatos extraordinarios. Nos cuesta mucho superar los efectos de sus lecturas. Cada vez que el alemán lee uno en el taller, nos quedamos como zombies, y todo se prolonga por varios días y noches. El poeta Ceferino Miranda sólo emborrachándose hasta la inconsciencia logra reponerse, según sus propias palabras. La señora Lila y don Lisandro sufren insomnios invencibles. Para la mayoría de los talleristas las peores consecuencias son las pesadillas. El Chiche Miqueri me suele llamar por teléfono en plena madrugada, recién salido de un sueño horroroso engendrado unas horas antes en el taller. Desconozco recetas para disipar tanta angustia, por supuesto, pero al parecer la conversación telefónica lo ayuda un poco al Chiche. También en mí esos textos siembran horribles pesadillas. Me llenan el cerebro de agonías. Don Otto Reiser apareció en el pueblo unos treinta años atrás, con su mujer doña Emilce y los dos primeros hijos. Ni el señor ni la señora Reiser cambiaron mucho desde entonces. El alemán ya tenía esas manchitas en la cara y completa su calvicie; su pequeña esposa ya se parecía a una muñeca por esa como máscara de cosméticos y pasmo que —bien se podría creer— tal vez la preserva del tiempo. El hombre ya cargaba con esas gruesas cejas blancas que producen un vivo contraste con la piel trigueña y los ojos celestes, su enjutez no perdió derechura. Poco después de que ocuparan el chalet contiguo al Centro Cívico, que alquilaron y más adelante compraron y en cuyo garaje el alemán enseguida instaló su relojería, doña Emilce informó en el vecindario que el señor Reiser había llegado al país huyendo de la guerra y que ambos se habían conocido en Santa Fe, de donde venían ahora. Pronto les nacería aquí el tercer y último hijo. Pronto la familia Reiser se integró al pueblo cuanto la natural reserva de un desterrado permite suponer. Por dar ejemplos, aunque se ganó al pueblo entero por clientela el señor Reiser jamás solicitó que se lo admitiera como socio en el Club Social, pero su esposa ejerció varios cargos en la Congregación de la Virgen. En fin, acabamos por sentir a don Otto como un vecino más, pese a su parquedad para el trato.

Ahora debo referirme a nuestro taller literario. Lo bautizamos "El Rincón de Polimnia" porque al principio sólo leíamos poesía. Los cuentos románticos del Chiche Miqueri, los capítulos de una novela infinita que la señora Lila escribe desde hace medio siglo sobre sus antepasados, y los editoriales que don Lisandro Arzuaga pergeña para su semanario "El Progreso", determinaron poco después que lo llamáramos simplemente el taller literario. Empezamos cinco: el poeta Ceferino Miranda, la Neneca Gaúna, el Chiche Miqueri (que reemplazó sus versos de amor por sus cuentos desde cierto juicio cruel de Ceferino Miranda), la señorita Jazmín y yo. No sé bien si la idea se le ocurrió a la Neneca o al Chiche; ambos anduvieron juntos difundiendo la iniciativa. Desde la primera sesión nos juntamos en el salón municipal, que el Chiche consiguió con su primo el Intendente. El poeta Miranda asumió la dirección por unánime decisión de los otros cuatro fundadores y continuó dirigiendo el taller hasta hoy. Aunque con frecuencia el poeta nos hace la rabona, seguramente por obra de bebidas espirituosas, y otras veces concurre con lucidez sólo suficiente para permanecer sentado y a los cabezazos contra el sueño, su dirección no se discute, debido a su brillante trayectoria literaria, la cual incluye publicaciones en los diarios de la capital provincial. La señorita Jazmín concurrió tres meses nada más, hasta que sus males seniles la postraron para siempre. Llegó a leer unos ovillejos dedicados a unos santos. Sus funerales constituyeron la primera oportunidad para que el taller se mostrara públicamente; mandamos una corona pagada en partes iguales y la Neneca Gaúna leyó una oración fúnebre en representación del grupo. En la reunión siguiente se presentó don Lisandro Arzuaga, quien confesó no haber participado antes por su archiconocida enemistad con la señorita Jazmín, odio nacido de un remotísimo amor borrascoso. Ceferino Miranda saludó dicha incorporación como "un ejemplo de sublime humildad", en consideración a la larga experiencia acumulada por el nuevo tallerista en el oficio de escribir. Hubo quien sintió tal saludo como una genuflexión del poeta tendiente a garantizar su espacio lírico habitual en el periódico de don Lisandro. Éste nunca falta, y cada jueves nos lee su editorial para la semana siguiente, sin dejar de recordarnos que el periodismo es también un género literario. Por la época en que se agregó don Lisandro ya habíamos cambiado el horario. Primeramente nos reuníamos los jueves al anochecer. En cuanto fijamos el horario de las veintiuna y treinta se sumó más gente. Siete personas, con don Lisandro. Dos comerciantes, que por sus negocios tenían el tiempo demasiado justo para concurrir al anochecer: el mercero Nassim, sonetista aceptable, y el boticario, que corrige y corrige unos acrósticos escritos en su adolescencia para una muchacha a la que amó desesperadamente. También se incorporaron por entonces cuatro mujeres. La del juez de paz, la del dentista y su prima la costurera fueron para espiar nada más. Se entusiasmaron con los chismes de las charlas preliminares, se aburrieron hasta los bostezos durante las lecturas y acabaron por abandonar el taller. María Antonia no. María Antonia resultó una revelación. Don Ceferino el poeta ha pronosticado un futuro glorioso para esa poesía profunda y dolorosamente sensual, angustiosamente erótica, que las malas lenguas del taller atribuyen a la añeja virginidad de su autora. Dice el Chiche Miqueri: si María Antonia conociera la cara de dios, chau poesía. María Antonia parece a salvo de estas maledicencias. Su semblante trágico, ojeroso, bello quizás antes de que su dueña se convirtiera en una solterona definitiva, no refleja el aquí y el ahora sino cuando ella saluda al llegar y al despedirse y cuando don Cefe la alaba.

Pero la mayor revelación del taller es don Otto.

El alemán se incorporó hace un año y pico. Los primeros meses los pasó sin leer nada. Se sentaba y permanecía todo el tiempo escuchando, tieso, grave. Como aún hoy, no se comprometía con opiniones sobre los textos ajenos. Hasta que un jueves lluvioso que estábamos unos pocos pidió turno para leer algo propio.

Lleva leídos unos diez relatos. Uno mejor que el otro. Porque no se puede cuestionar semejante calidad literaria. Dostoyevski, Kafka, se dice en el taller, y ninguna comparación parece suficiente. Las pesadillas, las angustias, las depresiones y demás efectos que nos provocan esos textos prueban su valor literario. El problema es otro. Me explico, ya nadie duda en el taller de que, por su fuerza, dichos textos están fundados en vivencias personales y de que el punto de vista del narrador es el de uno de los verdugos. Además, si bien no hay ninguna expresión que identifique al narrador con los verdugos (loas a la raza aria, por ejemplo) tampoco aparece piedad hacia las víctimas. Y hay algo más, algo tremendo, que hoy también tenemos por cierto: el narrador no sólo pertenece al bando de los verdugos sino que está entre los jefes. Las narraciones contienen detalles elocuentes al respecto.

Pero qué literatura, qué literatura. "Amanecer en el campo de concentración", "Los alaridos", "Cuando llegan los trenes", "El que encendía los hornos", por citar algunos títulos, relatos imborrables, demoledores. Y don Otto lo sabe. Hay que verlo actuar en el silencio que sigue a su lectura, doblar los papeles con morosa solemnidad, pararse, arrojarnos un seco buenas noches, golpear suavemente los tacos y marcharse lento, con los celestes ojos todavía brillantes, algo todavía aflojándose en su aquilina nariz y sus mejillas, un rictus casi imperceptible en sus labios.

Los demás nos quedamos un rato sin hablar. Por fin nos levantamos y vamos saliendo entre balbuceos. Cada jueves se nos hace más difícil enfrentar los efectos de esos malditos relatos, más difícil volver a creer que tal vez el alemán nos miente, que tal vez él no sea el autor. 

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PÁGINA 22  

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Mauthner en Borges 

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Por Fernando Báez (Venezuela) 

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"Yo soy un lector, simplemente. A mí no se me ha ocurrido nada.
Se me han ocurrido fábulas con temas filosóficos,
pero no ideas filosóficas...". (J. L. B.)
 

Una de las reseñas incluidas en Discusión le sirvió a Borges para mencionar el Diccionario de la Filosofía de Fritz Mauthner como uno de los cinco libros más anotados y releídos por él, calificándolo de admirable y traduciendo una frase del tercer volumen: "Parece que los animales no tienen sino oscuros presentimientos de la sucesión temporal y de la duración. En cambio, el hombre, cuando es además un psicólogo de la nueva escuela, puede diferenciar en el tiempo dos impresiones que sólo estén separadas por 1/500 de segundo...".

El 30 de abril de 1937, en El Hogar, reiteró que junto con Schopenhauer y Lidell Hart, la obra de Mauthner le causaba un goce ejemplar. Entre los libros consultados para escribir su ensayo La doctrina de los ciclos (ver Historia de la eternidad) destacó el Wörterbuch der Philosophie, en una edición de Leipzig de 1923. En el prólogo de Artificios, fechado en 1944, comparó, como uno de sus autores predilectos, a Mauthner con De Quincey, Stevenson, Chesterton, Shaw y León Bloy.

La admiración no desapareció con el tiempo, hecho nada raro en un relector como lo era él, y en El idioma analítico de John Wilkins escribió que Mauthner le fue imprescindible para elaborar la nota, con una variación: esta vez la edición o el tomo utilizado fue de 1924. En Atlas (1984) hay un texto titulado Ars Magna, donde Borges recordó a su autor querido: "Mauthner observa que un diccionario de la rima es también una máquina de pensar", frase que casi textualmente repite una empleada en un artículo sobre Raimundo Lulio y su máquina de pensar, publicado en El Hogar el 15 de octubre de 1937: "Agudamente anota Fritz Mauthner —Wörterbuch der Philosophie, volumen primero, página 284— que un diccionario de la rima es una especie de máquina de pensar...".

Esta pasión de Borges por Mauthner, novelista, crítico y filósofo alemán nacido en 1849 y muerto en 1923, sentenciado a un olvido de alquiler por todos los diccionarios que conozco, ha pasado completamente desapercibida.

Un poco lo que dice Enrique Anderson Imbert en El éxito de Borges (incluida en su libro El realismo mágico y otros ensayos): "Se buscan coincidencias entre Borges y Lévi-Strauss, Foucault, Todorov, Barthes o Steiner en vez de señalar que la fuente filosófica de Borges fue el viejo Wörterbuch der Philosophie de Fritz Mauthner".

No imagino las causas de tal elusión, pero sí sé que una obra tan feliz como La filosofía de Borges de Juan Nuño llega al escamoteo de una cita a pie de página. Ninguna biografía propone siquiera la más leve sugerencia. En el caso de las entrevistas, de las excesivas entrevistas que Borges concediera, tampoco encuentro algo que sobresalga.

Hasta la fecha, el único aporte que resguarda, analiza e historia la influencia del pensador alemán sobre el argentino es un estupendo ensayo de Silvia G. Dapía, aún sin versión castellana. Su libro, Die rezeption der Sprachkritik Fritz Mauthner im Werk von Jorge Luis Borges (Böhlau, 1993), austero, erudito, magníficamente dispuesto, rescata el enorme tejido de relaciones existente entre Mauthner y Borges. Restituir el trasfondo de esa obra en este artículo, aun cuando sólo sea en forma breve, creo, permitirá abrir un camino que, entre nosotros, constituiría una aproximación indispensable e inusual.

W. M. Urban ha escrito ya que "el lenguaje es el último y el más profundo problema del pensamiento filosófico". J. M. Briceño Guerrero, en El origen del lenguaje", apoya esta tesis señalando que "la estructura del conocimiento es lingüística". Mauthner lo sabía: pionero con voluminosos estudios, puso de manifiesto que la realidad de la filosofía es, esencialmente, lingüística. De ahí que Dapía prefiera en su texto ignorar cualquier otra vertiente de influencia de Mauthner sobre Borges que no sea la demostración, en 8 relatos fundamentales, del uso de una interpretación crítica del lenguaje como tema. En Pierre Menard, autor del Quijote, encontraríamos la interpretación temporal del lenguaje; en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius estaría presente la Sprachkritik de Mauthner, por la discrepancia entre lenguaje y realidad; en Emma Zunz se expondría la Wortaberglaube o superstición de la palabra, creencia que respaldaría la existencia de una palabra por la existencia de un objeto; en Tema del traidor y del héroe se impondría el mismo aspecto; en Tigres azules estaría la tesis mauthneriana de la insuficiencia lógica del lenguaje; en El otro, se vindicaría la naturaleza metafórica de todo lenguaje; en El inmortal se defendería el poder arquetipal sobre los procesos mentales individuales y en El Congreso, el relato más ambicioso de Borges, se probaría la arbitrariedad de los sistemas de clasificación lingüística.

Alguna vez Borges admitió que no era filósofo ni metafísico, sino un explorador de las posibilidades literarias de la filosofía.

En algún punto, esa exploración incluyó los prodigios de Plotino, Berkeley, Schopenhauer, Hume, Spinoza, Russell: gracias a Silvia G. Dapía sabemos que también tuvo al misterioso Fritz Mauthner como centro. 

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PÁGINA 23 – POETAS LATINOAMERICANOS

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Carta de Lorien a su intitutriz inglesa 

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Cómo saber si un día serás grito

que logre hundir lo oscuro de mi casa,

cómo saber si notarás el rito

de convertirme, al verte, en una brasa.

Es mucha la penumbra, yo me aterro,

de que falten del prisma las orillas,

y los enajenados de este encierro

nunca logren atar sus pesadillas.

Es tanta la orfandad inconsecuente,

que temo sucumbir en el desnudo

sin encontrar jamás tu coordenada.

Así, cómo saber si de repente

precisas del adagio más agudo.

Hay demasiada niebla, demasiada. 

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Lídice Alemán (Cuba) 

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Estadio del espejo. 

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¡Ah los ojos que me veían!

¡Cómo yo era bello y gentil a ciertos ojos

                                                   que me veían!

Ahora, delante de mí mismo,

no soporto esta cosa horrenda que brota

de mis suaves rostros, que muere y nace. 

¿En los ojos de quién habré perdido mi rostro? 

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Cacaso (Brasil)

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Uniformidad

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Somos equivalentes

a las sílices y los océanos

sinónimos del desierto

de la policromía de las palmas

de los pasos guardados

en Manhattan, Pau, Agra

o Buenos Aires

Somos del mismo telar

de la sabiduría

afines a la gracilidad errante

de los cometasMas que nada

somos uno a uno

con la luz

y el movimiento ubicuo

del universo 

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Rosa Tezanos-Pinto (Perú) 

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Un gran país.

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Vivo en un país tan grande que todo queda lejos:

la educación,

la comida,

la vivienda.

Tan extenso es mi país

que la justicia no alcanza para todos. 

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Lina Zerón (México)

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Poema 28 

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Yo no entiendo porqué los poetas

-los malditos poetas-

tienen esa costumbre

-maldita costumbre-

de mirar a los ojos.

Saltan el cerco pudoroso

de las pestañas

y se meten, tan anchos,

en nuestras íntimas intimidades,

como si nada

o como si anduvieran por su casa.

Se acomodan

en nuestros cojines preferidos,

revuelven nuestro armario,

nuestros colores cotidianos,

se beben nuestro vino

y destapan nuestras ansias,

largo tiempo añejadas.

Destartalan

e invaden con temblores

nuestro precario orden,

tocan nuestras vergüenzas,

nuestro archivo de ocultas pasiones,

sostenidos apenas

con blandos alfileres,

sosegados en arduas,

pacientes batallas interiores.

Y se instalan, impunes,

en el desvelo,

sin preguntar si pueden

quedarse un rato más,

riéndose con toda el alma

de nuestro asombro

desparramado sin remedio

de nuestros ojos que tampoco

pueden ya despegarse de los suyos.

Desarmados, perdidos,

sin poder balbucear y rogarles:

Tengan un poco de piedad

de estos poetas grillos solitarios,

acostumbrados

sólo a su propio canto,

sólo a su propio pozo.

Tengan piedad de estos

poetas-grillos-ojos

acostumbrados sólo

a su pequeño, húmedo y oscuro círculo

y a su cielo redondo, abarcable

de menguadas estrellas.

Yo no entiendo porqué los poetas

tienen esa costumbre

de mirar a los ojos. 

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Susy Delgado (Paraguay)

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PÁGINA 24 – NOTAS DE PARIS

Samuel Beckett

                                                       A 100 años de su nacimiento 

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Por Irma Bignon (Santa Fe) 

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Muy alto y muy delgado, ojos azules cercados por un pequeñísimo par de anteojos fijos en una máscara arrugada e impenetrable, este hombre de la oscuridad en pleno día, tiene los rasgos de un ave nocturna. Permanece siempre silencioso, apartado, y su mayor deseo es que no se hable de él. Es muy tímido. Habla poco. Sabe escuchar y responde eventualmente. Camina con su legendaria modestia y su genio a cuestas.

Samuel Beckett nace en Dublín, en el barrio de Stillorgan un viernes 13 de 1906, en un hogar acomodado, austero y puritano.

Comienza sus estudios en la Portora Royal School de Enniskillen, en Irlanda del Norte, y los termina en el Trinity Collage de Dublín. Le atraen los deportes. Juega rugby y practica box.

Desde la adolescencia es manifiesto su interés por la literatura francesa. En 1928, una corta estadía en París como lector inglés en L´Ecole Normale Supérieure contribuye a profundizar su amistad con los surrealistas Breton, Eluard, Crevel.

En los años 30, conoce a Joyce. Joyce y Beckett se admiran mutuamente. Comparten palabras, silencios y beben mucho. Pero entre los dos escritores hay una diferencia: Joyce, más que la abundancia nos ofrece la superabundancia, mientras que Beckett nos hace avanzar hacia la nada.

Su relación puramente umbilical con su madre, sus mil y un estados depresivos, su endiablado apego a la bebida, hacen que termine huyendo del ahogo de su Irlanda natal para instalarse definitivamente en París, en 1938. Beckett desciende de familia de hugonotes franceses, en consecuencia, la elección de Francia como tierra de exilio no es más que una suerte de repatriación tardía.

Lleva una existencia difícil, publicando sin éxito novelas como “Murphy” en inglés, “Molloy”, “Malone muere”, “El Innombrable”, estas últimas en francés. En todas ellas, el escritor presenta una humanidad que se degrada hasta obtener un estado larval; imagen de una vida reducida a la pobreza esencial, reflejo de una reducción ontológica. Se percibe tan sólo un murmullo frágil, único testigo de que la vida existe aún, nada más que palabras que tienden a desaparecer.

En su ensayo sobre Proust, se apropia en cierta manera de una cualidad del escritor francés. Proust nunca pretendió presentar un mundo ininteligible, ya que el espejo científico carece de veracidad. Pero es bien él el que está en los orígenes de la estética de Beckett – tanto en sus novelas como en su teatro -, estética que termina por eludir la ilusión, mostrando lo que queda después de la disolución de la forma, del color, del hábito, de la lógica.

Las novelas de Beckett terminan siendo cada vez más sintéticas. La ficción es negada, rechazada. Las historias finalizan con el silencio de la voz: otras veces son únicamente palabras desordenadas.

En esta última tentativa, Beckett parece alcanzar el equilibrio e inmovilizarse: no encuentra ninguna razón para parar, y tampoco para continuar. Es aquí donde asistimos a su pasaje de la novela al teatro. Escribe “Fin de partida” (1957), “Actos sin palabras” (1961), “Oh los hermosos días” (1963) entre otros títulos. Rompiendo con las técnicas “tradicionales”, su obra dramática se alinea dentro del “antiteatro” o Nuevo Teatro, como se ha dado en llamar. El decorado es inexistente. Renunciando a los conflictos sicológicos, la acción se limita a algunos gestos y a diálogos apenas esbozados, entre personajes insignificantes. El tema que ronda sin cesar es la obsesión de la nada. El objetivo es fundamentalmente metafísico, poniendo en relieve la farsa y el absurdo de la condición humana.

Y llega la première de “Esperando a Godot” – el 5 de enero de 1953 – en el teatro de Babylone, acompañada de un éxito descomunal. Los dos únicos personajes en escena son los que puntualizan la espera, a la vez que hablan y la soportan para darle un sentido.

Luego escribe una serie de textos donde elabora un universo listo para ser transpuesto en escena: “Comedia” (1963), “Imaginación muerta” (1965), “El Despoblador” (1970). El teatro le permite (mucho más que sus obras en prosa) hacer estallar el poder de su genio. Su ardua labor es un trabajo de benedictino, verdadera historia de un errático metafísico condenado a ser célebre, con una gran producción arrancada del silencio, y la voz en off de su talento.

El discurso de Beckett no es una filosofía: es la experiencia fundamental tomada desde el nivel más bajo, desde su primer balbuceo; la de una conciencia atrapada entre la imposibilidad de no saber nada sobre la existencia, y la imposibilidad de no existir. Lo que quiere mostrar son simplemente hombres y mujeres incapaces de elegir, trabados en un mundo absurdo, pero ennoblecidos porque se refugian en el mejor de los entendimientos, el lenguaje.

El acceso a la notoriedad lo confunde. Es un interrogante para él el hecho de estar traducido en treinta idiomas distintos, y de ser interpretado todos los días, en alguna parte del mundo sobre el escenario de un teatro. Fiel a su leyenda, es el más presente de los ausentes.

Para Samuel Beckett, ser escritor es escribir. Eso es todo. “¿Mi vida? Allí está mi obra, allí está todo. El resto no existe”  – dice.

Este irlandés, “combatiente de lo extremo”, como lo califica Cioran, que elige Francia y la lengua francesa para expresarse alcanza, contra su voluntad, una especie de récord: es el escritor contemporáneo que escribe el mayor número de libros, estudios y tesis en vida. Enemigo de toda metáfora, prefiere consagrarse a la respiración de las frases, al ritmo de la sintaxis, a la musicalidad de las palabras.

Y al fin, en medio de su existencia desalentadora y triste, cuando se encasilla cada vez más en su torre de marfil, el 10 de diciembre de 1969 llega la fulgurante ascensión al premio Nobel, que rechaza ir a buscar a Estocolmo. Ofrece los 50.000 dólares a la biblioteca del Trinity Collage de Dublín, y a la Cruz Roja de un hospital normando. Cede los derechos de sus libros publicados en Polonia a las familias de los presos intelectuales. En un largo texto denuncia el apartheid en África del Sur. Su generosidad es inmensa, humanamente perfecta.

Beckett confina sus últimas obras a un despojamiento casi absoluto. Además, adopta una voz diferente, sobre todo en “Compañía”, donde retorna a la forma neutra de “El Despoblador”: escritura áspera, rápida; frases raramente dislocadas. En “Mal visto mal dicho” (1981), elabora un trabajo de desarticulación expresiva: lo “mal dicho” queda inmóvil, agotado. Pero debe continuar, para lograr el bien decir de lo que únicamente puede mal ver: la vida frente a la muerte.

En “Sobresaltos” (1989), nadie como él sabe ahondar en el mundo vacío de la desesperanza, en la abolición absoluta de las fronteras de la lógica, y en esa tragicomedia de la espera de la revelación donde un hipotético Godot todavía se sigue haciendo esperar.

Samuel Beckett es un trágico que va más allá de la tragedia. Deslumbra a la crítica por su talento. Y porque entre los mil recursos de que se vale para retratar los conflictos del alma humana, con ninguno se expresa mejor que con el juego, la mímica y las máscaras.

Su teatro, bajo la forma de una bufonada siniestra y extenuada, es la exposición verdadera de la condición humana. A pesar de que sus palabras trascienden la desesperanza, no es hombre de tinieblas, porque pasa continuamente de la noche a la luz. Jean Genet dice de él en su momento: “Es un grano de arena monumental”, y según Jean-Paul Sartre “es un escritor francés autor de la prosa francesa más distinguida de nuestro siglo”.

Durante toda su vida ha sido un escritor silencioso de gran talento y generosidad. Tiene horror a la prensa, y vive pues en consecuencia.

Muere en París, un atardecer de 1989, con el mundo a sus pies, pero en la peor indigencia, detrás de las murallas de ese asilo parisino de la calle Rémy-Dumoncel, donde acostumbraba a alimentar las palomas, y de vez en cuando se hacía prestar un televisor para seguir los pasos de los partidos de rugby de su ciudad natal. 

Gaceta Literaria de Santa Fe Nº 128 - Verano de 2005

Gaceta Literaria de Santa Fe Nº 128 - Verano de 2005

Homenaje a la obra de: Cándido Portinari.

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PÁGINA EDITORIAL 

Las palabras y el sentido. 

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Las palabras, mas allá del significado que se le da a una obra literaria, tienen una trascendencia inagotable si las remitimos a un sentido de la vida. Por eso, las grandes creaciones de la literatura nos otorgan constantemente nuevas revelaciones que superan las intenciones de quienes las plasmaron. Tal es, por ejemplo, el caso de La Odisea, o el de La Ilíada de Homero; la Divina Comedia de Dante; El Quijote de Cervantes; los múltiples dramas de Shakespeare y, entre muchas otras, el Fausto de Goethe.

Cada relectura de cualquiera de las obras mencionadas nos permite un nuevo descubrimiento, porque no son solamente la creación de una mente humana, sino que el autor ha recibido la inspiración que viene de lo alto. Rubén Darío llamaba a los poetas “pararrayos celestes”, acertada metáfora que la cultura inmanentista en boga contradice abiertamente. Sin embargo, los hechos, con sus contundencias incontrastables evidencian, a quien tiene ojos para ver, que existe un sentido por encima de la fragilidad individual.

Mircea Eliade, en sus ensayos, nos dice que, en un principio, todo oficio humano fue considerado sagrado y vinculado con la totalidad viviente. Esta sacralidad se fue diluyendo cuando el centro de la tensión humana se ancló en el propio hombre y, por ende, se diluyó en la imagen limitada de lo inmanente. Pese a la amputación del sentido trascendente, es inevitable que aparezca, aun en obras contemporáneas que no pretenden una vinculación con la totalidad, signo de una presencia concreta omniabarcante. Es que, por más que estemos distraídos, la totalidad actúa en todo momento, ya que no es una teoría ni una concepción sino un acontecimiento.

Si la inspiración que viene de lo alto no es reconocida, deja de actuar por aquello de “que no hay peor sordo que el que no quiere oír y no hay peor ciego que el que  no quiere ver”.

Es curioso comprobar cuanta tinta se ha utilizado y se utiliza para demostrarnos que la vida no tiene sentido y que las palabras adquieren un significado limitado que convencionalmente es creado por nosotros. Esta actitud revela, por si misma, su absurdo, ya que pretende persuadirnos, por el sentido de un pensamiento, que pensar no puede llevarnos a encontrar el significado de los hechos.

Las reflexiones que venimos desarrollando nos llevan a la conclusión de que negar que las palabras tienen un origen y un sentido trascendente es demostrar una soberbia que es, a la vez, extremada pobreza, porque pretender que la realidad queda reducida al alcance del hombre es una suerte de suicidio ontológico, ya que veda para siempre toda perspectiva de profundización de lo real convirtiéndonos en marginales de la existencia.

Hay que comentar que las palabras no se originaron, en cada idioma, por ocurrencias azarosas, sino que obedecieron a características propias de cada pueblo, de cada región, de cada clima, de cada historia, y se han ido plasmando por la conjunción creativa de la inspiración y la materia ambiental, del mismo modo que un escultor plasma la belleza con la materia de que dispone.     

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PÁGINA Nº 2  

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Hombre bajo los fresnos 

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Por Jorge Isaías (Rosario) 

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Los fresnos son grandes y tienen una copa alta, de hojas tupidas donde estallan las cigarras. Están plantados casi frente a la casa un poco más que modesta, que nada tiene de llamativo, salvo ese gran terreno donde proliferan los árboles, dispersos como islas lentas en un mar de césped bien cortado. Hacia el fondo algunos pocos frutales que han dejado las tormentas y entre ellos, resaltando un aguaribay con el tronco que rodean las abejas y hacia el límite del terreno donde explotan unos tunales ásperos, haciendo pata ancha al verano, un lapachito colorado que defiende sus hojitas mínimas frente al oprobio del sol aplastante de febrero.

Debajo de esos fresnos se ve a un hombre inmóvil, sentado, y si no fuera porque el humo de la pipa delata alguna actividad uno podrá suponer que duerme. La gente que se atreve a pasar por esa calle de despiadada canícula lo saluda con respeto y él, levanta una mano distraído, como para saludar, como devolviendo una cortesía no buscada pero no se digna abrir los labios para saludar, tal vez para que los recuerdos se aten más con la tela sólida que supone la memoria.Un oxidado cerco de tejido separa el terreno de la calle, el tejido no está solo, unos arbustos de nombre desconocido se arriman desprolijamente con sus guías y lo acompañan desmañados.

Como la casa, los fresnos y el hombre que está bajo los fresnos mantienen casi la misma inmovilidad, da lo mismo que esa casa esté en las afueras, como quien dice en las orillas y no en el centro de ese pueblo de llanura.

Hace tanto calor que es casi como si el verano siempre hubiera estado allí, desde el principio de los tiempos, como si el mundo no hubiese movido por millones de años, si hasta uno espera ver esos grandes animales antidiluvianos cruzar campantes por esa calle que sólo horadan algunas mariposas y huellan un par de perros peleándose un hueso dentellada a dentellada.

El hombre levanta la vista hacia el escándalo y uno puede creer que compara esa lucha canina con la otra, la despiadada pelea de los hombres entre sí: por el poder, por la gloria, por el dinero, por el resentimiento oscuro que suele separarlos y por qué no, por el amor indiferente de una mujer.

A veces pasa una chata hipando su nafta de sucia mezcla que echa humo como si fumara un gran cigarro  desconocido e invisible.

También pasa un grupo de chicos con sus largas cañas pescadoras que quieren salirse de la ajustada remera azul, que pugnan como si tuvieran vida propia, pero no saluda al hombre, ni siquiera se digna dirigirle una mirada, al hombre que tal vez le esté mirando en silencio, tal vez imaginándola desnuda en una habitación que huele a cigarrillo o a jazmines olorosos, tal vez piense en ese cuerpo brillando en la luz del mediodía, con el sudor propio del verano y tal vez afine su olfato y trate de retener el perfume profundo que tiene una mujer cuando le gana el deseo y está por ser amada.

Esas cosas uno las supone, uno cree que puede pensarlas el hombre, pero no hace ningún gesto y uno cree que las aletas de la nariz se están dilatando ante el paso de la mujer motivado por la escena que uno imagina que él imagina. O tal vez sólo sea consecuencia del vaho del verano, del oprobio inaguantable a que lo somete este verano.

De todos modos, sin nada que lo haga prever, el hombre abruptamente levanta su gran corpachón de esa reposera donde está despatarrado hace horas y al ponerse de pie, así, tan de súbito, uno no imagina que va a abrir esa puerta de tejido finito que en un tiempo fuera un mosquitero y entra al fresco de  la casa que lo devora como un útero. 

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PÁGINA Nº 4   

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Cuento de horror 

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Por Orlando Van Bredam (Formosa) 

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Esta misma mañana, hace unos momentos, usted encontró un cadáver en el baúl de su automóvil. Al espanto, le siguió el gesto instintivo de soltar con violencia la tapa y retroceder unos metros. Con el pulso acelerado, se acercó hasta el coche y contó hasta diez, incrédulo, antes de abrir el baúl nuevamente.

No había dudas, era un cadáver. Bastante desfigurado el rostro, con sangre todavía fresca que se deslizaba por la alfombra hacia el guardabarro izquierdo. Un muerto desconocido. Jamás había visto esa cara, ese torso pálido, esas piernas largas y velludas flexionadas con torpeza, seguramente por el homicida que colocó el cuerpo en el baúl. Un hombre semidesnudo (apenas unos calzoncillos y unas medias) de unos cuarenta años, con una herida sangrante, tal vez de un balazo, en la sien derecha, y varios hematomas y en su automóvil. En el automóvil que usted todos los días utiliza para ir a la oficina. En el automóvil que ha permanecido (como usted cree) toda la noche en el garage.

Ahora recuerda que abrió el baúl para cerciorarse de que en el lavadero no habían olvidado cargar el gato como alguna vez sucedió. Entonces piensa en el lavadero. Le entregaron el auto ayer, a última hora. ¿Y si el homicida es alguien del lavadero? ¿Y si el cadáver estuvo toda la tarde y la noche en el baúl? Sin embargo, parece sangre fresca. ¿Y cómo sabe usted si es sangre fresca?

Primero piensa que lo mejor es avisar a la policía. Después advierte que no será fácil explicar el hallazgo. Necesita un abogado. Se acuerda, entonces, de un amigo. Después de cerrar por segunda vez el baúl, abre la puerta que comunica al garage con el living. Y en el living ve, con horror, una camisa y unos pantalones que no son suyos, que levanta del piso para comprobar, también con horror, que están manchados con sangre.

A esta altura usted ve alejarse la posibilidad de llamar a la policía. Sobre todo cuando sigue las gotas de sangre hasta el dormitorio donde su mujer todavía descansa.

-¿Por qué volviste?-pregunta ella.

-Encontré un cadáver en el baúl del coche- contesta usted con fingida naturalidad.

-Ah, ¿era eso?-contesta ella- pensé que te habías olvidado del resumen de la tarjeta de crédito. Ah...y no te olvidés que hoy vence la luz y el teléfono.

Encontré un cadáver...-insinúa usted no muy convencido.

Te escuché- dice ella, inmutable- la semana pasada fue un ahorcado en el jardín, hace tres días un ovni debajo del limonero.

¿Pensás que estoy loco?- usted pierde pie, se desbarranca.

Te creo -lo consuela ella- pero sucede que hay tantas cosas urgentes que solucionar en esta casa.  

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PÁGINA Nº 5 – NUESTROS POETAS

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¿De dónde vienen los niños? 

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Los niños vienen del río

de los nacimientos caen

a la sangre de los padres

cosquillitas de luz enarbolada

y se vuelven

centro de todo

vienen a cantar

la canción de la madre

notas de sonajero y vientre redondo

los niños acunan

el corazón de los milagros

para cualquiera

amasan de la nada el pan

de toda magia

 pedalean

las maquinarias del disparate 

firuletean pintan de lo lindo 

hacen girar las ruedas de la dicha

soplan en los viejitos aires de travesura

tocan las más sensibles cuerdas de la esperanza

se equivocan maravillosamente con el dinero

y no se lavan las manos como nosotros 

vienen del río de la vida

son agua nueva

suenan a formidable revolt(h)ijo 

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Rubén Vedovaldi(Capitán Bermúdez)  

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Definiciones 

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El amor

es una vieja taberna

en la  que aúllan los lobos.

De vez en vez,

hay hombres con bocas sedientas

tomando con las uñas

la cúspide del sueño.

También

existen sombras al costado del viento.

Sombras que hacen sonar

las costillas de los lobos

como si fueran de aire.

Hacen que la luz sea opaca

mientras una mujer

pregona el abandono. 

Como un párpado sin ojo,

la lentejuela inicia un repudio de brillo.

Hace oír el corazón del plástico

junto a los reflectores que iluminan

lirios de cartón. 

El amor, de vez en vez,

es una ventana con un letrero encima.

Es un calendario apurado

que pasa como si fuera un día,

una lluvia,

una lámina de piedra que tritura la voz

y queda intacta. 

En la vieja taberna del amor compasivo,

hay hombres bebiendo de pie

todo el silencio. 

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Miguel Ángel Gavilán(Santa Fe) 

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PÁGINA Nº 6   

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Sombrero de copa                                                                       

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Por Esther Andradi (Ataliva-Alemania) 

“...rara, como encendida”  para Alejandra Maass 

Ahí estaba él con su sombrero adornado con frutas rojas, -acaso eran frutillas- y rosas también rojas, émulo de Carmen Miranda rondando por las azoteas del vecindario. Se paseaba por los rincones contorneando sombrero y revoleando su cuerpo en rojo. Frambuesas caían en cascada sobre sus hombros, jugo de tomate le dibujaba las ojeras, oh, ese sombrero de rojos rotundos espejándose en la ventana. Se deslizaba sobre una alfombra de geranios que caían languidecientes a sus pies, el rojo era catarata de pulpas y diademas, guirnalda de rosas con espinas jugaban a cubrirle la desnudez, -pero apenas-, y la línea perfecta de su codo bailaba hacia el cielo. Raso. Rojo de sangre, vino tinto salpicando el techo, corcho en el aire, mermelada de frutilla.

Entonces vino la dama. Con su corazón atravesado por espadas, sostenía el cuerpo con los tres zancos de sus dolores: dolor del alma, dolor en su ilusión, dolor del dolor. Gasas negras, levemente agitadas por el viento, cubríanle sus heridas. La dama se plantó frente al sombrero y desenvainando su lengua, le podó las frutas una por una. Él se bebió el jugo derramado mirando amanecer entre sus piernas un balcón de malvones. Santa Rita de los pobres, bellas artes al alcance de los que tienen ojos para ver, lengua para beber, paladar para degustar. Se devoraron el resto de pulpa de tomate esparcido sobre los vientres lisos, buscaron y hurgaron  y al derramarse el vino sobre la alfombra vieron la copa. Un recipiente de barro templado al fuego de algún infierno. Una copa donde cabía la mano y si insistían también un brazo y después probaron con meter un pie, y otro, y una pierna y al mismo tiempo se resbalaron por las paredes cavernosas de un abismo oscuro: la copa cobraba profundidad a medida que penetraban en ella. Quiero ver que hay en la copa que vive, insistió la dama inquieta. Aquí se entra descalzo, ordenó Kasandra, que estaba de guardia, -menos mal, ella se quedaba afuera- y acto seguido,  se encargó de cuidar los zancos que la dama hubo de quitarse. Cuando comenzaron el descenso un vaho húmedo de menta y azafrán casi la desmaya, pero siguió amarrada a su sombrero mientras se deslizaban en un lago de espuma que olía a romero y a miel.

No reconocieron aquella voz que daba consignas en el escenario. De un extremo a otro de la cavidad en penumbra una niña arrojaba una esfera detrás de la otra, que desafiando las leyes de la física, discurrían lentamente en el aire, deteniéndose por un instante,  para después seguir su curso y desaparecer por el otro extremo. En su recorrido las esferas eran recogidas por otras niñas que se las iban pasando hasta volver a la primera –o era la última?- que volvía a arrojarlas. Absortas en la elipse que trazaba el transcurrir de una y otra esfera, no parecía  importarles otra cosa. Cada vez que una esfera se detenía en el aire, se iluminaba una vitrina: así fue pasando Ihstar transformada en madrina de Ifigenia , y con la lluvia de la retama se abanicaba Safo,  pero no hubo ni habrá  flor de loto como aquella donde Dionisios se embarcaba con Ariadna. Dejalo que trabaje, le susurraba refiriéndose a Teseo emperrado con matar al buey.  Nosotros descansemos, reina, le decía. Y su aliento de dios le rozaba el lóbulo de la oreja.

Tantearon los bordes con sus manos y al tiempo percibieron el aire cálido de un entrepiso desparejo que abría puertas y compuertas y comenzaron a buscar cualquier cosa para saciar el hambre descomunal que traían. ¿De qué color es la ambrosía?  Se sabe, la batalla requiere de soldados y la sobremesa de postres y el  sombrero se llenó de miel, jugo de tomate, frambuesas, frutillas, sandías, oscuros higos del verano, mientras la copa seguía iluminándose entre esfera y esfera, dispuesta a ofrecer delicias para aplacar con todo la sed y el hambre de caminantes sin zancos. La dama entonces se acurrucó sobre la superficie cálida, tomó el sombrero en sus brazos, fue trozando frambuesas y guindas, y llevándoselas a la boca disfrutó. Como la primera vez.

Al ágape fueron llegando de a una y ocuparon un sitio ya dispuesto: aquí se sentó aquella con fama de matar a sus propios hijos, allá la otra que aguantó las infidelidades de Zeus, y de este lado María del Mar madre de dios, mientras la dama y el sombrero seguían en lo suyo, comiendo y bebiendo aquello que deseaban, sintiendo que el cuerpo se ensanchaba y el espíritu inquieto se regocijaba. ¿Habrán visto acaso cómo se abanicaban las Ménades después de un corte limpio de razones, descolgarse del trapecio a los Sátiros, a la Cabra saltando como tromba hacia el monte? ¿Habrán oído blasfemando a Teseo que en vano buscaba al Toro de las Pampas? ¿Oyeron el temblor de las muñecas de Ulises cuando supo que sus marineros perdieron el rumbo? ¿Y las historias lascivas de Circe? ¿Vieron acaso los muslos de Hermes, palparon los cuernos erectos del Minotauro, el trasero de Zeus?

Todo indica que ellos ni se enteraron. Comieron y bebieron y después se acomodaron en el pecho del árbol que les recogió el cuerpo con las ramas, hamacándolos hasta que se durmieron. Al clarear el alba, las incursiones de un gato curioso los despertaría. Envueltos en  una manta, roja, con vino hasta en la frente, escaparían de aquel hotel de mala muerte. Ladrones de azoteas, viviendo en las cornisas, en la estampida  no reconocerán la voz que ordena el escenario, una niña arrojando una esfera y en la vitrina, por un instante iluminados, ella y su sombrero. 

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PÁGINA Nº 7   

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Las piernas de mi abuela 

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Por Irma Verolín (Buenos Aires) 

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Si los árboles crecen de abajo hacia arriba, por qué, cuando yo era chica, se esperaba que mi cerebro creciera antes que mis piernas. Se pretendía que lo entendiera todo cuando era casi imposible que pudiera entender lo más elemental. Elementales eran, por ejemplo, las caminatas de mi abuela por el patio enlosado. Sus piernas flacuchas y el ir y venir de esas polleras diciendo no y sí y olas de mar y pajarracos sueltos y el sol siempre arriba. Y el tiempo pasando. Las piernas de mi abuela eran muy largas, sí, y lo siguieron siendo todo el tiempo en que las mías no crecían. Sus piernas y sus manos de dedos afilados. Sus manos que trataban de enmendar lo que sus palabras y sus pensamientos destrozaban. Poco podía hacer con sus manos y sus caminatas bajo el sol una mujer que, como mi abuela,  tenía una lengua que masticaba los hechos hasta hacerlos desaparecer.

El tiempo pasó, para bien y para mal, mientras fui comprando cuadernos con márgenes azules y delgadísimos renglones que llené año tras año hablando de mi abuela. Yo la criticaba en aquellos cuadernos y ella,   por la noche, los leía. A la mañana siguiente me miraba con rencor y una risita sobradora que se iniciaba al costado e su boca. Pero para entonces yo ya tenía también las piernas bastante largas y los ojos estirados hacia la puerta de calle, tratando de mirar un sol que no estuviera opacado por el enorme y mugriento techo de vidrio del patio. Porque mi abuela había mandado techar el patio igual que si se hubiera tratado de hilvanar el ruedo de un vestido. Ella había querido atrapar el sol y, por supuesto, había logrado lo contrario.

Ahora he cumplido veinte años y me miro en el espejo: mis piernas alargadas por unos tacos negros, tan negros y espeluznantes como la línea artificial con los que delineo mis ojos. Mi abuela mira la televisión. Y la televisión la mira a ella. Entonces el tiempo, digo yo,  va pasando para bien, aunque nunca se sabe. Dios me espía  yo me hago un ovillo en el viejo sofá desteñido. Me quiero ir, y me quiero ir. Repito: me quiero ir y el aire que entra, sale enseguida por mi boca; entra y sale y no se va.

Un día, gracias al tiempo que ha pasado, me voy, como quien dice, arañando otros horizontes, pellizcando un hilván, un  hilo demasiado delgado del que no podré colgarme. Miro el horizonte desvanecerse cada día en un azul más desteñido que el sofá de la casa de mi abuela, donde ella se reclina suavemente y sus piernas blancas, blancas, se dejan estar, medio colgando, laxas, viejas y largas como siempre.

A mi abuela le han instalado un teléfono y yo me he comprado una computadora. Ella me llama cada día mientras, con los ojos clavados en la pantalla de mi computadora, yo intento evitar que un muchachito gris caiga en un pozo, sea matado por un árabe o salte el puente. Va y viene cien veces el muchachito dentro de la pantalla. Hasta el momento no he logrado salvarlo: me ha vencido la computadora. De pronto suena el teléfono y yo miro el teclado y la luz verde, muy verde y encendida, pensando: debe ser mi abuela. No me equivoqué. Oigo la voz de mi abuela que me dice:

-¿Hoy tampoco saliste de tu casa?

-No- le contesto.

Imagino sus largas piernas, blancas por demás, aflojarse en el sofá para que ella mantenga conmigo, igual que cada día, una interminable conversación.

Mientras tanto el muchachito gris corre torpe y frenético por la pantalla de mi computadora. Corre, corre, y entra en mi cerebro y se confunde y me asfixia. Y sigue escapando. La computadora emite un pequeño ruido, un ruido insignificante, apenas un timbre lejano. La voz de mi abuela continúa resonando en el aparato del teléfono como un cuerpo vivo metido dentro de un ataúd. 

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PÁGINA Nº 8  

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Algunos datos para ubicar a Walter Martillo 

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Por Rogelio Ramos Signes (Tucumán) 

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Sin excepción, todos los autores coinciden en los 88 años que tenía al momento de su muerte el fanático guerrero Walter Martillo, o Martel, o El Golpeador, o Puño Fuerte, o Walter a secas; que, luchando en Bizancio, en Persia, en el Egipto islámico y en la España posterior a Covadonga, impuso la paloma como símbolo de la guerra, y de la paz a través de la guerra; porque de armas tomar era ese mahometano latino reverente a los mandatos de Alá y también temeroso del Dios que agonizaba en la cruz.

Si muerto en el 791 lo consignan todos -incluso Goodalrick Hereford, amigo de la disputa malhabida- por nacido en el 703 deberíamos darlo, y la historia no caería en contradicciones; cosa que siempre es un saludable paso hacia delante. Las aves cantarían al amanecer, el sol seguiría poniéndose por el oeste y la brisa marina humedecería las playas, las axilas y las sábanas.

Pero como Goodalrick Hereford lo hace morir a la edad aceptada y en el año indicado hacia fines del siglo VIII (aunque nacido en el 770, según él) apenas habría llegado a la juventud. Sinceramente no sabíamos qué hacer con los 67 años que faltaban, o sobraban.

Como tamaña afirmación del estudioso Hereford pusiera en apuros a nuestro cuerpo de historiadores y también a nuestro cuerpo de revisionistas y a un cuerpo muy especial de revisionistas del revisionismo, que terminan por aceptar la historia tal como se la contó en un primer momento; dimos en afirmar su teoría, por lo que el aprendiz de musulmán Walter Martillo habría nacido hacia los 67 años de edad en la parte saona de lo que luego sería la Lotaringia.

Fue hombre de extraordinaria perseverancia. Alumno y maestro al mismo tiempo, aprendió y enseñó el oficio de la guerra en las campañas previas al apogeo de Aquisgrán. Sus hombres y los hombres de sus hombres, por extraños cambios de bandería, defendieron y conspiraron contra los hijos de Ludovico Pío en el siglo IX.

35 años antes de su nacimiento dio quintillizos a su esposa y dos bellas mujercitas a su amante Marcela la Confiada. Atacó de palabra y de hecho a vándalos y ostrogodos, lo que le costó más de una cárcel en Constantinopla y otros conglomerados. Defendió sus territorios, controló las fronteras y recaudó impuestos a favor de intereses ajenos.

Llegó a todo cuanto podía llegar un hombre surgido de la nada. Fue soberano de su rey, y esclavo de sus vasallos. Ayudó a los fines de la ociosa monarquía, para luego combatirla sangrientamente. Algunos lo conocieron destruyendo comercios en el Mediterráneo y otros haciendo entrar por la fuerza las leyes germánicas.

A los 8 años, o a los 75 (es lo mismo), formó un ejército de mongoles nómades que lo llevaría a luchas de escaso fundamento al este de la Rusia varega; hasta perder, en esas estepas y en esas lides, las dos piernas y el brazo derecho.

Lejos de acobardarse por esas disminuciones, controló el comercio de Dalmacia desde un carro ornamentado, del que sólo emergiera su cabeza de búfalo, haciéndose recordar por su pésimo carácter y por uno que otro rapto de generosidad.

A los 88 años, o a los 21 (¿qué más da?), en medio de un rajante invierno en la costa de Malta, murió agobiado por un acceso de tos ferina, arengando a sus nietos, bisnietos y a un índigo esloveno de los Cárpatos.

Corría el año 791 y en los campos ya se olía la presencia del Señor.  

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PÁGINA Nº 9 – PÁGINAS MEMORABLES

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Lope Félix de la Vega Carpio nació el 25 de noviembre de 1562, en la villa de Madrid.

Estudió en Madrid y en Alcalá.

Tuvo una vida azarosa.

Viudo dos veces, fue soldado, secretario de varios diplomáticos y, finalmente, sacerdote.  

Escribió en todos los géneros literarios: novelas, dramas y poesía. Fue llamado el Fénix de los Ingenios.

Murió en 1635, a los 73 años de edad.

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Un soneto me manda hacer Violante

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Un soneto me manda hacer Violante 

que en mi vida me he visto en tanto aprieto;

catorce versos dicen que es soneto;

burla burlando van los tres delante.

Yo pensé que no hallara consonante,

y estoy a la mitad de otro cuarteto;

mas si me veo en el primer terceto,

no hay cosa en los cuartetos que me espante.

Por el primer terceto voy entrando,

y parece que entré con pie derecho,

pues fin con este verso le voy dando.

Ya estoy en el segundo, y aun sospecho

que voy los trece versos acabando;

contad si son catorce, y está hecho.

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Hombre mortal mis padres me engendraron

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Hombre mortal mis padres me engendraron, 

aire común y luz los cielos dieron,

y mi primera voz lágrimas fueron,

que así los reyes en el mundo entraron.

La tierra y la miseria me abrazaron,

paños, no piel o pluma, me envolvieron,

por huésped de la vida me inscribieron,

y las horas y pasos me contaron.

Así voy prosiguiendo la jornada

a la inmortalidad el alma asida,

que el cuerpo es nada, y no pretende nada.

Un principio y un fin tiene la vida,

porque de todos es igual la entrada,

y conforme a la entrada la salida.

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Quiero escribir, y el llanto no me deja

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Quiero escribir y el llanto no me deja,

pruebo a llorar, y no descanso tanto,

vuelvo a tomar la pluma, y vuelve el llanto,

todo me impide el bien, todo me aqueja.

Si el llanto dura, el alma se me queja,

si el escribir, mis ojos, y si en tanto

por muerte o por consuelo me levanto,

de entrambos la esperanza se me aleja.

Ve blanco al fin, papel, y a quien penetra

el centro deste pecho que se enciende

le di (si en tanto bien pudieres verte),

que haga de mis lágrimas la letra,

pues ya que no lo siente, bien entiende,

que cuanto escribo y lloro, todo es muerte.

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A una rosa.                    

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 XXXVII

¡Con qué artificio tan divino sales

de esa camisa de esmeralda fina,

oh rosa celestial alejandrina,

coronada de granos orientales!

Ya en rubíes te enciendes, ya en corales,

ya tu color a púrpura se inclina

sentada en esa basa peregrina

que forman cinco puntas desiguales.

Bien haya tu divino autor, pues mueves

a su contemplación el pensamiento,

aun a pensar en nuestros años breves.

Así la verde edad se esparce al viento,

y así las esperanzas son aleves

que tienen en la tierra el fundamento...

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¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?

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¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?

¿Qué intereses persigues, Jesús mío,

que a mi puerta cubierto de rocío

pasas las noches del invierno oscuras?

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el Ángel me decía:

«Alma, asómate agora a la ventana,

verás con cuánto amor llamar porfía»!

¡Y cuánta es su hermosura soberana,

«Mañana le abriremos», respondía,

para lo mismo responder mañana!

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PÁGINAS Nº 10 y 11 – RESEÑAS DE LIBROS

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La generación poética del 40 – Delia Travadelo – Instituto de Cultura Hispánica de Santa Fe – 2005 – 248 ps. 

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Dividida en tres capítulos: “La Generación poética del 40”, “La Generación del Paraná” (1940) y “La lírica de Carlos Alberto Álvarez”, estos tres ensayos sobre la poesía argentina contemporánea ponen de manifiesto la seriedad y el sentido didáctico que caracterizan la labor literaria y educativa de la autora.

En su breve pero enjundioso libro “El oficio de poeta”, el conocido autor italiano Cesare Pavese nos da los lineamientos que tanto poetas como prosistas deben tener presentes como valiosas, inapreciables exhortaciones dignas de respeto.

Así, al hablar de las palabras, señala que “son ciertas cosas, intratables y vivas, pero hechas para el hombre y no el hombre para ellas. Todos sentimos que vivimos en un tiempo en que se hace necesario volver a llevar las palabras a la sólida y desnuda limpieza de cuando el hombre las creaba para servirse de ellas. Y nos sucede que, precisamente por ello, porque sirven al hombre, las nuevas palabras nos conmueven y aferran como ninguna de las voces más pomposas del mundo que muere, nos conmueven como una plegaria o un boletín de guerra.”

Partiendo de esos valores la Profesora Travadelo va delineando este emprendimiento ensayístico que, desde lo colectivo: “La Generación poética del 40” (denominada así por León Benarós y “neorromántica”, al decir de César Fernández Moreno), y la “Generación poética del Paraná” (1940), a la individual: “La lírica de Carlos Alberto Álvarez” revelan su calidad investigativa y los conocimientos que posee sobre la materia que aborda.

El primer capítulo se refiere a la convocatoria para jóvenes poetas realizada en 1940 y continúa con sintéticos y precisos comentarios sobre las revistas y cuadernillos de poesía que se fundan; sus influencias y direcciones estéticas; la polémica de la generación, y cierra con interesantes conclusiones que hacen alusión a la producción del grupo, que recoge brevemente con propósitos antológicos, y, por último, el juicio personal de que la generación del 40 cumplió ciertamente con una renovación del lenguaje poético de los argentinos.

Al abordar el segundo capítulo de esta obra: “La Generación poética del Paraná” (1940) –llamada así, según la autora, por Juan L. Ortiz- Travadelo cita elogiosamente la docencia del Instituto Nacional del Profesorado entrerriano, en el que cursaron su carrera de Letras, además de la autora y Carlos Alberto Álvarez, otros poetas de la generación. Menciona a profesores como Carlos María Onetti, emotivamente recordado siempre, Irineo Fernando Cruz, Oscar S Cortés Conde, Marcos A. Morínigo, María del Carmen Rodríguez, Celia Ortiz de Montoya y Amelia Luisa Grossemy, entre otros nombres prominentes. Pero “la cátedra paralela”, decía Álvarez, convertida en una tertulia de “deshoras”, presidida por Amaro Villanueva, que era la cátedra de su bohemia, instalada en una pizzería frente a la Plaza de Mayo paranaense, a la que prestigiaban los más importantes representantes de la generación estudiada.

Señala César Fernández Moreno, uno de los que más se ha ocupado de estos poetas: “Hay que sentarse entre Alfonso Sola González, Carlos Alberto Álvarez y José María Fernández Unsain, para enterarse de la historia poética de Paraná…”

El movimiento del grupo poético del 40, que llevó a Sola González a manifestar que sus integrantes “constituyen lo mejor que la poesía argentina ha dado, después de Lugones, en nuestro tiempo”, núcleo en Paraná a un reconocido conjunto de escritores representativos, procedentes de distintos lugares de la provincia, que produjeron una lírica valiosa enmarcada en idénticos cánones generacionales, tales como: P. Jacinto Zaragoza, Juan L. Ortiz, Marcelino Román, Guillermo Yaraví, Gaspar L. Benavente, Carlos Mastronardi, Reinaldo Ros, Alfonso Sola González, Eduardo Seri, Carlos Alberto Álvarez, José María Fernández Unsain.

En el tercer capítulo: “La lírica de Carlos Alberto Álvarez”, la autora parece que respetara los conceptos de Pavese: “No se improvise nada, y menos la riqueza interior que embellece el alma y el corazón del poeta verdadero, ya que hacer poesía significa llevar a evidencia y cumplimiento fantástico un germen mítico”.

Delia Travadelo expone la vida y la obra de Carlos Alberto Álvarez, platense por nacimiento pero entrerriano por formación, cultura y sentimientos, amigo y condiscípulo de excelentes poetas como Alfonso Sola González, Rubén Turi y José María Fernández Unsain, entre otros soñadores que vivieron la etapa primera de sus búsquedas poéticas.Álvarez publicó los siguientes libros: “Fábula encendida” (1943) y “Donde el tiempo es árbol” (1963), ediciones de poemas; “Canto a Villa María de los Vientos” (1967) y “Coplas del Andariego” (1973), plaquetas: “Río adentro” (1970), carpeta de arte para bibliófilos, tributo de amigos, en 1970.

El cantor de los árboles, el del sendero emblemático del jacarandá (“Como el jacarandá mi vida fuera, dar siempre antes las flores / que la sombra / y ser azul o lila hasta en la hoguera”), merecía estar en el recuerdo y el análisis de alguien que lo conoció y admiró, además de compartir el aula y el transcurso de un profesorado ejercido con verdaderos exponentes del sentir poético de ese litoral que estalla en el verdor y el aroma de sus árboles, criaturas vegetales que perfuman las aguas infatigables de los ríos de camino incesante que se hacen canto en el sueño del hombre costero que le dedica su ilusión y sus desvelos.

Un excelente tranajo de la Profesora Delia A. Travadelo, que el Instituto de Cultura Hispánica de Santa Fe avala con  la certeza que su firma resguarda. 

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Jorge Alberto Hernández (Santa Fe)

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Finisterre - María Rosa Lojo –  Editorial Sudamericana - Buenos Aires – 2005 -183 pgs- 

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Finisterre, la mítica península que en la Edad Media se creyó el fin de la Tierra, es el punto más al oeste de la Europa continental y del litoral gallego. Finisterre es también una novela, la última de María Rosa Lojo. Una pista sobre la razón de haber elegido el título se la da al lector el comienzo de la trama: una mujer: Rosalind Kildare Neira que vive en Finisterre, le envía a una joven huérfana, Elizabeth, que vive en Londres, una carta en la que pide permiso para contarle la historia de la propia Elizabeth. La historia de su madre y de la tierra donde nació.

Es así, con ese mar de por medio,  que comienza a desarrollarse en Finisterre un juego vertiginoso de construcción y transmutación de identidades. Ya el nombre de la corresponsal: Rosalind Kildare Neira lo  preanuncia con el cruce entre un apellido irlandés y otro gallego. El destino de tantos gallegos, la migración, ha llevado hace tiempo a Rosalind junto con su marido médico hasta la Argentina. Y allí, en un viaje a través del desierto, su marido muere y ella es raptada. Cuando el pacto se sella, Rosalind recordará a las meigas, las brujas gallegas. Al mismo tiempo que rescata una identidad que le viene desde los orígenes acepta esta, indígena. Se transforma sin dejar de ser lo que es.

Llegado a este punto de las cartas, el lector descubre que, por ahora, la historia que la mujer de Finisterre está narrando no es la de la huérfana, sino la suya propia, es decir su autobiografía. Elizabeth se ha vuelto su lectora y, en cada carta, su experiencia limitada del mundo se amplía gracias a los acontecimientos, las experiencias vitales que Rosalind le va narrando.

Paul Ricoeur dice que sin la narración autobiográfica que confiere identidad la vida se emperraría en un sustancialismo que no admite el cambio o se disgregaría en una serie de episodios inconexos. Es la trama de la narración la que va confiriendo una identidad siempre cambiante, nunca concluida, pero que va construyendo el sí mismo mediando los sucesivos cambios.

Es imposible olvidar esta tesis luminosa cuando se lee Finisterre. Firmemente sostenida a lo largo de esta novela,  irradia sobre todos los actores, ya sean personajes o comunidades. Quizás lo que le da mayor visibilidad es el hecho de que invierte o modifica identidades hasta ahora estereotipadas,  ya sea la de personas, como el coronel Baigorria, ya sea la de comunidades, como los ranqueles, como la de los cristianos mismos. 

Pero decir que la narración de vida construye y modifica identidades es decir mucho tratándose de una ficción. Para aceptarla, hay que aceptar también un presupuesto: el de que la lectura de la ficción es una experiencia tan vital como las experiencias que se realizan en otros momentos de la vida y la de que su verdad, la verdad de la ficción, es una entre otras. Es bien sabido que María Rosa Lojo es investigadora y que muchas de sus novelas trabajan con datos documentales. En Finisterre, se da un maravilloso equilibrio donde los límites entre la trama de ficción y los de la trama histórica  pierden su rigidez, para efectuar un cruce en el cual cada uno de ellos: el  relato novelesco de ficción y la historiografía toman en préstamo del otro sus rasgos más ricos. La ficción le da a la historia su capacidad de hacer ver, de singularizar.Y la historia a su vez nos hace concebir a la ficción como habiendo sucedido, más exactamente como aquello que podría haber sucedido.

En Finisterre, hay una actriz que la historia registra como una de las tres mujeres de Baigorria. En la novela, esa actriz es el personaje de Ana de Cáceres. Es sobre todo cuando se la retrata llegando a su final, cuando la ficción, que da a la historia ojos para ver, representa  la dolorosa nueva identidad.

“Doña Ana, pues, pasaba muchos días sentada en uno de los sillones cada vez más desvencijados que componían el mobiliario del rancho, inmóvil como un ícono. A veces se ponía una mantilla negra por delante de la cara, como una viuda en misa y entonces el gran pectoral de plata , y el trarilonko en la cabeza y los pesados zarcillos que le colgaban de los lóbulos, se traslucían bajo el dibujo con un raro efecto, como si fuesen las joyas de una princesa embalsamada y sepultada hacía siglo en algún túmulo egipcio".

En este fragmento notable, se diseña una máscara que aparece como una reflexión sobre la ficción. Lo que sucede con la máscara no es un desplazamiento mutuo, como en la mentira, en que la verdad que se desplaza debe quedar oculta. En la ficción, el sentido se produce en la simultaneidad de la ocultación y la revelación, es decir según dice Wolfang Iser, en la simultaneidad de lo mutuamente excluyente.

La mantilla de Ana de Cáceres produce este sentido que María Rosa ha percibido y describe como “viuda en misa” y todavía más “princesa embalsamada”, “túmulo egipcio”. No proviene de la mantilla, objeto material, tampoco de la mujer que la lleva. Es la simultaneidad de la máscara y de la persona, el ir y venir de una a otra la que crea esa alucinación de una presencia que no está allí – princesa, viuda- y que por eso es al mismo tiempo engañosa y existente.

Pero lo que los ojos de la ficción ven en la historia, cuando reflexionan sobre ella no es cualquier cosa, no es un escenario, no es un diálogo que aliviana o una banalidad. Es un sentido profundo. Aquí esa máscara, esa mantilla ha logrado hallar la imagen que tiene un significado más desgarrador y exacto de la condición esta mujer.

Un texto no existe si no es leído. Y lo que sucede en la lectura no es que un autor impone a un lector una visión del mundo que debe ser aceptada, sino que se produce un cruce entre la experiencia del mundo del autor que se manifiesta en el texto y la del lector. En el acto de lectura confluyen estas experiencias, se cruzan y de ahí surge un mundo  posible con tanta validez como el cotidiano.

Creo que con esta novela sucederá este fenómeno de la lectura. Esta Finisterre, en la que el desierto, Galicia, Irlanda, y sus habitantes se entrecruzan y se constituyen, dolorosa o feliz o sabiamente, por las sucesivas transformaciones de su identidad, tendrá su verdad de ficción en el más allá de los continentes, en la Finisterrae.

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 Gloria Pampillo (Buenos Aires)

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PÁGINA Nº 12  

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Es a mí             

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 Por Pilar Romano (Corrientes) 

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-A dormir, que yo sí debo levantarme temprano- 

Es a mí.

Si la ilógica cronología familiar en cuanto a morirse se hubiera interrumpido, yo debería haberme ido antes que mi hermana Elisa, que era la menor.

–¡Moviendo las piernas, que ya son más de las diez!- es a mí. Y pensar que Elisa, luego de enviudar, me invitó a vivir en su casa para retribuirme los cuidados y mimos que le prodigara como hermana mayor mientras estuvimos en la casa paterna. Ella era menuda y frágil y siempre había despertado mi ternura. La ayudé en sus tareas escolares, inclusive en la secundaria y hasta me enorgullecí con sus éxitos. Le escribía en mal inglés cartas a los estudios de cine norteamericanos, pidiendo fotos de sus artistas; ella firmaba emocionada las cartas y nos moríamos de ansiedad hasta que llegaba alguna fotografía. Hicimos una linda colección, Tyrone Power, Robert Taylor, Ginger Rogers...

-Sin arrastrar los pies, que ayer enceré los pisos- 

Es a mí, aunque no me mire. Me lo dice con voz insípida. Insípida y carente de emociones, como fue mi juventud. Me recibí de técnica radióloga y trabajé durante años en esa profesión, que nunca supe porqué había elegido. Tan sólo me deparaba algunas veces la revelación de que el tumor ya no estaba y el tipo podía volver a vivir. Me enamoré del muchacho que hacía la limpieza, también sin saber porqué; Leopoldo se llamaba y jamás dio muestras de que le interesara mi existencia. Casi no puedo fijar ese tiempo. Tan sólo me llega, en ocasiones, el olor del laboratorio, que no me trae recuerdos vívidos; más bien me persuade de que todo fue, quizás, un sueño gris.

-A dormir, dije, y apagar la luz- 

Es a mí.

Al principio las cosas fueron bien con Elisa, a pesar de que ya caminaban conmigo unas cuantas decenas de años y empezaba a verme cada vez más parecida a mamá. Reanudamos la relación anterior y desempolvamos viejos rituales familiares en un mundo invulnerable que creímos definitivamente conquistado. Pero la realidad es cambiante y cambió. La realidad fue, en cierto momento, que Irene –la única hija de Elisa- se divorció y vino a vivir con su madre. Con su madre. Yo era una adherencia molesta. "Te recordaba bonita" fue lo primero que me dijo al llegar, con tono de decepción.

Como dije, la ilógica cronología familiar continuó y Elisa se murió antes que yo.

-Basta con el calefón encendido- 

Es a mí. 

Estas frases innominadas hacen que conozca la verdadera soledad, ésa que viene acompañada del silencio, un silencio implacable que parece mirarte con ojos de buho. Irene nunca insinuó que debía irme de la casa, pero dejó de hablarme, de dirigirse a mí en forma directa. Sus pocas palabras han parecido siempre destinadas a un perro que debe ir a la cucha. Además, si digo algo, ella se aleja como si no hubiera oído. No sé qué es peor, si la sensación de causar lástima o la de causar fastidio.

Debo decir la verdad: tengo las medicinas sobre la mesa de luz, en las dosis adecuadas, la comida es la que necesito, sin sal ni colesterol, pero también sin compañía; un enfermero viene regularmente a controlar mi presión y con él suelo conversar un ratito; mi ropa está limpia y prolija, pero me las arreglaría sola con todo esto a cambio de que Irene abandonara esa forma feroz de violencia que es silencio.

Ella preside la comisión directiva de una cooperadora y las reuniones se hacen en casa, es decir en la casa en la que me acuesto y me levanto. 

-A mirar televisión y cerrar la puerta, que ya va a venir la gente...

Es a mí; los otros son "la gente". 

Suelo escuchar las propuestas de Irene en esas reuniones, inspiradas en el deseo de ayudar a los demás, dichas con aparente convencimiento. ¿Por qué me habrá excluido de su círculo de solidaridad? Para mí, la ausencia de palabras, las de ella y las mías; a veces me parece que tengo las orejas y la lengua tejidas al crochet. Pienso en mi hermana Elisa, lloro y tengo la sensación de que mi cuerpo se queda sin alma por el resto del día. La noche me la devuelve, porque de noche el silencio es de todos.

-Usted se cree tan señora...- digo esta vez yo, mientras miro a Irene recostada en el sillón, al borde de la asfixia, e intento con las manos temblorosas extraer la pastilla que, por fijarme nomás, sé que ella debe tomar cuando le vienen esos ahogos de los que nunca me ha hablado. Pero mis manos tiemblan y demoran. Demoran y demoran. 

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PÁGINA Nº 13 – POETAS ARGENTINOS

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El horror de los milagros

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También hay mucho de qué horrorizarse fuera de uno mismo:

La anciana muerta detrás de los rosales.

Las palabras estancadas en la costumbre, por descargo de conciencia.

Los hombres que salen a matar.

La combustión del petróleo.

Los que firman sus propias defunciones con tal de no perder el sentido común.

Los que impiadosamente toman una palabra para ir tras la caza de ideas y nivelan sus personajes a la media de sus jaulas.

Hay muchos a quienes temer además de uno mismo:

Los que no encuentran el quinto punto cardinal.

Los que hacen alarde de su estilo puramente informativo y escriben: "El juez, con un sobretodo negro, se retiró del tribunal a las cinco de la tarde."

Los que no han podido fundir su cuerpo con lo no visto, lo no dicho lo no escuchado.

El perro con cara de hombre, el hombre con la túnica de dios, dios con la baba del diablo.

El asma de los toros.

El reloj que suena.

Los gallos y los hombres que se comen los ojos.

La bondad de los indiferentes.

La omisión de los generosos.

El perdón de los pecados.

Wall Street.

La resurrección de la carne.

Schwarzenegger.

La desproporción del hambre y la mezquindad de la riqueza.

El Vivaporú.

Y atención, porque también hay otros culpables además de nosotros:

Los que prefieren el sistema a la fulguración.

Los que mataron a Búfalo Bill.

Los que aterran.

Los que lanzan el a?b?c de sus transgresiones y revientan en un rollo que comienza con el título y termina en el punto final.

Los que profesan para que sea oída su voz narrativa.

Los que dan patadas al aire antes de lamerle los labios a una mujer hermosa.

Los que proyectan su percepción literaria y sus impulsos creadores según el calendario comercial.

Los que no enseñan al diablo a ser bueno ni a dios a ser diablo.

Los que exigen verdades fijas, concluidas, irrefutables.

Los que repiten síes y noes que no significan.

Los lacayos de las retóricas preestablecidas.

Los que no dejan de hablar del fin del mundo y por lo mismo impiden que se acabe de una vez.

Los que no saben de dónde han salido ni con qué penas.

Y hay muchos a quienes admirar:

Los que avanzan por el camino menos transitado.

Los tristes.

Los que adhieren el conocimiento a la invención. La invención a la perplejidad. La perplejidad a la hermosura. La hermosura al espanto. El espanto a la inteligencia. La inteligencia a la percepción. La percepción al hombre y sus centauros.

Los que no se salvan y escriben.

Los que cantan su canto más apartado.

Los posesos.

Los que van a la deriva con el mundo.

Los que mueren y al mismo tiempo van naciendo.

Los que aún no han empezado. Los que aún no han sido vistos.

Los que emprenden la retirada hacia alguna clase de silencio que borra el alrededor.

Los que andan dentro de sí mismos, aterrados y conmovidos por lo que encuentran.

Las criaturas de pechos devorados.

Los que son a la vez lo único y lo múltiple.

Los que hacen salir, de su pequeña individualidad, una compleja cooperación con el mundo.

Los que hacen de su escritura un presentimiento, una ignorancia que tantea y adivina.

Los que accionan el timbre melancólico y sereno de su pequeñez, de su plenitud.

Los que abrillantan con su perplejidad el medio circundante.

Los que dicen sí, sí, soy yo, aún estando a punto de no ser.

Los que se detienen porque son tan bellos.

Los vaciados de todo sentido anterior.

Los que inventan lo existente como si no existiera.

Los que retuercen sus posibilidades.

Los que creen en la poesía, no en el paraíso.

Los que no esperan que sean virginales sus vírgenes y adoran las manchas de sus vulvas.

Los que encuentran en la grieta de la pared descascarada el mapa de su reino.

Y sobre todo, hay mucho que agradecerle a la poesía porque se aferra a los que irradian la peste del amor.

Porque sacude sus muslos de lirio liberado.

Porque llena de silencio al cañaveral.

Porque ella propone y el lector dispone.

Porque puede ofrecer al mundo su pecho de nacer y de morir.

Porque fecunda peces deslumbrados.

Porque la gente no acude a ella como acude a las farmacias.

Porque sus besos no atan las bocas.

Porque para ella las realidades nunca son lejanas.

Porque tiembla desnuda donde el terror no se atreve.

Porque su dolor mantiene despierto el corazón de todos los hombres. 

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Miriam Cairo(San Nicolás) 

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Jugado.  

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Me sustento además con la convicción

de apostar en estado si no siempre

de gracia al menos de desgracia plena

plena de potencia

y si no siempre de plenipotencia

al menos de una impotencia plena. 

El sustento poético. 

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Rolando Revagliatti (Buenos Aires) 

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La trama  

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Esa trama te abruma, te seduce,

te golpea en los ojos,

te desnuda, te viste de oropeles,

te deja en la cuneta,

te cubre de virtud, te llama a misa,

                            y suenan las campanas,

               las campanas adentro de tu pecho

              como un hondo caracol envolvente. 

Esa trama es la trama de tus pasos. 

Ella está en lo que miras,

                        aquí cerca, allá lejos,

en la insidia que impregna tranquilos dormitorios,

y acrece las pulsiones del alba,

                                         del insomnio.  

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Máximo Simpson(Buenos Aires) 

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Que se ponga de moda la pobreza 

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que se ponga de moda la pobreza

en la geografía toda de este mundo;

que se usen los zapatos bien rotosos

las remeras coloreadas de cemento 

que la gente se empecine en perder todo

que haga cola para comprar nada 

que sea elegante morirse de hambre

tener frío todo el día y a la noche

que se ponga de moda ser un pobre

lucir ninguna moneda en el bolsillo

cartones como accesorios de la ropa 

que no cuenten las cuentas de los bancos

que no haya vacaciones para nadie

que se expandan las pestes de este mundo

y no apliquen la vacuna contra la miseria 

que se pongan de moda los que piden

que todos quieran sentarse a la intemperie

a disfrutar la ola de vacío

a gozar la enorme indiferencia 

que ser pobre se ponga de moda

porque la moda naturalmente pasa 

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Hernán Salcedo (Buenos Aires) 

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La luna (versión del film de Bernardo Bertolucci)  

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Después de una cierta hora, las calles se vacían

y yo salgo a olvidarte. Es más fácil en las calles

vacías. Me pierdo como una piedra terrestre

arrojada a territorio lunar. Entonces la luna se vuelve

una playa bañada por la luz del Mediterráneo,

donde jugaba de niño. No puedo volver a tomar

lo que he perdido, nadie puede. Si no está

permitido el regreso y no deseo avanzar,

quizás debería tener miedo, pero me enseñaste

a no temer, a estar despierto hasta tarde

en la casa desierta escuchándote cantar, con la promesa

de que el sueño llegaría. Aún soy el niño

que atraviesa la noche en su nave, un pequeño

astronauta. Hemos perdido contacto con la base,

nos hemos quedado solos aquí arriba, las constelaciones

y yo. Dame la calma, dame el silencio que acaricia,

no este silencio como una aguja que cruza lentamente

la frontera de las venas y apacigua

el rumor de la sangre pero no alcanza

a apaciguar el deseo de tocarte ¿Cómo voy a construir

mi casa lejos de la tuya, de dónde van a sacar mis manos

el oficio de poner cada ladrillo uno encima

del otro para levantar una pared que nos separe? No sabría.

Me decías que algún día vendrían a buscarme

los extraterrestres, que yo no pertenecía a este planeta.

Nos reíamos. Yo, desde entonces, no he hecho otra cosa

que preparar con paciencia mi bolsito a la espera

de que llegue ese día. Tu voz es el hilo de seda

que conduce a las ruinas de la luna. Madre -te dije-

no tengo sueño todavía. 

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Claudia Masin(Chaco) 

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PÁGINA Nº 14   

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La escarapela 

Por Trudy Pocoví (Santa Fe) 

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Ya casi nadie usa escarapelas para las fiestas patrias. Salvo raras excepciones, obligados por el cargo, función o alguna Directora tildada de loca y de vieja cuyas exigencias obsoletas nadie acata, no se ven más insignias patrias honrando los trajes y ese rinconcito del alma reservado para la Patria.

Más aún, si llevás una,  te miran por la calle la escarapela en la solapa como si fueras un desubicado, más ridículo que si lucieras un sombrero con plumas.

¿Qué ha pasado con aquél sentimiento de orgullo que nos henchía el pecho e iluminaba el rostro? ¿Qué con aquella velada y sutil competencia de 6° grado por ver quién lucía la escarapela más grande, más linda, más celeste y más blanca?

Recuerdo que fue para un 25 de Mayo. En el Cabildo ya se había realizado el escrutinio de los 224 votos de patriotas y la señorita Marta decidió delegar el mando en mí, para que recitara el extenso y denso poema de Capdevila dado que el Virrey Carlitos, escolta de la bandera, había sido depuesto por una gripe de esas que no se anuncian y que arrasan con cualquier ilustrísimo representante de Su Majestad o hidalgo caballero.

Eso el día antes  de la designación de la Junta de Gobierno, es decir, el día antes del mismísimo acto patrio, así que recité y recité el poema de Capdevila  durante la merienda, la cena y hasta la medianoche, aterrado por la sola idea de olvidar una estrofa, un verso, uno sólo de sus adjetivos.

¡Y llegó el 25! Me sentía tan exaltado como imagino estarían Saavedra, Azcuénaga o Larrea  aquella misma mañana después de largas y agitadas deliberaciones, acuerdos, corrillos e intrigas. Afuera, el cielo estaba igual de gris que aquel  del Cabildo abierto, al menos como aquel que reflejaba la lámina del libro de lecturas.

Mamá me ayudaba a peinarme, raya a la derecha y jopo de rigidez brillante y Glostora... Sombras del Cabildo/ de la gran jornada,/ convocadas fueron/ de nuevo a la Plaza... Corbata azul, el guardapolvo secado a plancha (por  la llovizna de la víspera y la maldita humedad que ponía a toda la casa y a mi madre especialmente, de pelos de punta), tibio aún y almidonado... Juramento heroico/ los pechos juraban... Los zapatos oliendo a betún todavía y un cierto estremecimiento que me aceleraba el pulso, me acortaba la respiración, no me dejaba terminar de tomar la leche...Andad esas calles,/ cruzad esas plazas;/ vivid cual entonces...¡Renació la Patria!

Mamá también estaba nerviosa, como yo o más. Y aunque intentaba disimularlo con colorete y lápiz de labio, estaba muy emocionada por verme, o escucharme, recitar por primera vez una poesía en  acto patrio.

Llegamos a la escuela un minuto antes de las nueve, hora oficial de “largada”. Los grados estaban formados en el patio. Al frente de cada uno de ellos, ligeramente a la izquierda, de pie y con aire solemne, cada una de las maestras. Debajo del aro de básquet, el piano. Hacia el centro, el micrófono y un poco más allá, el mástil aguardando trémulo la bandera... ¡Y entonces me di cuenta! ¡la escarapela!... ¡Me faltaba la escarapela!... Con los nervios, el apuro y los versos de la “Patria”, me había olvidado la escarapela quién sabe en qué rincón de la casa.

¡Oh, Dios...! ¡Si me veía la señorita Marta...! ¡Si me descubría la Directora! ¡Una expulsión, cuando menos, en el mismísimo acto del 25 de Mayo, a cargo del número central, después del eterno “Cuando” y sin escarapela! ¡Expulsión y excomunión!

¿Quién iba a querer prestarme una?... Vislumbrando el fatídico destino que le esperaba si era sorprendido en aquel delito de apátrida. Entonces se me ocurrió dibujarla. Corrí hasta la portería, busqué un trozo de papel que recorté mediante el sistema de pliegues lo más prolijamente posible y le pinté las dos franjas celestes con una de las tizas de colores, que sabía que doña Ana, la portera, guardaba en el armario. Unos pliegues, un alfiler y una escarapela.

Regresé en el momento preciso en que una manada de peinetones y pollerines de alambre abandonaba el escenario. La voz de la señorita Marta anunciaba, con cierto orgullo de mamá gallina: Y ahora, “Patria”, de Arturo Capdevila, recitada por el alumno de 6° grado, Rodrigo Salerno... y ¡pla, pla, pla!, los aplausos de la hinchada y de mi madre... Otra vez, otra vez entre luces/ azules y blancas/ los arcos triunfales/ de la fiesta patria...

Y ¡pla, pla, pla!, de todos los chicos y de la señorita Marta.

Ya todo había pasado. Había salvado la honra y el sentimiento nacional. Mi pecho lucía la más hermosa de las escarapelas que por ningún precio podría comprar. Pero luego, como buen 25 de Mayo que era, una leve pero copiosa llovizna  me derritió los colores sobre el pecho, colores que no salieron ni poniendo el guardapolvo al sol con jabón Cañadenzo... Así que anduve por bastante tiempo, con una franja ligeramente azulina sobre todo el lado izquierdo del guardapolvo. Pero no me importaba ciertas miradas de ciertos pobres  tontos que ignoraban el secreto de mi mancha.

Será por eso, tal vez, que nunca más olvidé colocarme una escarapela para un 25 de Mayo ni para un 9 de Julio ni para ningún otro festejo nacional.

Será por eso, tal vez, o por la señorita Marta, no sé, que a mí me quedó el sentimiento y hoy me duelen, sí, de verdad me duelen esos vacíos en las solapas, ese vacío de Patria. Porque, al fin de cuentas, sólo somos los que sentimos... y no sentimos nada. 

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PÁGINA Nº 15  

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Misión cumplida. 

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Por Luisa Futoransky (Francia) 

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Si alguien le hubiera predicho a Bispo do Rosário que sus "inventarios del mundo" se presentarían en la más importante bienal artística del mundo, la de Venecia (1995), que la crítica francesa elogiaría, deslumbrada y unánime, su exposición individual nada menos que en el museo del Jeu de Paume de París (julio/septiembre 2003), ni siquiera se hubiera inmutado.

Tampoco si le hubieran asegurado que un premio pictórico en Brasil llevaría su nombre y que miles de páginas de Internet dedicarían espacio a escrutarlo, alabarlo y descifrarlo. Tal vez se hubiera limitado a encogerse de hombros y pedir que no lo distrajeran de su "misión".

Arthur Bispo do Rosário con su obra fulgurante nos viene de Sergipe, uno de los lugares más recónditos del gran y pobre nordeste brasileño. Se discrepa en la fecha de su nacimiento, 1909 o 1911, pero no en la de su partida, el 5 de julio de 1989.

Carabinero de la marina de guerra, púgil —llega incluso a campeón latinoamericano de peso ligero—, un 22 de diciembre de 1938 sus arduos vagabundeos laborales terminan, abruptos, con una visión: Cristo se le aparece acompañado por siete ángeles aureolados de azul. Bispo erra dos días por las calles de Río y se presenta ante el monasterio de San Bento como enviado del Señor.

Los monjes lo conducen al hospital psiquiátrico. En 1939 se repite la visión. Esta vez los ángeles le ordenan una misión: presentar a Dios una representación, una suerte de inventario del mundo para el día del Juicio Final.

Diagnóstico; esquizofrenia paranoide e internación definitiva en la Colonia Juliano Moreira.

Hoy día sus realizaciones son conservadas como obras maestras del patrimonio cultural brasileño y se las arrebatan los museos del mundo. Pero Bispo nunca se consideró artista, nunca supo las corrientes ni las vertientes del arte contemporáneo del siglo XX.

En lo personal rechazó los medicamentos y la más mínima intervención psicoterapéutica. Se entregó alma y vida durante cuarenta años a cumplir con su "misión". Su material de trabajo se fue constituyendo con los desechos del hospital, acumulados con ardor: cartones, maderitas, peines, juguetes de plástico utensilios de cocina, ropa vieja, zapatos, botellas, telas. Sin olvidar un lecho con mosquitero para los juveniles amores de Romeo y Julieta.

Bispo do Rosário borda también lienzos en rústicas sábanas con el hilo del hospital, de color azul, el del aura de sus ángeles. Y elabora nóminas sin descanso, antes de que las barra el olvido, antes de que Dios no sepa cuanto Bispo tiene el deber de recordarle.

Utopías, caprichos, avideces que los hombres atesoran. Sin olvidar las ruinas del inconsciente al aire libre que Bispo evidencia sin que pasen por el filtro censor de la razón.

Inventarios laberínticos, oriflamas con los nombres de calles, de pesos y medidas, de sistemas políticos. Maquetas de navíos, planos de ciudades.

Y para cuando vio que se acercaba la hora de defender su estado de cuentas, su balance arqueológico ante el más allá, se confeccionó "Mantos de presentación", piezas clave de su obra.

Subyugada, la crítica lo emparenta al realismo mágico, al arte conceptual, a los Ready Made, a Dadá, al Nuevo realismo, a artistas fraternales o espejos como Spoeri o Arman.

Bispo, el negro nordestino imbuido de su misión, tan humilde que quería ser "transparente". Como todo gran artista rehusó las explicaciones. "Cuando dejo de trabajar me vuelvo transparente pero normalmente estoy lleno de colores", dijo.

A quienes insisten en saber de dónde viene la savia de su genio, de dónde su maestría, se limita a responder con un humilde "un día aparecí en el mundo".

Sus obras siguen sumando elementos de un templo arcaico y atormentado.

Bispo do Rosário nos regresa al tiempo preadámico sumergido en cada uno de nosotros.

¿Qué acerca o que separa una obra de Klee de la de un loco o de la de un niño? ¿Cómo se distingue una rueda de bicicleta de Marcel Duchamp de una de Bispo? Tal vez por las meras etiquetas que tanto nos confunden y a las que tan afectos somos los mortales.

Acaso una lúcida definición nos la brinde el propio Bispo: "Los enfermos mentales son como picaflores. Nunca se posan. Están a dos metros del suelo".

El museo del Jeu de Paume de París presentó 79 obras de este fecundo artista brasileño en septiembre de 2003. 

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PÁGINA Nº 16   

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Información de Babilonia

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Por Sonia Catela: soniacatela@arnet.com.ar 

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-¿Cómo querés que hagan? No queda un bicho suelto que se pueda carnear-  deletrea Tomás y marca las sílabas con una vara, en el suelo, al lado de la parrilla, -ni perros.

(Atizo las brasas. Los tres chicos alcanzaron a seguirme unas cuadras. Rostros filosos, piernas descarnadas).

-Lo  presencié por  pura casualidad- continúaTomás, -una multitud de ellos atrapó el último perro, en la plaza pegada a las vías. Tomé fotos. Miralas. 

(Tomó fotos. Me limpio las manos del tizne del carbón. Las repaso. Los rostros de la época. La pura obscenidad del hambre. En la avenida, viniendo hacia aquí, giré para controlarlos. Los pibes se detuvieron, exhaustos. Pero encuadraron mi derrotero.)

-¿Cómo tanta seguridad de que se trata  del último cuzco?

- Por esto de mi trabajo. No  ves el rabo de un cachorro siquiera en el más perdido rincón de la ciudad. A lo mejor los perros se avivaron y se rajaron al campo. 

-¿Y en el basural?(Menea una negativa. Tomás procesa las materias primas con que se producen diarios y programas televisivos. Los huesudos se detuvieron, sus caras orientadas hacia mí. No pidieron. Últimamente no piden).  

-¿Las vendiste?- le devuelvo las fotos. 

-Todavía no. ¿De todas maneras, qué se puede hacer?  

-¿Por quiénes?  

-Por los pibes.  

-Nada se puede hacer.  

-Eran ellos. 

-¿Qué ellos? 

-Los que desollaron el perro. Chicos.

(Marca sus estaturas y exhala un ácido aire de culpa. ¿Qué se puede hacer? “Yo denuncio”, recaba Tomás. Calculo que mañana los tres niños huesudos habrán llegado aquí. Duermen durante el día. Trajinan las horas de oscuridad. Aquí es el jardín zoológico. El stock de bestias atrae por su olor caliente, vivo. Han cambiado los olores en la ciudad; recordar que uno se despertaba con la fragrancia del pan recién horneado pertenece a ese campo ambiguo, que prescribe inmediatamente. Recuerdos. No sirven para la acción. A nadie importan.)  

-¿Y qué bicho manducaremos en esta oportunidad?- la vara señala la carne en la parrilla; es visible que se trata de un ave, “pato de Asia”, anuncio.  Tomás ignora  qué cuestiones interesarán a los canales y a los diarios cuando todo escándalo ha sido ya procesado, la ley de la oferta y la demanda,  el hambre en exceso no vende, “se busca tema”, dice al pasar pero es su secreto, aquello que lo retuerce, el tema, y sonríe, nada se puede hacer. Comemos. Se nos suma Barros -el director del zoo- al que Tomás le pasa las fotos, “afuera está muy duro”- reconoce Barros, “pero se vuelve repetitivo; no las va a colocar ¿por qué no prueba con el hospital de la avenida Mitre? ¿Percibe? Lo cerraron y se fueron. Qué dejaron adentro sólo el olor lo señala” dice el director y desgarra delicadamente la piel dorada del muslo del pato.  “Podría intentar”- se recompone Tomás, “¿no sabe si algún colega se me adelantó y entró al hospital abandonado?” “No pueden”, remarca el director, “hay que saber por dónde”. Él sabe por dónde. Los huesudos llegarán aquí en la madrugada. A la madrugada arribarán, atraídos por el olor caliente y vivo de las bestias, y se toparán con las altas, infranqueables rejas del zoológico. “Podría sacar buen dinero si se anima; en el hospital funcionaba un ala para insanos, alienados” y deshilacha la carne del caparazón del pato, “locos Bosch, Brueghel, ¿me entiende?”  Entendemos. Pero Tomás duda de que algún insensato haya podido salvarse habiendo pasado ya una semana desde que pusieron los candados. “Siempre hay alguno que sobrevive, pero ya no piden”. “¿Quiénes no piden? “Los pibes”, confieso con vergüenza por el acto fallido. Trozo el otro pato. “Me ha dado una excelente idea”, agradece Tomás y pregunta qué se le  ofrece a cambio, todo se negocia, todo discurso se expresa y se convierte en negociación, “me da copias y las coloco en el Uruguay” el director acrecienta sus contactos y él y Tomás se dividen los mercados. Los huesudos no pasarán del par de días, buscarán un poco de sombra en el costado del zoológico y se echarán y  esperarán. Ya no piden.   Descorchar la botella de vino que trae el director, beberla y reconfortarse. Luego los huesudos se adormecerán, entrarán en un letargo, un coma, mientras ya no piden y ni siquiera esperan.

-¿Hay algo para entrar de la calle?- inquiere Barros. Él se hace cargo. 

-Pasado mañana habrá-, le confirmo.

-¿De qué hablan? –se sobresalta Tomás, reanimado por el vino-.

-De la alimentación de los animales, respondo

-Ah-  abrocha Tomás cuidadosamente y decide no enterarse. 

No enterarse es el modo.  

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PÁGINA Nº 17  

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Antes del primer grito. 

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Por Ángel Balzarino (Rafaela) 

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No. No. El grito estallaba en su boca reseca, histérico y pleno de desolación y cada vez con menor fuerza, convertido en el único, casi absurdo y definitivamente inútil recurso que le quedaba para tratar de demorar -pues le iba a resultar imposible evitarlo, como hubiera querido- el acto que estaba obligada a protagonizar. Vamos. Dejá de gritar. Ahora debés estar tranquila. Aunque el tono de la voz resultaba suave, con cierto atisbo de afecto, no logró infundirle serenidad ni pudo atenuar la tensión y el agobio que le provocaban la presencia de ellos, el médico y la enfermera y los guardias, formando una muralla, atentos y vigilantes. Pegarle un puñetazo o dormirla con una inyección. Cualquier cosa para callarla y dejar que siga  moviéndose como una loca. Pero el doctor Salerni dice que su estado es muy delicado y debemos tener paciencia y procurar que el parto se produzca sin la menor complicación para no afectar al bebé. Y eso es lo único que me preocupa. Que nazca bien. Sin ningún rasguño. Con la apariencia o  belleza de la madre, la piel blanca y los ojos profundamente celestes. Sobre todo por él. El coronel Marcial  Galarza. Al fin cerró los ojos no sólo como expresión de fatal derrota o rechazo a efectuar cualquier cosa indicada por ellos, sino más bien en una desesperada tentativa por aislarse, por jugar con la idea de que no eran las manos del médico, rudas y apremiantes sobre el vientre hinchado, ni las de la enfermera,  tratando de atenuar cualquier gesto de preocupación o miedo al prodigarle lentas caricias por la cara humedecida, casi en una súbita muestra de ternura  o amistad, sino otras manos las que manipulaban, palpaban, recorrían su cuerpo. Las únicas que anhelaba. Las de él. Gerardo. Como había ocurrido durante los últimos dos años. Para confirmarle el hecho gozoso de tenerla cerca, elaborando proyectos, entregados a una lucha intensa por una sociedad plena de equidad y sin despotismo, disfrutando el amor que se tornaba más sólido cada día. Hasta la separación. Brutal. Definitiva. Una sustancia voraz e indeleble  parecía corroerla cada vez que evocaba aquella noche en que la quietud de la casa quedó rasgada por los golpes, la puerta abierta con violencia, las voces roncas y autoritarias.  Al surgir del sueño no atinó más que a gritar el nombre de él en tardía advertencia o pedido de ayuda, abrazando el cuerpo querido mientras una luz súbita y poderosa los exponía,  desnudos y sin la menor defensa, ante los hombres pétreos, uniformados, de aspecto casi fantasmal, que rodeaban la cama, con los fusiles en sobrecogedora amenaza. Por escasos minutos. Antes de llevar a cabo la tarea -metódicos, en forma vertiginosa, sin margen para la duda o el error- de arrancarlos de la cama y arrastrarlos por la casa, desdeñosos de los quejidos y las súplicas y el pánico reflejado en un creciente temblor, hasta la calle. Fue mientras una mano le tapaba la boca y la presión de los cuerpos la inmovilizaban en el asiento trasero de un coche, cuando  -más allá del aislamiento, la sensación de asfixia, la incertidumbre sobre lo que iba a pasar-  algo se le impuso con despiadada claridad: que no volvería a ver a Gerardo. Ya falta poco, querida. Un esfuerzo más y todo habrá pasado. Sí. Debo mantener la calma, disimular la ansiedad, hablarle con la mayor dulzura,  todo para que deje de moverse y gritar. Unas buenas  bofetadas resultarían más efectivas. Porque estoy segura que no es tanto por el dolor, tampoco debido al trauma del primer parto. Tiene miedo de perder la única garantía que le permitirá seguir viviendo. El hijo. Lo sabe perfectamente. Podría ceder a un sentimiento de generosidad o compasión si no fuera que está en juego mi bienestar económico y, sobre todo, la posibilidad de ocupar el cargo de directora del Hospital Militar. Las más caras aspiraciones y que él ha prometido satisfacer. Por eso necesito obtener este trofeo. Fríamente. Será la mejor solución para todos. Corina tendrá un motivo para vivir y hasta de ser feliz y nosotros podremos estar juntos más tiempo. Libres. Y yo me encargaré de compensarte con todo lo que quieras. Marcial efectuó  la propuesta una tarde en mi departamento,  compartiendo un cigarrillo, desnudos sobre la cama luego de la cópula frenética, sin duda como el último recurso para disuadirme del reiterado pedido de concretar su divorcio. No puedo hacer eso. Jamás utilizaré esa alternativa en beneficio de nuestros planes. Preocupado por reflejar una actitud ética, celoso en preservar el matrimonio a pesar de estar hecho trizas, atento a evitar cualquier mancha que pudiera afectar su puesto en la cúspide del poder.  Aunque ya me había habituado a representar un papel secundario, subrepticiamente, sólo  útil  para  ser  el  sostén o  compañía en los momentos más difíciles -cuando necesitaba un abrazo para aplacar los desvelos de su cargo  o pretendía relegar la presencia de su mujer abrumada  por la frustrada maternidad-, por primera vez sentí la gratificación de poder hacer algo distinto. Conseguiré para tu mujer el hijo más hermoso que pudo haber imaginado. Y con el compromiso de esa promesa, que desde entonces llegó a ser excluyente, me dediqué a observar con mayor celo a las detenidas en estado de gravidez. Tratando de imaginar a través de cada una de ellas la fisonomía, el carácter, la belleza que podría tener el futuro hijo. Comprendí que había concluido la búsqueda apenas trajeron a una muchacha a la que asignamos el nombre de Petra. Aunque la expresión de miedo, desconcierto, alarma, resultaba similar a la que denotaban las otras reclusas, el modo de cruzar los brazos sobre la panza enorme, con el obstinado intento de protegerla o dar prueba de una orgullosa posesión, y sobre todo la cara, de rasgos tan  delicados, casi de niña, la hicieron destacarse y tener un especial atractivo. Con el fin de cumplir mi propósito, y sin abandonar la severa disciplina que imperaba en el Centro, procuré resguardarla de cualquier daño. Vamos, Nélida. La voz sorpresiva del doctor Salerni logra despejarme. Creo que ha llegado el momento. Sí. Al fin. No. No quiero. Estremecida por las recias convulsiones, ya no pudo efectuar más que un débil forcejeo de los brazos y las piernas amarrados a los barrotes de la cama. El postrer vestigio de la brega por impedir que su hijo naciera allí, entre las  viejísimas y húmedas paredes donde la habían enclaustrado seis meses atrás, controlada por  esos hombres y mujeres que tenían la potestad de disponer  de su cuerpo y sus ideas y aun del aire que respiraba. Obsedida por lograr esa meta a medida que se desformaba su cuerpo y crecía el sentido de orfandad y ya no abrigó ninguna posibilidad de  ver otra vez a Gerardo. Sólo me dejan vivir porque estoy esperando un hijo. La fría y demoledora certeza fue arraigándose con mayor fuerza a lo largo de cada día, mientras se transformaba en testigo de las caras mustias, sin huella de aliento o siquiera esperanza, de los compañeros de cautiverio con quienes compartía furtivos instantes de confidencia o mutuo consuelo, y trataba de soportar las otras,  altivas y plenas de soberbia, al ejercer un poder absoluto, y percibía, insomne en las noches vacías, los gemidos, entre ahogados y lacerantes, que desde algún ignoto lugar revelaban los padecimientos de la vejación y la tortura. Pero comprendió que no podía resistir más. Cuando una fuerza, desgarrando súbitamente su cuerpo, surgió poderosa e incontenible. Ya es de ellos. Ya mi vida tendrá menos valor que uno de  los tantos ratones que pululan por aquí. No pudo disfrutar demasiado tiempo el grito, nuevo y estruendoso, que infinitas veces había deseado escuchar en otro lugar y junto a Gerardo, pues poco a poco -mientras sentía un pinchazo en el brazo derecho y el médico redoblaba las recomendaciones, vamos, quedate quieta, ahora tratá de dormir, será lo mejor- se tornaba más débil y lejano. Hasta desaparecer. Dejándola definitivamente sola. Ya lo tengo. Sus gritos revelan una inusitada vitalidad. Aunque me perfora los oídos mientras lo limpio, no puedo dejar de regodearme con este sonido que me confiere el privilegio de obtener, bastante agotada pero con la gratificación de haber superado una ardua proeza, todo lo que él me ha prometido. Apenas se queda dormido, busco impaciente un teléfono. La voz de Marcial suena seca e impersonal,  como es habitual cuando se encuentra su mujer al lado. Me invade un  morboso placer al saber que por fin poseo el medio para apartarla de nosotros. Entonces, eufórica y triunfal, le digo que ya puede venir a buscar a su hijo.

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PÁGINA Nº 18                    

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Claroscuro. 

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Por Leonor Calvera (Buenos Aires)

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Está fuera de toda duda que la nuestra es una época de grandes cambios, de profundas transformaciones. Los adelantos tecnológicos durante el siglo pasado fueron asombrosos -o, como diría Ortega y Gasset, estupefacientes-:pasamos de la luz de gas a las comunicaciones transnacionales, de un modo de producción artesanal a los inmensos complejos industriales. La desintegración del átomo y sus múltiples aplicaciones -desde lo bélico a la medicina-; la invención de nuevos materiales como la fibra óptica; la reducción en el espacio de almacenamiento de las informaciones que resultaron chips que contienen millones de datos; la investigación espacial que permite escudriñar el paso de estrellas muertas hace miles de años; el desciframiento de la mayoría del genoma humano y las experiencias de trasplantes de órganos e incorporación de partes metálicas para suplantar órganos o mejorarlos; el contacto on line entre países muy distantes en la geografía… la lista de avances cibernéticos queda así sólo esbozada y, con seguridad, en este mismo instante está siendo aumentada con nuevos y más complejos y eficaces descubrimientos.

El progreso de la ciencia y técnica es extraordinario, pero ¿qué sucede con la mente humana, con el corazón? ¿Qué ocurre con sus valores morales, con su desarrollo interior? Aquí la admiración se vuelve horror: guerras cada vez mayores, conflictos, masas hambrientas en el mundo entero, revoluciones, nuevas pestes agregadas a antiguas enfermedades, falta de solidaridad, de justicia, de humanidad, de amor. Tenemos entonces un universo en profundo desequilibrio: adelantos que nos instalan cómodamente en este siglo XXI, acompañados de sentimientos y emociones que nos devuelven a la competencia, la rapiña, la codicia y el individualismo feroz de los tiempos paleolíticos. Este mundo asimétrico, fantástico y mortal, ¿qué lugar le reserva a los seres sensibles, a los creadores, al poeta?

Lejos estamos de la consideración que se dispensaba a los poetas en la Grecia clásica y mucho más lejos del alto grado espiritual que le reconocían los druidas. Nuestra cultura los sitúa en un lugar que, en el mejor de los casos, es el de una figura decorativa y, en el peor, un marginado. Por ello, la expresión del poeta verdadero será siempre agónica, siempre turbulenta, al recordar a esa sociedad que lo deja en sus orillas que sus búsquedas son, en definitiva, las que realmente importan, las que tienen que ver con los hondones del ser. Este es el caso de Oscar Portela.

Su derrotero comienza con Senderos en el bosque, un poemario publicado en Buenos Aires en 1977 y continuado después con más de una docena de libros. A lo largo de todos ellos, se pueden discernir no sólo las distintas etapas de una búsqueda ontológica sino el trazado de su propia biografía. En una entrevista que recientemente le realizara el Grupo Némesis, el propio Oscar dijo que su obra “está atada no a la búsqueda estética sino al modo de relacionar el interminable duelo de lo vivido.” Sin embargo, no se trata de una biografía anecdótica sino que está llevada en clave de trascendencia, de sublimación.

En la primera etapa encontramos a un poeta exaltado, embriagado con las posibilidades de superación humana: en ese momento su cosmovisión se acerca a la del superhombre de Nietzsche. Las ideas del filósofo alemán, junto con las de Heidegger, lo nutrirán por largo tiempo y, más tarde, abrevará en Deleuze, Bataille, Derrida. Vale decir, sus indagaciones se orientan hacia el lenguaje, el erotismo, el sentido último de la existencia. Este es el tono que se va a reflejar, entre otros, en Auto de fe o Revocatoria, en Una ardiente paciencia, en Golpe de gracia.

Claroscuro es, en cierto modo, una suma de toda su trayectoria. Portela lo definió como “la continuación, la deriva y la sombra de La memoria de Láquesis.” El título mismo nos instala en su atmósfera, una atmósfera donde fuerzas opuestas luchan sin prevalecer; como en Rembrandt, el gran maestro holandés, luz y sombra se contrabalancean y sostienen. Una y otra no tienen otra fuente que el propio existir: de cada ser brota la luz como relámpago de deseo, como belleza, como proyección de un sentimiento o la sombra como decrepitud, soledad, desesperación. Cada aspecto contiene a su opuesto: la sombra puede ser un refugio acogedor y la luz, el sol que crucifica los sueños y ciega los ojos. La oscuridad puede ser creativa y la luz, destrucción.

Esa dualidad toma la forma del “yo” y el “otro” en los primeros poemas. El “yo” es aquel que hizo de su “osadía / la escalera que conduce al empíreo”. El “otro” es aquel que tributa a “una sombra”, ese otro que, al decir de Antonio Machado, es “el complementario, / ese que marcha contigo / y suele ser tu contrario”. El yo y su complementario entablan un combate que adquiere aspectos contrastados: como lucha del bien y el mal, como azul de la infancia y huevo de la serpiente, como oro del paraíso perdido y detritus del infierno terrenal. Y, sobre todo, como memoria y olvido, como esfuerzo por recuperar lo que fue y ya no es. Una y otra vez aparecen las remembranzas sobre el cuerpo que los años transforman, sobre el amor extinguido, sobre las cosas que se perdieron. Es el “desierto”, un desierto de pruebas, de tentaciones y también el desierto de la razón librada a sí misma. La mirada se vuelve entonces al abismo mayor: la muerte. El que “dominó la muerte” ahora clama por la noche, es la noche para ese corazón colmado de preguntas “que al viento y al sol me había prometido”.

Es el claroscuro en que “la sangre coagulada” vuelve a sus orígenes, en que el poeta solitario espera que la madre regrese “en luminosas mañanas” para rescatarlo del desierto de la vida desgranada con daños y mermas. ¿Por qué vivir, por qué luchar? En este punto, Portela entabla un verdadero diálogo con aquellos que partieron: a ellos les dedica muchos de sus poemas, a ellos se dirige en sus interrogantes cruciales. “Y esperamos la muerte, / ahora que dialogamos / asiduamente con la muerte / llevando la corona de los muertos.”

En un tema caro al espíritu medieval, vida y muerte se le revelan como sueños, como imposturas: “Quédate entre los muertos alma / que muerta estás” porque somos un “teatro de sombras / del cual estamos hechos, nosotros, / marionetas, que con la pasión del absoluto jugamos / a desecar el mar”.

Movido por la vida, quebrado por las muertes reales y simbólicas, el poeta busca encontrar el sentido último de sus desvelamientos, de su soledad, de sus pequeñas dichas, de su desierto. Su instrumento es la palabra y ésta suele ser moneda falsa, ambiguas denotaciones que flotan sobre hechos inciertos, que no dicen el nombre verdadero. Aun sabiendo la precariedad de este refugio, Portela busca en él su morada; allí deja caer sus velos, se expone, muestra sus llagas, sus vacíos, se despoja de toda máscara que pudiera tener adherida a su piel, de todo artificio o tatuaje y, al hacerlo, va encontrando una realidad más firme que la vivida, más fuerte que la destrucción. Del pozo de la duda y la angustia ha surgido el canto que religa al hombre con los dioses, “el canto humano y celestial, / demoníaco o santo”. En posesión de la palabra salvadora podrá enfrentar la nada y remontar los tiempos hasta las aguas primordiales, anteriores al caos y la noche, “las tinieblas más profundas” y el “alba primera”; allí donde resplandece la belleza de Satán, donde no hay voz ni tiempo, donde se celebran las nupcias infinitas de los contrarios en la espiral continua de muertes y vidas.

Dice el poeta en “Bodas de luz”: “Un día temprano, súbitamente / florecí con la luz / ese día la luz nació y se hizo carne, se hizo voz, / se hizo huella”. Las palabras del canto le permiten a Oscar Portela tejer –tejerse- una nueva piel, una piel donde no se anuló el pasado sino que se ha convertido en un cuerpo más pleno, un cuerpo que rezuma fe en la conjunción de sagrado y profano. Un cuerpo de palabras que nos maravilla.

Palabras del artificio para captar la revelación. Lenguaje con acentos de Rilke o de Novalis pero con el fuego que brota de una percepción única. Por momentos abrupto, con grietas por donde se deslizan los sentidos y la razón en un orden rebelde a la lógica, el habla de Oscar Portela nos sacude con la imprevisible concisión de los poemas zen Fluido, transparente, cálido, nada en este lenguaje puede ser alterado sin que se desmorone la estructura que lo sostiene y que, como en la pintura impresionista, nos conecta con varias realidades a la vez, con el mundo de los opuestos y con lo invisible que le da sentido.

Dueño de la palabra que crea, Portela remonta los ríos de la sangre para cancelarse y “aceptar lo que fue cancelado” si bien tiene la certeza que “el aliento de lo indecible continúa tras los /cansados pasos” de la sombra que es, esa sombra que “se consumará” en el nombre del padre. Porque en el adviento del nuevo nacimiento aprenderá a “transfigurar la muerte… para mudar el alma / las miradas del alma / y el cuerpo de la vida.”

Del mismo modo, como hijo de la tierra que ama, se refiere con dolor, con pasión al estado en que se encuentra el país; no obstante, su mirada se carga de esperanza en el llamado admonitor a su patria; “Argentina, ¡despierta! / tus raíces aún viven, / no las disperse el viento / ni diásporas de frío.”

Vuelta a los orígenes biológicos en el rescate de las figuras parentales; vuelta a las raíces que hicieron grande a la patria en el mensaje con que la exhorta a salir del marasmo que la tiene postrada. En ambos casos, la memoria como cimiento para la construcción del futuro, pero una memoria amplia y comprensiva, que perdona sin ceder lugares al olvido. Esa memoria fuerte es la que queremos para todos. Esa memoria es la que queremos para la obra de Oscar Portela, nuestro correntino universal. 

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PÁGINA Nº 19   

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Una sombra furtiva

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Por Adrián Escudero (Santa Fe) 

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(… Contaron antes que promediaba el verano cuando la sombra apareció en la ciudad. El cielo se mostraba diáfano y azul, y el canto de las cigarras era un sonido agudo e incesante que ganaba las playas de las inmediaciones, desbordadas por aquellas gentes felices en su desnuda palidez que festejaban al Sol. La Ciudad, mientras tanto, obligaba a otros seres a mantener el frenesí de sus costumbres, pero en el perfecto equilibrio con que los dones de la inteligencia, la libertad y la voluntad eran virtuosamente empleados para el bien común… Un mundo ideal, sin dudas. Pero la sombra no atacó, en principio, a toda la Ciudad. Prefirió a una de sus casas para dar el primer paso: aquella que había elegido para realizar, de a poco, su maldito trabajo de hechicera)

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I

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La casa era grande y estaba en las afueras. Era como parte de un desmembrado pueblo estirado sobre las vías de arribo a la metrópoli. Una brisa cálida resecaba el verdor de los geranios del parque y oxidaba sus malvones y hamacas (hasta ayer lustrosas, hoy sin niños).

Su puerta esta cerrada. La sombra, que volvía desde sí misma para completar y contemplar su obra, se filtró, furtiva, por debajo de una vasta hendija, aunque sólo hubiera necesitado el ojo de bronce de la cerradura para entrar en ella.

Era una sombra diminuta, pero nada tímida. Y conocía bien la casa.

La casa almacenaba todavía setenta y dos rayos que el Sol había abandonado allí, voluntariamente, en los flancos no agrietados de las paredes del living, y en algunos rincones de sus seis dormitorios, sin contar el Cuarto de Huéspedes (donde habitaba…). Pero los rayos, estremecidos por la sombra, se turbaron primero para luego aquietarse y permanecer tiesos, como momificados…

La bruja no necesitó andar mucho para darse cuenta que, tal como lo pensara, la casa (desde largo tiempo) estaría vacía. Y, más que vacía, desierta. Sus cálculos habían sido por demás acertados.

Los muebles y adornos estaban, pero sus dueños no.

Una insospechada rencilla (imposible, ¡qué lastima!, bromeó jocosa), pero de cruenta y incomprensión mutua (¡ejemplar; ah, vasallos de Mi orgullo…), los había alejado de su sueño tibio, rivalizados por algo que, más adelante, psicólogos y filósofos humanos pudieron haber llamado odio u aborrecimiento, según la escala de maldad protagonizada, en este caso, por la Familia de Sir Evadán…

No habían logrado entenderse entre sus miembros, aunque lo intentaron, si bien mucho no se habían esforzado para ello; excepto por algunas noches de pasión incontenible que los esposos llamaron, equívoca y neciamente, amor… 

La sombra embrujada sonrió, alzó sus brazos sin distancias, y comenzó a pintar de verde moho y negro noche las paredes de la casa. Pero antes, tiznó el cielorraso de sus seis habitaciones, e incluso, la que habían construido arriba, a nivel de la Conciencia, en aislada arquitectura del conjunto espacial (… -y donde- la Ella había permanecido cohabitando al acecho desde que ellos llegaran, hasta finalmente lograr que se fueran y poder desperezar una risotada de triunfo y de locura, para huir luego de allí, por algún tiempo, en busca de otro hogar al que…).

Porque sus amigos nunca habían ocupado aquel privilegiado sitio, tan acogedor en su ambiente climatizado y ricamente ornado al estilo francés. Es que no tenían amigos ni los tuvieron jamás; ergo, tampoco habrían podido venir en su ayuda para dar sentido a ese huérfano Cuarto de Huéspedes. Sólo Sir Nadie y Ella, que lo disfrutaron a su antojo viendo a mil cochinas mujercitas cabalgar a diario los muslos varoniles de Caín, uno de los hijos de Sir Evadán…

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II

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A medida que la mano oscura terminaba escondiendo el color de sus recintos, los escaparates anudados a su cuerpo, el moblaje neoclásico y las alfombras turcas que cubrían su piso, fueron adquiriendo una ominosa tonalidad, hasta desaparecer de pronto en las entrañas desabridas de las, ahora, lúgubres paredes… 

Cuando la sombra concluyó la tarea, sólo restaban aquellos rayos temerosos, no tan inmóviles ya, sino impasibles, vacilantes y entrecortados, que eran como inútiles alardes de un fuego ceniciento.

La sombra los miró, y los rayos temblaron aún más. Sin compasión, su mano negra se estiró y unos dedos de muerte ciñeron la luz que habitaban, haciendo de ésta un ramillete sombrío de flores vacuas, que una boca siniestra acabó por devorar.

Entonces, las paredes abandonaron su mutismo de siglos y profirieron un atronador grito de espanto al sentirse contraídas, como desintegradas o absorbidas por esa boca voraz…

Y, después del terror, reinó el silencio. 

Es que la sombra ya no era pequeña. Había crecido. Y era tan grande y magnífica (aunque repugnante) como antes lo había sido la casa.

Imponente.

Su coraje había aumentado; por ende, su ambición también.

Fuera de ella, una hedionda morada (antes blanca, purísima y con doce arcadas romanas frontispicias), lloraba su ruina como una mujer ultrajada.

En su interior, una cosa oscura, agorera y llena de presagios absurdos, temblaba de gozo como una niebla de gas tóxico que se agita y explota, volteando de un lado a otro su bestial cabeza, y presta a continuar su rauda empresa, ahora sí, contra toda la ciudad… 

Al cabo de un mes, media urbe crujía en ruinas.

El verano y sus playas habían desaparecido, y la niebla crecía y crecía como una esfera fecunda de inmisericordia que topaba, arrastraba y arrasaba muros y empalizadas, y desplomaba techos y sacudía la tierra como un terremoto incontenible… Enfurecida y golosa.

Al final del segundo mes, la ciudad no era más que un montículo desdibujado, un despojo material y espiritual desarticulado de formas.

Los hombres y su desnuda palidez, ya no existían. 

Sin embargo, el Sol seguía allí, firme en lo Alto, difumado en el día por el poder de la niebla, pero oteando a la sombra bruja aún desde la noche, y enviando como mártires sobre ella, plegarias de luz… 

Jaqueada por la imprevista andanada de estrellas fugaces, a cuyos resplandores unió el suyo la mágica revelación de la luna tras el polvo aquietado de la ciudad muerta, la sombra, extenuada, disipó su nube protectora y se durmió.

Durmió un tiempo de sangre y de carne arrebatada por las Furias.

Vengativa, ardiente en su despecho, soñó entre pesadillas ser Origen: ser el Único, el Todo y el Señor de Todo y de todos; Ella, tan grande y magnífica como la Summa Concupiscente, aunque repugnante como una Medusa… Como una asquerosa y sabia bruja marginada por los Ancestros.

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III

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Al despertar, eufórica su mente por el canto de las sirenas de lo Fatuo, dirigió su amenaza al cielo tratando de asfixiar también a Dios… Recobrada sus fuerzas, pero ciega y envuelta en una loca tiniebla de sinrazones, olvidó la espada que, el Sol, desde lo Alto, atento y prevenido, hacía centellear a sus espaldas… Y que enfiló sin dudar sobre su mole de Hiedra malvada, fulminándole de un golpe el cuello con que enarbolaba su aceitosa y corrupta cabellera de Tentaciones…   

Batido su estandarte de guerra, una danza de gusanos se agitó entre sus pliegues. Y una gruesa máscara, fétida, negra y sanguinolenta, se resquebrajó junto al rostro de los Pecados que ocultaba.

Así, la sombra, herida mortalmente, trató en vano de protegerse del filo implacable y sostenido de la Justicia, pero no había nada que quedara en pie para ocultar su agonía…

Lo había destruido todo. Y había quedado sola.

Finalmente, como un gusano más de los que bailoteaban entre sus vestiduras de espectro, la sombra se devoró a sí misma y cayó exánime, disolviéndose en el aire -otra vez, sorpresivamente  puro-, de la mañana del Génesis... 

(Cuentan después que ese día nuevo, los nuevos Hombres –que nacieron-, no lo fueron sólo del polvo de la tierra; también del ladrillo, y del plástico y del acero que los Primigenios habían inventado como cultura y enterrado bajo sus huesos… Fuertes e invencibles, permanecieron de pie cuando, la bruja y su sombra, dieron el último suspiro)

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PÁGINA Nº 20 – POETAS OLVIDADOS

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Edith Caliani de Villordo 

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Por Manuel Bande (Santa Fe)

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“Cuando muere un poeta, palidecen las estrellas.

Has partido Edith, pero mil antorchas han quedado

encendidas, derramando la luz de tu bondad,  

de tu poesía, de tu amor a los otros, de tu desinterés,

de ese estar siempre para los demás, para los hijos,

para los amigos, para todos los que tuvieron el

privilegio de conocerte y transitar contigo un tramo

del camino. No te decimos adiós porque siempre

estarás en la mesa con tus compañeros, los poetas,

tratando de hilvanar la belleza de las palabras.”

Palabras para Edith (Belkys Escudero) 

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El 16 de marzo de 2001 falleció en nuestra ciudad, luego de padecer una cruel enfermedad, Edith Caliani de Villordo, destacada poeta santafesina.

Había nacido en la localidad de Progreso, el 22 de septiembre de 1936 pero, siendo muy niña, su familia se radicó en Santa Fe, donde completó sus estudios primarios, secundarios e inició los universitarios.

Vinculada desde siempre al quehacer literario, fue miembro de la ASDE (Asociación Santafesina de Escritores) a la que dedicó todos sus esfuerzos desde su rol de secretaria.

Su obra obtuvo varias distinciones entre las cuales podemos citar: 1º Premio Poesía “Hugo Mandón” organizado por la SADE (Sociedad Argentina de Escritores-1984); 2º Premio Nacional de Cuentos “José Gálvez” (1984); 1º Premio Nacional de Cuentos “Fundación Givré (1984-1985) y el 2º Premio Nacional de Poesía PAIDEIA.

Participó en distintas Antologías poéticas (“Cuadernos de Gaceta Literaria” 1989 y 1999; “Cristal de sueños – Escritoras de Santa Fe”  1994 y “Decantología – Diez Poetas de Santa Fe” 1999), colaboró activamente en diarios y revistas de nuestra ciudad y siempre estuvo al frente en la organización de cualquier inquietud o evento relacionado con la literatura santafesina.

Nos dejó el legado de su exquisita sensibilidad en un único libro de poemas “Umbral del canto”, donde Nora Didier de Iungman califica su personal decir con estas palabras: “Naturaleza e interioridad, universo exterior-mundo íntimo, tal es la clave para gozar e interpretar su poesía.” 

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Poemas de Edith 

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El eco ya es tarde. 

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Me siento morir un poco

como una lluvia vieja.

¡Oh esta penumbra

de tallos helados al borde de una lágrima.

Pero

¿eres de verdad un río

que unes tanto llanto

en un solo hilo

o agua memorizada

de apretar los ojos?

Hay temblor de hojas

apagando inquietante

el trino aún desconocido.

Hay el agua y los espejos

acercándose a mí

para mirarme

en el paisaje majestuoso

de una sombra.

Hasta el eco ya es tarde

entre el vuelo y la memoria. 

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Jazmín del aire. 

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Cuando voy a recoger la noche

apenas el jazmín del aire

es un temblor de voces,

en silencio

espero que llegue la luna

mansamente dulce

hasta hacerse esa gota de agua

cómplice de penumbras.

La dejo en la ventana del asombro

esparciendo esa fragancia misteriosa

que justo anochece de flores

cuando cierro rodas las puertas

y empiezo a zurcir calcetines

y recuerdos

con el finísimo hilo

de la memoria. 

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Compartir un café. 

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Y uno piensa que el tintineo

de la cuchara en la tacita de porcelana

no es nada más que un silencio

de nuestra propia intemperie

que nos deja el corazón descolorido.

El humo de tu cigarrillo

–pura acrobacia suave-

hace mutis por la soledad que nos comparte

entra de colado

a la luna derramada mansamente en ojos,

o hace de equilibrista

sobre el aroma del café

que la mano tiembla

hasta que se enfría.

Ni un gesto.

Nada ni nadie borrará de la memoria

las palabras dichas y no dichas

y que están allí,

esperando un nuevo grito mutilado.

Y ahora ¿Qué?

Esa lágrima azul

de dejar pasar el tiempo

donde antes habitaban

(dejábamos que habitasen)

duendes y gnomos

que nos abrían la puerta más grande del mundo:

el tic tac del corazón.

Y ahora ¿Qué?

Simplemente el tintineo

de la cuchara en la tacita de porcelana. 

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PÁGINA Nº 21   

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La soledad. 

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Por Miguel Ángel Gavilán (Santa Fe) 

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Éramos lo que se dice una pareja singular. De esas que suelen andar por la calle, yo de levita, ella de vestidos largos, cimbreando el ondular de sus pasos como un figurín de revista.

Caminábamos a la hora en que todo el mundo podía vernos. Y sentíamos que las parejas en las ventanas nos salían a ver como sorprendidos de lo imposible de nuestra presencia.

Éramos así de raros los dos.

Por la noche bebíamos vino en unas copas azules o escuchábamos canciones pasadas de moda en disco de pasta que ella hacía sonar dándole vueltas a la manivela con la dulce pereza de los años.

A veces el sol nos sorprendía en mitad de esa ceremonia llena de situaciones fingidas en que nos besábamos como por casualidad, como si imitáramos unos giros de minués en el comedor endurecido por la mugre y por la tela podrida.

Porque todo estaba abandonado menos nuestras personas.

Era tanto el olor a encierro que para refrescar los salones encendíamos velones cuyo sebo, al derretirse, dispersaba aromas a mirra mientras el humo dibujaba arabescos neblinosos encima de la pinotea sucia.

En el verano, ella planeaba almuerzos en el jardín donde había palmeras que las tormentas habían perdonado, unas cuantas rodajas de jamón, un poco de queso, para ser felices.

Yo la acariciaba suavemente, tomándola de la cintura primero y después dibujando con mis manos el perfil de sus hombros en la penumbra del comedor.

Le repetía que todo era gracias a ella, a su inocencia vestida de largo moviendo alfombras y adornos como si estuviera reparando el tiempo del lugar.

Ya no importaban las burlas y las goteras que mojaban muestra cama los días en que la lluvia hacía crujir los pocos cristales sanos de la casa.

No importaban los coléricos trazos de los hongos o del moho en las paredes y en el damasco de los sillones que se abría al menor roce.

Pero lo que menos importaba era esa agonía perpetua que seguía a las acciones.

Porque había días en los que ella se dejaba caer en un sueño viviente en el que ni siquiera la lectura de los poemas de Novalis podía adormecer su llanto y sus recuerdos.

También yo, por esos días, encontraba imposible la concentración en sus pasos por el pasillo, el empujón armonioso de su cadera contra la puerta del comedor para cerrarla.

Cada tarde, después de besarnos perdiendo esos despojos que el sueño deja en las bocas, nos vestíamos con nuestros trajes de fiesta y bajábamos al salón para ver que hora era y como estaba la calle.

No salíamos sin dejar una luz encendida. Era para que los desconocidos no se asombraran  de la oscuridad que tapizaba el jardín delantero y la cerca rota.

Siempre odié la oscuridad. Era como si se pegara a la piel una vez instalada en los lugares prefijados por ella. Por cualquier medio trataba de quitarla de allí. Trataba de sacarla a empujones de la casa como a un enemigo.

La gente que no comprendía los modales nuestros, hablaba de nosotros como de dos viejos desvanecidos a los que la edad había transformado en sombras carnavalescas recorriendo el barrio.

Decían “él esta enfermo. La cabeza, pobre” y remarcaban “ella era muy linda cuando joven”, al cerrar las ventanas.

Pero nosotros no hacíamos caso de esos comentarios.

Ni bien el murmullo de esas charlas distraía la alegría que vestíamos con honores, ella se lanzaba aire con un abanico al que le faltaban varias varillas y yo trataba de ocultar los agujeros de mi chaleco.

Hablaban del gran caserón lleno de fantasmas y de mugre. “Esa casa se cae a pedazos” explicaba alguna vecina riendo como si estuviera contenta de no estar feliz.

“Pero por poco es nuestro” me decía ella tratando de no hacerme sentir la pena que traspasaba las murmuraciones de los vecinos.

Yo asentía con la cabeza pensado que si ese día en que el partido de dominó estaba en su apogeo hubiera jugado mejor, sin poner la escritura sobre la mesa tras decir “esto es lo único que tengo, este es mi honor”. Si hubiera callado levantándome mientras ella palmeaba mi espalda y susurraba “vamos a casa, no te quieras desquitar con él”. Si hubiera permitido que su perfume y sus ropas de lino ocuparan todo el contorno de mi propia vergüenza, quizás sería distinto el recorrido aquél que nos exponía al dolor de los otros, distintos los sonsonetes de las risas que debíamos oír tratando de no darles importancia, distintos también los pudores, el temblor breve de cada caminata.

Pero aquella noche el dominó cerró toda posibilidad de revancha.

Vi antes del desmayo la escritura pasando de mis manos tibias a las de nuestro invitado con la simpleza de un papel arrojado a las llamas.

“Él tiene ese color tan gris, debe ser el aire de tumba que se respira en la casa”.

Y otros agregaban “Era hermosa pero todo se pierde”.

Ella no había renunciado a un solo tramo de belleza. Seguía tan fresca como siempre, como entonces cuando organizó el partido de dominó en nuestra casa, ese sábado por la noche.

Igual con sus collares de pedrería falsa y sus movimientos de señora tan principal, a su lado como una modelo de película muda.

Así caminábamos durante horas, saludando a quienes nos saludaban, compartiendo opiniones sobre lo mal cuidadas que estaban las plantas de la plazoleta o de lo desgastado que estaba el mármol de aquella fuente o de esa estatua.

Íbamos armando el tiempo con nuestros comentarios. Nunca nos sentíamos tan poderosos como en aquellos momentos de las charlas en el camino de regreso a casa.

Era esa forma tan nuestra de hacernos a la idea de que todo lo que nos rodeaba era un invento nuestro. Nosotros le dábamos forma, razón de ser, progreso, consistencia mientras lo nombrábamos.

Íbamos sabiendo que todo lo de alrededor incluyendo los comentarios y el caos, la disciplina de los actos y ceremonias junto a la efervescencia de lo recordado eran fruto de la invención, de una prolija manera de hacerlos crecer, y darles forma.

Por un momento, era inevitable, recordaba la forma en que la miré cuando le di la pistola antes de comenzar la partida de dominó. La poca fortuna en el juego me había enseñado entre otras cosas a tomar algunas precauciones.

Al trasponer la cerca desvencijada, ella miraba fugazmente el desolado terreno donde estaba enterrado el hombre del dominó quitándose la cinta que sujetaba sus cabellos escasos y blancos dejándolos caer a los costados de sus hombros como si fueras cortinas.

Yo, en cambio, me dejaba llevar por un murmullo de chicharras hasta la entrada principal.

Y ella decía:"menos mal que está como lo dejamos aquella vez”.

Después nos refugiábamos en la casa hasta la noche siguiente en la que debíamos demostrarnos los dos que continuábamos con vida, así juntos, como dos fantasmas. 

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PÁGINA Nº 22  

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¿César Vallejo ha muerto? 

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Por Rodolfo Alonso (Buenos Aires) 

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Como él mismo lo dijo, por anticipado, en un poema tan legítimamente memorable como visionario: Piedra negra sobre una piedra blanca, falleció en París pero sin aguacero, y no un jueves sino un viernes santo. A las 9 y 20 horas del 15 de abril de 2006 se cumplirán sesenta y ocho años de su muerte. Y sin embargo, cuánta vida nos ha seguido dando. Mi descubrimiento personal, hondo e íntimo, de César Vallejo (1892-1938), fue para mí un acontecimiento extraordinario. No sólo porque me ocurrió en plena adolescencia -alrededor de los quince años- sino también porque, no disponiendo en aquel entonces de ningún antecedente intelectual, literario o académico de ningún tipo, mi primera percepción de su enorme, profundísima poesía fue absolutamente inocente, sin posibilidad concreta de prevención o preconcepto alguno. Y también aislada, individual, como lo son todos los grandes descubrimientos primigenios. (¿Está de más reiterar aquí que algo muy similar me aconteció, casi contemporáneamente, con Roberto Arlt?)

Durante mucho tiempo intuí, sin haber reflexionado sobre el punto, que esa revelación conmocionante se debía a un fulmíneo contacto con la evidencia -en el sentido de Husserl: vivencia de la verdad- en que su uso de la palabra convertía a un poema. Había allí algo encarnado en lenguaje que iba más allá del lenguaje, humanísimo lenguaje humano. Y el sentimiento, bien de fondo, se contagiaba sin posibilidad alguna de retórica, latente en su palabra, viva. Que ello se diera entrañablemente vinculado con dos acontecimientos que también se me volvieron legendarios, siquiera en forma infusa, es decir la guerra civil española, la lucha de aquellos humildes milicianos, los heroicos voluntarios que defendieron a la República, vivida como  una  personal  mitología,  y  el  hecho  de  que  en  su sangre se mezclaran -todavía de manera inconsciente para mí- lo español y lo indígena, no dejaba de incluirse oscuramente en aquel impacto original.

De tal impronta nace acaso que, todavía hoy, me resulte a veces casi doloroso releer a Vallejo. Como si ese contacto desollado, visceral con una verdad insoslayable, con una hominidad ineludible que resulta entre otras cosas su poesía, no haya dejado nunca, así sea de modo irracional, de aludirme muy personalmente. Con los años, por supuesto, otros ingredientes se fueron añadiendo, y de eso me siento obligado a hablar ahora. Junto con aquella adolescencia fueron creciendo también las búsquedas de la propia identidad. Ser argentino, y por lo tanto latinoamericano, como lo soy por nacimiento, no dejó nunca de enhebrarse con mi condición de hijo de inmigrantes, lo que me unía por mi sangre también con otros mundos. Que, como bien dijo Paul Eluard, "están en éste".

Y fue hace ya varios años, en ocasión de una amplia muestra itinerante organizada por el gobierno autonómico gallego, bajo el significativo título de Galicia en América, que otros elementos se agregaron a esta pequeña historia. Allí confirmé algo que sólo había atisbado antes como leyenda y que, como toda leyenda, no había alcanzado nunca la suficiente precisión. La madre de César Vallejo se llamó María de los Santos Mendonza Gurrionero ("de pecho en pecho hacia la madre unánime”), y era hija del sacerdote gallego Joaquín de Mendonza y la india chimú Natividad Gurrionero. Pero no sólo eso. También su padre, Francisco de Paula Vallejo Benítes ("Mi padre, apenas, / en la mañana pajarina, pone / sus setentiocho años, sus setentiocho / ramos de invierno a solear”), no sólo era hijo de otro sacerdote gallego, José Rufo Vallejo, sino que su propia madre también era otra india chimú, Justa Benítes.

Y aunque uno intente resistirse, no hay casi modo de evitarlo. César Vallejo nació en 1892 en una Compostela indoamericana, la peruanísima Santiago de Chuco. Y en su sangre conviven, se confunden, se unifican, por obra del amor o de la pasión que van más allá de toda inhibición, pero no de toda culpa, la morriña insoslayable del gallego trasplantado con la melancolía indeleble del indio sometido. Y los entresijos de la mitología católico-cristiana, ineludiblemente entrelazados con verdaderas, auténticas historias de amor, junto con todo lo que arrastra haber nacido de sangre indígena en el mismísimo meollo del Perú de los Incas.

¿Es posible olvidar, hablando de estos temas, la insoslayable significación que tiene el hecho de que la paradigmática Rosalía de Castro, símbolo vivo pero también históricamente la iniciadora --con la aparición de sus Cantares gallegos-- del resurgimiento cultural del idioma (y con él del pueblo) de Galicia, haya sido también hija natural de un sacerdote? Ese desacomodo existencial, social, incluso cultural, con sus impensadas perspectivas, ese pecado original -a la vez seductor y repelente, pero de cualquier manera marca de los dioses- ¿puede no ser vincular, fundamental, inquietante? Y así se lo intente mantener oculto porque, dentro de uno, nada puede volverse más manifiesto que lo latente.

¿De dónde sale sino la "Dulce hebrea" de Los heraldos negros (1918) a la cual se le pide "Desclávame mis clavos oh nueva madre mía!", de dónde la amada que se ha "crucificado sobre los dos maderos curvados de mi beso"? ¿O, incluso, "un viernesanto más dulce que ese beso”? Por supuesto que del lenguaje. (Pero no sólo del lenguaje.) De donde surgió también ese magnífico TriIce que, desde Trujillo, en 1922, agota de antemano muchas de las futuras experiencias de las vanguardias europeas. O aquel que a mí me parece el libro más hondo y tocante -y logrado- que haya producido la guerra civil: España, aparta de mí este cáliz, mucho más que póstumo, y no por casualidad escrito por un hijo de América ("¡Niños del mundo, está la madre España con su vientre a cuestas!"). Y alrededor del cual la misma agonía del poeta, casi encarnada en la lumbre del mito, vueltos uno solo destino personal y momento histórico, se vuelve asimismo luminosa evidencia, verbo vivo. (Según otro poeta, su amigo Juan Larrea, las últimas palabras de Vallejo fueron: "Me voy a España". Refiriéndose, por supuesto, a la España republicana, que estaba desangrándose también -al mismo tiempo- en su “agonía mundial”. En la Clínica Arago, donde falleció, los médicos no atinaban a explicar la verdadera causa de su muerte. Pero al año siguiente, 1939, al editarse por fin sus indelebles Poemas humanos, escritos probablemente entre 1930 y 1937, pudieron conocerse estas otras palabras tan suyas, no sólo premonitorias: “En suma, no poseo para expresar mi vida sino mi muerte.”

¿De dónde salen, digo? De la lengua humana, empapada de vida y también fuente de vida, vida ella misma, instintiva y orgánica, cargada de los humus nutricios de la pequeña historia y de la gran historia, pero también de los instintos y los sueños, de las ansiedades y los deseos de los hombres. De un hombre capaz de ser, a la vez, él mismo y todo lo humano, lo más humano de lo humano, de ser único y general, al mismo tiempo, entre todos los hombres, junto a todos los hombres. La de César Vallejo no es una voz unánime, sino prójima, íntimamente próxima. (Qué otro, sino un gran poeta como él, podía habernos dejado por ejemplo esa sucinta clase -magistral- de economía política: "la cantidad enorme de dinero que cuesta el ser pobre...")

Me enorgullezco limpiamente de saber que el primer hombre que me hizo descubrirme latinoamericano llevó en sus venas la sangre de mis antepasados campesinos, y también la noble sangre de los primeros hijos de la América primera, la aborigen, la indígena. Como la lengua, como la vida, toda sangre es espléndidamente mestiza. Sólo la muerte es pura. 

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PÁGINA Nº 23 – POETAS LATINOAMERICANOS

Patria 

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Aquí tenemos el corazón sellado a miedo y lodo

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Con el helado espanto de res en matadero

vemos cómo mutilan a la patria

y asesinan sus sueños

desde siempre

hijo mío, desde siempre

esta hilacha de patria que queremos

porque nos engendró el barro de su dolor

es la cosecha diaria del bandido

y en las aguas sangrientas del dinero

mueren de hambre los hijos de los hombres

y pululan en paz los asesinos. 

Pequeño mío,

pájaro florecido del dolor,

cuando a usted le toque ser un hombre

¿cómo será la patria?

¿hoguera enardecida, fuego fatuo?

¿será mejor Usted de lo que nosotros hemos sido? 

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Waldina Mejía (Honduras) 

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Rudimentos. 

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y uno opera con restos des

pasitos / trabajando en silencio

con piedritas mojadas

con trapos con palitos

con un casi dolor

con cuesta arriba

pidiéndole permiso a las orondas

jergas matronas de las academias

que a regañadientes abren

la puerta de servicio 

y uno apenas escribe a duras penas

peleando con figuras con lugares comunes

con la inercia gregaria los afeites las modas

con la oportuna escena o la traidora memoria

como un recolector sobreviviente que juntara

cartones y metales / vidrios papeles huesos

para botones donde el hilo tal vez

o el piolín atravesando arme

collages con trozos

de arpillera / en

el vacío y uno campea entonces como puede

la lluvia la intemperie las carencias

todo lo que no tuvo lo que nunca

como la costra vieja que el esquimal

se come en el verano raspando

concentrado minucioso

y como puede traga

y como puede sigue

su búsqueda

su trasiego

su acaso

su nosotros 

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Gustavo Lespada(Uruguay)

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Plegaria

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Concédeme, no la muerte,

sino el sacro asombro

de quien ve puertas extrañas abrirse

y todo es corriente azul.

¿No he de pasar nunca

bajo tu dintel?

Así, me franquearás

el patio de jóvenes arrayanes

que mantienes ocultos

bajo papeles, bajo raros años,

donde yo era monaguillo de tu risa,

ciervo anclado en las estrellas,

galeote atado al mástil de Dios,

con la mirada implacablemente puesta en el sol. 

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Luis Alvarenga (El Salvador) 

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Fuga de muerte

A propósito de un video sobre las víctimas indígenas de Alteal, Chiapas, filmado en diciembre de 1997

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Pero, ¿a dónde van?

Atravesando ajenos montes de soledad,

cargando peso a peso su propio desamparo,

por los hostiles páramos en que la muerte anida

el paso muy pequeño y la mirada larga

por todas las fatigas y los fríos de este mundo,

¿a dónde van?

¿Dónde su albergue, su maíz, su canto?,

la mano fraternal que los devuelva

a la roca materna, anterior a la herida?

Apátridas perennes,

¿cuando terminará su errar de siglos

por las tierras en donde sus abuelos

hicieron dios al colibrí y al puma,

perpetuaron al águila

en sus cielos de barro policromo

y llenaron de ranas

los espejos del agua y de la piedra?

Aplastados bajo el peso del hambre,

pariendo entre la lluvia,

sollozando por sus casas derruidas,

y por el grito agónico

de sus muertos recientes

que los persigue como un mal sueño.

Arrastrando a sus hijos

fuera del vendaval y de la fiebre,

bajo el abrigo triste de una hoja anegada,

¿a dónde van?Atrás dejaron todo:

los güipiles florecidos en rojo

por manos primorosas

quedaron en el barro de los odios.

La piedra de moler, despedazada

no volverá a cantar sobre el maíz precioso.

Y de la casa, sólo

un enjambre de latas y de óxidos

sostiene su memoria.

Se ocultan del ejército.

De su antifaz violáceo y desangrado.

Se ocultan de la mano del vecino,

inesperadamente cruel.

Y huyen, huyen, porque la lejanía

es la dudosa puerta hacia la vida,

donde no llegue la traición,

ni la tortura incube sus dolorosas larvas,

ni las preguntas lleven el pavor y la sangre.

Pero, por Dios, ¿a dónde van

bajo la lluvia ciega

y la noche, aún más ciega,

del hombre?

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Julieta Dobles (Costa Rica)

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Guerras  

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No importa que las guerras tengan nombre,

siempre serán un llanto

y un silencio,

un trágico desvelo

en los acantilados de la muerte.

Las aves agoreras beberán en los huesos

traspasados de viento

un sabor de abandono,

y partirá, aún doliente,

su vuelo fugitivo

hacia el tajo insaciable de la ausencia.

Se volverán los páramos albergue

de un pulso coagulado,

un alboroto en sombras,

y tendrán los crepúsculos

la calcárea tristeza del astro taciturno.

No importa que las guerras tengan nombre

y un lugar en el tiempo.

El soldado que esparce sus pedazos

en la antesala del silencio

es siempre el mismo 

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Renée Ferrer (Paraguay) 

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PÁGINA Nº 24 – NOTAS DE PARÍS

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Didier van Cauwelaert: el escritor y su doble. 

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Por Irma Bignon (Santa Fe)

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La novela “Cuerpo extraño”, publicada por Ediciones Albin Michel en 1998, es una sátira al mundo literario parisino. Es la historia de un hombre inteligente, desengañado, que ha perdido toda ilusión, apasionado por la literatura, enamorado de la escritura. La realidad y la ficción se mezclan y se confunden a punto tal que, en medio de los personajes ficticios surge con su nombre verdadero, un Philippe Labro o un Bernard-Henri Lévy, cada uno desempeñando su propio rol, sintiéndose ambos comprometidos.

¿Quién es el autor? Didier van Cauwelaert: rostro plácido, de rasgos nórdicos, ojos claros, premio Goncourt 1994 por “Un andar simple”. El puede surgir de su propia novela, y ser un doble del personaje de su propia novela o viceversa. Efectivamente, el héroe de “Cuerpo extraño” es un escritor como él; igual que él se contenta con recrear un suplemento literario semanal, a partir de elementos sacados de las críticas de sus colegas, escuchadas al azar.

¿Es Didier van Cauwelaert realmente como su personaje un mundano intermitente? ¿O como él mismo lo afirma, un ermitaño capaz de trabajar 20 horas por día? Creemos que es las dos cosas. Contrariamente a su héroe (su doble), cuenta haber sabido resistir muchas veces a la tentación del salario fijo: La seguridad me inquieta –dice-, es algo muy peligroso. Sentado ante una mesa del célebre Café de Flore termina una sesión de fotografías en ocasión de la publicación de la novela en cuestión. Nuestro escritor, que en ese momento tiene 38 años, se siente incómodo. Detesta la fotografía. Me roban trozos de mi vida, declara.

Cada una de sus 6 obras ha sido premiada: “Veinte años de polvo” Ed. Le Seuil 1982 (Premio del Duca); “El astrónomo” Ed. Sud 1983 (Premio del Teatro de la Academia Francesa), igual que “El Negro”, mismo Premio, mismo año; “Pez de amor” Ed. Le Seuil 1984 (Premio Roger-Nimier); “Las vacaciones del fantasma” Ed. Le Seuil 1986 (Premio Gutenberg); “Un andar simple” Ed. Albin Michel 1994 (Premio Goncourt).

A pesar de su apellido flamenco Didier van Cauwelaert nace en Niza en julio de 1960. ese desarraigo se advierte en toda su obra. Comienza a escribir desde niño. Tiene 9 años cuando envía su primer manuscrito a las ediciones Gallimard, seguro de su publicación. El hecho de ser el escritor más joven del mundo constituye a sus ojos un argumento de venta imparable. Pero tendrá que esperar mucho tiempo hasta llegar al éxito. Hoy, con el impulso de tantos premios, las ventas de sus novelas alcanzan los 800.000 ejemplares.

Escribe en la quietud del campo. Cuando no escribe practica deportes, se ocupa de su jardín o de sus automóviles antiguos: un Rover 1960 y un Jaguar 1968. afirma preferir la frecuentación de los jardineros y los garagistas a los medios literarios. Trata de dirigirse al público lector, más que a los intelectuales. Escapa de las entrevistas y de la inclusión de los comentarios de sus libros en las revistas literarias. Además de novelista, es dramaturgo y guionista. Y es por miedo al hermetismo que no escribe poesía.

Vale la pena mencionar algunos de sus libros, los más leídos: “Un andar simple” es una novela impertinente y emotiva, que está maravillosamente escrita. Es la historia de una amistad imprevisible entre dos seres que no deberían haberse encontrado jamás. Es una pequeña obra de arte irónica, de risas y lágrimas, que recibe el Premio Goncourt 1944. en “Encuentro de personas anónimas” Ed. Albin Michel 2002, Cauwelaert emplea diálogos brillantes para relatar situaciones descabelladas, formidablemente descriptas, plenas de emoción y pudor. Los personajes principales tienen 19 años, belleza, inteligencia, lucidez mental y talento. Todas sus páginas hacen reír, hasta que el autor, que manipula sus héroes con diabólica habilidad, decide emocionar, conmover, enternecer. Atraído por los cuentos de fantasmas, publica “Karine después de la vida” Ed. Albin MIchel 2003, evocando una experiencia demencial. Constata una presencia física del más allá, en un relato inteligente, donde abundan los símbolos, la ficción y la fábula.

De la narración banal al delirio interpretativo, pasando por una fantasia realmente mágica, el estilo de Cauwelaert hace que las sílabas sean líquidas, que su deslizamiento sea perfecto. Algunos textos no tienen ni origen, ni centro, ni fin. Pero eso no tiene importancia. Lo interesante es que el relato estremece, no solamente en nuestro registro de figuras e imaginación, sino también a nivel lingüístico. Por su independencia en relación con el mundo real, el cierre de cada novela responde a un armado riguroso, a una perfecta obediencia al modelo propuesto por su autor. Los elementos de un lenguaje puro y la perfección del uso de los tiempos verbales hacen que los diálogos sean los verdaderos personajes de sus obras.

El terreno de la novela de hoy se ha despejado ampliamente para dar curso a otras formas de experimentaciones. Estas toman direcciones paralelas o convergentes, sucesivas o simultáneas, las que van creando textos bien diferentes.

Una de estas direcciones que podríamos calificar de mecanizada o de cientificista, consiste en crear una voluntad de “formalización” de la novela. En ningún momento se pretende que sea espejo de lo real, pero sí que sea su propio realismo. Los sucesos que conllevan los personajes no aseguran su continuidad. Allí proceden entones, los diversos funcionamientos que asegurarán la unidad de la trama y del lenguaje.

Hoy, la novela nos deja ver el mundo que nos rodea con ojos libres. Ya no se trata de buscar la “objetividad” como lo entendían los naturalistas. La revolución filosófica moderna favorece esta nueva visión de las cosas: el lejano existencialismo y la fenomenología no apuestan más a su “profundidad” ni a su “esencia”, pero sí se limitan a describir su “superficie”.

Didier van Cauwelaert se adhiere a estos conceptos de la novela actual. Pertenece al grupo de escritores solitarios, cuyo andar original merece que nos detengamos para apreciarlo. Por la forma de manejar su pluma –muchas veces difícil de comprender-, en todos sus libros se cumple la renovación de una literatura que permanece siempre vigente.

La perfecta lectura de sus textos no oscurece el aspecto problemático de toda su obra. Si no pertenece a ninguna vanguardia, no ignora nada de los remolinos y de las búsquedas e investigaciones que han atravesado el campo de la producción literaria en estos últimos años.

La verdadera novela no describe la realidad, examina todo lo que el hombre puede llegar a ser, a todo lo que es capaz”. Esta cita es de Milan Kundera, y nos hace recordar la de Thibaudet, luego repetida por Gide: El genio de la novela hace vivir lo posible, no reaviva lo real.   

Gaceta Literaria de Santa Fe Nº 127 - Primavera 2005

Gaceta Literaria de Santa Fe Nº 127 - Primavera 2005

Homenaje a la obra de: Oswaldo Guayasamín

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PÁGINA EDITORIAL

Acerca de los sueños

La Gaceta Literaria de Santa Fe fue imaginada como geografía propicia para el encuentro, como sólido baluarte de expresiones silenciadas, como ámbito de intercambio abierto a diversas tendencias, a diferentes corrientes, a distintos estilos; como comarca propicia para fundar descubrimientos, exploraciones, significados; como territorio pertinente e ineludible donde instaurar espacios de reconquista y fortalecimiento de lo propio desde la tenacidad de quienes se sintieron capaces de generar movimientos destinados a proyectar los quehaceres artísticos regionales hacia contextos de mayor trascendencia.

Y, transcurrido casi un cuarto de siglo, aún persevera en su silenciosa labor de perseguir pisadas parciales, examinar indicios, registrar señales, compartir vestigios del transcurrir de la palabra por este bosque -bastante tenebroso por cierto y que en mucho se parece al que describieran los Hermanos Grimm como escenario del abandono para Hansel y Gretel- donde, empecinados en la supervivencia de la comunicación impresa, los escritores del presente se sienten obligados a peregrinar ante la indiferencia de una sociedad despojada, intencional y sistemáticamente, de sus blasones culturales.

Heredera de la cultivada visión de su fundador, ha hecho suyo el pensamiento del Profesor Di Filippo, arbotante sustentador de firmes convicciones capaces de frustrar cualquier intento de desmoralización o abatimiento; ha adoptado como emblema el párrafo final de un texto profundamente significativo: Llegados a esta hora del tiempo consumido, cuando el futuro se acorta y el pasado nos parece un sueño lejano, todavía nos acucia una empecinada voluntad de vida. Todavía creemos, a pesar de todo, que la vida vale la pena vivirla. Y entonces descubrimos que de aquella nave simbólica que ha perdido tantas banderas arrancadas por los vientos adversos de la historia, se mantiene aún en su árbol solitario, aunque desgarrada y un tanto descolorida, la última enhiesta: la de la esperanza. La que hemos de sostener contra viento y marea, hasta el último aliento y ha perseverado en su compromiso de difusión sin pretender otra satisfacción que no sea la ejecución del trabajo encomendado desde la prudencia, la integridad y la honradez.

Así, cuando ya la fuerza de la costumbre parecía haber transformado en cuestión habitual, rutinaria, una cierta legitimación de la despreocupación o de la negligencia; cuando la injusta distribución de los escaparates intelectuales no parecían acontecer más que como resultante de actitudes profundamente humanas, escogidas para celebrar el triunfo total de la ignorancia acerca de quiénes son, dónde están y qué hacen tanto los creadores como los obstinados defensores de la cultura; recibir el homenaje del Superior Gobierno de la Provincia, del Poder Ejecutivo Municipal, de la Universidad Nacional del Litoral y del Centro Comercial en el transcurso del acto inaugural de la XI Edición de la Feria del Libro de Santa Fe ha fortalecido el corazón de quienes hacen posible su permanencia.

Sitio más que adecuado desde donde manifestar el agradecimiento para los hombres y mujeres que supieron analizar, proyectar y concretar un estímulo tan necesario; recompensa a compartir con todas y cada una de las numerosas instituciones, publicaciones y lectores que sumaron el reconfortante sostén de sus voces, a la distinción del pasado 8 de septiembre. Con quienes adhirieron al homenaje reconociendo que en un país como el nuestro, lograr casi 25 años de sostenimiento de la cultura es, además de una hazaña, un mérito enorme para aquellos que consideramos que el sustento de toda actividad humana es la base espiritual que otorga una sólida raíz cultural. Con quienes proclamaron que la tarea de esta revista con su indiscutible calidad y seriedad en la realización de su tarea, es un aporte valiosísimo para nuestra cultura nacional, ya que, al publicar autores de todas las provincias, se constituye en un espejo del  quehacer literario de nuestro país. Con quienes intuyeron que no es nada sencillo mantener a flote la utopía de la difusión cultural en este mar de crisis de todo orden,  donde prevalecen la indiferencia y la ignorancia. Con quienes se alegraron por las personas que entregan su trabajo en pos de un proyecto que construye identidad y, por ende, sentido de pertenencia y trascendencia; con quienes aclamaron este difícil proceso de integración cultural de la Región. Pero también con cada uno de los adherentes, cuya nobleza y altruismo, prolongándose en el tiempo de la resistencia intelectual, posibilitan, año tras año, la materialización incuestionable de los sueños. 

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PÁGINA Nº 2 

Con piloto automático 

Por Araceli Otamendi (Buenos Aires)

                                                       “Escribo como quien duerme y toda mi vida es un recibo que sigue sin firmar”.

                                                       “Me quejo porque soy débil y porque soy artista, me entretengo tejiendo con musicalidad mis quejas y retocando mis sueños conforme el modo que encuentro de hacerlos más bellos. Sólo lamento no ser un niño, para poder creer en mis sueños, no ser un loco para poder alejar del alma a todos los que me rodean”.

                                                                     Fernando Pessoa 

Cómo me gustaría escribir sobre sedas, tazas de porcelana y otras bellezas, tal vez laúdes o luthiers, sin embargo suena el despertador a las seis y me levanto dispuesta a afrontar el nuevo día que despunta. Sí, despunta y el sol empieza a calentar y estoy de nuevo en pie sacando el tarro de café de la heladera, abriendo la canilla para llenar la jarra de agua fría, oprimo el botón de la cafetera blanca y oprimo también el botón de la pecé, los mails están ahí esperando que los lea mientras voy a lavarme la cara con agua fría para quitarme el sueño, los ojos aún casi cerrados. Paso el agua por los ojos mientras me miro al espejo, quiero lavar el recuerdo de esos sueños que no sé todavía si he soñado.Y el delicioso aroma del café circula por la casa, la invade como un duende invisible, sirvo el café en la taza blanca  que nunca usaría si estuviera cascada y mientras lo bebo abro la canilla de la ducha y el agua corre, tibia, caliente, y el sueño también corre. Sueño loco, sueño surrealista, que cósas raras se sueñan. La luz entra por la ventana del baño como en la canción de lennon y maccartney pero era ella, ella la que entraba en la canción de John y de Paul, y también era Lucy en el cielo de diamantes. Algunos chicos caminan con zancos, la escena circense se ilumina en un teatro ¿quiénes son? Yo siempre espectadora del mundo, hasta en los más recónditos sueños. Voy a la cocina y un conejo hierve en el agua, se arremolina hasta quedar hecho una piltrafa, se multiplica como un clon, como en aquél cuento de Cortázar pero ahora nadie vomita un conejito, el conejo sólo hierve en el agua. Pobre conejo blanco. Me voy de ahí a otra parte,  si pudiera volver atrás... Primero hay que flotar, ponerse de espaldas y flotar, hundir la cabeza, tomar aire y meter la cabeza en el agua. Está fría, tan fría. No importa, con la cabeza dentro vas a flotar como un pez, poné las piernas derechas y flojas ¿puedo abrir los ojos? Sí, claro. Mosaicos azules, agua cristalina, los ojos bien  abiertos en el agua,  toco fondo, salgo, saco la cabeza y él está ahí sentado en el borde. Otra vez, ahí, yo te sostengo, dejá las piernas flojas y flotá, flotá, el agua en los oídos es una sensación fea, extraña. Mové las piernas, la cabeza dejala flotar, después vas a saber nadar, pero si no flotás no vas a nadar nunca. ¿Hasta cuándo? ¿Cuándo sabré nadar? Una vez más. El sol está en el punto más alto, es mediodía. El agua está más tibia y me canso. Flotá, tomá aire, buceá, otra vez, y otra, y otra. Y otro día, y otro. Hacé la plancha. Ahora que nadás cruzá hasta el fondo, un ancho, después un largo. Atravesar nadando la pileta, llegar a lo hondo, seguir, seguir, aguantar, retener el aire bajo el agua, subir, respirar. El agua ahora está fría, tibia, fría. Y la mirada de él, ahí, en mis  movimientos como si le diera cierta tranquilidad el hecho de que yo hubiera aprendido a nadar. Tal vez alegría, no sé. Dormir, dormir, soñar. Soñar con el agua, estoy en el agua, tengo que cruzar, irremediablemente hay que atravesar el ancho de la pileta cuando todos se quedan agarrándose al borde, flotando, nací Tauro, qué  voy a hacer. El no está ahí ahora mirando, ahora no está. No sé dónde está pero no está. Vuelve a pasar el tiempo. Escucho otras voces, estoy en otros ámbitos. Ahora es de noche. La fiesta ya empezó, hay música, voces y también silencio, es toda una ilusión, un sueño. Volver a soñar ¿es posible? Soñar suena a sueño, a imposible y sin embargo esa palabra pronunciada por alguien convincente me induce a soñar. Esa noche duermo y sueño, vuelo, estoy en un avión sobre el océano, de pronto caigo en el agua a miles de metros de altura, sobre el mar. Es el océano azul y oscuro, adivino la profundidad mientras me pregunto si sobreviviré a semejante caída, a esa velocidad. Y sin embargo planeo en el aire como un pájaro y caigo  y nado y nado entre las olas, estoy a flote, a salvo. Entonces despierto.

Hay que enfrentar un nuevo día, me seco con la toalla blanca y encuentro esperándome en la mesa el café caliente y aromático. Viajaré en tren, miraré el río, trabajaré si puedo, volveré en otro tren. Subo a un radio taxi por las dudas, ya oscurece, debo ir a San Telmo. La nueve de julio es la mejor opción para llegar ahí y el espectáculo empieza en el semáforo.  

Malabaristas hacen la función frente a los autos, las esferas dan vueltas, espero la música, la música de las esferas que no llega ¿o si? La mano extendida del adolescente, alguna moneda desde un auto y el taxi arranca haciendo chirriar las gomas. Las luces encendidas  de  la nueve de julio son el mejor espectáculo de la noche. Si llego viva, pienso, si llego viva a destino tomaré menos café, llamaré a esa amiga con la que no hablo desde hace tanto tiempo. Nos detenemos en otro semáforo: antorchas en las  manos de una chica, de musculosa y pantalones negros, pelo corto, ojos oscuros, se ríe, conversa, corre al medio de la avenida mientras dos jóvenes la esperan tetrabrik en la mano, el vino dulce como un sueño en la boca de los dos muchachos. La veré al día siguiente sentada en la plaza que corta la nueve de julio, con cara de sueño y grises ojeras, tetrabrik en los labios jóvenes, dos hombres jóvenes al lado de ella ¿qué destino le espera a esa mujer? Ya es de día, las luces frías de la noche se han extinguido, el sol entra por la ventana, me acomodo en un rinconcito, donde da el sol. Me levanto, pongo el piloto automático.  

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PÁGINA Nº 3 – IDIOMÁTICAS

Origen y desarrollo del castellano. 

Por Jorge Alberto Hernández (Santa Fe) 

Como se ha dicho a través de la historia, tres son los legados principales que nos dejaron las huestes hispanas que conquistaron nuestras tierras: la cruz, la espada y el idioma. No hay dudas de que la evolución de la lengua es fascinante y por lo tanto merece algunas consideraciones.

El paso de las formas vulgares románicas al romance visigodo (que Menéndez Pidal llama prehistórico) quedó fosilizado en la literatura árabe. Y fueron los mozárabes, que convivieron con los dominadores, los que conservaron su propio lenguaje. Tanto es así que la masa culta de entonces, era bilingüística.

El romance hablado antes de la conquista de Andalucía, se mezclaba con el portugués, leonés, aragonés y catalán, mas no con el castellano. Entre otros hispanismos de origen, podemos citar la diptongación de la o y e en sílaba cerrada (puerta, siete: porta, septem), además de otras singularidades. El habla toledana de la corte del Rey Rodrigo se contradecía con la de la región central.

En el rincón de la Cantabria, al norte del reino visigodo, se mantenía el dialecto castellano, rudo y resistente al empuje de la romanización. Al final de la época visigoda se debió de usar el latín arromanzado, que los mozárabes llamaban latinum circa romancium, en oposición al latinum obscurum.

Dando un salto en el tiempo podemos señalar que las famosas Glosas emilianenses, compuestas en el monasterio riojano de San Millán, y las Glosas silenses, en Silos, pertenecen al siglo X y al dialecto navarroaragonés. Son explicaciones que un monje puso al margen de unas homilías de un Penitencial latino, y según algunos estudiosos constituyen el comienzo del idioma castellano, muestras del habla vulgar de la Rioja. Tanto en las anotaciones Emilianenses como en  las Silenses se ven las huellas del español, reducidas a palabras sueltas o frases muy breves, pero que constituyen el primer testimonio más antiguo de nuestro idioma.

En lo que respecta a la iniciación y características del castellano, Castilla, una vez conseguida la independencia, lucha por su predominio. El lenguaje dialectal dio fácilmente carta de naturaleza a los  neologismos. Además de otros cambios, la adaptación de la fonética latina resultó imperfecta. Por ejemplo, la dificultad de pronunciar la f  labiodental y la influencia vasca contribuyeron a sustituir la f por la h aspirada. En lugar de foja, hoja.

En España, a mediados del siglo XI, León pasó a manos de los cristianos. Alfonso VI conquista Toledo en 1085. Zaragoza se rindió en 1118. Córdoba, en 1236. En Granada permanecieron los moros hasta 1492. El mapa dialectal español de la 12ª centuria comprende tres importantes divisiones: el grupo leonés, el castellano y el aragonés. El catalán se considera como rama del provenzal. El gallego es dialecto portugués.

La época alfonsí  (1252-1284) señala la curva ascensional del lenguaje. Alfonso X es el creador de la prosa romance, apelando al trabajo de juglares y trovadores, jurisconsultos, historiadores, hombres de ciencia y traductores especializados en el latín, árabe y hebreo.

Entre los siglos XVI y XVII, el Renacimiento da paso al período clásico de perfeccionamiento lingüístico. Con Garcilazo y Valdés se inicia la exaltación patriótica del castellano. El lenguaje de estos siglos se perfecciona tanto, que al final de su recorrido cae en la exuberancia artificiosa y barroca. Entre algunos de sus cultores, nombraremos a Cervantes, Fray Luis de León, Quevedo y Gracián.

Al siglo XVIII se lo conoce como normativo del lenguaje. Es más de reflexión que de creación y de una historia fuertemente afrancesada. Se crea la Academia Oficial de Lengua Española.

Los siglos XIX y XX son los del realismo y eclecticismo. El español que hoy hablamos y escribimos es un idioma románico o romance. Tiene su origen en el latín vulgar, de colonos y mercaderes legionarios establecidos en España. Ese latín hablado se convirtió por evolución en diversos dialectos hispánicos, entre los cuales predominó el castellano, declarado lengua oficial en el siglo XIII. La lengua literaria española nació en las Cancillerías de los reyes Fernando III (1230-1252) y  Alfonso X (1252-1284). Su base fue el dialecto de Toledo. El primer período de su historia finaliza con la unión de las coronas de Aragón y Castilla. Podemos decir que el castellano se ha extendido en seis siglos  a todas las partes del mundo.

En la última versión del Diccionario de la Lengua (22ª-2001) ha adquirido importancia la cantidad de americanismos incorporados. Dos tercios de los artículos registrados en la anterior edición (21ª, 1992), han sido enmendados (55.442, exactamente) y a ellos se han  sumado 11.425 nuevas entradas, 24.819 nuevas acepciones y 3.896 formas complejas, con lo que el glosario registra 88.431 voces, llegando los citados americanismos a más de 28.000. 

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PÁGINA Nº 4  

Rimbaud, ¿pasado o presente? 

Por Rodolfo Alonso (Buenos Aires) 

Con una intensidad hasta entonces prácticamente desconocida, con una devoradora pasión tan ineludible como fogosa, un violento y deslumbrante cometa cruzó el cielo por entonces opaco de la cultura europea, allá a mediados altos del siglo XIX, precisamente entre 1854 y 1891. Dentro de ese período, que es el de su corta vida, en el brevísimo instante de unos dos o tres años, otros tantos no demasiado voluminosos libros vinieron sin embargo a trastocar en su totalidad, de raíz, de fondo, no sólo el criterio sino también la práctica de la poesía. Acentuando de manera absoluta, hasta sus últimas consecuencias, una tendencia que había reiniciado magistralmente Baudelaire, le tocó a otro poeta francés, un adolescente de provincias, de no más de quince o dieciseis años, de carácter probablemente poco estable y moral nada rígida, nacido seis años después de los graves sucesos de 1848 y tres años antes de que se publicaran Las Flores del Mal, franquear impetuosamente aquellos límites que intentaron confinar a la poesía para devolverle todos sus dones y sus potencias naturales y ocultas.

Más cerca de la experiencia que de la literatura, y por lo tanto más próxima felizmente a convertirse en una evidencia (aquello que Husserl definiría algo más tarde como “la vivencia de la verdad”) antes que en un mero ejercicio retórico, al mismo tiempo esta escritura sin duda revolucionaria pero también tan precisa como inquietante e infinitamente enriquecedora iba a concretarse --tal como comenzaba a hacerlo contemporáneamente Mallarmé--, en la potenciación de un lenguaje a la vez específicamente poético y deslumbradoramente humano.

Aquellas características del cometa (fugacidad, intensidad, perduración) que asumen tanto la vida como la obra de Jean-Arthur Rimbaud, se acentúan aún dentro de lo acotado de su existencia --tan sólo unos treinta y siete años desde su nacimiento en la ardenesa Charleville hasta su fallecimiento el 10 de noviembre de 1891--, donde el momento digamos de incandescencia se concreta en un período, inicial, y mucho más breve. Entre 1871 y 1873 no sólo escribe alguna correspondencia milagrosamente premonitoria y reveladora, entre ella la indeleble Carta del vidente, sino que también echa a navegar El barco ebrio y el soneto a las Vocales, inscribe para siempre en la historia de la gran poesía universal a Las Iluminaciones y retira de imprenta apenas unos pocos ejemplares de Una Temporada en el Infierno. A la vez, con prisa y sin pausa, vertiginosamente, agota los turbulentos días de su propia vida también signada de significación, desde la estruendosa escapada con Verlaine hasta su proximidad con un acontecimiento tan emblemático como la Comuna que nació en 1870 para ser masacrada al año siguiente.

Prometeico y mesiánico, hijo pródigo y padre fundador, capaz de sumergirse en los abismos más bien a la manera de Orfeo que como el Alighieri, niño prodigio y ángel del mal, mientras las más diversas familias ideológicas, espirituales y estéticas siguen tratando de apropiarse infructuosamente de su contagiosa reverberación, quizás me animaría a sostener con humildad pero no sin firmeza que el único astro que guió a ciencia cierta su destino no fue otro que el de la poesía. Pero una poesía que implicaba por supuesto mucho más que una mera actividad literaria.

En el mejor estilo del “poeta maldito” pagó con su propia vida los límites que traspasó pero también, al mismo tiempo, los vislumbres y las certezas que alcanzó. Y quizás el mejor testimonio de su desdén ejemplar por la equívoca “vida literaria” (denominación contradictoria si las hay) se cifra sin duda en su espontáneo llamado a silencio, y en su también voluntario abandono de toda posibilidad de subsistencia digamos convencional. Un abandono que puede ser también huída o entrega, pero un silencio que sin embargo habla estrepitosamente, un silencio que lo dice todo a grandes voces.

Porque otra característica del fenómeno Rimbaud, como en los más sutiles explosivos, fue su capacidad de efecto retardado. Impreso originalmente en 1872, Las Iluminaciones sólo llega al conocimiento público en 1886, pero justamente a tiempo para influir en el desencadenamiento de la revolución simbolista, que para tantos constituye la culminación de la poesía del siglo XIX. Mientras que Una Temporada en el Infierno, que es de 1873, sólo llega a ser divulgada en 1895. Y la más que significativa Carta del vidente, como es sabido dirigida a Paul Demeny en mayo de 1871, el mismo año en que publica sus iniciales Poesías, recién empieza a ser difundida con más amplitud en 1912, justamente a tiempo para fecundar el corazón y el espíritu de los jóvenes que estaban por desencadenar los grandes movimientos llamados de vanguardia que modificaron raigalmente la poesía y el arte a comienzos del siglo XX.

Nunca quizá como en este caso las circunstancias de una vida por demás tormentosa, turbulenta y convulsionada fueron tomados tan en cuenta para calibrar una obra poética. Y, al mismo tiempo, indisolublemente, pero también de algún modo con carácter antípoda, nunca obra poética alguna llegó a alcanzar una repercusión tan virulenta y prodigiosa, capaz no sólo de influir en las concepciones estéticas sino directamente de transformar las personalidades de aquellos a quienes rozaba. Así se explica, por esta dialéctica entre vida y poesía, pero sobre todo por otra dialéctica también interna, orgánica diría, precisamente de esta obra poética y de esta vida en particular, tanto el carácter sintomático cuando no directamente profético o premonitorio con que una y otra, vida y poesía, no pudieron dejar de verse signadas.

Los hechos, los actos, las anécdotas pueden resultar, en cuanto a su interpretación, quizá tanto o más ambiguos que las mismas palabras. Así se llegó a especular en uno u otro sentido, casi siempre contradictorios entre sí, con respecto a los muchos sucesos como dije nada convencionales de su vida. Que si participó en la legendaria rebelión de la Comuna o fue sólo un contemporáneo que la vio indudablemente con simpatía. Que hasta dónde llegó el alcance de sus intimidades con Verlaine o la intensidad de sus relaciones con una mujer abisinia. Que si pidió la extremaunción antes de morir por haberse convertido o simplemente por no atribular todavía más a su crédula hermana. Y así se llegó también hasta a producir aquel resonante escándalo literario que conmovió a París con el fraguado descubrimiento de un inédito suyo, por supuesto fraudulento, que sirvió sin embargo para desenmascarar a ciertos pretendidos especialistas.

Hay ambigüedades que forman parte del lenguaje porque también forman, me animaría a creer, parte indisoluble de nuestra condición humana. Y de esa ambigüedad, para mi gusto prácticamente orgánica, raigal, constitutiva, que bien puede considerarse de algún modo una carencia, hace la poesía no obstante su cantera. De esa incapacidad del lenguaje humano para decirlo todo claramente, que tanto inquietó en nuestra época a un Ludwig Wittgenstein (“Si el signo y lo designado no fueran idénticos en lo tocante a su pleno contenido lógico, entonces debería haber algo todavía más fundamental que la lógica”), la poesía intenta extraer justamente su capacidad para decirlo  todo. En la mismísima obra de Rimbaud, un título como el de Las Iluminaciones, al cual es prácticamente imposible no otorgar un sentido visionario, cuando no místico y hasta en cierto modo heráldico, fue sin embargo subtitulado por su propio autor, en inglés, como Painted plates, lo cual amenaza reducirlas sin más a meras ilustraciones.

Lo que también resulta singular, en la vida de Rimbaud, es la forma directamente irradiante con que las circunstancias concretas de su existencia se entretejen misteriosamente con los acontecimientos digamos históricos y, a la vez, de qué forma también sus propios textos se enhebran con su vida y con su tiempo, e inclusive se adelantan a épocas posteriores. De tal forma que una y otras (vida, época, poesía) se nos van presentando con diversas facetas de acuerdo con la forma en que las percibamos relacionadas entre sí. Es decir que, a la natural ambigüedad como intuimos congénita del lenguaje humano, de la cual justamente la escritura de Rimbaud vino a extraer una de sus vertientes más hondas y fecundas, se le agrega la inevitable disparidad de nuestra percepción individual y de nuestros enfoques, de nuestros ineludibles y felizmente diversos puntos de vista ideológicos, espirituales y/o estéticos.

No ha de ser entonces responsabilidad de una poesía como la de Rimbaud, quien fue capaz de llamarse a sí mismo a silencio, demostrar qué vígencia tiene aún hoy, después de más de cien años de su muerte. Por el contrario, es un problema nuestro, es un grave problema de nuestra civilización y de nuestra cultura y, dentro de ella, muy especialmente de quienes nos creemos destinados a la poesía, demostrar si su ejemplo y su palabra tienen todavía hoy una vida útil y una digna descendencia. Es en nosotros donde se decide si la de Rimbaud es hoy una lengua viva o una lengua muerta.

Porque es aquí y ahora, en este nuevo siglo donde la humanidad prácticamente entera parece haber sido compulsiva o seductoramente impulsada a preferir el tener o el parecer antes que el ser y hasta el hacer, es en medio de esta anomia que quieren presagiarnos posmoderna y que parece quitar todo sentido no sólo a la pasión sino directamente al apasionamiento, donde la rabiosa sed de belleza del adolescente Rimbaud, que supo decir que “Es necesario ser absolutamente moderno”, puede volver a resultarnos fecunda y favorable. Al menos, como contraveneno y como antídoto.

Porque si se trata de un auténtico clásico, en el sentido que me permito asignar a dicho término, es decir alguien capaz de darnos vida, de traernos vida, de seguir siendo fértil en nosotros, no siento que podamos pensar a Rimbaud sino como un acicate y como impulso. Aquel que supo anunciarnos la llegada del “tiempo de los ASESINOS” pero también que vendrían en su estela “otros horribles trabajadores”, aquel que imaginó el primero al poeta como “encargado de la Humanidad” pero que supo percibir al mismo tiempo que “Yo es Otro”, aquel que pudo predecir las más modernas barbaries y al mismo tiempo plantearnos como evidencia concreta la nostalgia de las barbaries inocentes, contra toda opacidad, contra manipulación, desde el ejemplo de su poesía y de su entrega, precisamente porque “Toda luna es atroz y todo sol amargo”, ha de seguir incitándonos a “cambiar la vida”. 

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PÁGINA Nº 5 – NUESTROS POETAS 

Infancia en la Plaza España

Un grupo de niños sin patria, duerme

a la intemperie.

Sus alforjas figuradas son sacos rotos de

afectos y miradas.

Sus vidas son manchas inciertas de

una sociedad dormida e injusta.

Deambulan en la noche como sombras

del día, trémulo en cada uno de ellos.

Valoran como los valoran y allí no

sobra para la yapa.

Acunan en su piel, el frío y el hambre

como únicas presencias.

Son la sobra del mundo no lejano, del

nuestro, del cada día.

Y mueren sin saberse si murieron o

emigraron como pájaros.

Los que quedan ocupan la plaza o

lo que sea, clamando.

Su violencia, desmesurada, es un modo

de clamar de su vacío.  

Oscar A. Agú  (Santa Fe)

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Los que saben.           

Los hombres saben de este cuerpo.

Saben de una piel

parecida a los muelles de noche,

a los faroles,

a los pesqueros detenidos

en mitad de la neblina. 

Los hombres han cubierto de sal

este pecho agobiado de enredaderas.

Han lamido la penumbra del resuello

y la voluntad del daño. 

Y tengo las palomas enmohecidas,

los columpios aturdidos,

las ventanas cerradas de par en par

hasta las serpentinas de los carnavales olvidados. 

Este cuerpo

regala por las calles sahumerios de dolor,

dedos de dinero,

rostros crucificados

sobre camas fluorescentes,

repetidas como la electricidad

a la hora de las lunas,

como los tambores a la hora del cadalso

y de los pies en el aire. 

Los hombres saben de este cuerpo.

Saben de una saliva desollada,

de unos dientes que mastican paredes amarillas,

escombros de nácar,

perlas de viejos orines

que no quise conocer en cada boca. 

Vuelven a él

como vuelven los barcos a las playas.

Así,

buscando arenas insaciables,

con una sed permanente.

Vuelven a él acariciando espejos,

gotas de peces que boquean,

musgos que braman las puertas y las espaldas. 

Los hombres saben de este cuerpo,

saben también del pan

que perdí bajo los árboles. 

Miguel Ángel Gavilán (Santa Fe)

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Después de la tristeza. 

No sé si a usted le pasa

que, a veces, son las diez en cada ausencia

y hay un poco de vino que ha sobrado

y un silencio de pan sobre la mesa,

que los niños ya duermen, que es de noche,

que no es lícito el sueño

            y ella…

                        y ella

pone a punto el amor para mañana,

restaura la paciencia,

y usted se siente solo como un médano

y le duele la espalda y hace cuentas:

le resta un día al mes, pero no sabe

cuál es la diferencia;

multiplica la vida a rajatabla

y suma algunos pliegues en los párpados

sin notarlo siquiera;

se lleva una nostalgia

            por las dudas,

porque no siempre

            dos

                        es un buen número

después de la tristeza.

Pero algo no está bien, tal vez un cero

aburrido de estar tan a la izquierda

y usted revisa todas las columnas

guarismo por guarismo,

detalle por detalle

y el balance no cierra.

Es, quizás, que los niños han crecido

y tuercen gravemente el entrecejo

y dicen cosas serias,

o es que ella no es la misma del sí quiero,

de la luna en los ojos,

de las dulces primicias

y ha perdido algo más que la silueta.

No sé si a usted le pasa, pero a veces

la noche es un resumen,

una síntesis lenta,

sobre todo si hay dos o tres jazmines

en el rincón más tibio de la casa

que se mueren de pena

y una música blanda lo conmueve

y ella dice

            qué largos son los días

pero usted

            no contesta. 

Ariel Giacardi (Santa Fe)

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Continuidad de los mares

                      a mi madre, quieta en un cementerio de llanura.

Mienten los que dicen

que una pared te guarda para siempre

indiferente al sol y a los inviernos que temías. 

Miran el mar tus ojos en los míos

y es otra vez verano en esta orilla. 

Las olas te pronuncian

y repiten los hijos el asombro

cuando me abría al mundo de tu mano. 

Julio Luis Gómez (Santa Fe)

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PÁGINA Nº 6  

Doña Paula, la india. 

Por Jorge Isaías (Rosario) 

La mujer morena, de pelo encanecido, vestida con viejas ropas, evidentemente regaladas, pasaba todas las tardes por la esquina donde la barrita de chicos imaginaba los juegos, porque esa es la única opción que tiene la infancia sin juguetes, la infancia de la simple pobreza.

Iba con un gesto adusto, descalza, altiva, sin mirar a nadie, clavada la vista de sus ojos oscuros hacia el final de la calle que, a pocas cuadras, remataba en unos maizales verdosos y altos.

Volvía, al rato largo, con un hato de arpillera cargado de pequeñas ramas secas, combustible para su fogón, que recogía en el campo. Ramitas que amputarían las tormentas a los árboles que algún previsor había plantado a la orilla de los alambrados. Árboles que visitaban sólo los pájaros y los niños traviesos en sus tropelías diarias y que hoy ha talado una mano asesina.

No saludaba a nadie. Iba con su orgullo a cuestas, un orgullo resentido y algo agresivo. Era una morena y los pómulos altos, los ojitos pequeños, negros y su poca estatura, le habían ganado un mote o un apodo que tal vez fuera su origen auténtico. A sus espaldas, siempre, la llamaban “la india”, aunque no conocí a nadie que lo dijera en su presencia y nosotros, intimidados por su aspecto, jamás nos atrevíamos siquiera a musitarlo cuando la teníamos cerca. La saludábamos con respeto: “Adiós doña Paula” o “¿Cómo le va, doña Paula?”, como nos habían enseñado nuestras madres. Ella apenas si nos tenía en cuenta, no contestaba nuestros saludos, pero, a veces, condescendía a dirigirnos una mirada que no dejaba de ser dura ya que éramos, al fin de cuenta, niños, y tal vez devolvía nuestro saludo con una levísima inclinación de cabeza, tan imperceptible que, si no estábamos atentos, no llegábamos a percatarnos.

Vivía, en ese tiempo, con un hombre manso y moreno, de grandes bigotes canosos, de labios muy gruesos, que tenía no sé qué enfermedad en las manos donde le aparecían llagas o eczemas la mayor parte del año y que respondía al nombre de Ramón Bazán. Ocupaban una casita precaria que les había cedido la comuna, en el barrio “del Vasco Amaro”, como se lo llamaba porque allí vivía dicho personaje con sus hijos numerosos y sus perros innumerables que entrenaba para la caza de liebres y perdices. Ese barrio que había sido en décadas pasadas el barrio de los prostíbulos, cuya mala fama arrastraba aún veinte años después de haberlos clausurado.

El hombre. a quien todos los chicos llamábamos “Don Bazán”, tenía su pequeño negocio, que no era otro que la propiedad de un banquito, tres cajas de zapatos con golosinas no muy surtidas y una silla tijera. Cuando vislumbraba algún acontecimiento que juntara mucha gente, se instalaba. Los chicos éramos sus clientes casi exclusivos. No era raro entonces verlo en el gran portón de la cancha del Club Huracán, donde la gente entraba para ver ganar a su equipo y él estaba allí mientras durara el partido y los asistentes. Un día sumó una oferta más a su pequeño negocio y no eran sino una empanadas criollas y unas crocantes tortas fritas. No tuvo mejor idea que intentar convencer a los remisos con esta aclaración:

-Llevá tranquilo, pibe, las hizo mi señora…

No vendió ninguna.

Doña Paula no era justamente un dechado de prolijidad e higiene personal, así que tuvo que volverse con su canastito de mimbre a cuestas, repleto de lo que él suponía un manjar, y tal vez lo fuera.

Un día, de improviso, sin tener noticias previas, en el pueblo apareció un hijo de doña Paula, el inefable “Pirimpi” que trasiega, desde aquellos lejanos años, las calles solitarias del pueblo, que antes eran de polvo y mariposas y ahora son de asfalto y arbolitos raquíticos. Pero “Pirimpi” sigue igual, yendo y viniendo de un lado a otro, repartiendo volantes cuando hay actos importantes, haciendo como que cuida autos en algún acontecimiento social. Así se gana las monedas que nunca gasta en alcohol, sólo en comida, ya que la ropa la recibe de regalo porque la gente le da aquello que ya no usa. Es un loco absolutamente manso al que, de vez en cuando, un chistoso lo invita a pasar por el boliche y le da alguna bebida de fuerte graduación alcohólica. Entonces se queda tendido en la vereda hasta que es auxiliado.

Cuando cayó por el pueblo y nosotros lo rodeábamos con nuestras pullas él intentaba reaccionar, pero había una forma implacable para volverlo a su lugar de víctima.

-Mirá que le cuento a tu mamá, ¿eh?

-No, a mi mamá no- imploraba.

Daba pena verlo, moreno, calvo, indefenso, mostrando un miedo visceral al castigo materno, siendo ya todo un hombre. En edad, al menos.

Con el que, al parecer, no se llevaba muy bien era con su padrastro, el pobre Bazán, quién a veces aparecía con los ojos amoratados y, cuando se le inquiría la razón de los golpes, invariablemente decía:

-Es que se retobó el chico…

“El chico” no era otro que “Pirimpi” que, por ese tiempo, tendría más de treinta años.

“Pirimpi” fue un indocumentado hasta hace poco. Mi hermano pudo, a duras penas, sonsacarle el nombre de la provincia donde había nacido y, aproximadamente, los años que él decía tener. Cuando tuvo esos precarios datos y logró conseguir la partida de nacimiento, le regaló un saco, una camisa. una corbata y lo llevó a sacarse la foto, le hizo hacer el documento pero no se lo dio para que no lo perdiera.

De vez en cuando pasa por el Juzgado y le dice a mi hermano.

-Juez, ¿me deja ver mi libretita? Y él mira su foto, feliz. Es probable que sea la única foto que le tomaron en su vida. “La libretita” es el documento nacional de identidad, donde dice que él se llama Pedro Quiroga y que existe, que nació hace setenta y ocho años en un pueblo de la provincia de Córdoba y que es argentino, como tantos de nosotros. Aunque de todo esto él no se entere, ya que es analfabeto. Entonces, le devuelve el documento y se va feliz. Mi hermano no guarda en un cajón del escritorio hasta su próxima visita.

Va entonces hasta el club, se sienta en una mesa y cuando “Pichirica”, el mozo buenazo, le pregunta, medio en broma, qué se va a servir, él, ufano, pide:

-Un café con leche y un sanguche…

-¿Tenés con qué pagar?

-Anóteselo al juez- responde.

Cuando no es así, jamás molesta. Se sienta en la silla vacía más lejana o en el vano de la ventana, que es muy baja, y se deja estar, mirando todo, haciendo que mira todo, con esa mirada perdida. Muchas veces me pregunté qué pasará –si algo pasa- por esa cabeza llena de niebla. Saluda a todos los que lo saludan con afecto porque es parte indisoluble del pueblo. Cuando se cansa se va hasta la casa de Nicolita Corso, quien le presta un catre para dormir.

Hoy, tanto Bazán como doña Paula han muerto. Pero cerraré estas anotaciones melancólicas con una anécdota que la tiene como protagonista.

Un atardecer en que volvía por el medio de la calle –nunca se la vio caminar una vereda, ni aún en días de lluvia- con su hatillo de ramas secas, uno de nosotros, Carlitos Aguirre, a quien hoy llaman “El Cholo”, le gritó:

- ¡India!

Sonó el grito como un latigazo inesperado y rebotó en la quietud última de la tarde, en el mero crepúsculo. La reacción no se hizo esperar.

Doña Paula se agachó, dejó en el suelo sus ramas secas y, cuando se incorporó, ya tenía en la mano un inmenso cascote de tierra dura, hizo cuatro trancos increíbles para su edad, lo corrió y, sin apuntar, hizo centro en su espalda. A nosotros nos sonó como el ruido sobre un gran cuero seco y lo sentimos en nuestros cuerpos, sordamente doloroso.

Luego, como si nada, volvió sobre sus pasos, alzó el atadito de ramas que rodeaba su infaltable arpillera, y siguió su camino, como si nada hubiera pasado, sin dirigirnos siquiera una mirada de reprobación.

Se fue achicando de a poco hacia el final de la calle y, como iba hacia el sol que moría, éste se fue deteniendo en el ruedo de su pollera oscura y le fue encendiendo en reflejos dorados el pelo.

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PÁGINA Nº 7  

El señor de la noche 

Por Amanda Pedrozo (Paraguay) 

Rosalí estuvo todos esos días pensativa. Miraba desde su sillón de mimbre a su nieta que cantaba, perdida en un sueño repetido, donde se le aparecía el amante nocturno con su olor a monte y misterio, destapándola despacito para ir hundiéndose después con fuerza en su cuerpo, sin decir una sola palabra. La nieta Atilana había cambiado desde entonces. Ella, la tristona, estaba loca de contento. Ella, la que no paraba de contar sus penas, callaba tercamente ahora, pero en vano: se le notaba a la legua que andaba en amores...

El tronco como desnudo de la nieta, los pasos que no se oían al borde de la cama, sino más lejos y como afuera bajo los mangos, el olor a sobaco húmedo que quedaba pegado hasta en las paredes de tacuara y barro colorado después de que el amado intruso hurgara bajo el camisón de bombasí rosado de Atilana, sin que ésta hiciera nada, salvo exhalar su olor nuevo para juntarlo con el otro aroma casi desvanecedor, fueron haciendo el injusto milagro de rejuvenecer a la anciana sin lograr traerla devuelta de su carne machucada sin remedio.

De día, no podía dormir. Quería apropiarse con los ojos de Atilana. A veces le dolían las arrugas cuando con su escasa vista percibía un arañazo en los hombros carnosos de la muchacha o un moretón azulado en el cuello. De noche, tampoco podía, porque esperaba con los ojos prendidos en la oscuridad el andar extraño que no se podía oír, sino sentir solamente. Se había llegado a comer un poco de tabaco que él, en su silenciosa puntualidad nocturna, dejó tirado en el borde del catre.

A Rosalí le sirvió la pequeña sustancia marrón para el día entero. Se la pasó mascando de a puchitos, hasta que tuvo que resignarse a tragarse con la saliva terrosa el último resto de sueño que le quedaba. Después se quedó pensativa en el sillón de mimbre, fraguando la felicidad, el colmo, el desespero amoroso.

Esa noche iba a concretar la locura. Ni pudo tragarse el guiso de pájaros que Atilana preparó casi sin darse cuenta. La muchacha así venía haciendo todas las cosas en los últimos días, desde que empezó a florecer en la humedad de la noche. Así que Rosalí enredó tanto las cosas, inventó las mil y una, y entre vuelta y vuelta de cuentos que iba soltando a la nieta, ésta no pudo rechazar un vasito de guaripola. A un vasito siguió otro, y finalmente Atilana terminó durmiendo en la cama de su abuela, y ésta se tumbó en el catre de la muchacha, envuelta en el camisón rosado de bombasí que olía a una flor y a un cielo cargado de lluvia.  

Llegada la medianoche, Rosalí tenía el cuerpo dispuesto, aunque el cuerpo no hacía honor a su arrebato. Primero, en la noche, se sintió una alteración de gallinas desde la esquina del tatakua. Después, el viento pareció detenerse sobre la puerta y Rosalí sintió con el olfato que él, el amado silencioso, ya estaba allí, que la tocaba casi, que lo tenía encima, hurgándole el camisón rosado de bombasí con una violencia increíble, que la arrojó sobre sí misma y la replegó con su sorpresa y locura. En el centro mismo de un relámpago, tuvo todas las certezas en un solo instante.

Lo vio, más fuerza que cuerpo, más negro que el más oscuro de los pecados, más húmedo que la respiración del abuelo cuando el asma lo sumía en la demencia. Puro pelos y ojos encendidos, el amado sustraído por una noche, el apenas entrevisto, silbó una sola vez, y la estranguló. Dijeron al día siguiente los otros nietos, que el Señor de la Noche, aquel cuya nombre en guaraní no debía ser jamás pronunciado, había estado en la casa, y que había matado a Rosalí para violar a Atilana, que empezó a vagar su delirio incurable desde ese momento y para siempre, bajo los mangos frondosos y la dudosa soledad del tatakua.  

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PÁGINA Nº 8 

La poética de Rilke en sus propios textos 

Por Oscar Portela (Corrientes) 

Si sólo en imágenes habita el hombre, en el espíritu, que ata al hombre a la totalidad, se hallará también lo salvador. La mirada del poeta deberá ser de tal modo que pudiera ver aun en lo terrible y en apariencia sólo repulsivo lo que Es, y que también tiene importancia con todo el resto de lo existente. "Así como no se admite elección alguna, tampoco se permite al creador que se aparte de ningún ser existente: un solo rechazo —afirma R. M. Rilke, y es menester escucharlo sobre todo hoy—, en cualquier momento lo arroja del estado de gracia, y lo convierte irremediablemente en pecador (Cartas a Cézanne) y también enfatiza: "Acostarse con un leproso y compartir con él todo el calor de uno mismo hasta la calidez del corazón en las noches de amor: es necesario que eso haya sucedido alguna vez en la vida de un artista como superación hacia una nueva beatitud".

Esta beatitud es una nueva manera de comunión entre hombre y mundo, no un relegarse místico en las entrañas de un absoluto allende el habla y las apariencias. "Ah", canta ditirámbicamente Rilke, "nosotros contamos los años, y hacemos divisiones aquí y allá; acabamos y comenzamos y vacilamos entre lo uno y lo otro. Pero hasta qué punto es uno todo lo que nos sucede, cuánta relación hay entre una cosa y otra; surge y crece, y va hacia sí misma, y nosotros en el fondo sólo tenemos que estar aquí, pero simplemente, pero con empeño, como la tierra que consiente las estaciones, clara y oscura, y totalmente inserta en el espacio, no anhelando descansar sino en la red de los influjos y fuerzas en que las estrellas se sienten seguras" (Cartas a Cézanne).

Y así llegamos a ver en la muerte no la duplicidad ontológica que mancha todo ente y la percepción de todo lo real, sino "el lado de la vida que no se halla vuelto hacia nosotros y que nosotros no iluminamos"; es preciso —insiste Rilke en una carta al conde von Hulewicsz—, que tratemos de realizar la mayor conciencia de nuestro existir, que se halla en los dos ilimitados dominios y se nutre inagotablemente de ambos. La verdadera forma de la vida, y la sangre del más amplio circuito, corre a través de ambos; no hay un más acá ni un más allá, sino la gran unidad, en la cual los seres que nos rebasan, los "ángeles", encuéntranse en su morada. Y ahora, la posibilidad del problema del amor en este mundo, ampliado así por su más importante mitad, total al fin y a salvo".

En otra parte concluye Rilke esta afirmación: "Fortalecer la confianza en la muerte desde las más hondas alegrías y magnificencias de la vida y a la misma muerte, que nunca fue algo extraño, y ajena, hacerla de nuevo como a la callada cosavedora de todo lo que vive, más reconocible y palpable" (Epistolario español). Y ya en el vislumbre de la total unidad donde todo instante conlleva en sí la impronta de lo eterno porque pertenece a la totalidad del Ser, Rilke escribe: "Este ligero estar ahí de un hombre, de un viviente, sobre la cara de la muerte, es como el hechizo de aquel poema griego en que dos amantes intercambian sus vestidos, y así confundidos y trasmutados se abrazan cada uno en la envoltura y en el calor del otro". (Epistolario español).

Suprimidos los dualismos de la diferencia ontológica, preparados para recibir a los muertos que viven en nosotros, podemos también advertir: "tensa y animosa, sin prisa, la estrella cayendo a través del espacio de la noche, era como si cayera al mismo tiempo a través de mi interior", y en otra parte escribe también: "la llamada de un pájaro, sobre la cual yo tuve que cerrar los ojos, son simultáneamente en mí y fuera de mí como en un espacio único e indiferenciado"... Al fin, encontramos el alma de Orfeo, padre del poema, origen de lo invisible que se encarna y rehuye eternamente lo visible. Él es el Dios de la transformación y su canto (el canto del poeta) es la reunión de todo lo que Es.

Por eso pudo Rilke escribir en los Sonetos orfeos: "Canto es existencia". El canto es la fuerza pura que atrae todo ente en pos de sí, hasta la noche del desamparo sagrado; así lo afirma Heidegger cuando dice: "El canto ni siquiera necesita imitar lo que hay que decir". El canto es el pertenecer al todo de la recepción pura. El cantor es atraído por la corriente del viento del inaudito medio de la naturaleza plena. El canto es él mismo: "Un viento" (Sendas perdidas, trad. Rovira Armengol).

Rilke es, en este sentido, el único poeta órfico de nuestra edad. Orfeo representa la necesidad de que todas las cosas desaparezcan: "¿No es demasiado si el vaso de rosas a veces sobrevive? / ¡Oh! ¿Cómo no comprenden que le es preciso desaparecer?" (V. S. de Orfeo). Mas, "por encima del cambio y del movimiento / más vasto y más libre / perdura aún tu preludio. Dios que empuñas la lira".

El ángel donde se opera la transformación de lo visible en invisible es vástago del Dios de la lira, que fundió en su canto redentor los reinos de Dionisos y Apolo; lo invisible e inmensurable y el ámbito mesurable, que hace al aparecer de cada ente en su ser. La lira de Orfeo es la música del Dios que hace mover los mundos; el canto es la ley más profunda de todo lo que existe. Orfeo es, de este modo, el poeta de lo abierto en donde el divorcio contra todo lo que es queda superado en la "reminiscencia inversora" donde la muerte es: "'La ley ("gesetz"), así como la sierra ("gerbirge") es la unión de las montañas ("berge") es el conjunto de su estructura" (Heidegger, Sendas perdidas).

No puede dejarse de lado la afirmación de Blanchot de que Orfeo convierte el movimiento de morir en movimiento infinito y posibilidad infinita de seguir muriendo en el interior de lo que es, por lo cual se regresa eternamente desde el no ser al ser.

Por fin el hombre se ha convertido en pastor y guardián del ser contra el elaborar objético y su medida; la caducidad de todo ente y de todo el mundo sujeto a la representación y a la conjunción de lo "realizable del elaborar y lo objético del mundo". (Heidegger).

"Para nosotros", dice Rilke, "es grande ser flor". Su itinerario se remonta constantemente a las faldas del monte Kaukaión. Como Orfeo, Rilke va en busca del amor (Eros es más antiguo que cualquier otra divinidad) y por él cruzó de lo visible a lo invisible: "Tal como somos nosotros, los fugitivos, pasamos sin embargo por entre las fuerzas perdurables para cumplir un cometido divino"; también para salvar al todo de la noche del mundo (el corto día de la técnica) acudió a la revelación de la palabra poética que es cura por la luz: Orfeo o Arpha: de "aquel que cura por la luz" (Edouard Schure); hablar así es ya una transparencia gloriosa, dice Blanchot en El espacio literario.

Como Orfeo, Rílke se convirtió en su propio canto, haciendo de la naturaleza la trascendencia misma, la unión de todas las cosas en el país de los hiperbóreos y el camino que conduce al templo de Delfos: "Almendros en flor, la única tarea que podemos realizar aquí es la de / reconocernos, sin el menor resto de duda / en la manifestación de lo terrenal" (Epistolario español).

A partir de Holderlin, de Rilke, de Nietzsche, es posible pensar hoy el significado de esta frase: "No hay nada nuevo bajo el sol sino lo antiguo en el inagotable poder de metamorfosis de lo inicial...". "La historia es acontecer (advenimiento) (ankuft) de aquello que no ha dejado de ser, y nada sino esto viene a nosotros" (Heidegger, Principios del pensamiento).

Sólo por ello podemos nosotros cantar con Rilke en medio del corto día de la técnica: "La existencia aún reserva encantos; en cien lugares está todavía en sus comienzos / un juego de fuerzas puras / y a las cuales nadie toca a menos que se arrodille y venere" (XX, S. a Orfeo).

La veneración del poeta sólo se dice celebrando; la celebración del poeta es el fundamento de un originario acordar, tomar medida de lo que es (el ente), la celebración es el cofundamento que recibe el mundo en cuanto tal y su correspondiente hábitat; la celebración es el corresponder del hombre a la libertad como fundamento; es el libre claro de lo abierto en donde luz y sombra juguetean libremente recreando de este modo, eternamente, el mito y la génesis del poetizar y devolviendo al hombre, el cetro de una nobleza verdadera: el antiguo poder de desaparecer para que lo invisible y lo visible, el tiempo y la eternidad, se funden en la belleza de una rosa. La misma, por supuesto, del epitafio de Rainer María Rilke, por todos conocido. 

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PÁGINA Nº 9 – PÁGINAS MEMORABLES 

Luis Cernuda.

Nace en 1902 en Sevilla y muere en México en 1963.

Alumno de Pedro Salinas, sus principales influencias proceden de autores románticos: Keats, Hölderling, Bécquer...

Soledad, dolor, sensibilidad... son notas características de su personalidad. Posee un estilo muy personal, alejado de las modas. Los temas más habituales son la soledad, el deseo de un mundo habitable y, sobre todo, el amor (exaltado o insatisfecho). 

Reúne sus libros bajo un mismo título: La realidad y el deseo. Esta obra está formada por Perfil del aire, 1924; Égloga, elegía y oda, 1927; Un río, un amor, 1929; Los placeres prohibidos, 1931; Donde habite el olvido, 1932;  Invocaciones a las gracias del mundo, 1934; Desolación de la quimera, 1956. En prosa escribe Ocnos y Variaciones sobre tema mexicano.  

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Quisiera estar solo en el sur 

Quizá mis lentos ojos no verán más el sur
de ligeros paisajes dormidos en el aire,
con cuerpos a la sombra de ramas como flores
o huyendo en un galope de caballos furiosos.

El sur es un desierto que llora mientras canta,
y esa voz no se extingue como pájaro muerto;
hacia el mar encamina sus deseos amargos
abriendo un eco débil que vive lentamente.

En el sur tan distante quiero estar confundido.
La lluvia allí no es más que una rosa entreabierta;
su niebla misma ríe, risa blanca en el viento.
Su oscuridad, su luz son bellezas iguales. 
 

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No decía palabras 

No decía palabras,
acercaba tan sólo un cuerpo interrogante,
porque ignoraba que el deseo es una pregunta
cuya respuesta no existe,
una hoja cuya rama no existe,
un mundo cuyo cielo no existe. 
 

La angustia se abre paso entre los huesos,
remonta por las venas
hasta abrirse en la piel,
surtidores de sueño
hechos carne en interrogación vuelta a las nubes. 
 

Un roce al paso,
una mirada fugaz entre las sombras,
bastan para que el cuerpo se abra en dos,
ávido de recibir en sí mismo
otro cuerpo que sueñe;
mitad y mitad, sueño y sueño, carne y carne,
iguales en figura, iguales en amor, iguales en deseo.

Auque sólo sea una esperanza
porque el deseo es pregunta cuya respuesta nadie sabe. 
 

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Te quiero 

Te lo he dicho con el viento,
jugueteando como animalillo en la arena.
O iracundo como órgano tempestuoso.

Te lo he dicho con el sol,
que dora cuerpos juveniles
y sonríe en todas las cosas inocentes.

Te lo he dicho con las nubes,
frentes melancólicas que sostienen el cielo,
tristezas fugitivas.

Te lo he dicho con las plantas,
leves criaturas transparentes
que se cubren de rubor repentino.

Te lo he dicho con el agua,
vida luminosa que vela en un fondo de sombra;
te lo he dicho con el miedo,
te lo he dicho con la alegría,
con el hastío, con las terribles palabras.

Pero así no me basta:
más allá de la vida,
quiero decírtelo con la muerte;
más allá del amor,
quiero decírtelo con el olvido.
 

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Donde habite el olvido 

Donde habite el olvido,
en los vastos jardines sin aurora;
donde yo sólo sea
memoria de una piedra sepultada entre ortigas
sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.

Donde mi nombre deje
al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
donde el deseo no exista.

En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
no esconda como acero
en mi pecho su ala,
sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.

Allí donde termine este afán que exige un dueño a imagen suya,
sometiendo a otra vida su vida,
sin más horizonte que otros ojos frente a frente.

Donde penas y dichas no sean más que nombres,
cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
disuelto en niebla, ausencia,
ausencia leve como carne de niño.

Allá, allá lejos;
donde habite el olvido. 
 

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Despedida 

Muchachos

que nunca fuisteis compañeros de mi vida,

adiós.

Muchachos

que no seréis nunca compañeros de mi vida,

adiós. 

El tiempo de una vida nos separa

infranqueable:

a un lado la juventud libre y risueña;

a otro la vejez humillante e inhóspita. 

De joven no sabía

ver la hermosura, codiciarla, poseerla;

de viejo la he aprendido

y veo a la hermosura, mas la codicio inútilmente 

mano de viejo mancha

el cuerpo juvenil si intenta acariciarlo.

Con solitaria dignidad el viejo debe

pasar de largo junto a la tentación tardía. 

Frescos y codiciables son los labios besados,

labios nunca besados más codiciables y frescos aparecen.

¿Qué remedio, amigos? ¿Qué remedio?

Bien lo sé: no lo hay. 

Qué dulce hubiera sido

en vuestra compañía vivir un tiempo:

bañarse juntos en aguas de una playa caliente,

compartir bebida y alimento en una mesa.

Sonreír, conversar, pasearse

mirando cerca, en vuestros ojos, esa luz y esa música. 

Seguid, seguid así, tan descuidadamente,

atrayendo al amor, atrayendo al deseo.

No cuidéis de la herida que la hermosura vuestra y vuestra gracia abren

en este transeúnte inmune en apariencia a ellas. 

Adiós, adiós, manojos de gracias y donaires.

Que yo pronto he de irme, confiado,

adonde, anudado el roto hilo, diga y haga

lo que aquí falta, lo que a tiempo decir y hacer aquí no supe. 

Adiós, adiós, compañeros imposibles.

Que ya tan sólo aprendo

a morir, deseando

veros de nuevo, hermosos igualmente

en alguna otra vida. 

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PÁGINAS Nº 10 y 11 – RESEÑAS DE LIBROS 

La plomada de Don Vitto – Trudy Pocoví – Premio Edición Certamen Municipalidad de Santa Fe, 2005 – 119 ps 

Entre la prodigalidad de premios concedidos a minuciosos discursos generados en la pulcritud de ciertos laboratorios literarios -tan acreditados como asépticos- esta distinción concedida por el Jurado del Certamen Municipalidad de Santa Fe al libro La plomada de Don Vitto contribuye a proporcionar la íntima, indispensable y conmovedora reconciliación vincular que los lectores reclaman a los textos.

Dentro de un espacio legítimo, auténtico, Trudy Pocoví desarrolla la trama de una decena de cuentos cuya carga emotiva, plena de acontecimientos vitales, se revela a través de una laboriosa sencillez, cuidadosamente escogida para suprimir los límites de la desmemoria cotidiana y autorizar la irrupción a territorios de evocaciones pertenecientes al acervo urbano y popular de los santafesinos (Era el tiempo del tranvía atravesando la Avenida por la mitad y dividiendo calle, miedos y calidad de vecinos.”-La plomada de Don Vitto).

Fiel a su formación escritural, a su personal manera de desplazarse entre los soportes estructurales de la narración, la autora despliega cada una de las historias que integran la publicación poniendo de manifiesto procesos evolutivos de temporalidad progresiva, esbozando itinerarios sugerentes que posibilitan la coexistencia de anécdotas plenas de intenso realismo con legítimos hallazgos ficcionales y exponiendo una serie de situaciones comprensibles, personajes identificables y acontecimientos ordinarios no exentos de indagaciones que profundizan problemáticas sociales (“Los techos, tan distantes, acentuaban nuestra pequeñez de infancia, y nuestra indefensión de pobres.”-Las amígdalas).

Sin embargo, Pocoví no se detiene a elaborar concienzudas caracterizaciones descriptivas de los personajes que pueblan sus relatos, antes bien, es el devenir de la historia quien desnuda toda la trama psicológica, toda la red de rutinas, inseguridades, angustias, nostalgias, sospechas o situaciones extremas por donde se ven obligadas a transitar sus criaturas literarias (“La impelía un rencor oscuro, milenario casi, como las grietas de sus dedos aguzados o los surcos del rostro macilento.”-La plomada de Don Vitto).

Por ello, a poco de penetrar en la textualidad de esta propuesta, una empeñosa reconstrucción de ciertas míticas geografías donde infancias ¿ajenas? peregrinan libertades, osadías, asombros y temores, se despliega ante los ojos desprevenidos, desde la destreza de un discurso que oficia como salvoconducto para cruzar los límites de lo verdadero y lo inventado, tornando verdaderamente dificultoso establecer separaciones entre lo probable y lo legendario del anecdotario porque cada episodio narrativo integra la memoria de la comunidad, al mismo tiempo que oficia como llave, como clave, como código secreto de apertura a un tiempo más ancho y más profundo que los mismos recuerdos, que la misma nostalgia, que la misma memoria. Un ámbito de comunión, de comunicación, de diálogo necesario para afianzar la pertenencia y el vínculo que nos une.

De allí que el lector atento encuentre, en La plomada de Don Vitto, espacio propicio para disfrutar de la sinceridad, de la claridad de este lenguaje, continente y contenido de una serie de organizaciones textuales clásicas, trama notablemente adecuada para una nueva convocatoria a la celebración de encuentros siempre interesantes, convincentes, sólidos.  

Encuentros donde es posible interactuar emocionalmente con el autor y de los cuales se regresa complacido. 

Norma Segades – Manias  (Santa Fe)

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Umbra – Fernando Marchi Schmidt – Edición del autor -113 ps. 

Umbra es la segunda novela pero, al mismo tiempo, es un paso, un momento en el recorrido literario, en el proceso en que está comprometido tan seriamente Fernando Marchi Schmidt, del cual, un lector calificado supo decir: "... es muy joven para ser tan grave en su escritura". Comentario que comparto,  porque me parece que el autor es también la suma de los atributos que los lectores le adjudican. Y éstos, aunque sean volátiles, no dejan de formar el espesor de futuras escrituras.

Umbra es un estadio de maduración que nos introduce en una atmósfera densa, cargada de malas nuevas, de sucesivas vueltas de tuerca a una media docena de pesares y miserias. Esta historia recuerda esas medallas cuyas caras cobran un volumen exagerado, porque las miramos mientras se desenrolla el hilo que antes fue tensado, y una vez que la mano la suelta se lanza en un movimiento concéntrico que no nos deja ver del todo lo que es. Importantes, cuidadas descripciones, una narración que fluye frente al lector y una trama que es fría como un puñal.

El protagonista aparece en una casa de campo, y el visitante trae en su seno otra sustancia, otra entidad, que le habla, que lo manda: Umbra. Así quedan planteados los polos de una tensión entre lo mismo y lo distinto, lo bueno y lo malo, los pares antitéticos que se dan cita en la historia.

La narración no nos priva de un retrato de época cuando asume el vocabulario propio del prejuicio machista, del clasismo, de los estereotipos de género que encarnan en prácticas de mujeres: madres, hermanas, prometidas, mujeres excitadas sexualmente, prostitutas, sirvientas bobas y lloronas. Recoge el texto de los mandatos sociales (no desposar prostitutas, no demostrar afecto a los varones, reprimir los deseos...) Lo femenino asume todos esos rostros y uno que se transforma en principal: el alter ego del protagonista es una voz femenina que encarna diferentes voces. Ella es Umbra.

Sorprende la metamorfosis entre la voz y el hombre que la escucha y también puede asistirse a un cambio en la  maestra - tal la profesión de la heroína - porque opera en ella un alejamiento del canon social de la moralidad de mujer. En esta historia, ambientada en la década de 1930, ella fuma y carajea, enfrenta, decide, toma, trama.

Basada en un relato de la vida real, en un hecho acaecido en un pueblo del litoral de la provincia de Santa Fe, el autor retoma la anécdota, oída de sus mayores, y, sobre esa estructura real, monta su propio mito, donde se vuelven imprecisos los límites entre lo real y lo fantástico, entre la cordura y la locura, entre la vida y la muerte.

Fernando Marchi Schmidt invita a sus lectores a que descubran por sí mismos los misterios, los decires no dichos, las ausencias, en una novela que es un paso, un momento en su construcción de la literatura. 

Silvia Visciglio (Santa Fe)

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PÁGINA Nº 13 – POETAS ARGENTINOS

"Nunca seremos mayoría,

pero les daremos un susto"

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Nunca seremos mayoría

pero igual resistiremos

en el lado  visible

de los días  soleados y claros.

Nunca seremos mayoría

pero algunos corazones tiemblan,

otros pierden el sueño. 

Los menos como vos

toman un café conmigo,

se cobijan con mi saco

y me hacen sentir  menos  solo que nunca,

por que  luchan,

porque   aman,

porque no  temen,

porque has aprendido a no olvidar,

a morirse un poco todos los  días,

a suicidarme y a resucitarme

sin dejar rastros.

Nunca seremos mayoría

los mal-alumbrados,

los disidentes, los enardecidos, los exiliados,

pero los tendremos en jaque.

No me abandones. 

Esteban González (Chaco)

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Experiencia

La experiencia
consiste
en intentar que el pájaro regrese
desde el extremo opuesto de la noche
y pose su cansancio
sobre tu abierto pecho adolescente.
Lo tomas en las manos,
lo acaricias,
extraes de sus alas todo el viento
y mientras él se entrega
a lo innombrable,
tú te dejas volar.

Es fácil la experiencia.
Lo difícil
es dar con el momento
que te permita asesinar al pájaro
sin morir a su lado
de tristeza.


Osvaldo Pol 
(Córdoba) 

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Abrigos

a kuqui negri                                      

sigue lloviendo viejo
pasa el tiempo y todavía no
las palabras no se juntan con tu muerte
mi vida no se junta con tu muerte
no hay caso
vi una granadina en el supermercado
los cigarrillos nevada en un kiosco de uruguay
cosas así
me preocupo especialmente de recordar tu voz
la llevo cerca como un abrigo que pudiese perder
sale tu voz a cubrirme porque es tarde
y estoy con las manos heladas tratando de escribir
desandando la pena
desanudando
desnudando
desnuda
des
o
sed
de vos 
 

Marisa Negri (Buenos Aires) 

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La otra. 

La vida poco vale

o casi nada

en esta Argentina ensangrentada

En la guerra o en la paz

en dictadura o democracia

en verano o en invierno

Porque la muerte siempre agazapada

con aviso o sin aviso

siempre a destiempo

se encarga de truncarla

Pero no hablo de la muerte natural

de aquella que a todos nos espera

sino de la otra

la que obra artera

cuando estallan edificios

o los aviones se arrastran

La que asesina sin piedad

de día o de noche

a toda horaminutosegundo

la muerte impasible

la muerte aprovechadora

la muerte burlona

la muerte engañadora

La que nos hace creer

(y le creemos)

que a nosotros no nos toca 

Miguel Ángel de Boer (Chubut)  

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Cenizas
a Paul Valery

Y no saberme más - de mi desabitado -,
bajo la sombra de un ciprés oculto,
bebiendo de raíces y carcomas, ya sin
nombre, sin preguntar porqué, ajeno ya
al deseo del llamado, muerto, si, muerto,
ay, sin buscar como Orfeo resurrección
alguna, devolución alguna, encadenado,
y en marino reposo desoculto, ay, contemplando
sí, el vuelo de gaviotas sobre el mar
cuando acaece la tarde, hoy fatalmente
descarnado, cedo la lira hurtada al Dios
de la venganza, y duermo horas, días, años,
con los ojos abiertos, sonando sí
contigo, pero ajeno al dominio de las horas,
ya a salvo del desierto de la espera,
de pesadillas y de incertidumbres
en ésta melancólica agonía donde vuelan
suspiros o ayes melancólicos y agónicos
de este destierro eterno.
A mitad de camino donde el Golem
cobró forma mecánica y astuta: así,
así, suavemente me despido del aire,
del perfume del búcaro que humedeció
un instante aquel presente de lo que Otrora fui.
En paz estoy ahora, y canto la canción
sutil del cementerio marinero
que cobija el humo del espíritu que aloja,
- pinos, bellotas, olas que dejan en las noches
lunares melancólicas algas-, adiós, adiós,
este es el descarnado que se aleja
y que desde el no saber quien fue,
dónde habitó, en qué tiempos, levanta
la copa del olvido por vosotros, marineros
en tierra todavía.
 

Oscar Portela (Corrientes)

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PÁGINA Nº 14

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Las amígdalas.

Por Trudy Pocoví (Santa Fe)

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Hasta  la  edad  de  8  años,  creí  que "amígdalas" era sólo el nombre que recibía, en el repertorio de mi hermano mayor, una de las excusas que justificaban un "faltazo" a la escuela. Hasta que, a la edad de 8 años, mis ignotas, ignoradas y adormecidas amígdalas, organizaron su golpe de estado y reclamaron el derecho a que fuera reconocida su existencia revolucionaria.

Difícilmente se me borrará de la memoria aquella mañana, tan fría  y tan nada, de agosto y el Hospital  de  Niños.  El  inmenso,  el  enorme,  el descomunal Hospital de tan escuálidos niños. Porque aquel Hospital no era lo que hoy es nuestro querido Centro de Neonatología, Pediatría y afines. No. Por entonces, un helado dolor blanco se extendía por  interminables corredores de altas, altísimas puertas y antárticas galerías flanqueadas por agoreros jardines  enmalezados y oscuros.

Distanciados foquitos derretían una luz amarillenta, mortecina -mortuoria, diría hoy,  a través de los recuerdos- y un pálido retrato de enfermera  ceñuda  nos  imponía  un  silencio de sarcófagos. Los techos, tan distantes, acentuaban nuestra pequeñez de infancia, y nuestra indefensión de pobres.

Cada tanto, alguna de las puertas vomitaba un personal rigurosamente vestido de blanco, que taconeaba unos pasos rápidos, pocos, de urgencia siempre, que quedaban resonando y resonando un tiempo inagotable y húmedo. Sin embargo, me reconfortaban aquellos ecos; de algún modo me rescataban de mi miedo -de ese terror que aún conservo por las habitaciones blancas-  y me hacia pensar que, aparte de mí y de la abuela, que me acompañaba, había otras presencias vivas en el colosal edificio.

De pronto, alguien pronuncia mi nombre:

- DUARTE, Esteban. Lo grita. ¡DUARTE...! Esteban Duarte te te te...

Tan helado mi nombre, tan minúsculo y delgado.

- Vamos m'hijo,... que nos llaman - dijo la abuela y me levantó de un brazo.

Creo que mis pies ni siquiera rozaban el suelo. Que flotaba, por el dolor o por el pánico. Algo me elevaba más allá de la abuela, me impelía, me empujaba fuerte y firmemente hacia esa otra persona de rostro blanco, cofia blanca, sonrisa congelada, fuerte y forzadamente, manos grandes y pesadas. Y uno que pasaba de mano en mano sin poder asegurar de qué color eran los ojos, los varios ojos.

Sí recuerdo unas uñas, afiladas, pintadas con esmalte rojo, tal vez la única nota de color entre tanta monotonía de azulejos inmaculados. Rojo intenso, rojo sangre, sanguinario.

- No me vas a decir que te duele. Sí, le voy que decir que me duele, porque me duele. Pero no, no le digo nada, no me sale.

- Ya v'a pasar, agrega entonces mientras me pellizca un cachete y me acomoda con la otra garr... mano, el flequillo. Aunque se esforzaba por parecer simpática  -a la distancia, ahora casi estoy seguro que la pobre, en el fondo, buscaba ayudarme,  darme  coraje- no lograba convencerme, disimular el  trato impersonal, la fórmula repetida de lunes a lunes de 7.30 a 9.00, paciente Duarte, Esteban o Juan o Ignacio.

- Amígdalas ¿no?Amígdalas, sí.

- Bueno,  te vas a poner esto...  y me alcanzó una enorme bata, blanca por supuesto, de talle único, para que le cupiera a todos. Y después te pones esto... Te ayudo ¿o podés solito?

- Puedo. Solo, solito podía, pero no quería. Abuela. No me dejés. ¡Abuela! Vení, acompañame, retame para que me quede quieto, abuela, decime que haga caso. Tirame del pelo, por favor, abuela.

Debí haber quedado muy cómico dentro de esa bata-túnica-mortaja, porque cuando la enfermera se volvió hacia mí y pudo verme, no logró contener una sonrisa.  La tela era dura, como plastificada; el ropaje me llegaba casi hasta los tobillos; las mangas se me caían de los hombros, me escondían las manos.

Hoy me imagino como el séptimo enanito de Blancanieves, igualmente de torpe y confundido. Por entonces, sólo me imaginé ridículo.

A esa altura de los acontecimientos, no me dolían tanto las amígdalas como el haber quedado abandonado en la desolada habitación.

- Espere afuera, señora, dijeron y una de aquellas puertas se interpuso monolítica entre la abuela y yo. Nunca me había separado de ella por tanto tiempo. Nunca. Y ese conocido y repetido temor de huérfano, de volver a perder lo perdido, me desdibujaba por momentos el cuarto y sus olores, hasta que la lágrima al fin se suelta silenciosa y suave. Resignada.

Y la insensible y compacta puerta se abrió se cerró un centenar de veces. Demasiadas veces. Y yo estiraba el cuello y descolocaba los ojos buscando vislumbrar a través de aquella barrera infranqueable, la figura fugaz de la abuela, buscando volver a ver, por un instante, el rostro curtido de aquella mujer que esperaba con milenaria paciencia sentada en uno de los bancos de madera, con toda la dureza de la madera y de la vida en la mirada cabizbaja. Pensativa.

¿Qué pensaba la abuela? ¿Qué pensaría? ¡Cómo me hubiera gustado  averiguarlo! Pero nunca, jamás, pude adivinarle una intención o sonsacarle algún secreto, ni una palabra que no hubiera querido, expresamente, decir. Tan reservada la abuela, tan abuela doña Angélica.

Hasta su  nombre  guardaba secreto de Ángeles, angelical Angélica, terrosa pachamama con magia y mirada de cielo. Creo que Dios, de algún modo, a través de la elección de ese nombre y no otro, quiso confiarle una misión, designarle una  tarea: Ser abuela. La abuela-madre, abuela-todo de cuanto guacho y mocoso anduviese  descalzo  de  risa  y hambriento de juegos. Y cada vez estoy más seguro, aunque  jamás  ella  me  confirme  la  razón  de  sus arrugas, que cada surco acarrea un par de zapatillas y cada cana trenza una historia de navidad y orfanatos. Y yo, esa  mañana, en  ese  cuarto, ansiaba desesperadamente volver a cruzar sus ojos, sus ojos pardos, lánguidos de ausencias.

De improviso, ellos irrumpieron. Brusca e impetuosamente, entraron. Y de impecable blanco.

- Vos sos el de las amígdalas- dijo uno de ellos con tono de "no te preocupés, pibe, no pasa nada”.

- Vení por acá, nene- masculló el otro detrás de una rígida mueca que pretendía hacer pasar por sonrisa. Y sonrisa amable.

Me deslicé temerosamente por entre los dos cuerpos almidonadamente voluminosos y en chaqueta. Uno, persistiendo en la idea de resultar afable o gracioso, o porque tal vez  pensó que el miedo se me alojaba allí, en la espalda corvada y que así  podría espantarlo, me palmeó con fuerza y me tiró al suelo.

- Vamos, che, que ya sos un hombrecito.

- No, no soy ningún hombrecito. Soy un chico. ¿O no vés que soy un chico, todavía? y que estoy muerto de susto. Que venga la abuela... No. Si, soy un hombre. Pero ¿qué? ¿no tienen pánico acaso los hombres?

Y entre más frases gastadas, sonrisas ficticias y pasá por acá, pasá por allá, mis trogloditas custodios continuaron conduciéndome por otro laberinto de habitaciones, pasillos, puertas altas, puertas bajas, rostros vetustos, dolores, mi dolor y el acicate constante de los azulejos blancos y ese orden de silencio y mausoleos.

Finalmente llegamos. Me pareció siempre haber vuelto al mismo lugar, pero más mareado.

Entonces, uno de los enfermeros comenzó a hablarme sospechosamente de fútbol. Si me gustaba, de qué jugaba, si era hincha de Colón o de Unión. Todo mientras el otro se lavaba cuidadosamente las manos y cuidadosamente buscaba algo, no sé qué cosa que brillaba helada entre sus manos. Y se sentó frente a mí, y se coló en la conversación sobre el fútbol, y de poder ir a la cancha el otro domingo si me portaba bien y me paró entre sus rodillas, presionando levemente mis piernas contra sus piernas.

- Y el doctor, me atreví - no sé cómo - a preguntar.

- Nstt  ¿para qué estamos nosotros?

- Y no me va a poner nada.

- Aayy, el nene quiere que le pongan algo. Dejá eso para los que tienen plata, pibe...

No sé  bien  cómo  pasó,  ni  cuando. Súbitamente me encontré sujeto por los brazos y con la boca abierta mientras la bata -ahora entendía por qué plastificada-  se entibiaba con la sangre. Y la impotencia.

- Ya'stá.  No más amígdalas. Es verdad, no más amígdalas ni molestias. Cierta rabia prepotente, tal vez cierta amarga impotencia, que a veces me acosa  - o me perdura-  cuando como algún helado en el mes de agosto. 

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PÁGINA Nº 15

Felisberto Hernández: la subversión literaria. 

Por Gustavo Lespada (UBA)  

Desde aquellos textos iniciales recopilados bajo el título de Primeras invenciones (entre 1925 y 1940 aproximadamente), Felisberto Hernández manifiesta una desconfianza radical por los circuitos consagrados así como su atracción por lo que se esconde detrás de la apariencia de las cosas. En el “Prólogo de un libro que nunca pude empezar” (Fulano de tal, 1925) ya se propone “decir lo que sabe que no podrá decir”. Esta inquietud por lo indecible revela una temprana preocupación (cuenta apenas con 23 años) por los límites del lenguaje y un hambre de lo inalcanzable, de lo prohibido, porque sabe que sólo de allí puede provenir lo que hay que decir, parafraseando a Blanchot, ese pan que masticar con los dientes de la escritura.  

En varios relatos de Libro sin tapas (1929) y La cara de Ana (1930) aparece el misterio como un componente irreductible de lo cotidiano, así como sus primeras manifestaciones de la focalización descentrada, la fragmentación del cuerpo y la animación de los objetos. Dicho de otra manera, lo que comienza a consolidarse por aquellos años en el estilo de Felisberto es la imposición subjetiva y ficcional sobre la exterioridad objetiva: el narrador-personaje no exhibe una percepción del mundo exterior real, sino que proyecta su interior (como actividad asociativa, deseante y transformadora) en el afuera, invirtiendo los supuestos expresivos del verosímil realista basados en la concepción de transparencia del lenguaje, al tiempo que persiste en la búsqueda de un yo nunca asimilado totalmente al cuerpo físico ni al pensamiento. 

Estos mecanismos de extrañamiento han sido frecuentemente confundidos con los de la literatura fantástica, pero en tanto que el pacto de lectura de lo fantástico pareciera constituirse en la formulación de un mundo otro, sobrenatural, que irrumpe amenazando la normativa de una construcción previa similar a la del realismo –de ahí el efecto del espanto-, aquí se cuenta con absoluta naturalidad que el protagonista ha sido antes un caballo o que le sale luz por los ojos. La otredad se halla levantando las fundas de los muebles, en las manos de una mujer o escondida en el interior de un atado de cigarrillos, es decir, sobreimpresa a nuestra realidad cotidiana. 

El extrañamiento formal 

Uno de los recursos que rompen el automatismo perceptivo proviene de las alteraciones de las figuras. Toda figura poética opera sobre la linealidad de la escritura, emboscando la secuencia, haciéndola estallar con sus imágenes y artefactos asociativos, con sus conexiones inéditas, con su propuesta expansiva. A este dinamismo inherente a los tropos debemos incorporarle el que Felisberto les imprime con su tratamiento singular. Por ejemplo, en el desplazamiento que se provoca a partir de la comparación, cuando desaparece el nexo comparativo y el segundo término cobra protagonismo y autonomía. Veámoslo en los textos. 

En “El vapor”, un cuento de La cara de Ana, el protagonista describe la angustia que le produce la indiferencia de los pobladores de una ciudad en la que ha actuado: “La sentí como si dos avechuchos se me hubieran parado uno en cada hombro y se me hubieran encariñado.” Pero enseguida agrega: “Cuando la angustia se me aquietaba, ellos sacudían las alas y se volvían a quedar tan inmóviles como me quedaba yo en mi distracción”, y continúa refiriéndose a los pajarracos que no sólo se han independizado del primer término de la comparación, sino que ahora ellos provocan la angustia. Ese pasaje, ese desplazamiento operado dentro del tropo convierte a la discreta comparación en otra figura más radical: la metamorfosis. Pero además, este gesto tan frecuente en toda la narrativa de Felisberto, esboza la autonomía del discurso estético respecto de las leyes lógicas y el mundo de los objetos.

Porque tal vez nos esté diciendo: no hay objetos independientes del mundo humano, hay siempre nuestra mirada sobre los objetos. Veamos un ejemplo tomado de Tierras de la memoria, durante una sesión con el dentista: 

Al darse la vuelta para venir hacia mí, la poca luz que entraba por la ventana le hizo brillar los lentes como los faroles de un vehículo en un viraje; al acercarse la luz le dio de espaldas, su figura se oscureció y el vehículo avanzaba agrandándose.  

El brillo de los lentes habilita la comparación con los faros de un vehículo, brindándonos con esa imagen la sensación de pánico e impotencia frente al accionar invasivo del odontólogo. En la frase siguiente, el dentista se oscurece, es decir, la figura se convierte en fondo y el que avanza –sobre ese fondo- es el vehículo imaginado. O sea que, no sólo se menciona el movimiento en el nivel semántico –el inminente atropello-, sino que el movimiento viene dado desde la estructura formal: el inocuo brillo de los anteojos se ha transformado en un vehículo que se le viene encima, de la misma forma que las pinzas odontológicas adentro de su boca se transformarán en las patas de un cangrejo que agarran la corona de la muela. El segundo término de la comparación se libera de su servidumbre predicativa y pasa a ocupar el lugar protagónico del sujeto, es decir, a ejercer la acción del verbo. Este trastrocamiento no es algo menor ni carece de consecuencias ideológicas.  

La crítica ha señalado frecuentemente el carácter transgresor a nivel temático; como frente a un medio por lo general hostil y signado por injustas imposiciones jerárquicas, el narrador de los relatos felisbertianos exhibe una actitud de rebeldía que se manifiesta fundamentalmente en ir generando una textura paralela (que no acuerda), que contamina y pervierte la percepción del mundo como exterioridad a la vez que cuestiona la legitimidad del poderoso. Este carácter subversivo de sus personajes –pensemos en “El acomodador”-, a la luz de los ejemplos que hemos visto, puede ser pensado operando también desde los procedimientos formales, es decir, el nivel semántico sería consecuente con la propia estructura formal.  

“El taxi” (Filosofía de gángster) es una ficción reflexiva sobre la figura: una metametáfora o metáfora de la metáfora. En este pequeño texto se menciona “una metáfora de alquiler” que funciona como un taxi en que el escritor se desplaza. Este metarrelato se sube a la metáfora para incursionar en la propia relación de la figura poética con la vida cotidiana, con aquello que sabe y también con lo que no sabe, es decir, con ese su territorio favorito en que habitan los misterios y las sombras: “mientras voy en metáfora siento que contengo mejor muchas sombras” -afirma nuestro narrador. Sin embargo no tarda en dejar planteada su crítica a la metáfora como “vehículo burgués”. 

Habría cierto reduccionismo, cierto adocenamiento restrictivo en la metáfora que, a pesar de permitirle direccionarla, lo fuerza a tomar la determinación de abandonar el vehículo: “A algunos lugares iré a pie. Además, puedo robar un vehículo con chapa de prueba”. El hecho de trasladarse caminando junto a la idea de robar y de prueba, pareciera estar aludiendo al proyecto estético de evitar los carriles legalmente transitados, a la voluntad de transgresión de la normativa y al riesgo que esa transgresión implica, cifrado en la percepción de “la policía” como amenaza.  

Finalmente sus ideas necesitan escapar del encierro de la metáfora, salir al aire libre; la referencia al “precio de la metáfora” pareciera relacionarse con las dificultades de subsistencia a que se encuentra sometido el escritor del tercer mundo. El rechazo por “esta metáfora (que) acostumbra a ir por caminos que previamente ha construido el burgués” y que sólo conduce a representaciones débiles, congeladas y falaces, me recuerda el desprecio de Kafka hacia esta figura que evitaba deliberadamente, y el tratamiento que a partir de su obra hicieran Deleuze y Guattari, oponiéndola a la metamorfosis, como expresión más cercana y legítima de esas intensidades en fuga. “El lenguaje deja de ser representativo para tender hacia sus extremos o sus límites”. La metáfora –dice Felisberto- “tendría que pensar y sentir con otro ritmo y con otra cualidad de pensamiento; el misterio de las sombras se transforma demasiado bruscamente en el misterio de lo fugaz”, y su reclamo pareciera dirigirse al rescate –nuevamente- de lo elusivo del lenguaje, de todo lo inquietante que reside en los bordes sombríos del conocimiento humano y que las convenciones intentan disimular mediante carteles de neón, fórmulas tautológicas o etiquetas tranquilizadoras. 

Otro aspecto de la apertura de estos primeros textos lo constituyen las abundantes apelaciones al lector. La búsqueda de su complicidad y cooperación descubren una conciencia lúcida acerca de la actividad fundamental de la lectura en la conformación del hecho literario. La “Dedicatoria” de Filosofía de gángster se cierra con el siguiente exhorto dirigido al lector: 

Por otra parte te pediré que interrumpas la lectura de este libro el mayor número de veces: tal vez, casi seguro, lo que tú pienses en esos intervalos, sea lo mejor de este libro. 

Énfasis puesto en el estímulo, en la actividad performativa, en la interacción de la escritura. Hay aquí también una marcada afición por lo inasible que viene de antes, recordemos aquella frase de Juan, el personaje de “Drama o comedia en un acto y varios cuadros” del Libro sin tapas: “Lo que más nos encanta de las cosas, es lo que ignoramos de ellas conociendo algo. Igual que las personas: lo que más nos ilusiona de ellas es lo que nos hacen sugerir”. “Pero el que se propone decir lo que sabe que no podrá decir, es noble...” –decía en aquél prólogo de Fulano de tal, asumiendo la pulsión mallarmeana hacia el texto no escrito e imposible. Postulación de una poética que se decide por el riesgo de lo otro, oscuro e impenetrable. Y así lo reformulará más adelante, en los comienzos de Por los tiempos de Clemente Colling:  

(...) tendré que escribir muchas cosas sobre las cuales sé poco; y hasta me parece que la impenetrabilidad es una cualidad intrínseca de ellas; tal vez cuando creemos saberlas, dejamos de saber que las ignoramos; porque la existencia de ellas es, acaso, fatalmente oscura: y esa debe de ser una de sus cualidades. 

Pero no creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro.

Lo otro, lo que no sabe, lo que las palabras no sustentan y quizás sólo puedan aludir. Lo otro, eso que las imágenes de las cosas no admiten en su superficie sino que relegan a una zona oculta, impenetrable, fatalmente oscura. José Pedro Díaz caracteriza esta singular forma de percepción como una “abierta disponibilidad para atender a los procesos laterales del pensamiento”. A mí me parece un hallazgo este concepto de lateralidad porque percibo en él algo específico de la escritura hernandiana. Lateral en un sentido político del término, como gesto de atención y reubicación de elementos nimios, de materiales desplazados, de restos intrascendentes respecto de la racionalidad y las valoraciones socialmente aceptadas. Lateralidad, presencia del borde desconocido que hace de esta literatura una codificación fronteriza siempre gestándose en otra parte, siempre a caballo de la cifra y el silencio.

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PÁGINA Nº 16

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Revelaciones

Por Liana Friedrich (Rafaela-Santa Fe) 

“La duda es uno de los nombres de la inteligencia.”Jorge Luis Borges 

En lo más recóndito de las tierras bajas, los descendientes de la casta Kornay buscan refugio en las copas umbrías de los bosques boreales, ocultos tras las vedadas colinas… (A nadie se le permitiría acceder a la cumbre sagrada del Shupak, desde donde la luz del sol emerge para reiniciar cada jornada).

-“Me encontré en una selva oscura, donde el camino se perdía”- hubiese deducido el Dante…Pero algo había cambiado en el paisaje habitual, después de la última ventisca: sobre la desolada ladera, próxima a la cima, un rectángulo sobresalía extrañamente… (¿O acaso la visión de los binoculares sería engañosa?). Parecía una enorme caja de madera encajada en el hielo, semicubierta por la última nieve de primavera, que ya se escurría bajo el sol del cenit. (¡Tengo que  llevar estas fotografías para que las estudien los expertos…!).

Indudablemente, no podía ser una construcción: en la montaña no existen aldeas, y entre la fronda del valle escondido, los custodios de la tierra del “más allá”-pequeños como elfos- habitan abigarrados racimos de “domos” vegetales, en cuyo ramaje se entretejen, delicadamente, enredaderas tapizadas con flores de perfume dulzón, empalagoso como las mieles silvestres.

Ese clima oscuro y  húmedo, suele ser propicio para que las mentes primitivas tramen todo tipo de hechicerías y fábulas… Aunque según cuentan los peregrinos (esos pocos que pudieron regresar a la tierra del “más acá”… con relativa cordura), los kornays suelen permanecer tímidamente ocultos, tras las verdes pantallas fragantes. Son, en cambio, los brujos caníbales quienes roban las almas desprevenidas, que deambulan entre los árboles centenarios, para avivar el humo de las fogatas rituales. Ya al pie del cerro, me llamó la atención el graznido de un cuervo, posado sobre un cerco de zarzas… Inexplicablemente, cuando levantó vuelo, decidí –sin pensarlo dos veces- seguir su rumbo. (¿…Acaso sus alas me señalarían la dirección correcta, hacia el santuario perdido?). Sentía como si alguien me manipulara, como si desde lejos tiraran de los hilos, hasta tensarlos, peligrosamente… 

Entonces fue que recordé aquella pesadilla, cuando dormíamos junto al guía, las otras noches, en su refugio de troncos: decenas de esqueletos de animales y personas, yacían desperdigados bajo un túmulo de piedra, como grotesco remedo del famoso Guernica… 

Cuando desperté, bañado en sudor frío, todo daba vueltas en la habitación; mi mente enloquecida giraba como dentro de un túnel, en cuyo mismo epicentro, el reloj del destino echaba a rodar las manecillas, vertiginosamente hacia atrás… cada vez más atrás…

-Es la llave  que abre las puertas a los misterios del arcano… que echa a andar la rueda del destino, siempre circular y eterno… que despierta la mente a la luz de la inmortalidad- pareció resonar una voz dentro de mi cabeza, en la semiinconsciencia del amanecer.Jirones del pasado: apenas pantallazos de experiencias vividas, se superponían con  flashes de actualidad –como en un noticiario amarillista- pegoteando patéticamente retazos de enfermedad, dolor, imperfección, muerte…, sobre el kitsch grotesco de mi pantalla mental.

Afuera, la nieve aún esmerilaba los vidrios; adentro, el espejo se empañaba con el vaho de nuestro propio aliento… La calidez de la cabaña era acogedora, pero no podíamos seguir demorando la expedición. Era necesario recomponer los pedazos trastornados de la memoria, “liar los petates” y  reemprender el rumbo hacia las colinas. Ya en la ladera, ingresamos por una abertura que se había formado en el hielo. Era difícil desplazarse; caminar se había vuelto una empresa casi imposible; más bien teníamos que reptar, patinar, acostados de bruces, por el pasadizo que nos llevaba hacia el vientre de la montaña…

Aunque la incertidumbre y el cansancio nos minara las fuerzas, continuábamos la búsqueda por los blancos laberintos, sumergiéndonos más y más en las profundidades arqueológicas de nuestro propio mutismo…Un macabro antro, minado de víctimas rituales, constituía nada menos que la antesala para ingresar al recinto sagrado, por donde el sol, según la leyenda, al final del día desciende –gracias a un complejo juego de espejos- al llamado “mundo de los muertos”: la tumba real, en cuyo centro crece el árbol de la vida, coronado de frutos relucientes de oro y plata…

Habíamos arribado, finalmente, al lugar cuyo nombre nadie se atreve a pronunciar… cuya historia se pierde en el fárrago de los tiempos… (También arrasada por un incendio voraz, tal como manifestaran unos pocos ancianos aedas, quienes aún deambulan perdidos en la maraña verde).

Pero dicen que luego vino el agua: “Durante 40 días y 40 noches, la lluvia cayó de los cielos”… -como rezara, punitivamente, el Génesis-. (¿Moraleja simbólica, para un mundo tan hostil y corrupto como éste?).

Las amplias murallas circulares de piedra pulida estaban perfectamente diseñadas para poder registrar, en su anillo de dinteles, los movimientos del sol, en su “continuum” incesante de equinoccios y solsticios, regular y eternamente programados…

-…“40 siglos os contemplan”- habría exclamado Napoleón, ante esa maravilla arquitectónica.

En sus toscos capiteles, inscripciones significativas marcan el lugar de tránsito hacia la misteriosa cripta… (Cada instante es sumergirse más, en ese oscuro peregrinaje hacia la clave del misterio, amalgama de vida y de muerte). Grabados en la mole pétrea central, están los signos que conjugan la fórmula de la creación: aire-agua-tierra-fuego, plasma vital del universo… (Cuando los rayos se posen en el justo medio de la roseta, se avivará su color rojo profundo, que simboliza la sangre donada por el dios Kornay a su pueblo, como sacrificio original de la raza).

Según testimonian las antiguas escrituras (que aún hoy los aedas transmiten de boca en boca), ese escenario de antiguos sacrificios rituales, también representa una escalera al cielo, porque devela la respuesta trascendente que facilita el pasaje hacia el otro mundo… Pero la experiencia del descenso al núcleo interior de la cámara, sólo sirvió para exhumar la conjunción de los elementos, que en un marco de silencio estremecedor e inexpugnable, nos permitió contemplar el rostro: ese rostro incomprensiblemente igual, pero siempre turbador, celado de sombras en lo profundo de la gruta de los druidas… 

Porque fue entonces que un gélido hálito –como exhalación del Averno- apagó la lámpara.

El cabello de mi nuca se erizó ante la sorprendente aparición: la sombra se desplazaba lentamente hacia la pira central, vestida de una túnica negra (oscura como el plumaje de aquel cuervo del color de la noche: distintivo universal que utilizaran todos los buscadores de la verdad, desde los templarios hasta los alquimistas…).

Pero al girar la cabeza hacia donde nos encontrábamos apostados, el interior de la capucha exhibió, ante  nuestro estupor, sólo un hueco sin rostro, sin ojos, sin contornos…

-¿Van a quedarse fuera del tiempo toda la vida?- pareció acicatearnos imperiosamente la figura encapuchada… (¿Realmente lo ha dicho…, o tal vez es sólo fruto de mi imaginación?)El aire se tornaba cada vez más espeso. La cabeza desvariaba…, los pensamientos parecían sumirse en un sueño profundo… (¡Las sienes me van a estallar, si sigo en estas profundidades!).

Como un autómata, salí del recinto por una abertura, que a modo de chimenea se elevaba en la roca tallada, con la impresión de entrar en una dimensión distinta, al sentir, ya afuera, el aire más tenue y diáfano… Al fin, el valle –como un grito verde de triunfo- se abría ante nuestros ojos, enceguecidos por la luz brillante que tapizaba el pasto, circundado por los cerros sagrados, que como eternos custodios del secreto de los kornays, convocan el eco de todos los vientos cósmicos, capaces de armonizar el cuerpo y el espíritu.

Pero… ¡cuán grande sería nuestra sorpresa cuando nos reencontramos –eso sí: sanos y salvos- a la luz del sol!... Porque al mirarnos, casi no nos reconocimos. (¿Saben que, en circunstancias especiales, el plasma sobrecargado de electricidad puede llegar a afectar la mente con alucinaciones, y el cuerpo, con mutaciones sorprendentes…?). La única explicación racional que barajamos en ese momento, fue que el campo magnético, existente dentro de la caverna, debió haber acelerado los procesos de crecimiento: Ese sería el motivo por el cual, los frijoles que llevábamos -entre otras raciones de comida- brotaron dentro de las alforjas. Y una hormiga que había quedado atrapada en el saco de azúcar, adquirió dimensiones espectaculares… (¡Más bien parece un escarabajo real!). Hasta el cabello, la barba y las uñas, nos habían crecido increíblemente…(¡Ja! –ahora me atrevo a pensar- Es que sólo las deidades pueden pasar de la luz a la oscuridad, y viceversa, sin perder su identidad esencial…).

                Las palabras que rotulan la salida al mundo exterior,

                         inscriptas en sánscrito,

son aquellas, tan antiguas e inmutables, 

que Dios se dijera a sí mismo:

principio y fin de toda la creación.

PÁGINA Nº 17

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Vicente Huidobro (lírico chileno: 1893-1948)

Por María del Carmen Villaverde de Nescier (Santa Fe) 

En el prefacio de Altazor se dice que comenzar un análisis y una ubicación de una obra de Vicente Huidobro implica necesariamente hacer referencia a algunos de sus pensamientos, como Se debe escribir en una lengua que no sea materna, que sea total.

Vicente Huidobro va a llevarnos, en su extraordinario juego de elementos lingüísticos, estilísticos y semánticos, en el que la palabra poética debe convertirse en símbolo de algo que está por debajo de las palabras mismas y donde prima la sensibilidad creadora sobre el concepto presente en la gran atmósfera contextual de cada forma, hacia sus experiencias interiores, particulares, no típicas, de su yo desesperado de creación, casi demoníaco: El primer día encontré un pájaro desconocido que me dijo: Si yo fuese dromedario no tendría sed ¿Qué  hora es?. Después tejí un largo bramante de rayos luminosos... Después tracé la geografía de la tierra... La reiteración de un después sin horario ni lugar, nos va colocando en ese mundo particular, casi monstruoso. Se van creando imágenes tras imágenes con el ánimo de oponer expresamente al mundo real otro que sea obra del hombre mediante sus propios recursos.

En su mundo, los objetos van transmitiendo su propia atmósfera, agrandándose en posibilidades ilimitadas, humanizándose y domesticándose en el cosmos inmenso al ser relacionadas con las cosas próximas al corazón: Hay que saltar del corazón al mundo, había dicho, centrifugando sus metáforas.

Es posible advertir a cada paso esa atmósfera que se está produciendo, donde las obsesiones de determinados vocablos-elementos constituyen su verdadero mito personal. Los temas de la vida, la muerte, el mar, el cielo, la tierra, el alma, el infinito, pasan por un proceso dinámico de creatividad y destrucción, en el que, sin embargo, predomina la posibilidad de supervivencia.

El creador,  el poeta, Primero nace el día de su liberación de los hombres, de las cosas, del tiempo: Nací a  los treinta y tres años, el día de la muerte de Cristo... Segundo: va construyendo Un poco de infinito para el hombre. Después tejí un largo bramante de rayos luminosos para coser los días uno a uno. Tercero: va caracterizando ese mundo especial, desde su Yo en creación, ese mundo de contrastes y metáforas: Mi paracaídas empezó a caer vertiginosamente, tal es la fuerza atracción de la muerte y del sepulcro abierto. Mis miradas son un alambre en  el horizonte para el descanso de las golondrinas...

Se suceden  las comparaciones, anáforas, polisíndeton. Hipérboles, los epítetos y los retruécanos, con un juego incesante de agonía y placer, en una ininterrumpida sucesión de puntos y aparte: Mira mis manos, son trasparentes como las bombillas eléctricas... Hablo una lengua que llena los corazones según una ley de las nubes comunicantes... Y heme aquí solo, como el pequeño huérfano de los naufragios anónimos... Ah, qué hermoso... Qué hermoso... Veo la noche y el día y el eje en que se juntan...

La simultaneidad de las imágenes es casi absoluta y el autor pretende demostrar que el fin del poeta es crear una obra que viva fuera de él una vida propia, en un cielo especial. Va persiguiendo imágenes irreales en ese constante juego de combinación de elementos dispares. Circulares, opuestos, pero reales subjetivamente, gracias a la gran potencia imaginativa: Hemos saltado del vientre de  nuestra madre o del borde de una estrella y vamos cayendo.

El asunto pone de manifiesto, metafóricamente, sus motivos internos  tomando los del mundo objetivo, transformados, combinados y devueltos en hechos totalmente nuevos y particulares.

En uno de sus manifiestos había dicho que esas eran las técnicas necesarias para producir un fenómeno estético: El poeta no debe ser un instrumento de la naturaleza, sino hacer de la naturaleza  su instrumento. Así lo expresa en este prólogo en  el que a través de recursos como los  ya anotados, la doble imagen, disociando la realidad, representa a la vez dos objetos que contienen en sí una doble “virtualidad” que logra combinar arbitrariamente los elementos que va obteniendo, tratando de aproximarse a la imagen pura, autónoma. Disminuye la precisión y aumenta el poder sugestivo de las palabras.

Con rapidez vertiginosa el autor atraviesa los planos del humorismo, la realidad, el desenfado y el ingenio “tarareando con desenvoltura y frivolidad aparentes, retruécanos y gracias traviesas que espejan como lentejuelas...”, al decir de Casino Assens.

Así es como en  el prólogo nos pone frente a ese mundo que se ama no como se nos aparece, sino nublado por lo que él llama repetidas insistencias en el pecado original; un mundo que nos anticipa  su poesía sensorial, visual, directa, antiafectiva, resplandeciente de creación pura, ya que su íntima contextura paradisíaca, de captación visional, casi inhumana, es así.

La ubicación del autor

Huidobro penetra el mundo ubicándose en un medio “superintelectual”, como fue el de la cultura Occidental en los momentos de aparición estallante de esta especie de fiebre del espíritu creador que fue el movimiento artístico de Vanguardia. No podía quedarse en un estadio contemplativo, de sentidos puros, no perturbados por la atmósfera exterior ni sumisos a formas e ideas preestablecidas o impuestas por el medio (rasgos determinantes de la sociedad de entonces).

Irrumpe con afán de penetrar, de recrear creando intelectual y subjetivamente. Asume esa actitud desde el momento en que toma conciencia de su “inocencia” en calidad de virtud por sí misma divina. Esa “su inocencia”, toma el nombre de virtud creadora: El poeta es un pequeño Dios. 

...Era el tiempo en que se abrieron mis párpados sin alas.

Entonces tanto en el Prólogo de Altazor como en el poema, logra los más diversos tonos imprevistos, encontrando colores y melodías, ritmos y dibujos mágicos-reales, hasta llegar, en desbocado quehacer imaginativo, a la creación humanizada y doméstica de un Cosmos particular que crea con el corazón en lucha con la realidad presente. En esa realidad y por esa lucha, se evade, sin perder de vista la necesidad de mantenerse en relación indirecta, a través de sus casi “super-objetos” creados subjetivamente con fuerte  carga irónica (pasando por diferentes planos del conciente, hasta llegar a anularlo casi por completo), con un mundo que no es, que se crea en el ejercicio constante de inventar, de probarse y contemplarse a  sí mismo.

Vicente Huidobro vivió en la  época signada por el Etos vital de Rubén Darío, donde el carácter de la poesía, de la obra literaria, se encontraba no en la razón ni en el sentimiento, sino en la integración de ambos dentro de la vida. En un momento de profundización del YO, no cantando ya simplemente a los objetivos como en el neoclásico siglo XVIII, ni sólo en lo ideal y subjetivo como en el romántico siglo XIX, sino a la unificación de ambos, con tendencia a lo segundo, en algunos casos en objetos, productos de un especial proceso de captación expresiva, o genuinidades.

Es la lírica fenomenológica con términos filosóficos, lírica de la presencialidad particular , del símbolo, de la valoración individual, de la creación pura. De allí los nombres histórico-representativos que recibieron las principales corrientes de la etapa romántica: Parnasianismo, Simbolismo, Purismo, Creacionismo (Huidobro), Ultraísmo, Dadaísmo.

Los movimientos y los ismos poéticos que proliferan por entonces, corren paralelos y relacionados a los dos sistemas filosóficos de nuestra época: la Fenomenología o ciencia de los objetos ideales (Husser-1859/1937) y la Filosofía de los Valores (Scheler – 1874/1928), a  las que se unen la Estética de la Expresión, del italiano Croce y la Teoría de la Razón Vital, de José Ortega y Gasset.

Este nuevo enfoque vital del siglo XX, en lo histórico, se pone de  manifiesto con el paso de las “disgregaciones” producidas por el Liberalismo a ciertas “agregaciones” que, superando las áreas nacionales adquieren extensiones continentales, pasándose, en general, del nacionalismo al continentalismo.

En el campo sociopolítico se han enfrentado (por su gran cantidad de características diferentes) dos potencias: Asia rusa y América yanqui, de quienes intentó defenderse Europa en la primera mitad del siglo, elevando a “sueños imperiales”  las dos últimas formaciones nacionalistas del siglo pasado surgidas tras la derrota napoleónica: Italia y Alemania. De las viejas nacionalidades europeas, Francia e Inglaterra siguen favorecidas desde el siglo XIX. Todos sufren “causas y consecuencias” de una guerra que los ha llenado de interrogantes, de dudas,  inseguridades, de conceptualidades oscuras e inciertas.Es así como para Huidobro el artista es como un Dios  que determina las leyes de su producto. El artista se basará en sus posibilidades creativas, en su mito personal, en su desesperado ejercicio de inventar como un Dios, creando a cada instante, en la elaboración de sus propias experiencias, y penetrará en el mundo en una luchas constante, en una lucha especial que lleva implícitas potencialidades personales de penetración  en lo existente, en busca de develación, y posibilitando una realidad nueva.

El artista, como fundador de la realidad y actuando con libertad  e inocencia natural, traspasa el mundo pecador, haciéndolo aparecer resplandeciente, transparente de verdad inhumana, angelical. Sus palabras nos ayudan a esclarecer más estas apreciaciones: Os diré lo que entiendo por poema creado. Es un poema en el que cada parte constitutiva y todo el conjunto presentan un hecho nuevo, independiente... desligado de toda otra realidad que él mismo.

Considerando la literatura como Arte, en tanto creación pura-total, expresa: La historia del arte no es sino la historia de la evolución del hombre-espejo hacia el hombre-Dios. “Que el verso sea como una llave que abra mil puertas...”

El autor: su obra

Además de Altazor, poema cosmogónico que lleva al mayor de los límites los alcances imaginativos y los juegos verbales, Huidobro ha escrito un nutrido número de obras, entre las que figuran: Adán (1916-poemas) , El espejo de agua (1916-poemas), Horizont Carrié ( 1917-poemas), Tour Eiffel (1918) , Hallali (1918), Ecuatorial (1918), Poemas Árticos Manifiestos (1925), Mío Cid Campeador (1929), Cagliostro (1934).

Bajo las apariencias europeas de su poesía, la libertad y el inagotable espíritu de avance vital que nos transmite, ponen de manifiesto su americanidad ancha y virgen.

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PÁGINA Nº 18

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De verde

Por Olga Zamboni (Misiones) 

Que el verde es color de selva todos lo saben, aunque ahora casi no hay selvas en Misiones. Sólo pinos, plantados por la codicia y la imprudencia, pero el color aquel de selva virgen resplandece, flota como un eco perdido y a veces se plasma en visiones antojadizas. Verde de vida y brote verde, de los espacios altos donde una vez estuvieron encaramadas las orquídeas. Verde de ausencias.

Queda la bandera verde de los ecologistas y la mano verde del privilegiado que hace crecer todo vegetal o semilla que toca. Y en lo que a mí respecta, “Verde es mi color / color de verde luna es mi pasión”, solía cantar de chica luego de ver a un patinador errante que, de paso por el pueblo, se presentaba en música y giros a la concurrencia atónita.

La historia –o mejor: historias, en plural- que voy a contarles es de una variada policromía dentro del verde, pues me vino de diferentes bocas; con todo, creo que tienen contacto o en todo caso apuntan a lo mismo: el sentido profundo de ese color. Que, valga repetirlo, y esta vez sin canción, es el mío predilecto.

Vayamos por el principio.

Dos chicos, Paulina y Agustín, al dirigirse a la escuela bien temprano por la picada de varios kilómetros que los llevaba desde la colonia Sol de Mayo donde vivían, divisaron a lo lejos, delante de ellos, la silueta pequeñita de una nena. Les llamó la atención el color de su ropa, un vestidito verde, de un verde brillante, dijeron. Pensaron que sería la hija de los colonos recientemente instalados en la chacra del fondo. Esos gringos suelen usar ropas de telas raras traídas de Europa, dijeron, tal vez iba a inscribirse a la escuelita y sería una compañera más en el largo camino, pensaron. Corrieron tras ella pero no pudieron alcanzarla aunque usaron la mayor velocidad de sus piernas. La nena conservaba siempre la misma distancia y, lo que era sumamente extraño, se la veía de espaldas, sin darse vuelta para nada, aparentando una gran tranquilidad, como si anduviera de paseo. Agotados, los dos hermanos cayeron exhaustos al borde del camino, descansaron un rato. Al continuar la marcha no la vieron más. En la escuela no encontraron a ninguna niñita vestida de verde, dijeron. El suceso ocurrió por esa única vez. 

El otro testimonio fue el de un camionero, Dionisio, que con su gigante GMC arrastraba troncos de árboles centenarios y los llevaba al aserradero de los Kazuba. Una mañana –era también muy temprano- la vio. Al borde de la picada, a su izquierda, caminaba unos pocos metros más adelante. Brillaba su vestidito verde. Pero él de ropa femenina no sabía mucho así que no le llamó la atención especialmente. Pensó que sería una alumna, como era habitual cuando entraba al monte a esa hora, y se dispuso a portarla hasta la escuelita. Pero no pudo alcanzarla. El camión avanzaba, pero la niña siempre estaba a la misma distancia, caminando tranquilamente al parecer y sin darse vuelta. Así siguieron, hasta que en la curva que desembocaba en la escuela la perdió de vista. Le pareció algo extraño pero no dijo nada, hasta otro día, en que la insólita niñita volvió a aparecer, muy lejos de allí, en el corazón del monte, cuando estaba a punto de desembocar con su camión en el obraje. Pero esta vez fue una visión rápida, un fúlgido resplandor de esmeralda que se perdió entre el amontonamiento de rollizos que constituían el cementerio de la selva allí instalado. Preguntó a los peones pero no pudo obtener más que un silencio ceñudo. Ellos cuchicheaban entre sí, tal vez de otros asuntos, dijo. No volvió a verla. 

El tercero fue don Juan, pescador y yuyero, buscador de plantas silvestres, aunque él no vio niñita alguna, sólo el color –el verde- casi humanizándose en actitudes pescadoras. Amigo de andar por los arroyos, buscaba no sólo mojarritas sino también orquídeas para después venderlas a los turistas en la ruta. Un domingo de mañana en que pescaba sentado sobre una piedra, al borde del Tigre, vio a lo lejos lo que le pareció sería otro pescador, ya que divisaba la curva de una caña tendida. Una luz verde, que se le hizo era el rayo de sol filtrado entre la sombra, iluminaba lo que podría ser una figura. Empezó a caminar por el agua, saltando de piedra en piedra, buscando también helechos, que buen precio solían dar los puebleros por ellos, siempre que estuvieran lozanos. Tendría que apurarse y llevarlos antes de que se marchitaran. Pero caminaba y caminaba y la visión –en vez de acercarse- aparecía siempre a la misma distancia y en la misma apacible posición. Creyó estar mal de la vista. Qué voy a hacer, dijo, tendré que ir a hacerme ver, qué otra me queda, veo cada vez peor.

En un recodo en que debió salir a la orilla ya que el agua se había puesto más honda, lo perdió de vista. Dijo “lo”, porque el objeto o persona no pudo ser visualizado con claridad por don Juan. Esa vista me anda jodiendo, decía. Y nunca voy al oculista. 

María Josefa estaba arreglando las rosas de su jardín, que se ofrecían en colorido y aromas a la vista de los raros visitantes que pudieran asomarse a ese rincón de la colonia. Detrás de la casita de madera, negreaba el rozado reciente y la incipiente plantación. Esa tarde la mujer estaba contenta: sol radiante, pimpollos y brotes en las plantas, qué más podía pedir. Y ya vendría el hijo de la escuela, contento seguramente con su señorita, que el lunes último le había traído de Posadas los marcadores de colores con los que tanto había soñado. María Josefa sonrió con el recuerdo y miró hacia el rozado. A lo lejos, Pedro carpía arrimando tierra a las plantitas de yerba, tiernas aún. Entonces fue cuando un velo le nubló la vista, o eso al menos fue lo que le pareció. Una nube verdosa avanzaba delante de Pedro, al punto que se le perdía la visión del hombre agachado. La nube fue tomando forma humana, se achicó hasta convertirse en una niña que caminaba, enhiesta en su vestidito verde brillante, tan brillante que le dañaba los ojos. Los cerró. ¿Sería la hijita del vecino, el polaco que tenía su chacra a unos tres kilómetros de allí? Era el único poblador de la zona. No sabía que tenía una hija, pero, ¿qué otra explicación podría dar?  Cuando abrió los ojos, nada. Esta vista me anda jodiendo, pensó. 

Nunca se juntaron Paulina, Agustín, don Juan pescador, el camionero y María Josefa, pero sus historias circularon por el lugar en un radio muy amplio, nombrándolos a ellos como testigos.

Tuve la suerte de escuchar las distintas versiones de esta historia que sin muchos detalles, más bien en su esencia. He intentado reproducir aquí. Ninguno de los informantes pudo dar una explicación a estas visiones, ni a la coincidencia de que todas ellas ostentaban una característica común: el verde.

Iban vestidos de verde, el color de la selva, suponiendo que la selva aún pudiera existir por algún tiempo.

El color perdido, los árboles derribados, el clima verde húmedo desaparecido para siempre. Duendes selváticos, probablemente, vestían de verde los espacios-en-devastación, antes de desaparecer definitivamente, tragados por el afán desmesurado y depredador de los humanos.

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PÁGINA Nº 19

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Ilse Nilsen 

Por Patricia Suárez (Buenos Aires)

 

Se llamaba Ilse Nilsen, aunque de nórdica apenas si le quedaba uno que otro gesto, y el cabello de ese rubio que hacía que las gentes se volvieran a su paso para preguntarse si en realidad no sería ella albina. Estaba sentada a la mesa del comedor, frente a su padre, que no le hablaba. El se llamaba Karl y su madre Brigitte. Ésta obligaba a Ilse a llamarla Brigitte y no mamá, al parecer debido a su juventud y a su coquetería. Sin embargo, Ilse había visto que otras niñas cuyas madres eran tan jóvenes como la suya, llamaban mamá a su madre. Brigitte no quería escuchar estas razones y al padre el asunto este le parecía muy chistoso. Una vez, como a los siete años, había oído a través de la puerta a su madre comentar a unas gentes que el nacimiento de Ilse había sido un parto trabajoso y largo, y que luego del puerperio y del dar de mamar casi se le habían quitado las ganas de vivir. Es muy difícil criar un niño cuando se tienen dicienueve años, se excusó, tanto que es fácilmente comprensible el por qué algunas parturientas desean asesinar a sus bebés o, si no se los impiden a tiempo, los asesinan. Las gentes que estaban con su madre reunidas la habían festejado con una risa que a Ilse le pareció antojadiza y biliosa; y su tía Elisabet, de haberle ella contado lo que había hecho, habría dicho que quien escucha escondido detrás de las puertas oye lo que se merece. Su tía Elisabet y su tía Karin estaban desempacando las valijas para pasar unas semanas con ellos en la Argentina; después se llevarían a Ilse a Oslo. Ilse preguntó esa mañana a su padre cuánto tiempo pasaría ella en Oslo, pero el padre no se había dignado a contestarle o tal vez no la había escuchado. (Quizá el padre esperaba que ella se pasara el resto de su vida en Oslo). Era una pena, porque ella hablaba ahora el castellano a la perfección, aunque seguía pensando el mundo en noruego. ¿En qué lengua pensaría su padre el mundo? ¿Le sucedería como a ella? El padre había contratado a un chico, Sergio, que vivía pasando el Saladillo, y que iba todas las mañanas y le hacía practicar el castellano. Estaban en Argentina desde hacía cinco años, y ella pudo escribir sus primeras palabras a los seis años tanto en noruego como en español. Ahora estaban leyendo un libro que se llamaba "Príncipe y mendigo"; Sergio siempre estaba trayendo algún libro y haciéndoselo leer. Le gustaba estar con Sergio. A la madre le había dado últimamente el berretín de que Ilse debía aprender también el inglés, y que ella se lo enseñaría, puesto que lo dominaba a la perfección desde la infancia. Incluso consultó esta idea con Sergio, quien lo tomó con bastante indiferencia, ya que no podía dilucidar si esta idea significaba o no su despido de la casa. Cada vez que Sergio se marchaba, la madre lo acompañaba hasta el umbral de la puerta, y permanecía allí, estática, como un prisma de hielo atravesado por el rayo de una luz subtropical que generara en ella siete turbios colores. Pero la novia de Sergio se llamaba Laura Kretz. El padre, sin embargo, obligó a la madre a descansar mientras estuviera panzona y recién luego, cuando se hallara menos atareada, podría enseñar a Ilse el inglés. No fuera a ser cosa que se desgraciara el parto y el puerperio y se repitiera la historia que con el nacimiento de Ilse. El padre estaba enamorado de la madre. Le llevaba casi veinte años y nunca tomaba en serio nada de lo que la madre decía ni sus enojos. Una vez Ilse los había visto hacer el amor de pie, muy tarde en la noche, en un recodo de la galería. La madre se estaba quieta y blanca como una cala que pudiera suspirar y el padre le robaba el aire con sus besos. Pero sus sombras en la pared eran como la de un lobo parado en dos patas, aullando y con un conejo entre las fauces. Sus tías entraron en ese momento al comedor, la tía pequeña le acarició la cabeza. Su madre no quería a la tía pequeña, que en realidad era mucho mayor que ella, porque decía que había quedado loca de una insolación en unas vacaciones en China y hacía cosas impredecibles. Esto no era cierto: la tía Karin nunca había estando en China, aclaraba el padre, no obstante la madre acusaba a la tía pequeña de llevar una vida secreta que hasta los propios hermanos desconocían. Pero Ilse pensaba: ¿cómo pueden las gentes irse a China sin que otros lo sepan? La tía Karin siempre llevaba pastillas y chocolates con menta en los bolsillos y en ese momento la convidó con uno. La tía Elisabet puso su ajada mano de pájaro sobre el hombro del padre. Cruzaron unas rápidas palabras en noruego, porque suponían que a Ilse le costaría entenderlos, como si alguien pudiera olvidarse la lengua con que piensa el mundo y dice su propio nombre. La tía mayor había preguntado cómo se encontraba Brigitte y el padre había dicho que al cuidado de una enfermera, ya fuera de peligro y que se estaba reponiendo. La madre era fuerte como un olmo, su único problema era que se cansaba con facilidad y le surgían ojeras violetas debajo de los ojos, era un cansancio como un aburrimiento, igual que cuando llueve varios días seguidos en el verano. Había hecho una lista, la madre, de la que había elegido: Max si era niño, Ida o Margit o Marjorit si era niña. Pidió la opinión de Ilse y ella respondió que Anders era mejor para un niño que cualquier otro nombre -no podía explicar por qué pensaba tal cosa-, y que Ida le caía en gracia más que Margit porque le recordaba a la pequeña Ida del cuento de hadas, la que tiene siete hermanos que son gansos salvajes. Después preguntó a su madre si permitiría al niño o niña llamarla mamá en vez de Brigitte, pero la madre no le contestó. Había leído una cantidad inmensa de cuentos de hadas cuando era un poco más pequeña, de unos libros con dibujos que traía Sergio de una biblioteca municipal y que le leía en voz alta. Sergio tenía una hermosa voz pausada, y al leer, le daba a cada personaje una entonación diferente, acentos e inflexiones. Su tía pequeña había expresado a su padre que lo sucedido no era más que una niñería, que no había que darle importancia, que le había venido a Ilse la ocurrencia precisamente tras haber leído tantos cuentos de hadas. ¿No había pasado algo así en la Bella Durmiente? (La tía Karin quería decir en Blancanieves). Lo mismo que esa vez (la tía pequeña lo sabía por las cartas) en que Ilse había persistido en la tonta fantasía de que si se vestía con su ropita de los dos años no iba a crecer jamás, que la ropita iba a ser como un cerco para el paso del tiempo, y luego tuvo aquella crisis cuando reventó el vestido con los ositos y los botones saltaron por el aire y ya no los encontraron ni debajo de las camas. (¿Cómo llegó a saber la tía Karin que los botones saltaron por el aire?) También la tía Elisabet achacó la culpa a cómo afectan la imaginación los cuentos para niños y a la falta de control del padre y de Brigitte sobre el material que este muchacho argentino traía para su lectura. Ilse se preguntó trágicamente: ¿podía haber algo verdaderamente maligno en "Los tres cerditos", "Salchichita y Salchichón" o "El Sastrecillo valiente"? En aquella época en que Sergio traía estos libros, ella solía apenarse de que hubiera luego que devolverlos a una biblioteca. Entonces su padre le había prometido que en cuanto fuera mayor le enseñaría a tomarse el ómnibus y la dejaría ir al centro sola a comprarse libros. Tenía una alcancía de cerámica en la que echaba las monedas plateadas y doradas a la vez de un peso argentino que le regalaba su padre o su madre en días especiales; fue la que rompió para sacar de ahí el dinero para comprar las peras al caramelo y lo otro. También tenía una mensualidad, que su padre depositaba puntualmente en una caja de ahorros a su nombre en un banco de Oslo, para cuando ella fuera mayor y decidiera qué cosa estudiar en la universidad y en cuál país vivir. Ella no lo tenía todavía decidido; ella tenía nueve años y cuando caía una de esas tormentas con rayos y truenos aun le parecía ver sombras de brujas montadas en sus escobas atravesando el cielo. La tía Elisabet le dijo que allá en Noruega la esperaba Azul, un caballito que tenía la familia y que ella podría cabalgar a su antojo. La tía Karin le contó que allá la Reina Sonia era plebeya cuando se casó con el rey, una historia al estilo de Ricitos de Oro (la tía Karin quiso decir Cenicienta), y que el Príncipe Haakon se había casado también con una mujer plebeya, Marit, y que la iglesia fue decorada con diez mil rosas rojas. Las tías de Ilse habían asistido a la boda, y habían visto de cerca al niño que la futura princesa había tenido de soltera con otro hombre cualquiera al que conoció en una fiesta. El niño se llamaba Marius. Ilse no comprendió nada de todo esto: una princesa que había tenido un niño no con el Príncipe si no con otro hombre al que conoció en una fiesta, algo inexplicable. El padre ordenó a sus hermanas que se callaran, y sus hermanas lo obedecieron. Las hermanas, como zumbando, consolaron al padre diciendo que la juventud de Brigitte la hacía capaz de traer al mundo todavía veinte hijos, si así lo que quería; que no debía él amargarse. Luego, la tía Karin, suavemente, preguntó a Ilse si conocía la canción en la que el junquillo se enamora del sauce, e Ilse negó con la cabeza. Ahora, explicó la tía pequeña, no la recordaba exactamente, pero en Oslo ellas tenían la canción grabada en un disco por unos niños cantores muy simpáticos y allí aparecía bien claro el relato de cómo el junquillo elige como amante al sauce a pesar de estar indeciso entre dos o tres pretendientes, nada más que para no quedarse solo como un estúpido mirando la estrella de la Osa Polar en el cielo. La tía Karin preguntó a la tía Elisabet con los ojos si era efectivamente así la canción y la tía Elisabet dijo que no lo sabía, que la única canción que recordaba en este instante era sobre la solterona despechada que corta su corazón en trozos y se lo da a comer a un gato miserable. El padre reprendió a la tía mayor por venir con estos cuentos que a la larga traían más mal que bien, si no es que el mal estaba en realidad en la herencia, y con estas palabras dirigió una mirada torva a la tía Karin. El padre sugirió que salieran las tres al parquecito, donde Ilse podría enseñarles las especies de árboles y de flores tan particulares que crecen en la Argentina y que ellos cultivaban gracias a los buenos oficios de un jardinero chaqueño. Las tres salieron inmediatamente, no sin que antes la tía pequeña se calzara un sombrero de paja de ala muy ancha para proteger su rostro del sol que en ese clima (lo mismo que un sol chino) le hacía salir pecas en la piel. Caminaban por el senderito de piedras rojas, e Ilse iba enumerando un poco en español y otro en noruego, cuando había traducción, las clases de flores: achira, rosa china, jazmín del Paraguay, hortensia, madreselva, Santa Rita. Ninguna de las tías le preguntó sobre la sustancia con que había ungido las peras ni cuándo fue el momento en que su madre, para su propio pesar, las había mordido. 

 

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PÁGINA Nº 20 – POETAS OLVIDADOS

Ana Hilda Quinodoz de Villanueva. 

Por Manuel Bande (Santa Fe) 

Podemos decir que Ana Hilda Quinodoz de Villanueva fue una poetisa santafesina. Advenimiento de la lluvia: Negras nubes se mueven con lentitud de siglos, / abultadas por el cercano alumbramiento. / Quieta como el agua está la noche, / rasgan el cielo a cuchilladas / relámpagos de acero. // Un gemido largo / atraviesa el silencio. // Sonoras caen las primeras gotas, / un olor mojado sube al viento. / La lluvia lava el corazón del hombre / y se hunde en la tierra seca y apagada. / El hombre se santigua y llora / con un llanto sedoso de niño / que ha encontrado consuelo. // Sueña con espigas celebrantes. // La lluvia canta.

Aunque nació en Nogoyá, Entre Ríos, el 19 de agosto de 1927, casi toda su vida y su obra se desarrolló en Santa Fe, donde integró la Comisión Directiva de la Asociación Santafesina de Escritores. Los zapatos quedaron en el muelle: El espigón comido por las olas / tiende sobre el mar / sus ojos grises, / ahuecados de espera. / La bruma inmóvil / lo semeja / a un distante pájaro borroso. / Un rayo de sol / triste / le calienta las plumas / y abriendo con su puñal las aguas / se le aferra a los pies / de espuma y piedra. / Un ulular de voces / que se fueron / lo despiertan temprano en las auroras / para recordarle un barco / que iba sin capitán una mañana. / Aguarda bajo la niebla azul que lo corroe. / Tiene las plantas frías, / deshechas las sandalias, / agrietadas las viejas vestiduras. / Por un camino áspero y mojado / ella pasó / con la mirada ausente / un despertar de octubre. / Era el vestido blanco. / Los zapatos / quedaron en el muelle.

Parte de su producción literaria fue publicada por el Rotary Club de Santa Fe en los años 1962, 1983 y 1986. Y con ella obtuvo el Primer Premio y la Primera mención en el Concurso Nacional de Servicios Sociales para Jubilados en 1984, una Mención para Cuentos Infantiles en el Certamen organizado por Canal 13 de Santa Fe en 1984, de la Sociedad Argentina de Escritores en poesía en 1984, de la Asociación Santafesina de Escritores por su poemario "Campanas", además de otros premios alcanzados a través de concursos organizados por PAMI en 1985 y 1986, del Segundo Premio y publicación del libro "Cuentos y Poemas de Autores Argentinos” en edición auspiciada por la Dirección de Cultura y Educación de la Municipalidad de Ayacucho, Buenos Aires en los años 1986 y 1987 y la publicación de su libro “San Benito, mi ángel rubio" por la Editorial Entre Ríos en 1988. El secreto del viento: Hay un jardín donde el viento / demora sus pisadas / para escucharte,/ para oírte jugar entre amapolas / y espigas perfumadas./ Se le escapa la prisa / cuando entra a tus regiones./ Quiero inclinar su cuerpo inhabitado / para que tú lo habites / y le digas las palabras./ Las últimas palabras / que dijiste esa mañana / cuando partiste tan temprano./ Cuando lo sepa / echará a volar con su secreto / hasta encontrar el borde / de las lágrimas que esperan / para decir que la palabra / fue tu nombre.

Integró numerosas antologías y publicó trabajos en Santa Fe, Santiago del Estero y Entre Ríos. Sus trabajos fueron publicados en nuestra Gaceta Literaria, en el Diario El Litoral, La Opinión de Rafaela, El Liberal de Santiago del Estero y en periódicos de Nogoyá y Victoria de su provincia natal.

Me uno al grito universal: Asoma la luz./ Recuesta su frente sobre el mundo. / La luna es un arco desvaído / que se apaga entre celajes rosas. / Las hojas de los árboles / son alas de plata que murmuran. / En la calle, los pasos se disuelven en las sombras. / Se multiplican y crecen los sonidos. / Avanza el día como un tren cargado / con estrellas. / Con su estrépito / va abriendo corredores, / estremeciendo los durmientes / de los montes / que sueñan despiertos. / Los pájaros ensayan partituras. / Me uno al grito universal. / Nace el poema.

Falleció en Santa Fe el 18 de agosto de 1988.

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PÁGINA Nº 21  

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Así de breve. 

Por Miguel Ángel Gavilán (Santa Fe)

Inicio aquí mi historia, la que será breve como el vuelo de los pájaros. Quizás porque se ha quedado en eso, sin tener más pretensiones que ser la breve historia de Milagros Noguera.

Yo, Milagros Noguera, nací y morí la misma mañana en que Ignacio se fue. Todavía llevo la imagen de su partida barnizada por la tierra del camino y por el apuro de levantar los ojos para terminarlo de ver. Desde allí supe, por las piedras, que ni el tiempo, ni el olor de las tunas maduras me lo traerían. El camino me confesó también que estaría lejos en cuanto yo cerrara los ojos para lavar su recuerdo y dejarlo como nuevo.

Antes fuimos felices. Antes íbamos a la feria y había guirnaldas de colores sostenidas entre el cielo y nuestras cabezas. La gente nos llamaba por nuestro nombre y no nos avergonzábamos porque la vergüenza era para los clandestinos.

Nosotros estábamos juntos. Habíamos sido felices. El campo era una cueva de eucaliptus y gramilla que nos protegía de la luz del sol y de la soledad verde en el pecho.

Fue una mañana sin ruidos y con flores recién abiertas que yo lo vi. Ignacio venía de un viaje con los del circo y su tropilla de caballos. Formaban una caravana. Las mujeres tenían vestidos largos. Los hombres, sobre las monturas o a pie, marcaban la velocidad y el ritmo del paso. Al llegar a mi casa, no pensé que se quedarían. Lo supe después, cuando apoyaron los baúles cerca del granero y me dijeron: "Nos quedamos unos días".

Yo era sola. Vivía con mi madre pero ella se murió. Me quedé con su ropa y con la casa. Ya eran mías, pero se volvieron más mías cuando puse a mi madre bajo la tierra, envuelta en una sábana blanca porque hacía calor. Mi abuela me hablaba de que los muertos sudan un agua gris hasta que se mueren del todo. No quería que ella estuviera incómoda entre las raíces y los gusanos. Por eso la enterré con la sábana sola y los ojos abiertos para que me pudiera ver desde la fosa, cada noche mientras le rezaba. Mi abuela decía que los muertos se vuelven santos cuando están muertos y que hay que rezarles para contentarlos. Yo también vivía sola cuando llegaron ellos. Los dejé quedarse porque eran gente rara. Había algunos que hacían piruetas y lanzaban al aire botellas de madera sin que éstas cayeran al suelo.

Ignacio podía saltar muy alto. Un día aflojó una teja  al caer, de un solo salto, sobre el techo. Tenía una sonrisa sin apuro dibujada en la boca. Me invitó a bailar. Las noches suelen ser hermosas por esta región. Cantaban canciones en muchos idiomas y bailaban todos haciendo sonar tambores y flautas de caña. El aire de mi casa cambió, de pronto. No me dolía más la ropa de batista, ni la pintura roja que borraba a mis labios por miedo a la frialdad plateada de los espejos. La soledad no era más ese rumor hueco, perforando el medio del día o de la noche. Aquí una sale al campo y no encuentra otra cosa que la largura del cielo y la porosidad de la tierra.

Ellos bailaban. Me ponían collares con cuentas de vidrio y me dedicaban trucos en los que desaparecían vasos verdes o rojos y pañuelos. Ignacio, no. Ignacio dormía en mi cama. Todas las noches. Guardé la colcha violeta por él. Por él también, porque me lo pidió, corté las flores de los cactus para los floreros vacíos y para las fotos enmarcadas.

Él me bañaba de perfume con el canto del gallo y me trenzaba el pelo. Fuimos felices hasta que ellos se fueron. Guardaron sus instrumentos en las alforjas y se diluyeron de mi ventana junto con las carpas, los faroles apagados, los niños que corrían empujados por el viento.

Se fueron los otros. Ignacio se quedó. No sintió dejar a su gente por mí. Yo le había prometido la paz de un techo seguro. Lo quería para que me tapara ese aire del sur que levanta las cobijas a la noche o que hace bramar las ventanas y los escapularios de la cómoda.

Tuve conciencia de que no me quería por sus caricias rápidas. Por eso y porque no se daba cuenta del vestido azul que me ponía para rellenarle los ojos conmigo. Mentía bien cuando salíamos al baile. Nadie más que yo tenía claro que me iba odiando despacio. Tampoco lo conté. Quizás porque su odio me hacía saber que estaba acompañada.

Nunca se fue, hasta que lo vi perderse por el mismo camino que me lo trajo. Todavía puedo ver si me lo propongo, esa tierra pegajosa que se levanta al pasar un animal. La noche anterior ya no hablábamos. Estábamos cansados de no hacerlo. Junto al fuego, en la cocina, la saliva nos sobraba en la boca de no usarla. No tenía ni esperanzas de decirle nada. El ruido de los platos sobre la mesa se precipitaba ocupando todo el espacio, haciéndose lugar en el silencio nuestro. La gente como nosotros sabemos callar mucho, hasta que nos duele la lengua.

Al servirle la comida, detrás del humo, se le vieron los ojos. Me miró como lo hacía cuando se enojaba pero no le hice caso. Comimos un guiso hecho de un arroz que brillaba con la luz del sol atardecido. Me acuerdo. Cuando cortaba la cebolla bien fina y los pimientos, la luz rosada le daba a los granos un reflejo suave, amarillo. La abuela me decía que los condimentos deben ponerse a lo último. Ni antes ni después. Que deben ser frescos, que no se tienen que marchitar. 

Nos habíamos cansado. Demasiados meses sin extrañarnos. Eso pensaba. Los tomillos estaban marchitos y el orégano también. Ignacio llegó del campo y no quise mirarlo para que no me viera. Se me acercó durante las horas que siguieron pero yo le hice creer que no lo veía. Era mejor así. Quise acordarme de los días en los que llegó. La primera noche entró en mi casa. Yo había cargado la palangana de losa con agua fresca para lavarle la tierra de los saltos y esas cosas que no gustan en la cama. Al entrar se quitó el cinto de cuero y se desabotonó la camisa hasta la mitad. Tenía un vello oscuro, igual que los hombres que luchaban en las épocas de mi abuela, antes de mi nacimiento. Mientras se lavaba, miró los retratos y se le armó una sonrisa en la boca. Se burlaba de lo mío. Lo dejé. Para que pelear en la primera noche.

Las hierbas triangulares tienen buen sabor. Los pájaros las comen. Yo no las probé. Ignacio, sí. Antes de ir a la cama dijo que el guiso no estaba mal. Ahí casi me arrepiento de dejarlo ir. Al dar vuelta la cara y ver la casa vacía como quedaría otra vez, me entraron intenciones de abrir la puerta de la habitación y abrazarlo fuerte. De decirle todo hasta lo último, que queda hecho borra en el pecho. Hasta abrí los ojos y la boca para hablarle pero no pude. Volví a dejar los dedos donde estaban, al costado del plato y del guiso humeante.

Él se fue. Yo me senté en uno de los escalones y comencé a escribir mi historia. Milagros Noguera. Esa era yo. También era la madera de mi casa, el polvo del camino. Era la cruz de la tumba de mi madre, las piedras, los pliegues del agua.

La noche antes no durmió bien. A su lado, en la misma cama, lo sentí moverse, plegar las piernas como si algo le doliera. Lo sentí incómodo, sin sueño. Hasta el amanecer no descansó bien. Cuando el sol estuvo alto, recién se durmió. Me dí cuenta porque el calor pegaba en los cactus. Corrió un viento fuerte que le agitó el flequillo.

Yo vestí, con las ropas de la primera noche, a aquel hombre que no renunció odiarme, hasta que se lo tragó la distancia. Yo le ordené los cabellos. Yo lo besé y me subí a una silla para ponerlo sobre el lomo del caballo que había ensillado.

Todo eso es mío. Lo conservo para mí, a pesar de esta procesión fastidiosa de remover la memoria del último día. A pesar de los días que seguirán a esta confesión única, porque me pertenece, desde todos los dolores, para siempre.

Las hierbas triangulares siguieron creciendo frente a mi casa. No me animé a cortarlas. El veneno de sus hojas me recordaba las palabras de mi abuela, las recomendaciones sobre su buen sabor engañoso y sus recetas de cocina. Me traía el paso de un hombre, el único, por esta mi piel de Milagros Noguera. El paso de quien, sin querer, había iniciado esta historia mía, que sería tan breve como el vuelo de los pájaros. 

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PÁGINA Nº 22

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El rayador

Por Luz Mariel Ades (Buenos Aires) 

Estábamos en casa, como tantas tardes provincianas. Jugar a la hora de la siesta era casi un pecado en el barrio en el que vivíamos. Ni las moscas se atrevían a volar por las cuadras desoladas y tranquilas de Ribera. Con la mirada fija en el televisor blanco y negro, mi mente vagaba afuera en la vereda. Imaginaba los miles de colores que tendrían las mariposas a esa hora, cuando nadie las veía.

Mamá estaba sentada en el sillón. Se apuraba a terminar de coser el pantalón de papá, el ruedo se había soltado mientras lo lavaba y el delito sería imperdonable si no lograba solucionarlo antes de que llegara.

Por suerte, él trabajaba hasta tarde, así que mamá y yo teníamos tiempo de sobra para hacer lo que quisiéramos sin sufrir sus gritos y resoplos detrás de cada una de nuestras palabras. Durante mi infancia, pensaba que eso era amor. Someterse a la mirada del otro, acatar las órdenes pretendiendo cariño, caminar sigilosamente para no despertar la conciencia ajena... ¡qué épocas entretenidas!

Yo enhebraba las agujas, para apurar el trámite. Y ese día, hicimos a tiempo. Papá llegó cansado y se tiró como un bolsa de papas sobre el colchón. Desde el cuarto le gritó a mamá que hiciera la cena. “Yo me voy a bañar y después como”. Jamás nos incluía en las frases cotidianas; tampoco en las actividades extras como los viajes a otros pueblos que no conocí. Mamá se sentó a la mesa de la cocina y llevó unas cuantas zanahorias que había pelado en la mañana. Yo la seguía de cerca, me gustaba sentir el perfume que su ropa exudaba con cada movimiento. La carne estaba casi lista en el horno y la cara de mamá se veía cansada, cansada como nunca. Apoyó el rayador en diagonal sobre el plato y, con los ojos apuntando hacia arriba, empezó a rayar las zanahorias. Cuando ya iba por la mitad, y las manos empezaban a ponérsele rojas, escuché con las cejas levantadas que papá gritaba desde el cuarto: “¿Puede tardar tanto una cena de mierda?”. A mamá se le llenaron de agua las pestañas, seguía rayando sin darse cuenta, con fuerza, con bronca. “Mamá, te estás rayando los nudillos”. Yo lloraba. Ella no sabía. Ya tenía los dedos ensangrentados pero insistía sin oír mis reclamos. “Mamá, te estás lastimando”, me acerqué para intentar separarla del plato. Era inútil.

Me quedé sentada al lado, viendo como las manos se le deshacían, como fue rayando de a poco cada centímetro de su brazo, de su cuerpo, de ella. Se rayó toda, y desapareció enfrente mío. Papá se acercó al rato. “¿Dónde está tu madre?” me preguntó. “Salió a comprar. Te dejó una ensalada”

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PÁGINA Nº 23 – POETAS LATINOAMERICANOS

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Equis 

Este poema se deshace,

se desgaja en los pliegues del silencio

lentamente

intentando asirse al verbo,

a la sintaxis de tu ausencia

a un adjetivo que no existe.

Este poema se rompe:

Acaba de parir otro poema.

Se vacía de la forma

y al fondo está el pronombre.

Mi corazón se muere de la risa

cuando me ve llorar.

Éste no es un poema.

Esto no es un poema.

Es un trozo incompleto del abismo,

un simulacro de fuga,

pura gimnasia cerebral,

todos los puntos suspensivos... 

Jessica Freudenthal Obando(Bolivia) 

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Las muchachas sencillas 

Las muchachas sencillas

dudan que el mundo sea un balneario para lograr bronceados excitantes y

exhibirse como carne en la parrilla de una hostería al aire libre.

Las muchachas sencillas

no cultivan el arte de reptar hacia la fama

ni confunden a las personas con peldaños

ni practican ocios ni negocios

ni firman con el trasero contratos millonarios.

Las muchachas sencillas

estudian en liceos con goteras, trabajan en industrias y oficinas, rehuyen

las rodillas del gerente, hacen el amor con Luis González

en hoteles, en carpas, en cerros, en lugares sencillos.

Las muchachas sencillas

se convierten en madres, en esposas sencillas, luchan largos años como sin

darse cuenta, llenándose de canas, de várices y nietos. Y cuando abandonan

este mundo dejan por todo recuerdo sus miradas en fotos arrugadas y

sencillas. 

Eduardo Llanos (Chile)

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Cortesana

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Soy la mujer que duerme en la jaula con los leones

al meterse el sol.

Carne cruda como de sus pestilentes fauces

lamo sus recovecos denigrantes

y sin importarles,

prueban cada mes mi sangre. 

Me he dejado ultrajar por conveniencia,

soy mansa por una retribución,

Abro mis posiciones

para conseguir prodigios mayores,

mejores pagas. 

Todas las noches meto al sol en mi cama

y caliento deshilachados cuerpos.

A veces suplico ternura desde el fondo de mi alma,

desde el encierro de mi jaula

repleta de vacíos inconmensurables,

pero ellos no escuchan. 

El mundo me desprecia,

yo lo ignoro.

Vivo para alimentar a las bestias

con mi carne,

soy libre de volar si quisiera,

de escapar,

mas no tengo a donde ir...

Pertenezco a esta jaula. 

Lina Zerón (México) 

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Diario para vivir 

Por qué hoy, señores, no hablamos

de la política de los besos en otoño,

de la economía de la nostalgia en tiempos de crisis,

del deporte de la dicha cuando llueve,

del arte de los amarillos en lo negro de la jornada,

del suceso simple de una flor que recibe picaflores,

de la vida que comienza y termina en dos cuerpos desnudos,

de la escena donde nunca bosteza la primavera,

del país que, aunque a mano, tenemos que aún levantar,

del editorial que elogie los nacimientos del día,

de la columna que relate cómo se construye un sueño,

del balcón que deje posar palomas y no viejas decrépitas,

del breve que sea un largo poema a la inocencia

y del suplemento que solo tenga artículos sobre jazmines. 

Mario Rubén Álvarez (Paraguay)

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V

No vimos los ángeles

pero los sellos se abrieron

nos escondemos

no queremos creer

el asombro es tanto

Cantan su canción

los hombres azules

sueñan sinsentido

los niños sin sueños

árboles y carteles

profetas, adivinos

ombligos perdidos

se vanen el agua del río

en el viento norte. 

Cae sobre los hombres

el noticiero

de las doce y media

se pierde la siembra

de maíz y soja

los violadores del amor

andan sueltos

y la desesperación

ya no tiene nombre

no tiene nombre. 

A la buena de Dios andan los ángeles

andan los pecadores

y por piedad o miseria humana

entre tal desatino

y la taza de café

pierdo la compostura

me saco la decencia

me instalo sobre tu cuerpo

y ayudo a tus espermatozoides

a morir en vano.

 Amanda Pedrozo (Paraguay) 

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Sucede 

estar en la cuerda floja

es a veces una virtud

la duda llevada

hasta las carpas de oxígeno 

a vuelo de pájaro

a veces el circuito abierto

            el salto

            la  metáfora

aunque aceche acose

aunque espante 

Sylvia Riestra(Uruguay) 

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PÁGINA Nº 24 – NOTAS DE PARÍS

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Paul Valéry, o el lirismo del intelecto.

A 60 años de su muerte

Por Irma Bignon

“Lo que más me ha impresionado en el mundo, es que nadie va jamás hasta el final”.  (Carta a André Gide, 10 de noviembre de 1894).

“Rechazo todas las mentiras intelectuales y no me satisface usar una ‘palabra’ en lugar de un ‘poder real’.  Mi naturaleza tiene horror a lo vago. Siempre he detestado a la gente que no prueba nada. Odio la falta de verdad en las opiniones y hasta aún en las convicciones, porque todo eso va contra el espíritu, el que no concibo sino en estado puro, libre y riguroso”.  (Carta a André Lebey, 1920).

“Los acontecimientos me aburren. Me dicen: ‘¡qué época interesante!’. Y respondo: los acontecimientos son la espuma de las cosas.  Pero es el mar el que me interesa. Es en el mar en donde se pesca; es sobre él que se navega; es en él donde uno se zambulle... ¿Pero la espuma...?”  (Carta a Pierre Louÿs). 

Después de leer los fragmentos de estas cartas, donde afloran algunos pensamientos esenciales de Valéry, podemos acercarnos a su vida.

Paul-Ambroise Valéry nace el 30 de octubre de 1871 en Sète, ciudad de cuyo encanto marino y mediterráneo lo seduce profundamente. Cuando niño dibuja, colorea, interroga los objetos; busca la luz múltiple. Cuando joven, Baudelaire lo conquista.  Y también alguno de los poemas secretos en los que se impone la gloria solitaria de Mallarmé.  Y termina por encontrar a Gide.

Luego de una crisis sentimental, decide renuncian a la creación literaria para consagrarse a los valores que considera de mayor importancia: el conocimiento de sí mismo, el rigor y la sinceridad de pensamiento. Vive su tiempo como si hubiera querido vivir por encima de su tiempo.

En 1894, soñando con una carrera administrativa, se instala en París, retirándose al “claustro del intelecto”, como lo llaman sus amigos.  Es un cuarto austero, amueblado con un pizarrón siempre cubierto de cálculos, reanudando así su relación con las matemáticas, a las que considera un entretenimiento del espíritu.

En lo sucesivo, Valéry ya está preparado para escribir una obra bella, arquitecturada, sometida al rigor del pensamiento como a la exactitud de la forma. Y su primer ensayo es, precisamente, “Introducción al método de Leonardo da Vinci” (1895).  De esta manera confirma el apego al gran italiano cuyo nombre le hace recordar la virtud de una meditación de estética pura.  Publica dos ensayos más: “La tertulia de M. Teste” (1896) y “Una conquista metódica” (1924), donde predice la expansión sistemática de la economía alemana.

El poeta que dormita en él se despierta por fin y su vida comienza a transcurrir en un mundo puramente lírico e intelectual.  En 1917, a instigación de André Gide y de Gaston Gallimard publica el poema “La joven parca”, cuyo éxito es inmediato. De 1918 a 1922, con una facilidad sorprendente, compone nuevos poemas, como el famoso “Cementerio marino”.

En 1923 reúne su extensa obra poética y la titula “Charmes”, de “carmina” en latín, refiriéndose a una suerte de sortilegio, fórmula mágica, conductores del canto poético.En cada poema que escribe estalla el gran conflicto entre su espíritu lúcido y su inquieta sensibilidad. Así es como, en su “joven parca”, se evidencia la conciliación entre el azar mental (imaginación, instinto, sueño, pasión) y la inteligencia, la que se despega temblorosamente de su carne ante la luz del amanecer.

El tormento de Valéry se profundiza al concebir al nuevo y largo poema “El cementerio marino”, que compone con suma lentitud, casi febrilmente, jamás satisfecho, buscando nuevas combinaciones de expresión, queriendo reunir un monólogo de su yo con los temas de su vida afectiva e intelectual. Desde la primera estrofa, el poeta se ubica frente a la vida y la muerte. Pasa horas contemplando el cementerio de Sète que domina el mar, con voluptuosidad y una dilección que se torna cada vez más intelectual:

“Compuesto de oro, de piedras y de árboles sombríos, donde tanto mármol tiembla sobre tanta sombra; el mar fiel duerme allí sobre mis tumbas... ”

El mar es la calma de los dioses, siempre mutante, siempre lista para recomenzar; las olas se anulan en forma perpetua para desaparecer en la orilla. Riqueza del agua, riqueza del yo; unidad del agua, unidad del yo; persistencia del agua, persistencia del yo.  El mar que siempre recomienza y el yo que no cesa de ser.

Desde 1925, año en que es recibido en la Academia Francesa, Valéry acumula cargos y distinciones.

La muerte del escritor ocurrida en 1945 marca el final de una generación literaria. Pero un acontecimiento sorprendente hace que su nombre salga nuevamente a escena: deja una cantidad tan grande de notas que nos damos cuenta de que ha escrito más que Balzac.

Durante años, cada mañana desde el alba, y durante muchas horas, escribe sus reflexiones, que son testigos de sus temas preferidos: el lenguaje, la sicología, la creación poética, el tiempo, el destino de las civilizaciones, la historia, el arte, el cálculo y la acción regulada de las cosas, cubriendo con su fina escritura 257 cuadernos.

Este año, en París, (a 60 años de su muerte) se publican 2 tomos más de los “Cuadernos de Valéry”, bajo la responsabilidad especial de Ediciones Gallimard. Haciendo un culto del yo, en estas notas practica la auto - observación y coloca su propio espíritu sobre la lupa del intelecto para observar su pensar.  Las páginas están ilustradas con sus dibujos: una cabeza de mujer, un pez, un paisaje desolado, números, formas geométricas.

Todo es una continuidad de rigor lógico en la obra de nuestro escritor: desde “M. Teste” a “El cementerio marino”, de “Narciso” a “La joven parca”, de “Método de Leonardo da Vinci” a “Eupalino o el arquitecto”, en esta forma hasta llegar a los “Cuadernos”.

Como ensayista, Valéry enuncia y analiza con lucidez, inteligencia y una constante fuerza de expresión, las condiciones de toda actividad mental.  Poco sensible a la influencia de las principales filosofías modernas (post-hegelianas y dialécticas, o bien fenomenológicas, aunque se encuentra muy cerca de ciertos temas husserlianos), se deja influenciar por el pensamiento bergsoniano, inclinándose al sicologismo.

Valéry ocupa, sobre todo por sus “Cuadernos”, un lugar eminente en la filosofía del lenguaje y en la teoría literaria, así como en epistemología.

El conjunto poesía-prosa de su obra presenta una notable unidad: se afirma como una búsqueda inagotable del yo. Su vida se resume en un andar tras el encuentro del “Espíritu”, ese “inagotable creador y transformador universal”.

Su último escrito en las hojas de “Cuadernos” data de mayo de 1945. Es “El Ángel”, un poema en prosa que traduce la emoción del intelecto brillantemente razonado de un hombre frente a su destino, en el momento preciso de su muerte. El poeta resuelve la situación del ser humano en calidad de individuo, concluyendo su último cuaderno de esta manera: “Durante una eternidad no he cesado de investigar y de no comprender. Era el ruego de la tristeza. Y de verdad, podemos llegar a descubrir la condición humana, conocer hacia donde vamos irrefutablemente, es decir hacia una muerte que es incomprensible, igual que la vida...”

Ese mismo año muere y es inhumado en Sète, según su voluntad, en el cementerio marino que él inmortalizó.

Gaceta Literaria de Santa Fe Nº 126 - Invierno de 2005

Gaceta Literaria de Santa Fe Nº 126 - Invierno de 2005

Homenaje a la obra de: Giorgio De Chiricco

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PÁGINA EDITORIAL

Acerca de la lectura. 

“…no hay peor violencia cultural

que el embrutecimiento que se produce cuando no se lee.”

Mempo Giardinelli   

El vergonzoso producto cultural reproducido por la televisión a través de sus programas de mayor audiencia expone sin ambigüedades la media cultural argentina a los ojos del mundo. Resulta evidente que, en alguna encrucijada del camino, el país prefirió abandonar su protagonismo lector para aceptar el rol de espectador cómplice sentenciado a legitimar, desde una confortable y mullida platea, toda la ignorancia, la chatura, la vehemente inmediatez por donde transita sus cotidianidades la mayoría de la población. Un tiempo histórico en el que aceptó convertirse en este engendro constituido por altas dosis de impertinencia, desconcierto, ignorancia, descuido, improvisación, oportunismo, inmoralidad, piratería e indiscreciones mediáticas. Y, a la sazón, el que una vez fue el ejemplo latinoamericano, abandonó su actuación de patria entregada a la maravillosa posibilidad del conocimiento, de la evolución, del desarrollo intelectual que aporta la lectura.

Y la lectura es salvífica, bienhechora, libertaria. Muchos escritores de renombre están en condiciones de brindar testimonio sobre su redención intelectual por misericordia de la ilustración, el equilibrio, la espiritualidad, la presencia y permanencia de los clásicos en lejanos rituales de lectura que no solamente los engrandecieron, sino que los dignificaron.

Por eso, basta con prestar atención a la expresión corriente, a los giros habituales, al vocabulario popular, para percibir que el idioma se encuentra en clara situación de riesgo por la ausencia de modelos textuales. Ante cualquier sondeo de opinión, ante cualquier demanda de respuesta precisa, queda al descubierto el desamparo, el aislamiento, la incomunicación en los que ha naufragado la normativa lingüística.

Ocurre que la decadencia engendrada en la falta de paradigmas lectores entorpece, obstaculiza el crecimiento, la evolución, el desarrollo personal y social; favorece las improvisaciones y permite que se extienda la ineficiencia, el oscurantismo, la incapacidad de suscribir a una línea de pensamiento inspirada en idearios claros y estrategias específicas.

Entonces, resulta imperioso priorizar la lectura como bien social; como escenario propicio para batallar por la reconquista de la observancia, el aprecio, el respeto por un idioma prestigiado como el nuestro; como territorio legado donde resulte posible reconstruir las históricas alianzas rubricadas entre los libros y la inteligencia, o como continente renovado donde la población pueda atreverse a asumir la conciencia de sus actos en la modificación de conductas negligentes que consintieron el latrocinio educativo pero, sobre todo, como espacio conveniente para comenzar a tensar la urdimbre de un nuevo tejido social desde los reivindicativos telares del pensamiento.

Y en este punto de ruptura, de desgarramiento social o resquebrajamiento cultural al que se arriba por falta de responsabilidad en el cumplimiento de cada función, representación o mandato, parece imprescindible detenerse a reflexionar, a realizar un profundo examen de conciencia que revele los pecados de despreocupación, imprevisión o negligencia que permitieron la inmovilidad, la irresolución de la crisis educativa que hoy agobia a un país aparentemente sumido en el cansancio y la impotencia, pero obstinadamente aferrado a la esperanza.

Quizás haya llegado la hora del compromiso social, intelectual y político. La hora de un compromiso que comience a distanciarse de los acostumbrados discursos declamatorios para aproximarse a proyectos verdaderos, a empresas conjuntas, a programas pensados, a misiones realizables.

Lo humano no consiste en decir sino en hacer. Del hacer es de donde nace el compromiso. Porque, como dice Albert Camus, “es vano llorar por el espíritu; basta con trabajar con él.”  

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PÁGINA Nº 2  

Los muchachos 

Por Sonia Catela (Ceres-Santa Fe)

Y estaba ese muchacho, Arnaldo, que  escarbaba, -escarba- como un conejito entre mis senos, hociquea pidiendo “bis” y cuando se enjuga la última gota de ganas, se para en su esplendor desnudo y aplaude como si batiera un tambor sinfónico, se aplaude, y a mí, aunque lo reprenda debido al alboroto, que hay que guardar un poco de respeto por las criaturas que juegan en el pasillo, él frunce el hocico y embiste por repeticiones hasta que termino barriéndolo, arre; y estaba ese otro, Luis, que araba –ara- mis pezones como un gato al que destetaron prematuramente, y tantas veces se limita a quedarse nada más que lamiendo, a la espera de que brote calostro, “venís a alimentarte, ¿no?”, asiente: “más” y vaya a saber por qué a mis ubres se les antoja complacerlo y bombearle una leche dulzona y espesa que chorrea su lengua y su risa;

y estaba Lucas que me recita los poemas que nadie le publica y los edita a dulces empujones sobre mi cuerpo -donde llevo sus sonetos escritos y reescritos- y cuando deja de componer versos –“me sequé”, consigna- regresa y husmea viejas líneas en las articulaciones de mi entrepierna y en mi aliento,  y los sobreimprimimos una y otra vez, y carcajeamos;

y estaba Mateo, el desvelado, quien se echa sobre mí y logra conciliar un sueño celebrante tras insomnio de cuatro días, -contada su penuria dedo a dedo-, y primero fue la cópula y luego el dormir;  su muslo me enlaza las piernas durante las diez gloriosas horas de su descanso y yo, aprisionada, al vaivén de los rumores de su carne, reviso la tarde que pasamos en el mar corriendo olas con su camión, diez horas de vibración marina bajo su muslo  pacificado;

y estaba Juan, que supo ganar fama por sus bailes de cortes y quebradas, Juan, el muchacho del famoso accidente ferroviario que lo dejó en silla de ruedas y sin anatomía rodillas para abajo, y viene a mí, me abraza y yo sintonizo un tango y lo invito a danzar una “cumparsita” horizontal entre lienzos, tan perfecta como las que él trazaba de pie y sobre baldosas;

y están, están los muchachos. Bautista que se allega a suspirar: “únicamente en este cuarto se puede, el aire de afuera destruye”.  Roque, a quien le enseño cómo ubicar el norte y dónde el sur, con un mapa de Cagliostro que distribuye las estrellas en mi cuerpo, puntos cardinales que no termina de aprender y necesita para su oficio de conducir en distancias desoladas. Carlitos, quien ensaya sus doremifasolasí de tenor frustrado dentro de la caverna de mi boca. Los muchachos. Pero con ellos, lo que verdaderamente hacemos es nadar. Lo consignó Alfonso. Dijo: “estando en vos nadamos hacia una costa”. “¿Y yo también?” Me doblé sobre su vientre acogedor; Alfonso recabó: “vos sos el barco”. “No”, rechacé, “soy una nadadora junto a ustedes”. Meditó: “Nos sostenemos mutuamente, nos sujeta este cordón umbilical que es y no es sólo carne”. Y esa noche en lugar de dejarme un kilo de pan, como Lorenzo, o un atado de cigarrillos, como Arnaldo, o una parva de pinturas de uñas, como Carlos, o una muñeca, una cajita musical o una biblia, Alfonso me abrió la mano donde, en el centro de la palma, le puso la marca de un beso. Y así supe cómo era la cosa, que nadábamos suave y ansiosamente hacia una costa lejana, ellos en mí y yo en ellos, los muchachos.  

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PÁGINA Nº 3 - IDIOMÁTICAS                           

De los signos ortográficos 

Por Jorge Alberto Hernández (Santa Fe)                       

Recordemos que ortografía “es la parte de  la gramática que enseña a escribir correctamente por el acertado empleo de las letras y de los signos gramaticales de la escritura”. Según el Diccionario, signo es, entre las muchas acepciones, “cualquiera de los caracteres que se emplean en la escritura y en la imprenta”, y en el carácter lingüístico, “la unidad mínima de la oración, constituida por una significante y un significado”.

Entre los signos podemos mencionar a la tilde o acento ortográfico, la diéresis, el punto, la coma, el punto y coma, los dos puntos, los puntos suspensivos, la interrogación y exclamación, el paréntesis, los corchetes, la raya, las comillas y las llamadas.

Hay necesidad de signos de puntuación en la escritura, porque sin ellos podría resultar dudoso y oscuro el significado de las cláusulas. Dice la Academia de la Lengua que “la coma, los puntos y paréntesis indican las pausas más o menos cortas que en la lectura sirven para dar a conocer el sentido de las frases; la interrogación y la admiración denotan lo que expresan sus nombres, y la segunda, además, queja, énfasis o encarecimiento; la diéresis sirve en unos casos para indicar que la u tiene sonido y en otros se puede emplear para deshacer un diptongo; las comillas señalan las citas, o dan significado especial a las palabras que comprenden; el guión es signo de palabra incompleta; la raya lo es de diálogo o de separación de palabras, cláusulas o párrafos; las dos rayas sólo se usan ya en las copias para denotar los párrafos que en el original van aparte.

Como dice la Academia, “hay necesidad de signos de puntuación en la escritura, porque sin ellos podría resultar dudoso y oscuro el significado de las cláusulas”. A ello agrega Emilio M. Martínez Amador en el Diccionario gramatical y de dudas del idioma que “esto es tan cierto que de confusiones por mala puntuación podrían citarse innúmeros ejemplos, como el famoso de “señor muerto, esta tarde llegamos”, por “señor, muerto está; tarde llegamos”. Todos ellos resumidos en el no menos famoso de las comas, puesto en boca del actuario, en Los intereses creados, de Jacinto Benavente.

Vamos a dejar de lado hoy, por razones de espacio y ser de mayor conocimiento general, lo referido a la tilde o acento ortográfico, aunque hay casos particulares que son tan importantes como las reglas mismas. En otra oportunidad abordaremos este tema en toda su extensión.

1) Diéresis: Se emplea la diéresis (¨) sobre la letra u en las combinaciones gue, gui, cuando se ha de pronunciar dicha vocal: vergüenza, argüir. En poesía, se ponen sobre la primera vocal de un diptongo para indicar que no debe leerse como tal, sino como hiato (disolución de una sinalefa, por licencia poética, para alargar un verso), y dar, por tanto, a la palabra, una sílaba más: fïel, rüido.

2) Punto: Se emplea al final de una oración para indicar que lo que precede forma un sentido completo. Es la mayor pausa sintáctica que la ortografía señala. Después de punto, la primera palabra se escribe con mayúscula. En la escritura hay punto y seguido y punto y aparte. Por último hay punto final, en el que acaba un escrito o una división importante del texto. También el punto sirve para indicar abreviatura: Sr.: señor.

3) Coma: Señala una  pausa en el interior de una oración.

a) El nombre en vocativo llevará una coma detrás de sí cuando estuviere al principio de lo que se diga, y en otros la llevará antes y después; por ej.: ¡Cielos, valedme!; Julián, óyeme; Repito, Jorge, que prestes atención.

b) Siempre que en lo escrito se empleen dos o más partes de la oración consecutivas y de una misma clase, a excepción de los casos en que mediare alguna de las conjunciones y, ni, o, como Juan, Pedro y Antonio; Sabio, prudente y cortés; Vine, vi y vencí; Ni el joven ni el viejo.

c) Se separan con una coma los varios miembros de una cláusula independientes entre sí, vayan o no precedidos de conjunción: Todos reían, todos lloraban, ninguno se callaba.

d) Las frases u oraciones incidentales que cortan o interrumpen momentáneamente la oración, se escriben entre dos comas: La verdad, dicen los honrados, debe prevalecer. 

e) Cuando una proposición se expone al principio de la oración, se pone coma al fin de la parte que se anticipa: Cuando el Director lo oyó, se dio cuenta de la desafinación. En las anteposiciones cortas y claras no es necesaria la coma: Donde las dan las toman.

f) Deben ir precedidas y seguidas de coma expresiones como esto es, es decir, en fin, por último, sin embargo, no obstante y otras parecidas.

g) Se separa también mediante comas la palabra etcétera: Los parientes, amigos, etcétera, llenaban el salón.

4) Punto y coma:

a) Se emplea para separar dos miembros de un período, dentro de los cuales ya hay alguna coma: “Vino, primero, pura, / vestida de inocencia; / y la amé como un niño” (J. Ramón Jiménez).

b) Se escribe punto y coma entre oraciones coordinadas adversativas: El camino era peligroso; pero igual me animé. No obstante, si son muy cortas, basta con una coma; Lo hizo, pero de mala gana.

c) Se usa punto y coma cuando a una oración sigue otra precedida de conjunción, que no tiene perfecto enlace con la anterior: Pero nada bastó para desalojar al enemigo; y por eso la batalla nos pareció larga.

5) Dos puntos:

a) Preceden a una enumeración explicativa: Había tres personas: dos hombres y una mujer.

b) Preceden a citas textuales: Almafuerte dijo: “Si te postran diez veces te levantas”.

c) Preceden a la oración que sirve de comprobación a lo establecido en la oración anterior: No hay vicio peor que el juego: por él muchos hogares han quedado en la miseria.

d) Siguen a la fórmula de encabezamiento de una carta: Muy señor mío:

6) Puntos suspensivos:

a) Cuando conviene al escritor dejar la oración incompleta y el sentido suspenso, se emplean los puntos suspensivos: Tengo que decirte que... no me atrevo.

b) Cuando se copia algún texto y se suprime algún pasaje innecesario: En un lugar de la mancha...

7) Interrogación y exclamación: La interrogación encierra una oración interrogativa directa, o una parte de oración que es el objeto de pregunta.

La exclamación sirve para indicar que una oración o frase va cargada de afectividad y debe leerse con la entonación  volitiva o exclamativa que corresponde a su significado.

Los signos de interrogación y de admiración se ponen al principio y al fin de  la oración que debe llevarlos: ¿Dónde está?, ¡Qué asombro!

Nunca se escribe punto después de cerrar el signo de interrogación o de admiración.

El signo de principio de interrogación o admiración se ha de colocar desde donde empieza la pregunta o el sentido admirativo, aunque allí no comience el período: Pero ¿tú lo sabías?, Aquel día ¡cuántos disgustos!

Hay cláusulas que son al par interrogativas y admirativas: ¿Qué persecución es ésta, Dios mío!

8) Paréntesis: Este signo ortográfico [( )] sirve para enmarcar y aislar una observación al margen del objeto principal del discurso: Pero (él lo pensaba mientras hablaba) renunciaría a las ganancias, con tal que lo dejaran tranquilo.

En obras dramáticas suele encerrarse entre paréntesis lo que los personajes dicen aparte.

Hoy es muy frecuente sustituir el paréntesis por la raya: Creer lo que parecía imposible, -actitudes, gestos despectivos y pasiones ajenas- lo que nunca hubiera admitido en otra persona.

9) Los corchetes: [ ] Equivalen a los paréntesis, pero sólo se utilizan  en casos especiales:

a) Cuando se quiere introducir un nuevo paréntesis dentro de una frase que ya va entre paréntesis: “Acontecimiento  de gran trascendencia (abolición de la esclavitud) [1816].  

10) La raya desempeña dos funciones diferentes:

a) Equivale al paréntesis: “Las sombras –reflejadas en la pared- adquirían imperceptibles formas”.

b) En un diálogo, sobre todo novelesco, precede a la frase pronunciada por cada uno de los interlocutores, iniciando siempre el párrafo.-¿Pagaste el gasto de ayer?-¡Pues no!, me olvidé!

11) Las comillas: Signo ortográfico que sirve para encerrar una frase  reproducida textualmente: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Si el texto reproducido es tan extenso que comprende varios párrafos, se ponen comillas invertidas al comienzo del segundo y de los sucesivos. Las comillas simples se usan en lingüística para indicar que lo abarcado entre ellas es un significado: ‘Valetudinario’ significa ‘achacoso’. También suelen emplearse desempeñando la función de las comillas normales o dobles dentro de un texto que ya va entre comillas: “Saludó con un ‘buenas’ malhumorado”.

12) Las llamadas: La llamada, que puede ser asterisco (*) o número (1), se emplea para advertir al lector que al pie de la página –o, a veces, al final del capítulo o del libro- hay una nota acerca del asunto de que se está tratando en el lugar donde se ha insertado el signo. Cuando hay varias notas en una misma página, se va aumentando el número de asteriscos (***), o la cifra (2), (3), etc.

Además de los expuestos, hay signos auxiliares que solamente enunciaremos, por razones de espacio: Apóstrofo, Párrafo, Calderón, Manecilla, etc.  

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PÁGINA Nº 4

La primera vez

Por Rogelio Ramos Signes (Tucumán)  

Cuando salí a la vereda ya estaba anocheciendo, me abroché el abrigo y saludé a la vecina que dejaba su bolsita con residuos al pie del naranjo, corroboré la hora (con dificultad) forzando la vista en la escasísima luz de la tarde, y subí al auto. Algo corriente, trivial si se quiere. Todo eso, unido a mi cóctel de fastidio y depresión, auguraba una noche terrible, una de esas noches que nunca terminan de pasar, que no logran acelerarse con alcohol ni con pastillas ni apelando a la ficción de lo imposible. Y fue entonces que escuché el crac, el crac crac de algo que cambia de lugar, el crac (es un decir, por supuesto) de la máquina que pone en funcionamiento la pequeñísima utopía de alegrarse con lo poco que hay. Y me dije: ¡Fantástico! Esto es verdaderamente fantástico. Pensar que hoy (o sea ayer, 16 de julio) es la primera vez en mi ya larga vida que salgo a la vereda cuando está anocheciendo (siempre lo hice de día, o de noche, o al amanecer) y también es la primera vez que me abrocho el abrigo (caluroso como soy) mientras saludo a una vecina (suelo hacerme el que no ve a las vecinas, por pura timidez) justo cuando ella saca su bolsa de basura. Esto de las bolsitas de residuos siempre fue un enigma para mí. Sabía que alguien debía sacarlas, pero ¿quién?, depositarlas en el suelo, pero ¿cómo? ¿subrepticiamente? ¿mirando hacia todos lados como quien está por cometer un delito? Esto es maravilloso, me dije. Cuatro experiencias nuevas al mismo tiempo. Y más todavía, porque que yo recuerde esa era la primera vez que trataba de mirar la hora con la escasa luz del atardecer, mientras abrochaba un abrigo e intentaba un saludo de pura cortesía. Cinco primicias. ¿Y el naranjo?. Hasta entonces nunca había reparado en que el árbol que siempre desviaba mi paso fuese un naranjo. Seis primicias. Seis fantásticas primicias para un hombre desganado. Seis sucesos totalmente nuevos en un pequeño y fugaz momento. Sin poder salir todavía de mi asombro, encendí el auto y la radio comenzó a andar (como siempre sucede cuando subo al auto) al momento en que un locutor decía “un laboratorio medicinal con experiencia en el campo de la salud femenina”. Y, por Dios ¿pueden creerme si les digo que era la primera vez que escuchaba a un locutor decir “un laboratorio medicinal con experiencia en el campo de la salud femenina” justo cuando se encendía la radio? Sí escuché, en otras circunstancias, a alguien que decía “recibimos tarjetas de crédito” o bien “usted paga la primera cuota y se lo lleva puesto” o “la vitamina E fortifica el sistema nervioso” e incluso “ingrese a un mundo de colores para decorar con imaginación”, pero nunca nunca esa frase inolvidable. Tuve que parar el auto nuevamente y bajarme. Estaba emocionado y no me encontraba en condiciones de manejar casi de noche. A escasos 50 metros la gente se agolpaba para ver dos vehículos que acababan de destrozarse en un violento choque. Decidí entrar en mi casa nuevamente. Crucé la calle, la vereda, el pequeño porche, busqué la llave de la puerta y, mientras estaba introduciéndola en la cerradura, el señor Tuen Shong (el dueño de la tienda más próspera de la cuadra) me preguntó si no me interesaba ver el choque, sin esperar mi respuesta, por supuesto. Mientras cerraba la puerta tras de mí y subía la escalera, me dije que aquello también era algo decididamente fantástico; era la primera vez en toda mi vida que el señor Tuen Shong me decía otra cosa que no fuese “compla compla compla”. Incrédulo me preparé una taza de café, que bebí fascinado; tomé un libro cualquiera, que leí automáticamente y, con el fondo de llantos, gritos y el ulular de las ambulancias, me fui quedando dormido.  

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PÁGINA Nº 5 – NUESTROS POETAS 

Abril en vos    

qué facilidad decir te amo

y no volar sobre las hojas

como un árbol tallado

naciendo en la juventud del bosque

qué felicidad saberte vivo

         y no volar ante un espejo herido

como tu mano de corteza inhallable

         escribiendo melodías y sones

recibiendo la luz en la espesura del monte. 

Roberto Aguirre Molina (Santa Fe) 

Última pequeña brasa. 

En las cenizas del rescoldo

espera la última pequeña brasa.

El cansancio me pesa en la cabeza,

siento el mismo frío,

la inmensa soledad

que aquella tarde de su partida.

Desde la ventana de su cuarto

devoro el paisaje

contemplado por él tantos años.

El silencio, muerde persistente mis entrañas.

Bullen dentro de mí, ríos de sangre,

ríos salados que nublan mi visión.

Busco la última pequeña brasa

blanca de rescoldo.

Con un hálito de esperanza

arrimo la leña de salvación.

El último latido de brasa, la incendia.

En la lumbre veo su sonrisa, su mirada,

en ella una velada añoranza.

Lo tengo junto a mí en este fuego amado. 

Alba Yobe de Abalo (Santa Fe) 

Peregrina  

Camina desnuda en el espejo del viento,
remolinos insensatos de la letra. 
 

¿Quién te persigue hechicera?
¿Para qué seguir caminando?
 

Tal vez descansar en la pereza del cuento,
en los temibles perros que no ladran. 
 

Siempre poseedora de tus males que
no son más que palabras abrazadas
al cuerpo. 
 

Caricias en los huesos
y esa danza en las cenizas del poema.
 

Un jardín te nombra, Alejandra.   

María Milagros Roibón (Rosario) 

Poema 

Cansado de parar en la mortalidad

de la palabra;

cansado de habitar en las cruces

que alza más allá de mi nombre

la mirada;

cansado de inspirar el rezo

que retumba en el cuerpo

y se hace alma;

cansado del olvido como insignia,

cansado de la pena

como marcha.

Cansado de que sea la muerte

una distancia. 

Martín Copponi (Santo Tomé) 

Homenaje  

los amigos son una costumbre solar,

la segura semilla de la flor del silencio,

el más que mejor rito de la cotidianía,

la bendición perfecta por la que estamos vivos...

son la espuma del viento que celebro cantando

porque allí el transcurso del tiempo se florece

rindiendo su primicia de bienvenido abrazo

en riego imprescindible de certidumbre en mano...

los amigos son fieles aún cuando la ausencia

nos regala su turno de extrañamiento humano,

y aprendemos respeto paciente por los días

hasta que otra vez alguien nos convida a acercarnos...

se nos allega otro, con su nombre y su historia,

y pactamos de nuevo convivir un nosotros,

y seguimos creciendo nuestro común destino

dentro un inmenso límite de lluvia entre los árboles...

¡y qué bueno es juntar la lluvia y los amigos!:

la bruma buena cuya lleganza es descansancio,

como el mate aromando ante la compañía

de la absorta candela y las letras que besa la poesía...

los amigos nos dejan nombrados, sin olvido:

los de siempre, los nuevos, los a llegar mañana,

en franca y encendida fiesta honda y sincera

que nos nutre de puro milagro del misterio...

cuando el azul velero de la luz nos recoge

quedan siendo lo único que de verdad tuvimos... 

Horacio Rossi (Santa Fe)  

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PÁGINA Nº 6  

Prolepsis  del  fraude 

Por Alejandro Maciel (Corrientes-Paraguay) 

(En emotivo homenaje a mi amiga Aída Aisenson Kogan, autora de enjundiosos tratados de ética, ciencia vecina a la paleontología a juzgar por su inexistencia sino a través de recuerdos muy antiguos…) 

Carísimos hermanos, me es imperativo y categórico al mismo tiempo intentar, aunque no sin riesgos, la apología y por qué no, hasta el encomio del fraude, tan malogrado por la propaganda adversa que con sospechosa mala voluntad le dedican todos los códigos civiles  habidos y por haber en este mundo injusto.

Empezaremos por desnudar el concepto, tan vapuleado por epítetos y denuestos que no se hallará en él valor alguno que merezca el resarcimiento de un premio. Mi Diccionario de Latín, aunque vetusto (si no defrauda la fecha de impresión) recoge los sintagmas:

Fraudo, as, avi, atum, are: Defraudar, engañar, usurpar, despojar, burlar con fraude. // Hurtar, privar, quitar, robar. Fraudare stipendium miliatum: retener la paga de los soldados. Plaut: Negarse, no concederse el menor placer.

Fraudátio, onis: Defraudación.

Fraudátor: Defraudador.

Fraudátrix: La que defrauda y engaña.

Fraudátus: Defraudado, engañado.

Ya vemos que existe un ‘fraudare’ en cuanto a los estipendios militares, siempre pródigos a la hora de restar en los balances del Estado. ¿No empiezan a intuir algo bueno en esta forma sutil de escatimarle ganancias al clan castrense, en un país tan militarizado que ya parece un fortín de artillería? Tampoco habrán dejado de observar que “no concederse el menor placer” nos insta a cierto estoicismo tan injuriado en estos tiempos de consumismo y  culto al hedonismo de la peor calaña. Ya hay quienes, víctimas de esa epidemia que ha dado en llamarse “mercadeo compulsivo”, atiborran los carritos del supermercado, arrasan con góndolas y mesas de ofertas llenándose de chucherías superfluas siguiendo quién sabe qué oscuros designios de la mente, que pretende llenar con cosas su vacío de casos. ¿Y qué me dicen de  ‘fraudátrix’? ¿No constituye cierta forma de justicia de parte de las mujeres, históricamente defraudadas por el hombre a través de los siglos?

Los años, que todo lo perjudican, fueron deslizando un matiz inicuo sobre el concepto del fraude. Miríadas de homilías dominicales, cardúmenes de catequistas de toda laya, montañas, qué digo ¡cordilleras!, Alpes, Apeninos y Andes de escritos no cejaron de amontonar cargos contra el fraude y el pobre, arrinconado por este corifeo de difamadores no pudo sino callar y seguir obrando pacientemente en el silencio.

Podríamos enumerar una ristra tan larga de sus detractores que la guía telefónica resultaría una sinopsis a su lado. Sin embargo, creo fervientemente que hay dos popes en esta cruzada punitiva: Santo Tomás de Aquino, que engordó hasta el límite de los 160 kilogramos escribiendo una Summa para restar prestigio al fraude, y Dante Aliguieri su entenado literario. El uno, como causa prima el otro como consecuencia. Usted dirá “Pero, ¿quién los lee?” No se engañe, estimado lector. ¿Ha leído usted las obras completas de Adam Smith, David Ricardo, Menger y Keynes? Vaya al supermercado y verá cómo se aplican implacablemente sin que la cajera, el repositor y a veces hasta el mismo gerente hayan escrutado los jeroglíficos econométricos que estos digestos contienen.

No, mi querida señora, no, mi estimado señor. La letra perdura más allá de la idea; como decía don Poncio “lo que está escrito, queda escrito”. No habrán leído la Summa ni la Commedia, pero ¿cuántas iconografías no mostraron impúdicamente a través de los siglos a los tentadores, aduladores, simoníacos, barateros, hipócritas, timadores, difamadores, traidores, malos consejeros y falsificadores sufriendo en el octavo círculo del Infierno? ¿Cree usted por ventura que sale de un museo siendo el mismo que entró? Jamás. La imagen ha operado su cuerpo calloso, amputó aquí un núcleo acumbens y allá un sector aunque minúsculo, imprescindible de su tálamo para razonar debidamente. No hay en este mundo cosa tan peligrosa como una imagen. Ni qué decir si ésta orna un retablo de catedral. Y todo un ejército de Giottos, Fra Angélicos, Michelángelos, Cimabués se encargaron de retratar las palabras de Dante aleccionadas por el obeso Aquinate. 

Creo, estimados amigos, que es hora de reivindicar la ética del fraude. Ya hemos sido testigos etimológicos de dos virtudes casi cardinales: el boicot a las finanzas militares y la venganza de siglos de sumisión femenina. Todavía nos resta agradecerle nada más ni nada menos que la existencia de la clase política del siglo XXI. ¿Qué sería de esta raza de organizadores sociales si tuviesen que atenerse estrictamente a la rígida dieta de Santo Tomás, dieta que él jamás acató en cuanto a su condumio. “La verdad es la correspondencia del pensamiento con su objeto”. Imagínense si un excelentísimo senador vitalicio decidiera hacer corresponder en un discurso su pensamiento con un cohecho, por inocente ejemplo. ¡Dejaría ipso facto su excelencia a merced de la plebe y el hampa! Ni hablar de señores presidentes, ministros, subsecretarios de Estado, jefes de gabinete, fiscales, jueces de segunda instancia, ediles, candidatos en campaña.

La política, ciencia de lo posible, se volvería sencillamente imposible sin la salvadora fórmula del buen fraude. Vaya al destierro de nuevo el florentino. Huya a la Tebaida el Aquinate (de paso, viviendo de hierbas, adelgaza) y los Savonarolas y todo fanático de la verdad: ya sabemos que todo fanatismo no es más que una fe tambaleante.  

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PÁGINA Nº 7  

Vladimir o la marcada 

Por Olga Zamboni (Misiones)

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PÁGINA Nº 8 

El gato 

Por Patricia Suárez (Buenos Aires) 

No fue suficiente interrumpirle una película con el actor mejicano, ni que ella se levantara y oprimiera el interruptor de la tele, con un clic que sonó casi como un gemido. No fue suficiente tampoco, mirarla con absoluto desdén, culpándola de todas sus tribulaciones, haciéndole sentir que éso que a ella le parecía tan hermoso del contacto de sus cuerpos, éso que ella llamaba "el trueno y el relámpago", para él no significaba nada, nada excepto la hilacha de cursilería de Matilde. Ni fue suficiente que ella trocara su expresión, paulatinamente, de profundo desgano hasta la expectativa angustiosa, alarmada de que a él le hubiese ocurrido algo, algo grave que aún no se leía en las marcas de su piel, pero sí en el gesto: un dolor que él ya no soportaba. Ella alzó su voz, que no era un hilo y atravesaba la densidad de casa objeto del living y vibraba en el actor mejicano ahora invisible en la pantalla. "Bueno, ¿qué pasa?", preguntó. Y él la miró asustado, tal cual ella fuera el hombre de la bolsa y amenazara con meterlo en la áspera arpillera y tirarlo al abismo rocoso de alguna cumbre que ninguno de los dos conocía. "El gato no está", respondió él. La cara de ella se llenó de ira, y no era necesario contenerla porque se evaporaba sola, sin palabras ante la terrible angustia que parecía oprimirlo. Matilde pensó: "¿Y qué? ¿Y qué con que haya desaparecido el gato? Era un gato roñoso: sólo servía para juntar pulgas"; pero únicamente pronunció: "Estará por ahí. Ya va a volver". Mas él no se tranquilizó. Se quedó como una estaca en el medio del living, con la vista clavada en los cacharritos que trajeron de Bolivia, hasta un punto en que Matilde creyó que los iba a volar por el aire, en pedazos, con el solo poder de mirada. "No. No va a volver. Y vos debés saber dónde está", entonces Matilde se quedó petrificada. Amagó defenderse: "¡Yo! ¿Yo?", y como él no se molestó en acusarla ni en ofrecerle explicaciones, ella se quedó callada, definitivamente, bajo la mirada severa de él, y el funesto augurio de que se le volarían entonces los sesos por todo ese odio que él tenía en los ojos. Entonces se le ocurrió precipitarse sobre él y gritarle la verdad: "¿El gato? Claro que sé dónde está. ¡Se fue y no va a volver! No. Porque te tenía un miedo espantoso. Por eso se fue", sin embargo, desistió; nunca le dió resultado gritarle la verdad, porque él no la oía y rompía lo que tenía en la mira -en este caso la cabeza de ella- y después no le dirigía la palabra, y no valía la pena pelear por cuestiones tan nimias, como el gato. Así que se decidió y con un poco de buena voluntad, fue a la pieza y revolvió los cortinados -porque a veces el gato de metía ahí-, debajo de la cama, detrás de la puerta, siempre con él sobre sus pasos, desconfiando, como si ella hubiera escondido al gato en algún lugar de la casa y ahora estuviera disimulando. Porque no fue suficiente que ella sintiera "eso" como el caño de una pistola helada apuntándole los riñones, aunque no había pistola alguna, tan solo el odio que le ceñía la cintura y la penetraba como un filo. Matilde probó en la cocina: las alacenas, bajo la heladera; en un mal movimiento se cayó la frutera azul, el vidrio cortó los duraznos priscos y se hizo una pulpa sanguinolenta que la dejó pensando. Él miraba y dudaba, y esto no le era suficiente, deseaba castigarla; el año pasado ella arruinó la radio nueva por él olvidarla en el patio un día de lluvia, y otra vez volcó el café con leche sobre su único pantalón de pana -cuando lo vió el tintorero desesperó por llevarlo a su color original con todas las artimañas de sus anilinas y extractos naturales; desesperó el tintorero, desesperó él, pero Matilde permaneció serena, con un "gran peso en el corazón", aunque, ¿quién conocía su corazón? ¿quién podía asegurar que allí se estacionaba el gran peso de la amargura por el pantalón de pana manchado?- Él le iba indicando "ahí, ahí", y ella se dirigía a ese lugar como una flecha, torciéndose y cimbreándose ante las directivas de él igual que un junco, de ésos que había en los márgenes del Nilo, en la época de Moisés. Al fin, ella, con la infinita paciencia de su amor, sugirió: "En el tejado a lo mejor lo vemos" y él asintió. Ella trepó por la escalera, y era extraño comprobar que esas manos acostumbradas a pelar papas, rallar zanahorias, pelar zapallitos y machacar carne, podían asirse con tanta fuerza al alero, a las tejas, a la antena de televisión. Ella se puso una mano a modo de visera y trató de espiar los techos vecinos. En las otras terrazas flameaba la ropa recién tendida: éso él lo podía observar. El pelo de ella -con su tinta "solferino"- recogido en la nuca, le daba apariencia de nido acogedor, de ésos nidos de los dibujos de Walt Disney. "El gato no se ve", dijo Matilde.

"Andá más para la cornisa, mamá", ordenó él.

Y Matilde pensó: "¿Por qué? ¿Por qué no vas vos? ¿Qué me importa a mí del gato y de tu tristeza por ese gato mugroso?", no obstante se acercó más a la cornisa, el sacrificio de su amor estaba consumado -y ése gato horrible que no aparecía- pero tampoco fue suficiente. Sobre el borde del tejado Matilde era una veleta, más que una veleta, un pájaro, con su cabello ahora desanudado y su ropa al viento, más ligera que cualquier prenda que uno viera flamear en las sogas del vecindario.

Él estuvo por decir -tal vez lo pronunció en voz baja- "Bajate, mamá", pero ella únicamente oyó, "El gato está muerto". Matilde se volvió, trastabilló, se aferró a una teja -la única que el albañil colocó como es debido- y empezó a reincorporarse, esta vez segura, segurísima de que él lo había matado, de que su hijo había matado al gato, porque para él, nada era suficiente.  

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PÁGINA Nº 9 – PÁGINAS MEMORABLES 

César Vallejo nació en Santiago de Chuco (Perú) en 1892 y murió en Paris en 1938. Fue maestro de escuela, participó activamente en la vida intelectual limeña y tuvo que exiliarse en Francia por razones políticas. Figura indiscutida de la vanguardia hispanoamericana de principios de siglo, no sólo escribió poesía sino también novelas, cuentos, ensayos y piezas de teatro. 

Trilce

Hay un lugar que yo me sé
en este mundo, nada menos,
adonde nunca llegaremos.

Donde, aún sin nuestro pie
llegase a dar por un instante
será, en verdad, como no estarse.

Es ese un sitio que se ve
a cada rato en esta vida,
andando, andando de uno en fila.

Más acá de mí mismo y de
mi par de yemas, lo he entrevisto
siempre lejos de los destinos.

Ya podéis iros a pie
o a puro sentimiento en pelo,
que a él no arriban ni los sellos.

El horizonte color té
se muere por colonizarle
para su gran Cualquieraparte.

Mas el lugar que yo me sé,
en este mundo, nada menos,
hombreado va con los reversos.

-Cerrad aquella puerta que
está entreabierta en las entrañas
de ese espejo. -¿Ésta?
- No; su hermana.

-No se puede cerrar. No se
puede llegar nunca a aquel sitio
do van en rama los pestillos.
Tal es el lugar que yo me sé.

Y si después de tantas palabras

¡Y si después de tantas palabras,
no sobrevive la palabra!
¡Si después de las alas de los pájaros,
no sobrevive el pájaro parado!
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo y acabemos!

¡Haber nacido para vivir de nuestra muerte!
¡Levantarse del cielo hacia la tierra
por sus propios desastres
y espiar el momento de apagar con la sombra su tiniebla!
¡Más valdría, francamente,
que se lo coman todo y qué más da...!

¡Y si después de tanta historia, sucumbimos,
no ya de eternidad,
sino de esas cosas sencillas, como estar
en la casa o ponerse a cavilar!
¡Y si luego encontramos,
de buenas a primeras, que vivimos,
a juzgar por la altura de los astros,
por el peine y las manchas del pañuelo!
¡Más valdría, en verdad,
que se lo coman todo, desde luego!

Se dirá que tenemos
en uno de los ojos mucha pena
y también en el otro, mucha pena
y en los dos, cuando miran, mucha pena...
Entonces... ¡Claro!...
Entonces... ¡ni palabra! 

España, aparta de mi este cáliz

Niños del mundo,
si cae España -digo, es un decir-
si cae
del cielo abajo su antebrazo que asen,
en cabestro, dos láminas terrestres;
niños, ¡qué edad la de las sienes cóncavas!
¡qué temprano en el sol lo que os decía!
¡qué pronto en vuestro pecho el ruido anciano!
¡qué viejo vuestro 2 en el cuaderno!

¡Niños del mundo, está
la madre España con su vientre a cuestas;
está nuestra maestra con sus férulas,
está madre y maestra,
cruz y madera, porque os dio la altura,
vértigo y división y suma, niños;
está con ella, padres procesales!

Si cae -digo, es un decir- si cae
España, de la tierra para abajo,
niños, ¡cómo vais a cesar de crecer!
¡cómo va a castigar el año al mes!
¡cómo van a quedarse en diez los dientes,
en palote el diptongo, la medalla en llanto!
¡Cómo va el corderillo a continuar
atado por la pata al gran tintero!
¡Cómo vais a bajar las gradas del alfabeto
hasta la letra en que nació la pena!

Niños,
hijos de los guerreros, entretanto,
bajad la voz, que España está ahora mismo repartiendo
la energía entre el reino animal,
las florecillas, los cometas y los hombres.
¡Bajad la voz, que está
con su rigor, que es grande, sin saber
qué hacer, y está en su mano
la calavera hablando y habla y habla,
la calavera, aquella de la trenza,
la calavera, aquella de la vida!

¡Bajad la voz, os digo;
bajad la voz, el canto de las sílabas, el llanto
de la materia y el rumor menor de las pirámides, y aun
el de las sienes que andan con dos piedras!
¡Bajad el aliento, y si
el antebrazo baja,
si las férulas suenan, si es la noche,
si el cielo cabe en dos limbos terrestres,
si hay ruido en el sonido de las puertas,
si tardo,
si no veis a nadie, si os asustan
los lápices sin punta; si la madre
España cae -digo, es un decir-
salid, niños del mundo; ¡id a buscarla! 
 

Piedra blanca sobre una piedra negra

Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París -y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y,
jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.

César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro

también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos
  

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PÁGINAS Nº 10 y  11 – RESEÑAS DE LIBROS 

A favor del viento - Poesía reunida 1952-1956 - Rodolfo Alonso - Editorial Argonauta - Buenos Aires. 

Hay poetas que han necesitado una más o menos larga serie de ensayos hasta encontrar el propio tono personal. Hay otros que desde el primer libro publicado pareciera que han dado con el registro de voz que caracterizará el resto de su obra. Este segundo caso, según nos lo muestra A favor del viento. Poesía reunida 1952-1956, es el de Rodolfo Alonso. Hay asimismo poetas cuya escritura ha remado en general contra la corriente poética de su tiempo, inactuales por vincularse con épocas anteriores o por anticipar épocas por venir. Hay otros, en cambio, que desde un primer momento parecieran haber captado la orientación central, la estrella polar estética de su tiempo, y hacia allí dirigen su obra. A favor del viento, diría, es un ejemplo de esta segunda modalidad.

Rodolfo Alonso, en una especie de autorretrato de poeta que traza en el prólogo del libro, recuerda unos versos de Rafael Alberto Arrieta descubiertos en su libro de lectura de segundo grado: “Sol de la mañana, / gloria del invierno” (pertenecen al segundo poemario de Arrieta, El espejo de la fuente, de 1912). En esos versos el niño se asoma al resplandor de la palabra poética, que ilumina y entibia imaginativamente aún en la soledad matinal de la existencia (la infancia melancólica que el autor rememora), aún en el desamparo invernal de una época infeliz. En los años en que Alonso comienza su obra la generación de Arrieta –tan valiosa poéticamente-- ingresaba en la sombra, de la que aún no ha salido; la mayoría de los autores vanguardistas de los años 20 desde hacía dos décadas aproximadamente se hallaban de vuelta de su vanguardismo juvenil y construían obras de clásica modernidad (el caso ejemplar, claro, es el de Borges); la lírica neorromántica surgida en la década del 40 tenía para entonces una amplia difusión en diarios y revistas (todavía era el tiempo en que un suplemento literario podía dedicar toda la página de portada al poema de un nuevo autor argentino), pero su perfección misma ostentaba cierto lustre de anacrónico manierismo estilístico... Evidentemente, estaba sonando la hora de una transformación en la poesía nacional, y a ese llamado acudieron paulatinamente --quienes antes, quienes después-- los poetas que la crítica ha definido, con cierta indefinición, como la generación del 50. Esta transformación es, a mi juicio, la ruptura más profunda que se haya dado en la tradición poética que inició el modernismo en la Argentina, al menos si tenemos en cuenta sus efectos a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Se trata de un cambio al mismo tiempo renovador y restaurador, en la medida en que convertirá en “canon” compartido cada vez por más autores lo que había sido aventura de unos pocos en las vanguardias históricas de las primeras décadas del siglo. Creo que el nombre de neovanguardismo es el que mejor les cuadra a las distintas tendencias que toman impulso en los años 50, cuyo vehículo de expresión paradigmático y englobador es la revista Poesía Buenos Aires (1950-1960). Es este el aire estético que sopla en los poemas que Rodolfo Alonso reúne ahora en A favor del viento.

Llama la atención que en libros y plaquetas cuya redacción pertenece a años “entre la última niñez y la primera juventud” del autor, éste haya tomado tan decididamente el rumbo de la nueva poesía y la orientación que guiaría el resto de su obra, con las lógicas variaciones que pueden aportar los años. En este sentido, para aproximarse a la experiencia de la formación del poeta, así como de la generación a la que pertenece, son muy significativas las páginas de su “Aviso al lector desprevenido”, que previamente habíamos leído en su Antología pessoal publicada en Brasil. sus sentidas rememoraciones y sus lúcidos análisis retrospectivos pueden inducir, no obstante, a una fácil confusión: la de juzgar esta “poesía reunida” como obra de madurez. No es así, claro. Esto se advierte, a mi ver, en varios signos, y en primer lugar justamente en la excesiva madurez que los textos aparentan: es normal que, a la edad en que esos textos fueron compuestos, el “artista cachorro” busque mostrar las garras de un león adulto.

En este libro el lector puede encontrar, en su estado naciente, los motivos que desarrollará el poeta en su obra futura, así como no pocas de las señales estilísticas que alumbrarán el espacio de la poesía argentina en los años 50 y 60. Entre tales señales, destacaría el recurso a la expresión aforística (“nuestra orilla es un eco / una sola palabra que buscamos / para abrevar el mundo”), la incursión en la poesía en prosa, el verso libre como verso “moderno” por antonomasia, la elusión de la anécdota explícita, la economía verbal, la analogía entre dimensiones distantes, casi inabarcables, de raíz surrealista... Entre los motivos, distinguiría el esplendor epifánico de la mujer; la ciudad como el lugar donde se juega el destino del hombre contemporáneo; la naturaleza como fuente inagotable de poesía y de felicidad; la solidaridad del solitario, consciente del sufrimiento de los otros y de los límites del arte para aliviarlo; la esperanza a pesar de todo, a pesar incluso del rencor que asedia a quien se siente un extraño en la sociedad en la que vive... Y, lo mejor, el lector puede hallar aquí y allá en esta compilación de los inicios de un verdadero poeta esas líneas que invitan a ser dichas y repetidas en la soledad, esos extraños amuletos de palabras que nos ayudan a sobrevivir: “Aire abierto de la noche, ciñendo tu silencio. // Aire de la mañana, blanco, sorprendido en su gracia”.

Pablo Anadón(Córdoba)  

Tanta vida – Esther Andradi – 190 ps.- Ediciones Simurg – Buenos Aires 

En "Tanta vida"', la escritora santafesina Esther Andradi ofrece un texto poético de singular belleza y encara con originalidad el tema de la maternidad. 

Se ha escrito mucho acerca la maternidad pero, salvo algunas felices excepciones, prevalecen los textos que encaran el tema desde el punto de vista psicologista (alejado de la seriedad psicológica) y/o biologicista, en donde aparece por un lado la visión de lo que se debe hacer y de lo que no es pertinente en materia de crianza, o sea la noción institucional de la madre y por otra parte, la idea de que ser madre es el resultado de un instinto y un irremediable desenlace de toda mujer.

El imaginario social representado, por ejemplo, a través de la publicidad y de los productos que se venden, generalmente emparenta la maternidad con una situación naif, ideal, en donde hay a veces algo de sufrimiento, pero la mujer debe ocultarlo, minimizarlo. El dolor y el conflicto deben esconderse, si no decae el mito de la madre. Por otro lado, para ciertos sectores conservadores, la mujer que es madre es un sujeto más controlable sexualmente y se cree que hasta ideológicamente, porque, ingenuamente se piensa que entre pañales y mamaderas no se hace política y educar es hacer política.

Pero se puede enfocar a la maternidad desde otra óptica, ya lo hicieron a principio del siglo pasado artistas plásticos como Munch o Egon Schiele, que reflejaron la complejidad que significa armar una familia y la relación de la maternidad con la muerte, la Soledad y el vacío, o bien mostraron la transformación del cuerpo femenino.

Andradi no se priva de lo autobiográfico, pero este registro aparece como suspiro, soslayado, pervertido por el arte de la ficción. Cuenta en forma fragmentaria, como cuando se recuerda un sueño, la pérdida de un hijo recién nacido y el advenimiento feliz de otro descendiente veinte años después. Con un lenguaje por momentos coloquial, en otros instantes poético, cargado de metáforas, conjunción que le otorga al texto una condición atemporal, universal, o sea que esta madre que habla podría ser cualquier madre, en cualquier lugar y espacio.

Lo más destacable del libro es que la narradora se instala desde el punto de vista del deseo y desde la elección de tener un hijo, y establece un paralelismo entre crear y criar. En uno de los capítulos Andradi escribe: "Engendrar es cultura. Parir es cultura, el ofrendar tu cuerpo para el devenir es cultura, no es ni animal ni instintivo, como tampoco es instintivo que algunas se resistan a destinar su vientre al cuidado del futuro...".

Por otro lado, invierte la relación naturaleza-cultura: "si crear y criar tienen mismo origen, ¿a quién se le ocurre que uno es cultura y el otro naturaleza? ¿Y nosotras por qué lo permitimos?".

A lo largo del texto la narradora conversa con la retátara representando de las madres de todas las épocas, del antepasado. "...Un embarazo atraviesa la vida por la columna vertebral. Y una vez que te metiste en él no tenés salida. Bien produces vida o muerte, pero no sales indemne. Esta es la sujeción de la mujer a la vida. Creo que no hay en la cultura un movimiento del cual no se pueda regresar."

De esta manera, Andradi concluye que ser madre tiene que ver con un proyecto, con una idea, que no se sostiene sólo con afeite y escarpines, sino que se está creando sujetos y criando personas, una madre tiene que ver con los cambios, desde los corporales, hasta los sociales y antropológicos.

Cecilia Propato(Buenos Aires) 

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Imaginario de Santa Ana -Miguel Ángel Federik - Ediciones Río de los Pájaros, Concordia (Entre Ríos) - República Argentina - 2004. 

Días pasados escuchábamos con asombro a un adolescente, seguidor de ciertas figuras que esporádicamente convocan multitudes en los estadios, cuando, a la pregunta del periodista: “¿Por qué te atraen sus canciones?”, respondía: – “Porque la letra no contiene imágenes ni metáforas”. Así de terminante, así de suficiente. Entonces no pudimos sino lamentar cuánto se pierde la juventud por ignorar hallazgos expresivos como éste, que leímos  en el libro Imaginario de Santa Ana, de Miguel Ángel Federik, uno de los mayores poetas contemporáneos: Jugaba a la payanca con las estrellas / caídas al breve tajamar de las tinajas.

Porque ¿qué son las imágenes y metáforas sino el disfraz con que el poeta exhibe pudoroso su corazón? Y no nos referimos a las que resultan de asociaciones antojadizas, ni a las que, obedeciendo al repentismo, devienen de juntar todo con todo, sino a las que emergen después de bucear sin desmayo en  los recónditos abismos  del alma.

Por eso, cuando Miguel Ángel reitera en cada entrevista  que la poesía exige excelencia, esfuerzo, sacrificio, reflexión –es decir, trabajo-, desearíamos que su advertencia no cayera en saco roto; por el contrario, que impulsara en sus destinatarios una  autocrítica capaz de permitirles desoír el llamado de sirena del facilismo, ese mal inficionante de la  lírica.

Él sabe además que el poeta -“una tormenta que pasa”-, ha recibido el don de conmover, y ésa es su razón de ser en el mundo. Si no hay emoción, no hay poesía.

Sabe asimismo que el motivo disparador de su emoción es el entorno, como lo fue para Virgilio y Pedro Salinas, y que él “entró” en su provincia para cerebrarla, cuando parecía difícil, si no imposible, retomar el tema después de la égloga -elegíaca pero jubilosa- de Mastronardi. Y contra cualquier especulación, dio con una forma nueva, producto de su ya registrado sincretismo, una fusión entre lo local y lo europeo, esa presencia de lo criollo en su musa que Gustavo García Saraví había anticipado al prologarle un libro anterior, Fuegos de bien amar, de 1986. El poema se llamó “Patria de la esmeralda”, y está incluido en el libro Una liturgia para Némesis, con el que obtuvo el Premio Fray Mocho 1992 de la Provincia de Entre Ríos.

Ahora se reitera su decisión de no transitar caminos trillados, y las metáforas del Imaginario, que se suceden hiperbólicas pero eludiendo el hermetismo, exaltan  un paisaje fecundo en tajamares, aguadas, tranqueras y alambradas, auténticas pertenencias de la entrerrianía.  Su nuevo libro, que embellecen los dibujos de Artemio Alisio, es, como se dijo, una “secreta y delicada biografía”, el rescate de un tiempo en que “la dicha se medía en tajamares” y “un inmenso yacaré de oro olía a viento saurio”.

Los temas son los que abordó  desde siempre la poesía entrerriana, entre ellos el señorío del paisaje (el campo, el viento, los espinillos, arroyos, siriríes, aguadas): El campo era el recreo y la tormenta, / la luz vuelta a su fiesta de colores.

Tanta es la  hermosura de su provincia, dice, que debe educar los ojos para mirarla. Más aún: preso de sus hechizos, ya no podrá mirar sin su belleza. Instantes paisajísticos, estampas, “lienzos de infancia” (así los llama), tal se muestra el telar donde  entreteje su decir poético.                                                       

Para rescatar la emoción con que lo marcó la gracia de las niñas primero, y la belleza de la mujer después, pocas palabras (pero bien ubicadas) le bastan. Isabel era “tímida y rural, / como el botón del amanecer / en su vertiente”, y “olía a huerta clara... Le enseñé a saltar a la rayuela /  y era un cumpleaños de arco iris con hoyuelos ,/ su risa entre mis brazos cuando llegaba al cielo."

La otra mujer es la hija del capataz, que le mostraba la rodilla desde la puerta,  y el mundo se me hacía una naranja en la boca.

Y porque su lírica se inscribe en la tradición literaria de Entre Ríos, incursiona también en el tema de la pobreza, ese “rostro oculto del paisaje” al que tan conmovedoramente apuntaron sus antecesores, encauzando  inquietudes de tipo social. En el elogio del paisaje subyace la certidumbre de que no todos pueden gozarlo. Por eso se solidariza con la vida sin color de los humildes, una cuerda que tensaron Ortiz, Marcelino Román, José María Díaz y Alfredo Martínez Howard.  Así, el  poema 21 del Imaginario aborda el tema urticante: Lenguaraces de la extensión,/ hebras de lino asidas a las maneas siderales.  Son los peones,  “banderolas raídas ,/ el sufrido pendón de los potreros”. Los versos  hablan de sus pocas alegrías: A veces, una mujer los sacaba del rebaño  /  y les ponía un domingo entre los dedos.

Federik se desamarra voluntariamente de la realidad, entregado al juego desinteresado del pensamiento, en un estado de inspiración casi religiosa. Y al cabo de la lectura, una emoción absolutamente inédita y bella adviene, sin necesidad de esforzadas explicaciones. Lo cual prueba que el camino de la poesía se bifurca, imbricándose en plurales direcciones, pero la meta se alcanza igual cuando quien lo transita es un elegido de las musas.

Iris Estela Longo (Entre Ríos)

PÁGINA Nº 12  

Bravo, lindo y peleador 

Por Lidia Lobaiza de Rivera (Coronda-Santa Fe) 

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PÁGINA Nº 13 – POETAS ARGENTINOS  

Matria 

La conocí una lejana mañana

que flameaban banderas.

Hablamos en bares y bodegones

durante un tiempo rojo.

Una noche en una calle oscura

le acaricié los senos.

Nos amamos una tarde

cerca del basural

mientras sus hijos buscaban comida.

Sigo enamorado de sus despojos.  

Aldo Novelli (Neuquén) 

El otro país  

Son las mismas marcas en los mismos productos

son las mismas señas en las mismas señales.

Es el mismo habla en las mismas habladurías

es el mismo asfalto, en distintas calles

con los mismos nombres.

Pero aquí no hubo trolebuses, ni tranvías,

ni mucho menos adoquines.

Sin embargo a pesar de la distancia

siempre dijeron que las leyes y derechos

eran los mismos

que teníamos los mismos colores y monedas

y que por eso nos descontaban la misma

deuda externa.  

Roberto Goijman (Chubut) 

I 

Y uno nace, de pronto, sin saberlo,

con su pecado original a cuestas,

y acomoda la piel a los deseos

y el corazón al movimiento de las aguas.

Pero siente esta culpa de granito

que otros le ataron al velamen de los días

como una cola de caballo enferma,

como una cicatriz anticipada. 

Y uno abre los ojos en la cuna,

abre los ojos redondos como un siglo. 

Así se nace, así nací en agosto,

invernal en la ropa y en los huesos.

(peor hubiera sido haber nacido

de espaldas al invierno y a las sombras) 

Así nací, tan triste de mejillas,

tan insinuado los labios, tan oscuro

aquel cabello en espiral perdido,

con estas cejas anchas, este bosque

donde se arrugan ideas y noticias. 

Así nací en agosto, lo confirman

un acta de mutantes letras negras

(hormigas de ceniza en la intemperie)

y aquella casa sin revoque, viva,

y con ladrillos vivos y calientes. 

Uno nace así y sin saberlo

agrega carne y voz, tacto y sonido

en este gran misterio de ocupar el mundo. 

Orlando Van Bredam(Formosa) 

Opinión sobre poetas.  

Creía en ellos,

con alguna vacilación, es cierto,

como se cree en

quienes han hablado con Dios,

en sus montañas,

y cuentan el secreto;

pero un día

renegué de sus bocas de pájaros mentirosos;

después, los vi morir

en una choza sucia,

ciegos y balbuceando palabras sin sentido.

Entonces volví a creer en ellos,

en su sabiduría rota,

ya sin ninguna sospecha de cordura.  

Alejandro Nicotra (Córdoba) 

El odio  

El odio, el odio, el odio,

blanco, negro, amarillo

¿Lo conocéis vosotros?

¿Conocéis la impotencia

del ardiente desprecio?

La necesidad de la mutilación

y del espanto ¿Conocéis

vosotros los abismos abiertos

sobre la cal de los fracasos

y las humillaciones?  

He vomitado sobre mí y

bajo mí yace la suerte

pestilente pronunciando

tu nombre. He aquí el estigma

del poeta ¿Lo conocéis vosotros?  

El odio, el odio del poeta

pronunciando los nombres.  

Oscar Portela (Corrientes) 

Hipertensión  

Que no podías quitar los ojos

de la pantalla

que una y otra vez las imágenes

se repetían.

Se re-partían

y partían

que sin palabras

que la injusticia.

De pronto ya no están

¡basta!

No se habla más del tema.

Otros sucesos nos sacuden 

y acuden sin que los llamen

mientras el viento. Y el desierto.

Y el niño con harapos.

Y la hambruna del mundo.

Qué hacer Señor de arriba

te preguntamos los de abajo,

por la selva tronchada,

por los ríos sin agua,

por el recuerdo de las largas lluvias…

¿Ud. tiene problemas?

-me preguntó boludamente el médico-

-no más que la otra gente…

Y comencé a comer sin sal.

Mas no logré sacarla de las lágrimas.  

Rosita Escalada Salvo (Misiones)  

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PÁGINA Nº 14  

Centro de ayuda al suicida 

Por Ángel Balzarino (Rafaela-Santa Fe) 

El estridente sonido del teléfono logró disipar el sopor que ya empezaba a gobernarme debido a los tediosos programas televisivos con los que pretendía sobrellevar las tres horas de turno. De manera automática levanté el tubo y pronuncié la ya tradicional consigna:

-Centro de ayuda al suicida.

No recibí ninguna respuesta durante unos segundos. Sólo llegué a percibir el ritmo de una respiración agitada, como de alguien que ha efectuado una larga carrera o se encuentra muy nervioso y no logra articular una palabra. Al fin surgió la voz de una mujer, débil y neutra:

-Voy a suicidarme.

Estuve a punto de exteriorizar una señal de triunfo o de íntimo regocijo porque al fin, primera vez, me tocaba atender el llamado de alguien dispuesto a tomar tan crucial decisión.

-¿Cuál es el medio que ha elegido?

Comprendí que el largo silencio obedecía a la sorpresa o perplejidad por la inesperada pregunta. La que sin duda jamás llegaron a formular mi hermano y sus cuatro amigos -entre los que había un sacerdote y un psicólogo- al decidir, con la mejor buena voluntad y en un gesto de generosidad y altruismo, instalar un Centro de ayuda al suicida. Las veces que habían requerido mis servicios -casi siempre desde la medianoche hasta las tres de la mañana, al parecer el turno más difícil de cubrir-, nunca el timbre del teléfono me posibilitó establecer comunicación con algún potencial suicida, por lo cual llegué a reflexionar que, para el caso de confeccionar datos estadísticos, debía ser el horario menos tentador y, por ello, el que reflejaba un grado de mayor euforia y vitalidad en la gente.

-¿Cómo...?

Creí que ya había mordido el anzuelo. La voz algo más firme y el atisbo de interés en la pregunta parecieron abrir la puerta para alcanzar mi propósito. Marqué cada palabra como si le hablara a un chico.

-Le pregunto qué medio piensa utilizar para suicidarse.

-No sé todavía... -titubeó, desolada, como si hubiera indagado sobre algo demasiado recóndito que no estaba dispuesta a develar, y tras una breve pausa, quizá urgida por el único motivo de su llamado, inquirió con brusquedad: - Quiero hablar con Danilo, por favor.

-No se encuentra en este momento -en seguida comprendí que no era la primera vez que llamaba sino que ya conocía a mi hermano y sin duda, por la infinita paciencia que lo caracterizaba y su deseo de contagiar un invariable optimismo a los demás, debía ser alguien de permanente consulta-. Yo ocupo su turno y trataré de ayudarla como podría hacerlo él. Tenga confianza.

-Danilo es muy especial -la voz llegó a ser un susurro casi sensual-. Gracias a él pude sobreponerme dos veces, pero ahora de nuevo siento hundirme...

-¿Quiere decir que por tercera vez va a intentar suicidarse? -formulé la obvia pregunta con el beneplácito de estar frente a un caso ideal para desarrollar mi teoría sobre la verdadera función que debía cumplir el Centro-. Podría decirme qué método ha empleado anteriormente.

-¿Método...? -de nuevo pareció quedar con la mente en blanco al plantearle algo que no figuraba en sus planes; al fin, como si recuperara algún fragmento del pasado, continuó-: La primera vez con una hoja de afeitar. Fue lo primero que encontré. Pero cuando la sangre...

Se calló de pronto. Presentí que el recuerdo de la sangre manando de sus muñecas aún la estremecía y sin duda, superado el propósito homicida por efecto del horror o por el natural e imperioso deseo de supervivencia, debió buscar el auxilio de un chorro de agua fría o una toalla absorbente.

-Apeló a un recurso probadamente ineficaz -procuré exhibir la seguridad de quien da una cátedra sobre una materia que domina a la perfección-. Demasiado lento. Otorga tiempo para el arrepentimiento y la búsqueda de algún paliativo salvador. Estadísticamente es el medio con menor resultado positivo.

-Sin embargo Danilo me dijo que había sido casi una bendición. Me repitió muchas veces que haberme salvado era un signo positivo y debía tomarlo como algo providencial para poder seguir...

-Pero lo intentó por segunda vez -la interrumpí en un reproche casi agresivo, tratando de apartar la sombra pertinaz de Danilo-. Eso demuestra que no había superado el estado de confusión y desequilibrio.

-Sí, lo mismo me dijo Danilo -la reiteración del nombre de mi hermano me dio la certeza de estar bregando contra un adversario poderoso y tal vez invencible-. Durante cinco meses estuvimos hablando casi todas las noches...

-Hasta que volvió a intentarlo -recalqué con firmeza-. Evidentemente los consejos de Danilo no lograron el efecto esperado.

-Traté de cumplir todo lo que él me decía: apartar las ideas pesimistas, ocupar el tiempo con alguna tarea, mirar todas las cosas con mucha fe y esperanza... -el sentido de culpa fue apagándole la voz-. Pero no pude. La soledad, esta casa tan grande, las noches interminables y vacías. Entonces...

-Otra vez quiso liberarse.

-Sí.

-¿A través de qué recurso?

-Una soga. Estaba en el cuarto del patio. Creí que era lo único que podría salvarme de tanta angustia. La até al ventilador del techo y...

Aunque de inmediato presentí el modo como pudo concluir esa operación, la impulsé a dar detalles, con un regodeo casi morboso:

-Por favor, cuénteme qué pasó.

-Me paré sobre una silla, hice un lazo con la soga, traté de imitar lo que vi en muchas películas -trasuntó cierta vergüenza al revivir la escena que había servido para demostrar su torpeza e inexperiencia-. Pero no resistió. El techo. Apenas aparté la silla y quedé en el aire, el ventilador se descolgó y...

Se detuvo, ahogada por un acceso de llanto. Con el incentivo de notarla tan frágil y desarmada, comprendí que era el momento oportuno para acometer la jugada final.

-¿Se da cuenta de que tantas tentativas fallidas sólo han contribuido a otorgarle mayor hueco y desorientación a su existencia?

-Sí... -con extrema debilidad admitió la sádica acusación-. Por eso quiero hablar con Danilo. Él es el único que...

-Olvídese de Danilo -inflexible, traté de quebrar el último vestigio de resistencia-. Debe aceptar que no le ha dado el asesoramiento adecuado. Ahora yo le brindaré la ayuda que usted necesita. Tenga confianza en mí.

Presentí que la demora en responder obedecía a la necesidad de asimilar una situación completamente diferente a la de tantas otras noches.

-Está bien. Si usted...

-¿Cuál es el medio que piensa utilizar ahora?

-Aquí tengo un sobre con insecticida, un cuchillo... -imaginé que debía estar frente a una mesa cubierta con elementos de acción destructiva-. Y también una pistola, que ha sido de mi padre.

-Elija la pistola, sin la menor duda -no procuré disimular una manifestación de alborozo-. ¿Ya comprobó si está cargada?

-Sí. Tiene tres balas.

-Perfecto -creí innecesario hacerle notar que una bala sería suficiente-. Ahora debe actuar con mucha serenidad. Es un momento fundamental. Al fin tiene la oportunidad de superar el bochorno y la ignominia que está sufriendo por causa de las malas experiencias anteriores. ¿Estamos de acuerdo?

-Sí -más que su voz percibí la respiración, fuerte y alterada, que revelaba una postura de tensión, a la expectativa.

-Apóyela contra el pecho, a la altura del corazón. No debe tener miedo ni vacilación. Será sólo un segundo. ¿Preparada?

-Sí...

-Apriete el gatillo -le ordené, cortante-. ¡Ahora!

No tuve tiempo de analizar si habían sido claras y suficientes mis indicaciones. La contundencia del disparo pareció perforarme el oído y, de manera instintiva, aparté el auricular. Luego de unos segundos, al verificar el total silencio del otro lado de la línea, no pude dejar de sentir un legítimo orgullo por haber cumplido con solvencia una ardua tarea.

El ruido de la puerta de calle me hizo colgar el tubo con rapidez. Adopté una posición relajada en el sillón y procuré mostrar la cara más apacible cuando entró mi hermano. La sonrisa y la voz cantarina reflejaron el habitual buen ánimo de Danilo.

-Hola. ¿Qué tal? ¿Cómo anduvieron las cosas?

-Muy bien -pretendí jactarme de la eficacia con que había ocupado mi turno-. Podría decirte sin temor a equivocarme que esta noche ha sido la más fructífera desde que funciona este Centro.   

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PÁGINA Nº 15  

Nimes, la secreta 

Por Luisa Futoransky (Buenos Aires-Francia) 

Desde Saint Remy, Salons de Provence hasta Arles y Nimes, un viento de esoterismo estremece las tierras provenzales que maternaron a Nostradamus y su descendencia.

El autor de las enigmáticas profecías fue médico de gran prestigio en la región y probada generosidad. Allá por el 1525 se dedicó con ahínco a curar epidemias y paliar los estragos de la peste.

La inmensa Catalina de Médicis lo visitó para pedirle que interpretara su horóscopo y cuando Nostradamus aseguró que su hijo sería un poderoso soberano, lo colmó de regalos. Si la gran reina descendía y de tan lejos a consultarlo, la corte y el resto de los mortales se apiñaron para obtener remedio y consejo.

César Nostradamus, a diferencia de su padre, destacó sólo en literatura publicando en Lyon, en 1625, unas soberbias Crónicas de Provenza.

Desde la muerte de Nostradamus el mundo se empeña en desentrañar el significado de sus profecías formuladas bajo la forma de cuartetas rimadas. Como la mayor parte de los vaticinios se los confirma en forma admirativa después de que éstos se han cumplido. 

La torre inclinada 

En 1601 el arboricultor Traucat convence a Enrique VI de que en los cimientos de la célebre torre Magna del centro de Nimes se encuentra un fabuloso tesoro de la época romana, acrecentado por el botín allí ocultado por los sarracenos. El monarca se asoció a las excavaciones con la generosidad que caracteriza a los reyes; los gastos de la empresa serían a cargo del interesado y, de hallarse el tesoro, dos tercios engrosarían las arcas de la corona.

Traucat se creyó destinatario de una centuria de Nostradamus, la que predice que un jardinero de Nimes se hará famoso encontrando un tesoro enterrado. Lograron detenerlo cuando los cimientos del monumento empezaron a tambalearse y la Torre Magna a salirse de quicio, quedando sólidamente inclinada con la forma insólita que exhibe hasta hoy.

Al jardinero no le quedó otra que volver a sus jardines, y al cultivo y difusión de la morera que, como nadie duda, era su verdadero tesoro, el anunciado por la profecía. Riqueza venida a menos, ahora que la seda, las torres y el propio Nostradamus son negocios cada vez más artificiosos, virtuales y sintéticos. 

Pan y circo 

Las arenas mejor conservadas de la historia romana están en Nimes. Hoy día las techaron con una suerte de caparazón de tortuga móvil, festejada realización de la arquitectura contemporánea.

Pensándolo un poco permite, con cierto esfuerzo, recordar los vapores y exudaciones de la sangre que por allí trascendieron.

Variados eran los espectáculos ofrecidos al comienzo de nuestra era por el gran anfiteatro nimeño; como aperitivo, ponían erizos en el morro de los perros, luego venían los combates entre hombres y bestias o bestias con bestias o ciegos con ciegos. El plato fuerte era siempre el degüello final de los vencidos. Para confundir y matizar el olor de la carne en descomposición, los esclavos, a la hora del almuerzo bajo las arcadas, vaporizaban perfumes bien densos sobre los dignatarios. Ahora nos contentamos nada más que con corridas, novilladas, rockeros y boxeo. En cuanto a los dignatarios, como siempre, siguen entrando gratis a todos los espectáculos del mundo y por lo general el perfume lo traen puesto.

Esta ciudad en el fondo es muy sentimental y sus jardines del XVIII lavan sus pies en lo que fueron alguna vez suntuosos baños termales; puede que alucinan todavía con los nefastos pero ardidos amores de Cleopatra y Marco Antonio que por allí, dicen, brevemente transcurrieron. Pero, modernidad obliga, no queda otra que resignarse con el veraniego y publicitado festival de cine peplum que deja graderías, templos y avenidas regados con aroma y detritus de pop corn, algo de marihuana y mucho de cerveza y de merguez.  

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PÁGINA Nº 16  

Agonía del decir 

Por Orlando Van Bredam (Formosa) 

Porque sí, porque no, porque la duda se hamaca como la luz de la esquina empujada por vientos huraños; porque Marcos debió decírselo y no se lo dijo, porque dejó que Rosa agregara un plato más, un par de cubiertos más y  un vaso más; mejor dicho: porque permitió que Rosa no quitara ese plato, esos cubiertos, ese vaso. Fue ese gesto leve, instantáneo, automático que Rosa ejecutaba todos los días con la vista en blanco, vacía, el que no se animaba a cortar, como tantos otros, claro, todos aquellos gestos que llevaban a Lucas porque decir es hacer, mejor dicho: deshacer y Marcos estaba deshecho antes de ella, más que ella tal vez. Ese mediodía o bien pudiera ser esa noche, como todas las otras noches desde hacía meses? semanas? no se hablaba más que de Lucas, como si Lucas estuviera allí, a veces, o hubiera salido simplemente al patio o hubiera marchado hacia la escuela. El la seguía con la silla que había aprendido a manejar con facilidad en el caserón paterno y húmedo donde las luces se descomponían contra las paredes altas y lejanas, él la seguía como si huyera de sí mismo, del hombre intacto que había quedado en alguna habitación llena de risas infantiles. Rosa lo esperaba para hablarle de Lucas, para decirle que lo notaba distraído, flaco, como enfermo, que tenía razón la maestra y que en los últimos días no había hecho la tarea y fijate, decía Rosa con los ojos neutros, fijate que la señorita tiene razón, todas estas hojas están en blanco, en blanco. Marcos izaba la cabeza como ante una obligación y afirmaba también con la cabeza, mientras sus piernas inútiles parecían desmentirlo, éste era el momento de decirlo, de soltar con seguridad, sin balbuceos, lo que había callado desde el primer día; pero no, prefería afirmar con la cabeza o decir que sí, que era cierto que Lucas ya no era el mismo, que efectivamente, él también lo había notado distraído, flaco, como enfermo y que esas hojas en blanco, tantas hojas en blanco, lo probaban. Rosa recogía los platos mientras él la seguía con la mirada, la miraba mirar ese plato intacto, ese vaso limpio, esos cubiertos sin usar y comentar también, con insistencia en los últimos días? semanas? que Lucas ya no comía como antes, que este chico me preocupa, Marcos, me preocupa, está inapetente; él iba a decírselo, porque qué  mejor que una sobremesa para aclararlo todo, para decirlo de una vez, pero no,  se callaba o afirmaba que era cierto, se lo nota inapetente, deben ser los parásitos diagnosticaba Rosa, el ajo es bueno para los parásitos sugería él con la crueldad de una gota de ácido, con la apatía de una piedra olvidada sobre una mesa. Y la vio a Rosa, esa misma tarde, pelar una cabeza de ajo, la vio también esa misma noche entrar en la pieza de Lucas y la vio salir decepcionada, es una lucha, Marcos, es una lucha, este chico no me prueba nada y tampoco el ajo. Ahí estuvo más cerca de decírselo, la esperó en la puerta de la pieza de Lucas y le atravesó la silla cuando salía y le dijo Rosa, Rosa; ella lo miró y se miraron y entonces él bajó la cabeza y dijo nada, no es nada, no tengo nada que decirte. Y Rosa lo apartó como al tacho de la basura y se fue por el corredor lleno de grietas penumbrosas y él la escuchó carraspear disgustada y entrar en la cocina. Y al día siguiente, muy temprano, escuchó ruidos en la habitación de Rosa, la imaginó vistiéndose con empeño como cuando iba a salir de la casa, pero no a un lugar cerca, no a buscar el pan, la carne o la verdura, no, Rosa estaba vistiéndose, seguramente, como cuando quiso ir a la comisaría aquella vez del accidente, cuando se vistió para ir al hospital pero después no quiso ir; movimientos rápidos, histéricos de tacos sobre el piso opaco de parquet, movimientos que él conocía, que él había visto con escándalo y furia, movimientos que ahora se veía en la obligación de detener. En pijama, saltó sobre la silla y salió  de su habitación y empujó la puerta de la contigua y la vio a Rosa, con ese trajecito oscuro que usaba para las mejores ocasiones, maquillada hasta la desmesura, tiesa hasta el ridículo como si no supiera caminar y con el cuaderno de Lucas en la mano.

-¿A dónde vas?- preguntó.

-A la escuela- dijo Rosa con los ojos escapados.

-No podés ir a la escuela – dijo Marcos sin energía pero con seguridad.

-¿Por qué?- preguntó ella pero no a él, sino a sí misma, como quien habla ante un espejo.

-Porque Lucas ya no existe, murió en aquel accidente en el que yo perdí mis piernas. Se acabó el juego.

-No es verdad- se dijo Rosa a sí misma y avanzó hacia Marcos que quiso impedirle la salida, pero ella movió la silla hacia adentro y salió de su habitación. Enseguida, Marcos la escucharía avanzar por el corredor ruinoso y atravesar el comedor lleno de ecos mortuorios y cerrar con violencia la puerta gigantesca de la entrada. La escuchó volver cerca del mediodía y sintió ruidos en la cocina como si estuviera preparando la comida. La encontró inclinada sobre la mesa en la cual había colocado dos platos, dos vasos y sólo dos pares de cubiertos. Se la notaba feliz, al menos eso le pareció a él cuando se miraron a los ojos.

-¿Vas a comer?- preguntó ella.

-Claro que sí- dijo él con una sonrisa que buscaba reciprocidad.

-Entonces acercá otro plato- dijo ella, muy seria y con los ojos llenos de furia.   

Después de días insípidos y rápidos, sin heridas ni cicatrices, hechos a la medida del abandono, Marcos buscó una fisura para hablar con Rosa; nada lo irritaba más que ese ritual del almuerzo o la cena, porque allí desembocaban los tres. El no se levantaba para el fingido desayuno en el que Rosa volcaba la leche que Lucas no había querido tomar,  tampoco para ver cómo la mochila de Lucas seguía allí en el respaldo de alguna silla de la cocina, porque este chico, Marcos, me está por volver loca, ya ni lleva mochila a la escuela, ¿es que nosotros también fuimos así?, le preguntó alguna vez Rosa y él cometió el crimen de decirle que no, que ellos eran distintos, que  sus padres no hubieran permitido tal cosa, pero que los tiempos cambian. Por eso, ahora prefería quedarse en la cama o en la habitación, levantado y escuchando la radio. ¿A vos te parece que se puede tratar así a una madre?, preguntaba ella y él sonreía, sólo sonreía y también preguntaba: ¿y a un tío, a un tío como yo, que prácticamente lo ha criado? Los tiempos cambian, decía ella y volcaba la leche y llevaba la mochila hasta la habitación de Lucas. Pero ahora, Marcos quería encontrar esa fisura, ese silencio endeble en el que era posible introducir palabras como quien mete una mano debajo de una falda esquiva. Es verdad lo que te dije hace un mes más o menos, empezó, cauteloso, sin quitar los ojos de ese rostro amable, erosionado por la amargura, que se había demorado después de la cena, más de lo normal, mejor dicho: más del tiempo que acostumbraba demorarse. Ella dejó que él siguiera: en aquel accidente, te acordás, volcamos con el auto, yo manejaba y mis piernas quedaron aprisionadas y las perdí, él estaba a mi lado y salió despedido, no llevaba cinturón, yo tengo la culpa, pero ésa es la verdad, nunca quisiste escucharme. Rosa lo mira ahora desde la decepción, hay una sonrisa que no se anima a nacer, amarga y perpetua, con la que le dice no podés decirme esto, no era así la cosa, no era así; él hace girar la silla y se le acerca, estira una mano sobre la cabeza de Rosa que se entrega, dócil, y que dispara ahora un arsenal de lágrimas remotas, ya frías, ya vacías de todo significado, y él la aprieta contra su pecho, y también llora, claro. 

Decir es hacer, pero hacer es decir. Un día de éstos, un día cualquiera de éstos, escritos en un tiempo inalterable, en un puro fluir por el caserón húmedo y distante, Rosa pondrá dos platos en la mesa y dos pares de cubiertos y dos vasos y lo mirará a Marcos con ternura, con la ternura recuperada que ya no mira con ojos blancos, ni neutros, ni opacos, sino con el brillo de dos bolitas encontradas en el jardín después de escarbar con entusiasmo. Sin embargo, también un día de  éstos, insípidos, más insípidos ahora cuando no se habla de nada, cuando las palabras no agonizan ni se exaltan, sino que se borran hasta desaparecer,  Marcos sentirá el deseo irrenunciable de buscar otro plato, otro par de cubiertos y otro vaso, con la urgencia de agitar el desorden, de ponerlo en la superficie, de seguir la partida.

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PÁGINA Nº 17

Dios soy yo

Por Esther Andradi (Ataliva - Alemania) 

Ibrahim Abdullah se rasgó la barbilla con sus dedos metálicos. ¿Cómo podría escribir? En la batalla había perdido el anular y el índice, y el pulgar aquel, que una vez compuso, era apenas una burda maniobra en el aire. Comprobó. Sintió que el metal le aplastaba la memoria del tacto, pero no tenía alternativa. Había que hacerlo. El Supremo Ministro le había encomendado esta misión. Reescribir. A él, nada menos que a él, mano derecha de Hermeneutes, el Director de las bibliotecas incendiadas, definitivamente arrasadas, letra sobre letra. Ahora le encargaban la reconstrucción. Los habían capturado juntos, pero mientras a Ibrahim lo trasladaron a una bóveda del hospital para curarlo, al viejo, que se resistió en todo momento a colaborar, lo encerraron en la cripta de la luz.

Habían recorrido cientos de kilómetros con ese destartalado vehículo. Nadie que conociese los riesgos de manejar se hubiera atrevido como ellos. No hablaban. Parecía que hubieran perdido la costumbre de la palabra, le explicaron a los puñetazos e hicieron sonar interjecciones en sus mandíbulas y oídos. Finalmente uno de los emisarios del Supremo le descubrió la cara magullada y habló:

–¿Te vas a acordar o no?

Para Ibrahim Abdullah la pregunta era su pesadilla. Todo lo había soportado, sin conmoción alguna, hasta que supo que la desaparición de los tesoros impresos era irreversible, tanto como la gravedad de Hermeneutes, su maestro, y la misión que el Supremo le adjudicaba ahora a Ibrahim, para que elija entre reescribir, o no ser. Como su pasado. Acordarse podría quizás, pero nunca iba a ser como el original.

–Y qué importa –le contestó groseramente la figura–. Ya no quedan originales en ninguna parte para comparar.

Volvieron a amenazarlo.

–El único original eres tú.

Las carcajadas retumbaron en sus oídos.

No podía creerlo. Memorioso había sido siempre, pero esto era mucho más de lo que podía imaginarse. ¿Escribir de memoria los textos...?

–Bueno, no todos, sólo aquello que el Supremo quiera, se entiende.

La guerra no había acabado ni con las calculadoras ni con las bóvedas del tesoro en los bancos, pero sí con la letra impresa: no había bibliotecas particulares posibles y desde que el Estado obligó a los ciudadanos a deshacerse de libros y papeles, toda palabra escrita se había perdido. Ibrahim sintió una angustia inconmensurable en la garganta, una contricción severa en el torso y le pareció que estaba partiéndosele el corazón, pero ni morirse lo dejaron.

Muertos los libros, vivan los libros, hubiera deseado pronunciar Ibrahim, pero calló. No eran tiempos éstos para abrir la boca. Una vez en el hospital, fue rescatado de la horda militar por Kalostro, el sacerdote.

–Olvídate –le pidió Kalostro, dueño y cancerbero, que desde entonces abría y cerraba la puerta de su celda.

Y depositó sobre sus rodillas esa máquina que se convirtió en su único contacto con el afuera..

–Es algo del otro mundo –susurró.

La habían encontrado en el fondo de la ciénaga, la menos oscura y tenebrosa, que ya llegaba hasta el hospital de campaña. Era un aparato pequeño, como un mínimo órgano lleno de teclados semejante a la Klavier que alguna vez tuvo Hermeneutes, aquel que hoy lloraba en la cripta de la luz cada vez que se escondía el sol, porque recuerda.

–Al fin y al cabo, el aniquilamiento no es tan problemático –le confió el sacerdote Kalostro–. La censura tendrá menos trabajo a partir de ahora.

El alivio del prelado sonó como una advertencia para Ibrahim Abdullah, condenado a sobrevivir el campo de batalla y la destrucción posterior para ver como el desierto extendía sus lenguas sobre los ancestros, devorándose lo que una vez fue vergel. La tierra, o como quiera que se llame, era ahora esa esponja llena de esquirlas que veía por el monitor del aparato que le entregó Kalostro.

–Serás el escribiente de la nueva era –seducía Kalostro al joven Ibrahim, que ya se sentía huérfano como discípulo–. ¿No decías que conocías los textos? ¿No eras acaso el terror de la documentación y la investigación? Ahora serás quien resucitará lo muerto y reconstruirás las palabras que recuerdes, serás el almacén de este resto de humanidad para que se sepa que somos poderosos, pero la aniquilación nos es ajena...

Kalostro se secó la frente como si el cinismo de su discurso le hubiera provocado algún escrúpulo.

¿Cuánto pesa un escrúpulo, Hermeneutes? ¿Cuánto? Rogó, gimió, se retorció Ibrahim, pero no había caso. Su Maestro ya no estaba ahí para responder, acaso no estaría más para nada, había quedado solo, definitivamente solo en esta tierra que alguna vez también había sido suya, de ambos, de millones, pero ahora ya no se podía caminar por ella ni usar las piernas, los que aún las tuviesen. La tierra que había sido de todos y de todas se había convertido en una ciénaga de plástico mortal para quien se aventurase fuera de su cápsula.

–Aunque los más pobres lo intentan –le contó Kalostro en un ímpetu de sinceramiento–, como no les queda otra... verás, siempre hay alguna loca que se atreve a quitarse todo y a gritar a la intemperie.

Y el monitor de la pequeña máquina se iluminaba para revelar el mundo exterior.

Ganas de eles, pensó Ibrahim. Morir por una lápida, lámina, lacerante, litigio, luz, lagar, lilith, leer pidió.

–Lágrimas –agregó el sacerdote–. Lágrimas y látigo te faltan.

Desde entonces practicaba. Todas las tardes, desnudo y silencioso, mutaba sonidos, palabras, letras, gárgaras, todo lo que pueda ser que no haya sido. Pero hasta ahora no le había sido posible reencontrar ni reescribir ni confirmar alguno de los antiguos escritos. El viejo Hermeneutes, en tanto, se retorcía durante los interrogatorios en la cripta blanca y pulcra y rechinaba por un poco de sombra. Basta ya de luz, déjenme en paz, bramaba el prisionero, mientras Ibrahim Abdullah tomaba nota de cualquier cosa que recitase el viejo Maestro.

Aquella tarde, Hermeneutes había despertado de su letargo y se abalanzó como gato enloquecido sobre Ibrahim, volvió a escupir como cuando lo habían recogido en la biblioteca humeante, mientras sus escribas se hundían en la ciénaga de plástico para siempre. Con ella desaparecían también las láminas, los mensajes, el papel, la última fibra de luz donde alguna vez habían dejado sus huellas los seres. Ninguno de los asesinos lloró. Definitivamente aliviados, los saqueadores se dedicaron a la farra viva de lotearse las escrituras y después eliminarlas para siempre. No habrá nada que las recuerde ni palabras que digan que alguna vez fueron, de aquí en más no serán nunca jamás y para siempre estarán fuera del mundo y el olvido. Perecederas serán. Fue la condena.

¿Cuán amplio es el olvido? ¿De qué color son sus praderas? Será como la pampa, acaso, como el desierto, los contornos bajo el hacha, se preguntó Ibrahim. En vano. Nadie vendrá a responderle. El viejo Hermeneutes acababa de expirar. Su vida ya no será. Su memoria tampoco. Y el viejo se hundió lentamente en la hirviente textura de la ciénaga que como todos saben, encierra el paraíso.

Entonces Ibrahim Abdullah comenzó a escribir, tembloroso, con sus dedos metálicos, aquello que le dictara su memoria, embelesado, poseso, como si copiara de algún papiro imaginario reflotado por un instante del olvido.

–Muéstrame lo tuyo, Ibrahim –le sobó el lomo por la noche el Supremo, que amaba el perfume de los jóvenes más que cualquier otro sentido y que hubiera dado gran parte de ese reino maldito por un poco más de belleza y menos de codicia. Pero, ah, la perra vida siempre se salía con la suya. Husmeó por sobre el hombro del joven, reconoció aquella frase que reproducía el monitor y entonces supo que todo comenzaría de nuevo.

–Lindo tu apócrifo, muchacho, dijo, y leyó en voz alta como si supiera:

“hen un lugar de La Mancha de cullo nonvre no quiero hacordarme...”  

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PÁGINA Nº 18                     

Posmodernidad y fin de siglo 

Por Liana Friedrich (Rafaela – Santa Fe) 

Posmodernidad  no significa precisamente muerte de las utopías; más se hubo constituido en el" disparador" que abre el gran debate de fin de siglo.

Desde el punto de vista humanístico, ha significado una reacción hacia el exacerbado individualismo de los tiempos modernos, cuyo exponente máximo fuera instaurado, en el transcurso del siglo XX, por las llamadas democracias autoritarias.

Más que con movimientos circulares, la historia se desplaza pendularmente. Esto lo vemos a diario en manifestaciones populares como la moda, o en otras no tan vulgares, como los movimientos artísticos, cuyos extremos máximos avanzan según los paradigmas griegos de lo apolíneo  versus lo dionisíaco ,es decir, desde las líneas sobrias, austeras, hacia el oscurantismo complejo y retorcido (o dicho de otra manera, desde lo clásico hacia lo barroco). En realidad, estas posturas antagónicas responden a una  concepción bipolar  del universo, basada a su vez en las dicotomías bien/mal , luz/oscuridad, blanco/negro, día/noche, guerra/paz, amor/odio...           

La crisis humanística finisecular reaccionó contra el concepto iluminista del sujeto autónomo, que se erigiera en "rey del universo", y cuyo ideal le hacía suponer que la sociedad progresaría ilimitadamente, gracias al poder del pensamiento y la evolución constante de las ciencias. Hoy las concepciones orientalistas, de carácter holístico y naturalista, invaden todos los foros de la cultura, oponiéndose básicamente al excesivo egoísmo individualista, y propugnando la ruptura  del  "yo" como categoría que se disuelve en la armonía cósmica. Una mente ecologista  se apodera de esta sociedad, donde no es posible admitir que el hombre domine la naturaleza como un demiurgo caprichoso y tirano, sino que es menester intentar una inserción equilibrada en ella. En conclusión, asistimos a la disolución del sujeto racional egocéntrico en la  otredad del "nosotros", para sumarnos así al Todo con el objeto de con-vivir en paz y armonía.

Como Lipovetzky, podríamos sustituir el término "posmodernidad" por "sobremodernidad", porque el momento actual es el resultado de los excesos de la sociedad posindustrial, (caracterizada por una saturación de las invenciones que no siempre responden a demandas reales, y por la aceleración en los tiempos y en las comunicaciones) la que nos sumió en una cultura "light" - "collage" irreverente de  "feelings" y "zappings"-  donde una cambiante gama de placeres, colores e imágenes nos deslumbra constantemente con sus falsos espejitos de pseudo-conquistador tecnológico siglo XXI... Para reaccionar al gran "vacío existencial " que plantea este filósofo de nuestro tiempo, y al consumismo como actitud de vida, es necesario interponer una postura trascendente, que  lleve al hombre a transitar caminos más elevados (los que, paradójicamente, no desembocan en el mundo físico sensible, sino que se adentran en el interior del ser). De ahí que la utopía de un mundo mejor, a partir del constante desarrollo progresista (el que paralelamente ocasionara la destrucción sistemática del equilibrio ecológico y una contaminación ambiental irreversible), demostró la falacia del racionalismo científico. Es por eso que la relación- aparentemente antagónica- entre  los opuestos debe necesariamente subsumirse en un Todo, cuya característica de unicidad es la que logrará superar las diferencias que nos enfrentan.

La culminación del siglo XX  dejó como saldo una actitud científica más amplia (la teoría de la relatividad de Einstein constituyó un antecedente, en este sentido), porque la verdad es relativa. No es absoluta, como pensaba el hombre moderno. Y el avance de la tecnología debe ser condicionado éticamente. Es así como una actitud crítica universal reencauza el camino de la ciencia, con grados de apertura crecientes, dando lugar también al mito y a la religión. Surge, por ejemplo la "medicina alternativa" como opción válida, y la razón va dejando paso a la intuición como instrumento viable de conocimiento.

Se ha dicho, además, que el fin de siglo implicó, desde el discurso posmoderno, la "muerte de la historia", porque si no hay lugar para las utopías, entonces, ¿podría acaso existir una opción de futuro? Es así como, en los países desarrollados se habla de la "post historia", caracterizada por el desarrollo económico como meta la crisis de representatividad política y el triunfo del consumismo, que sólo sirvió para ahondar las diferencias sociales, clausurando definitivamente los ideales de la modernidad. El racismo, el fundamentalismo, la marginación, la violencia y la droga son parámetros que indican el colapso del liberalismo occidental. De ahí que el pensador japonés Fukuyama sostiene que la instancia válida sería la constitución de una sociedad armónicamente integrada en el contexto natural. Dicha postura forma parte de una ética mutualista, junto con una concepción cíclica del tiempo, que desde el punto de vista oriental,  interpreta vida/muerte como las dos caras de una moneda, integrante de un mismo Todo.

Y para concluir  -también con una visión orientalista- los chinos registran el concepto de crisis  por medio de dos ideogramas: el primero significa peligro, y el segundo, oportunidad. Esto nos ofrece la posibilidad de responder ante los peligros de esta época de desencantos, de "carpe diem", de desigualdades marcadas o de falta de proyectos , con  la opción del CAMBIO, interpretado  como una transformación básica que debe partir en primera instancia del interior de nosotros mismos, por medio de la apertura existencial que nos conduzca a la integración. Lo universal no se halla centrado en lo homogéneo, sino en la heterogeneidad de  los sujetos (distintas etnias, religiones, credos, etc, etc). Sumemos entonces nuestras individualidades a la unidad del Todo. El inicio de esta NUEVA ERA no se halla determinado por condicionamientos astronómicos fijos; más bien podrá dar comienzo cuando no existan barreras que separen, dividan, segreguen... no sólo de carácter físico como el Muro de Berlín, sino más bien espirituales, porque en realidad, las primeras son sólo consecuencia de las segundas.  

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PÁGINA Nº 19  

Papá soñaba con hacer la guerra 

Por Irma Verolín (Buenos Aires) 

De mi padre sólo sé que pasó su vida preparándose para hacer la guerra. Todos los días, todas las mañanas, no bien se despertaba, empezaba a limpiar su revólver. Y lo hacía con lentitud, lo acariciaba despacio, muy despacio, hasta se diría con cierta sensualidad. Los ojos un poco bizcos, los dedos ágiles y una atención excesiva. Yo me figuraba que al final sus dedos debían quedar muy pero muy fríos. Lo imaginaba en el borde de la cama, con su revólver, dejándose estar, suave, calculadoramente, a esa hora en la que únicamente la luz de la lamparita eléctrica iluminaba la habitación, donde mamá dormía con los párpados hinchados. Y arriba, el cielo raso. Abajo, el piso cubierto con capas y capas de cera, brillando casi tanto como la hendija de la luz que horas más tarde tajeaba las persianas.

Se decía que papá estaba más preparado que nadie para este asunto de guerrear. La verdad es que él se esforzó mucho, siempre, en sus preparativos. Era capaz, incluso, de predecir acontecimientos, gracias al mapa del mundo que había colgado entre el almanaque y la hornalla de la cocina. Lo llenaba de chinches puntudas con banderines multicolores, que eran signos evidentes de avance o retroceso.

No está de más decir que papá hablaba muy poco de este asunto, aunque, por cierto, no era necesario: su vida entera giraba alrededor de aquel revólver como en torno a un eje. Sus ojos conocían de memoria el camino de las chinches con las banderitas que, en el mapa del mundo, interrumpían ríos, oscuras cadenas de montañas o la orilla delicada de los océanos.

Pero la guerra no llegaba. Llegaban, sí, rumores confusos, que quedaban vibrando en las bocas por donde iban y venían o en algunas páginas del diario con las que, tarde o temprano, mamá terminaba empapelando el tacho de basura.

Lógico es suponer que en ínterin el tiempo desparramó su harina y que mi padre trajinó por campos gastados, amarillentos, adentro de esos enormes bichos de metal. Me lo imagino acurrucado, hecho un ovillo, fumando uno de aquellos inaguantables cigarrillos negros, como Jonás en el vientre de la ballena, como tragado por un dinosaurio o de regreso, nuevamente, en la panza de la abuela.

Alguien dijo que papá soñaba la guerra igual que una jornada de fuegos artificiales, una fiesta muy importante, sin final feliz, con cuerpos humanos que danzaban camino al cielo. También se rumoreó que, en alguna ocasión, hubo un amago tan contundente que vieron a mi padre en la vereda con gesto desconocido, gallardo, desafiante, más atento que nunca, con los ojos mirando muy lejos. Mientras tanto el tiempo se iba deslizando igual que aire y pasó, pasó, pasó hasta desaparecer por un resquicio o por una grieta inimaginable.

Lo cierto es que a papá jamás nadie lo vio declinar en su espera. No olvidó limpiar su revólver cada mañana con la misma parsimonia con que mamá se retocaba el maquillaje de sus párpados. Ni tampoco dejó de curiosear el dichoso mapa atravesado por chinches y banderas. Entre tanto pasaron muchas cosas: pasaron de moda algunos que otros bailes y sus melodías, mi persona llegó al mundo en una tarde lluviosa y se quedó arrinconada en la casa de alguna tía, un hombre del hemisferio norte pisó la luna, crecieron y bajaron las mareas, se hizo más grande el agujero de la capa de ozono y se llenó de murciélagos el árbol de la vereda de enfrente.

Sé que los párpados de mi madre se fueron pareciendo cada día más a la piel de las tortugas y que el revólver de mi padre gastó pólvora en chimangos y que las banderitas adheridas con las chinches describieron infinidad de figuras con contornos que hasta llegaron a ser muy armoniosos. Y que el tiempo se escurría, blanco, y que se desbordaba como la leche cuando, sobre la hornalla, hierve a todo vapor.

No tengo dudas de que al pintar sus párpados mamá acostumbraba tener el mismo gesto que solía tener mi padre cada vez que se acercaba al mapa del mundo, como quien va a controlar algo que ya conoce demasiado. Tampoco tengo dudas de que todo fue muy lento para algunos y desmesuradamente veloz para papá.

Una noche entraron en casa muchos hombres dando gritos. Grandes alaridos. Papá venía con ellos. Que dejara lo que estaba haciendo, le ordenó a mamá, porque en la guerra no se hace nada. Entonces mamá primero se desmaquilló los párpados y después se fue corriendo a buscar aquellos pesados borceguíes, el casco, la chaqueta y el pantalón. Cuando mamá quiso tomarlos, una bandada de polillas escapó volando, se alzó, violenta, desde la ropa gastada, subió, se arremolinó y sobrevoló la cabeza canosa de mi padre. Y el almanaque se deshojó una y otra vez, se deshizo, se convirtió en finísimo polvillo, se pulverizó delante de los ojos de mi padre, que buscaba encontrar los números y las letras con sus días y sus meses, inútilmente. Así quedó papá durante varias horas, estático, mirando el almanaque con la cara de quien contempla un campo seco o bombardeado o una vieja foto de su adolescencia.

Hay quienes afirman que entonces la tierra se abrió, que se partió en dos mitades y los ríos salieron de su cauce. Que hubo terremotos, se dijo también. Sin embargo mamá sostiene lo contrario. Nada pudo pasar, nada había pasado. Sólo tiempo, tiempo tras tiempo, porque aquel día el patio se llenó como siempre de gorriones, los murciélagos del árbol de la vereda de enfrente continuaron allí y en la radio anunciaron que la temperatura iba a ser alta aunque soplaría un poco de viento.

De todos modos mamá asegura que aquella noche papá tuvo un sueño. En aquel sueño yo aparecía caminando desde el fondo de la casa, descalza, vestida de blanco y de pronto volaba o me deshacía en el aire. Lentamente el aire de la casa se volvía blanco. Y llegaba la noche y mi padre se despertaba y allí está todavía caminando por el patio. Entre las paredes blancas el cielo hondo lo está llamando. Mi madre lo mira dar vueltas y vueltas con la cabeza echada hacia atrás; le dice con voz muy baja, casi con miedo:

-Es hora de dormir.

Como mi padre ya está bastante sordo entiende que es hora de morir. Por eso no baja la cabeza, no quiere dejar de mirar la danza titilante de las estrellas. Se me ocurre que, observado desde arriba, papá ha debido parecer un pequeño punto blanco encerrado en un cuadrado que, siguiendo la ley primordial del Universo, da vueltas o gira, gira, gira.  

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PÁGINA Nº 20 – POETAS OLVIDADOS 

Humberto Alfredo Seri 

Por Manuel Bande (Entre Rios-Santa Fe) 

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PÁGINA Nº 21  

La encuestadora  

Por Beatriz Pustilnik (Buenos Aires) 

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PÁGINA Nº 22  

¿Para qué sirve hoy la poesía? 

Por Rodolfo Alonso (Buenos Aires) 

Si la poesía tiene todavía algún sentido, en estos tiempos de miseria, es cuando continúa encarnando, a pesar de todo, aquello a lo que Dante aludió con tanta nitidez: “la gloria de la lengua”. La sociedad de consumo, la sociedad del espectáculo, nos han embebido en su atmósfera estridente y demagógicamente chata, falsa en el doble sentido de imitadora y deshonesta, que se ha convertido en el aire que respiramos, en una seudo-cultura populista y no popular producida seductoramente por los grandes medios masivos de incomunicación. Con sus efectos deletéreos sobre la espontaneidad creadora de la gente, inclusive del lenguaje, especialmente del lenguaje.

La cuestión es que si decae el lenguaje humano, decae la condición humana. Porque no usamos el lenguaje, insisto, somos lenguaje. Y cuanto menos lenguaje somos, somos menos humanos, menos hombre. Hemos vivido acaso sin percibirlo una mutación, y ahora estamos inmersos no sólo en una civilización cuyo centro ya no es el lenguaje sino que incluso ataca las fuentes del lenguaje. La crisis actual de la poesía no es entonces quizá tan sólo la de un mero género literario sino que, algo muchísimo peor, es la manifestación máxima de una carencia muy profunda en cuanto a la espontánea capacidad creadora de lenguaje por parte de los hombres.

Cada vez que hubo una gran poesía, por alquitarada y elitista que pareciera, siempre estuvo secretamente ligada, aunque fuera por oscuros meandros, con una lengua viva realmente hablada por un pueblo, por una comunidad. Ante la amenazante posibilidad de extinción de la gran literatura ¿cada uno de nosotros debería, como ya lo anticipó Ray Bradbury en su Fahrenheit 451, esconderse para preservar vivo, aprendido de memoria, el texto de un gran libro? ¿O será suficiente seguir escribiendo el poema?

Porque “la palabra no sería deliciosa si no significase una calidad”, ¿no es cierto, Gabriel Miró? Y el hombre que labra amorosamente el lenguaje que es a la vez suyo y general, íntimamente propio y al mismo tiempo de la especie, el solitario que cumple después de todo la más significativa y necesaria función social, pudo ser nítidamente percibido por Michel Butor, ya a comienzos de la década de los sesenta: “El poeta es aquel que tiene conciencia de que la lengua, y con ella todas las cosas humanas, está en peligro.”

Me parece sin duda evidente que la comprensible y valerosa reacción mundial de los ecologistas (a la cual hemos visto sumarse hace poco tantos partidarios de la paz) ha logrado, hoy, llamar la atención sobre las consecuencias deletéreas que la adicción suicida por el poder global y la riqueza obscena ha tenido sobre la calidad de la vida humana y de la vida sin más en nuestro planeta, poniendo el acento sobre los daños geográficos, ambientales, concretos y visibles. Pero me temo que todavía no se ha percibido la enormidad del daño psíquico, cultural, estético y esencialmente humano que hemos sufrido para adaptarnos a esta maquinaria que ha enloquecido, cuyo único y delirante objetivo es hacer más dinero del dinero, hasta el infinito. Y que, en consecuencia, sería necesaria también una lucha ecológica a favor de la condición humana, de la calidad humana de la vida humana. Sin abandonar en absoluto lo otro, por supuesto. Hay un agujero de ozono pero también un abismo (si es que no un cáncer) en el espíritu. omo casi todas las cosas del planeta, la poesía ha sido hoy completamente desacralizada. Y si tal pudo ser acaso el objetivo de las vanguardias de comienzos del siglo XX, seguramente no lo fue en el sentido actual. No creo por ejemplo que la fuente-mingitorio de Duchamp tenga la misma longitud de onda y la misma orientación de sentido que tantas “instalaciones” en frío y tanto supuesto “arte conceptual” hoy extrañamente asumido como neo-academicismo, casi siempre de carácter oficial y con patrocinadores multinacionales que nada tienen que ver, ciertamente, por ejemplo con gente como Lorenzo de Medicis. Después de todo, ya en el siglo XVI, Francis Bacon podía decir que “La verdad surge más fácilmente del error que de la confusión”. Y sobre todo del error que es errar, errante. En lo profundo, en lo visceral, cuando nos quedamos a solas y se acallan los ruidos y se apagan las luminarias, Rimbaud sigue en cuestión, y cuestionándonos.

Y para concluir, al menos por ahora, enfrentemos nuevamente aquella misma consabida pregunta, de una inocencia demoledora, que alguna vez me planteó en público un colega venezolano: “En la época que vivimos, ¿qué misión le asigna usted al poeta?”. ¿Cómo evitarse decir que quisiéramos que el poeta fuera capaz con su trabajo a la vez de realizarse como persona y de ayudar a todos sus hermanos, de enunciar la palabra necesaria, imprescindible y única, la palabra a la vez tan íntima y secreta, húmeda todavía del silencio de los orígenes, emergiendo en una orilla virgen del universo, y a la vez general, compartida, fraterna, solidaria, no tan sólo ofrecida sino también aceptada por los otros, que entonces la harían suya y le darían destino, aunque ese destino fuera el no poco glorioso de volverse saludablemente anónima, ya sin autor ni tiempo, encarnada en el fluir mismo de la vida y de lo humano? Ni traicionarse, pues, ni traicionar a los otros; y además, no traicionar la propia lengua, el propio idioma, el sonido que uno ha venido a traer al mundo. Y siendo uno ser la especie, tan bellamente bárbara e intuitiva como trágicamente condicionada por las culturas que se ha hecho o le han impuesto. Y ser la esperanza de un mañana mejor, la luz de la utopía sin la cual no merece la pena vivir. Y ser también, al mismo tiempo, la conciencia de nuestra irrisoria pero desmedida condición. Lo que somos, lo que podríamos ser, quizá lo que seremos. Pero bien sabemos que, por ahora, la única gloria honestamente deseable ya no es siquiera ni la de vivir en el corazón de los otros, de algún otro, sino más humilde y sabiamente el honor y el placer, la angustia y la ansiedad de haber escrito, de haber sido capaz del poema, que por nosotros circuló y ahora está vivo, fragante y tibio, latente carne de lenguaje, recién amanecido, temblorosamente inclinado, tendido, hacia los otros, hipócritas o no, semejantes, hermanos.  

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PÁGINA Nº 23 – POETAS LATINOAMERICANOS

La casa cerrada

La casa de mi madre sigue allí, en pie,
extrañamente en pie, como el tronco de un árbol
ya vacío a ras de la tormenta.

Pero nada se mueve en ella.
Nada bulle detrás de las paredes agobiadas,
nada pulsa, excepto el desamparo
que busca ansiosamente viejos ecos
en los amplios zaguanes,
donde el silencio anida como pájaro roto,
más penoso aún después de tanta música.

El reino de la ausencia:
esta es la verdadera ventana de la muerte,
que cristaliza todo lo vivido
en una urna imposible a los retornos.

Camino por las habitaciones
desiertas como espejos
que ya nada reflejan.
Con los muebles ausentes se marcharon
lo poco que quedaba de tu aura, madre,
y de nuestra presencia de infancias tan vividas
que su hálito terrestre
perfumaba aún mosaicos y rincones.

Quiero creer que tu saludo
desde la muerte fue veraz.
Que el sueño de las niñas
viéndote entrar de nuevo
con tu sonrisa de flor antigua
a la casa que nos vivió por medio siglo
fue un mensaje certero
para mi duelo sin respuestas.

Pero no hay resonancia en mi congoja.
La materia es tan sorda,
mi llanto tan espeso y tan urgente
que tan solo me queda este poema
donde converso a solas con la ausencia,
frente a aquel patio nuestro,
donde los árboles ancianos
sembrados por la mano paterna
-¿los recuerdas en su cortina de abandonos?-
se nos mueren también.

Julieta Dobles (Costa Rica) 

La suicida. 

Mariela recogió los párpados

a la hora en que las abejas

zumbaban en el huerto

su algarabía de olores y trabajos. 

A las tres de una tarde afanosa de verano,

Mariela retuvo en su pupila

un atisbo de sol

que alcanzaba aún la ventana del lado norte,

donde quedó sembrado el orégano,

el poleo y la menta

-que no sirvieron-

para arrancarle ese luto terrible

que significa

venir a la vida maldita. 

Mariela, la suicida

irá directo al cementerio,

que no se dirá misa por aquélla

que untó pastillas a sus múltiples sueños

y determinó que era mejor estar muerta

que arrastrar los días como un fardo… 

Marlene Bohle (Chile)

El iluminado

Un hombre descubre
en el bisonte las huellas
de su propia derrota:
la caverna lo sabe.
Luego, Saulo de Tarsis
junto a su caballo
y una ceguera premonitoria:
la defensa de una fábula:
Jesús ante el Monte de los Olivos
con miedo de ser Dios.
Judas, el zelote, sabe que
el Mesías es sólo un hombre
y devuelve las monedas.

Alonso Quijano en el suelo
y un haz de luz filtrándose
en los molinos: no hay
una Dulcinea de ventura;
Walt Whitman avizora que es
infeliz cuando su nombre
suena en el Capitolio:
un bosque lo espera;
José Arcadio Buendía,
frente al pelotón de fusilamiento,
recuerda el hielo:
Melquiades no descifra a Macondo
desde los pececitos de oro;
el poeta César Dávila Andrade
se encierra en los efluvios
de su Catedral Salvaje:
un cóndor ciego cae
envuelto en un gabán de plumas.

Y en un instante todos
saben que poseen un don:
ese don los arrastra hacia
la Vida, que es un presagio.
Todos dicen a su modo:
Padre, padre, padre
¿por qué me has abandonado?
 

Juan Carlos Morales Mejía (Ecuador) 

Afuera de la trampa
Dejadme por favor vivir mi vida,
amándola,
mordiéndola,
quitándole el veneno,
limpiándola.
Dejadme que me salve o me condene,
dejadme que vomite,
que sangre,
que sonría,
que cante por el fin de tanta guerra,
que llore por la guerra de los fines.
Dejadme que en silencio
escriba en vuestra culpa una sentencia,
que borre la sentencia de la culpa.
Dejadme que me hunda,
que gima,
que flote en lo intermedio,
que sueñe,
que pueda en una esquina
pisar un alacrán inofensivo.
Dejadme cuantas veces
firmar cada recado sin mi nombre,
dejad que me equivoque,
que escupa,
que piense,
que llame con bondad al malo bueno,
que llame con maldad al bueno malo.
Dejadme simplemente
que cuente por decenas,
qué coma con la izquierda,
que te ame sin remedio.
Dejadme por favor vivir mi vida,
que escape,
que reniegue,
que grite por las lluvias que se enlodan,
que ría por el lodo que se enlluvia.
Dejadme si queréis la trampa abierta,
que caiga el corazón con todo el peso,
dejad, pero dejad
afuera de la trampa mi cabeza.
 

Violeta Luna (Ecuador)

Pájaros nuevamente

Con terror, un pájaro cruza y descruza la frontera.
Zurce el inmenso espacio sospechoso y habitado por la muerte.

Un pájaro… muchos… todos… con ojo… huecos…
la oscuridad inminente… el hueso… la cáscara… la piel achicharrada…
el huevo… la semilla estéril… el plumaje roto…
resina en negro para todas las ocasiones.

Una bandada de pájaros desconcertados por la peste,
la pena, la multitud aprisionada en cubículos
y condenada a caminar y descaminar sus pasos.
Una colmena de humanos con ojos.

De mi lado tú, tu transparencia UNA y desgarradora
y del otro ellos, latiendo contra el paladar,
el tacto, la boca, un gato arañándome la espalda,
un agua viscosa y prieta,
que se mueve por todos los rotos de aquella montaña
desgarrando miles de gotas
molestosas, incesantes.

Y en la otra orilla ella.
Única mujer en el panorama con hijo
ausente de sí.
 

Lourdes Vázquez (Puerto Rico) 

Cada cuatro años nace una poeta suicida               

A Sexton, Plath y Pizarnik
               Nacidas en 1928, 1932 y 1936

Cada cuatro años la muerte
abre la llave del gas de una cocina,
se fuma un cigarrillo en el sofá y espera.

Otras veces enciende el motor de un automóvil
dentro del garaje
y canta Chair in the Sky,
un poco de jazz no despertará
a las muñecas recién maquilladas, piensa.

Cada cuatro años la muerte toma
anfetaminas para adelgazar,
pero se le pasa un poco la mano
y ya no despierta.

No se pone triste, ni alegre, ni neurótica, no.
pero cada cuatro años
la muerte amanece lúgubre
y observa la tarde roja
desde una ventana.
Alguien trata de invocarme, dice,
y cierra amargamente los ojos.

A mí me da pesar, no sé,
es como si ella quisiera decirnos
o contarnos algo desde su delgado rostro blanco,
como si estuviera cansada de estrangular mujeres.
Yo la conozco muy poco,
pero me consta aborrece su funéreo oficio.
Últimamente la han visto respirar cierto
aire suicida.
Cada cuatro años a la muerte
se le irritan los ojos,
sabemos que ha llorado, lo sabemos,
pero callamos,
sabemos también que busca algún vientre
y como ella no tiene el privilegio de la carne materna
aferra entonces sus fríos y delgados dedos en el primer ombligo que encuentra.

Por eso cada cuatro años algunas niñas ya vienen muertas. 

Francisco Ruiz Udiel (Nicaragua)  

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PÁGINA Nº 24 – NOTAS DE PARIS 

La gran figura del siglo XX: Jean Paul Sartre

En el centenario de su nacimiento. 

Por Irma Bignon (Santa Fe) 

En 1968 Jean Paul Sartre tiene ya su lugar en la historia de la literatura, y la estatura del gran escritor. Sus obras, escritas con violencia, están ligadas a un público específico, de una sensibilidad definida. Tiene el mismo entusiasmo y la misma soberbia de un mosquetero de la ideología de izquierda.

En su agitada biografía, una primera etapa, en 1940, hace de él un escritor irreversiblemente comprometido en la historia de su siglo; una segunda, en 1952, lo empapa de ideas marxistas; y los acontecimientos de 1968 lo hacen abrazar una tercera etapa que lo aleja radicalmente de los grandes partidos políticos, para alcanzar el status intelectual por excelencia. Quiere ser tan sólo un “compañero de las fuerzas populares”, aprendiendo, humildemente, “el lenguaje de las masas”.

El conjunto de la obra sartriana, en sus rupturas como en su continuidad, constituye una de las aventuras más sintomáticas de la época. Como el héroe de “Los secuestradores de Altona” (1959), Sartre hubiera podido proclamar: “Aquí, en este cuarto, yo he llevado el siglo sobre mis espaldas y he dicho: yo responderé. En este día y para siempre”.

La obra de Sartre comienza en el silencio de los años treinta, con novelas breves: “La náusea” (1938), “El muro” (1939); madura y prolifera durante la década del cuarenta: “Lo imaginario” (1940), “El ser y la nada” (1943), “Los caminos de la libertad” (1945); y alcanza notoriedad pública y desbordante después de su conferencia en Paris: “El existencialismo es un humanismo” (1945).

Sartre es el conductor de una escuela: el existencialismo, que dicta reglas de vida y de pensamiento. Su formación filosófica deriva de las reflexiones de Hegel, y se afirma en la corriente fenomenológica de Husserl y Heidegger. Estos filósofos alemanes no alcanzan la audiencia universal de Sartre. Éste encarna, en sus personajes dramáticos, las ideas difíciles que, bajo su forma abstracta, el público no hubiera podido comprender. Pero nos encontramos con que esas ideas responden a las necesidades de las jóvenes inteligencias, trastornadas por la guerra, shockeadas por el absurdo del mundo, asqueadas por la hipocresía. Así nace la moda “existencialista” que triunfa en los sótanos de Saint-Germain-des Près, adoptando una vida libre que favorece la difusión de la obra de Sartre. Como, por otra parte, el gran filósofo posee una notable inteligencia, un real talento dramático y un raro poder dialéctico, el éxito dura.

El existencialismo, plenamente desarrollado en “El ser y la nada”, pone el acento sobre la existencia, opuesta a la esencia que es ilusoria y problemática. La famosa fórmula de Sartre es: “La Existencia precede a la Esencia” (antigua fórmula de Platón). El hombre nace para nada, no es más que una existencia y no tiene esencia. Pero no debe desesperar. Por el contrario, le hace falta tomar conciencia de su libertad y de la importancia de sus actos.

Nos enfrentamos aquí a una filosofía de la conciencia, que viene por tradición de la filosofía francesa que se remonta a Descartes. Pero a diferencia de la conciencia cartesiana, la conciencia sartriana es un movimiento donde todo recae sobre las cosas. Existir es “ex-ister”, estar fuera de sí mismo. La conciencia es, en el mundo, abertura y pérdida a la vez. Existir es estar abandonado, “estar simplemente allí” –dice Roquentín en “La náusea”. “Pero si mi existencia es gratuita –continúa diciendo- el sentido no puede venir más que de mí, de mis actos y mis opciones: estoy condenado a ser libre, es decir, a elegirme sin ayuda exterior, y la angustia nace a partir de este descubrimiento de la libertad”.

El teatro es para Sartre el lugar privilegiado que le permite reflexionar sobre la realidad del ser y su impostura. Haciendo un llamado a los medios clásicos del drama burgués, el teatro sartriano es, ante todo, teatro de la libertad, que conduce a los personajes hacia la soledad crítica, irrisoria, adelantándose así al teatro del absurdo. “Huis clos” (1944) (“A puertas cerradas”) es una de sus mejores piezas. La acción se desarrolla en un infierno despojado. Para torturar a los hombres, la presencia de los hombres es suficiente: “el infierno son los otros”. “Huis clos” es el equivalente de la palabra de Mauriac: “Nuestra copia es remitida”. Esta irreversibilidad de la vida, la tortura de vivir bajo la mirada de los otros, constituye el sentido general de la obra.

Cinco carnets de hule a cuadros, escritos con una letra microscópica, es todo lo que queda del soldado Sartre, movilizado entre setiembre 1939 a marzo 1940 a los acantonamientos de Alsacia. Manuscritos extraviados, olvidados entre los papeles del escritor, para quien el orden no es su preocupación mayor. Al final de una larga jornada de entrenamiento, “aprovecha” esas “tristes vacaciones” para poner en orden sus ideas y reflexiones.

Colabora en las “Letras Francesas” y otras publicaciones clandestinas. Luego, de pronto, con una pieza de teatro, “Las moscas”, en 1943, llega la gloria. Nuestro escritor expresa con símbolos, lo que siente en ese momento todo un pueblo. Su filosofía comienza a atravesar el mar por la estela de la Resistencia.

La vida creadora y la vida de acción consumen la salud y el tiempo generoso de Sartre. La vida sentimental le complica a la vez que le endulza la existencia. El amor de Simone de Beauvoir es el amor necesario. Así Sartre y Beauvoir se apropian de una libertad que se extiende desde la aplicación consecuente de sus teorías filosóficas, hasta sus célebres amores.

Por un lado, la crítica y el público aplauden la propuesta sartriana; por el otro, se escandaliza, y hay un sector que se desentiende. Pero todos finalmente se reconcilian ante las bellísimas páginas de “Las palabras” (1963).

Jean – Paul Sartre nace en Paris en 1905. Al referirse a su niñez escribe: “Era el Paraíso. Cada mañana, me despertaba en un estupor de alegría, admirando la suerte loca que me había hecho nacer en la más unida de las familias, en el país más bello del mundo”. (“Las palabras”), 1963) ¿Cómo no instalarse el talento en ese cerebro tan meditativo y apacible, en ese campo tan propicio donde todas las condiciones estaban dadas? Desde muy pequeño se deja llevar por una pasión poco común en la infancia: la escritura. Pero él no elige su vocación; otros se la imponen. Por otra parte, él la siente desde el comienzo. Más tarde dirá como Chateaubriand: “Yo se muy bien que no soy más que una máquina de hacer libros”.

Su última gran obra es una tentativa de biografía integral de Flaubert: los tres tomos de “El idiota de la familia” (1971), aparecen como el resultado de un proyecto largamente acariciado de sicoanálisis existencial y análisis histórico, puestos al servicio de la filosofía sartriana, demostrando la unicidad de la neurosis de Flaubert, así como el espíritu objetivo del siglo XIX.

Se ha dicho que con la muerte de Sartre se acaba una época. Es verdad que en Francia, nadie ha llegado a ocupar el lugar vacío, ni a ejercer sobre los espíritus el poder de la palabra como la suya. De todos los libros que se han escrito sobre Sartre, el más ambicioso es sin duda “El siglo de Sartre” Ed. Grasset 2000, del gran filósofo francés Bernard-Henry Lévy. Fascinado por su personaje, Lévy se refiere a él como al “intelectual total”, al “hombre-siglo”, que “domina los debates de su época”, “que ensaya todos los géneros posibles”, “condensando y resumiendo su tiempo”.

Nos preguntamos: ¿qué queda, al final, de la palabra sartriana? Su inmensa obra, y, además, la gran aventura de poder filosofar.

Gaceta Literaria de Santa Fe Nº 125 - Otoño de 2005

Gaceta Literaria de Santa Fe Nº 125 - Otoño de 2005

Homenaje a la obra de: Antonio Berni

PÁGINA EDITORIAL.Acerca de los premios literarios..El escritor al que le ha tocado en suerte habitar en los arrabales de esta aldea global organizada para provecho de pocos y perjuicio de muchos, antes de comenzar a cuestionarse sobre el valor de los premios literarios debería preguntarse acerca de la utilidad de la literatura. Ese sería el punto de partida para entrar en las tradicionales discusiones bizantinas acerca de este asunto de obstinaciones, perseverancias y tenacidades al que lo conduce la simple necesidad de comunicarse con los otros a través de la palabra escrita.  Porque él se ha empecinado en hacer literatura en estos contextos poco propicios donde ni las clases sociales ni la mayoría de sus representantes parecen preocuparse demasiado por la difusión de lo producido por una intelectualidad que opera desde el anonimato, y ya debe haber comprendido que la literatura, como producto social, no detenta otro poder que el de esclarecer los tiempos de la búsqueda; el de legar al prójimo las armas necesarias para enfrentar a la desesperanza. Claro está que siempre se puede citar a Juan José Saer:  es únicamente a través de la lectura que el lenguaje (…)  encuentra su historicidad. Entonces entra en escena el libro. El libro como inapreciable objeto de desvelo; como último, íntimo e insustituible contacto con el lector.  Un objeto al que se accede a través de esa entelequia, esa especie en vías de extinción a la que solía conocerse con el nombre de editorial. Y solamente quien escribe desde una realidad social, histórica y cultural donde lo que queda de ellas ostenta la ignominia de sus indiscretas bancarrotas porque han sido arrasadas, engullidas, inmoladas en aras de los famosos meganombres que monopolizaron la actividad hasta transformarlas en mal enmascarados talleres gráficos y desde donde sobre - mueren en la deprimente vergüenza de vender al mejor postor sus más caros principios fundacionales, puede dar testimonio de que el acceso a la publicación depende de un poder adquisitivo privilegiado, que le permita, financieramente, hacerse cargo de los gastos. Circunstancia que no garantiza la calidad intelectual del producto ni el valor cultural del mensaje pero que, además, ni siquiera asegura una adecuada difusión de la obra.  Según Felipe Noé: el arte (…) siempre ha sido un fruto de la relación del artista con lo circundante, con su tiempo, con su lugar, un testimonio de esa relación y el fruto de esta relación. Por tanto, ante estos enlaces poco propicios, es lógico que el creador se aferre a los premios literarios como estímulo a su desvalido quehacer, pero también como promesa de acceso a la publicación. Y cuando decimos premios literarios estamos haciendo referencia a los que han sido creados por motivos de política cultural y sin espíritu de lucro, porque es, generalmente, en ellos, donde se logran incorporar mecanismos de deliberación nada tendenciosos y el jurado puede actuar con plena libertad e independencia, haciéndose cargo, en cierta forma, de un patrocinio que desvanece parcialmente la orfandad, todo lo que de oculto y de secreto rodea a las obras iniciáticas, ayudando a dar a luz ediciones modestas y semi – clandestinas en el cumplimiento de una función tutelar que haga posible, siquiera a unos pocos, el acceso a su lectura. Rosa Montero cree que: Escribir es un trabajo muy neurótico, estás siempre rodeando una especie de agujero, que es la nada, el sin sentido absoluto de lo que haces, y nunca llegas a tener la confirmación plena de que lo que haces sirve para algo. Por ello, es indudable que los premios literarios sirven, en los comienzos, como aliciente, como amable lisonja, como afectuosa palmadita en la espalda, como impulso a perseverar en la búsqueda de ese lenguaje común capaz de hermanarnos y, más adelante, como recompensa, como reconocimiento a toda una vida dedicada a la escritura. Momento clave en que el descubrimiento debiera darnos alcance para comprender que escribir nunca fue una manera de ganarnos la vida sino la única forma válida para no morir.  Si así lo aceptara, el escritor no caería en la trampa de andar peregrinando por los caminos de la incertidumbre sometiendo cada creación literaria a periódicas evaluaciones. Y solamente participaría en certámenes cuando estuviera convencido de la transparencia de la organización y confiado en la ecuanimidad de los jurados. Por ello, la mayoría de los que eligen exiliarse de la prepotencia, el cinismo y la megalomanía de aquellos que reparten los dudosos galardones con que suelen premiarse mediocridades y modas, los marginados de los círculos literarios oficiales, reniegan de los premios comerciales, de los premios editoriales y prefieren aquellos otros que, desde una atmósfera más proba y más discreta promueven algunas instituciones cuya integridad no presenta fisuras.  De todos modos, es probable que los premios literarios sean sólo un invento de algún irónico demiurgo capaz de regodearse en la paciencia con que el tiempo derrota todo resto de arrogancia o, mejor todavía, no sean nada más que una colina desde donde avizorar, avergonzados, nuestros desnudos y mezquinos horizontes preguntándonos acerca de esta absurda necesidad de ser reconocidos.  . PÁGINA Nº 2. Las puertas del cielo.Por Marta Ortiz  (Rosario).ICon el borde de la mano derecha se sacude una pelusa rebelde en la solapa del trajecito sastre negro. Abrocha el collar de perlas cultivadas de dos vueltas y el prendedor de la vaquita de san Antonio que Ariete le trajo de Bariloche hace una friolera de años y que si no se lo pone le parece que está desnuda. Un resplandor espeso desafía entre sus párpados como telones drapeados. Esta vez no va a fallar, nada de timideces ni discreciones, después el remordimiento le mordisquea los sueños y no la deja dormir. Hay que buscar un momento óptimo, el sector bien despejado, acercarse y tocar. Y si se justifica, redoblar el esfuerzo y hablar. Se acostumbró a tocarlas. Aprovecha cuando hay poca gente y va y las toca. A las amigas, nada más. La misma Ariete que la acompañó tantas veces opinaba que eso de tocar era una manía, una obsesión. Y sí, una obsesión, pero de otra clase. Por seguridad más que por obsesión. Para saber si las cosas se habían hecho como era debido y quedarse tranquila. Para que no se repitiera lo que pasó cuando se cortó Amelia, la primera, que cuando ella fue y la tocó estaba todavía tibiecita y medio blanda y no tuvo el coraje, todos rezaban oraciones y jaculatorias dirigidas por el nieto cura y la surtían de los más tiernos cuidados para hacerle más llevadero el tránsito a la vida eterna; y así, en esas condiciones, a Pía le fue imposible hablar; le dio no sé qué, una cosa de discreción, un pudor tonto y al final no supo con certeza si la enterraron viva o muerta, la querida Amelia no tenía esa frialdad y consistencia de mármol propia de los muertos. Y ahora claro, las pesadillas no la dejan en paz, un pozo negro borboteando imágenes de películas de terror, cuentos de muertos epilépticos, dopados enterrados vivos, comatosos profundos. Y si a esa galería de horrores le suma el resultado de la pesquisa en el geriátrico Los años dorados... Pía no era mujer de equivocarse dos veces. A Dorita, que fue la segunda en irse, súbitamente, sin dar tiempo a nada, la palpó con manos expertas y la encontró como era debido: fría y dura. Isabelita también, y Janet, la última, no hizo ni un mes todavía. Además, si algo brillaba débilmente favoreciendo la aceptación de esas tres muertes, ese algo era la llamativa coincidencia de que ninguna de las tres había tenido contacto con la residencia para ancianos. Y ahora Ariete, qué mala ocurrencia irse así, sin despedidas, como Amelia, como Dorita, como todas, antes de que ella pudiera buscar algún testigo, compartir con alguien lo que sabe y le pesa tanto en la cabeza y en el corazón. Las piernas no la sostienen, pierde el equilibrio al entrar, demasiadas emociones. Ojalá esté esperándola Finita, sentirse así de sola, tanto vacío de amigas, la puntada en el pecho cada vez que suena el teléfono. Si por lo menos sonara para decir algo bueno. ¡Ahhh!, allá está, menos mal, de la mano de Claudita y de Mimí, dos manojos de tristeza, pobres, tan unidas a la madre. II Con las yemas del índice y el pulgar de la mano derecha, Pía se abre el primer botón de la blusa de seda blanca. De pronto transpira copiosamente la cara y el cuello, se siente sofocada y lo que chorrea es puro sudor frío, parece una descompostura. Busca un lugar donde sentarse, tiene vahídos. ¿Será una broma macabra? Ariete le hubiera dicho: eso por andar tocando, por meterte en lo que no te importa. Pero sí, cómo que no le importa, sí que le importa, cómo no le va a importar. Calentita y blandita, ¿y ahora qué hago con lo que sé? ¿Cómo decirlo? ¿A quién? A ver si me toman por loca y me encierran, que cuando una es vieja lo primero que dicen es mirá lo que dijo esa vieja loca. Pero Pía sabe bien que ella no es ninguna loca. Vieja sí, pero loca no. Con Claudita o con Mimí imposible hablar, tan dolidas, deshechas. Ha de haber sido el rayo fulminante de ese geriátrico, no debió haber entrado nunca, quién hubiera dicho, en el fondo, muy en el fondo, para decirlo con todas las letras, las cretinas de las hijas no tuvieron corazón, y ahora lloran como dos regaderas; de culpa lloran, a ver si todavía estamos frente a un asesinato... Busca el espejito con marco de carey en la cartera, lo toca con los dedos pero no se anima a sacarlo, no tiene coraje, la van a ver meter la mano entre las puntillas hasta llegar a la nariz y seguro que en ese preciso momento alguien se le acerca a compartir el dolor y entonces, adiós prueba del espejo. Sería como sacar patente de metida, de alcahueta, la llevarían entre varios al reservado para la familia donde la atendería un médico amigo y le daría un sedante, como si los oyera: Pía era la mejor amiga de mamá, no acepta la pérdida, pobre, está tan afligida... Y quedaría allí petrificada como la abeja reina y la corte de zánganos revoloteando no la dejaría sola y ella sudando su secreto y su descompostura sin poder nada de nada... La última, la única coartada posible es hablar con Perico, el nieto de Ariete, a ver si entiende, decirle con discreción que se fije, que consulte... III Con los mismos dedos con los que abrió el primer botón de la camisa, lo cerró, porque de pronto dejó de sentir los hilos de sudor sobre la piel fría y empezó a temblar como si la agitara el viento y a enrojecer. -Perico, querido, sacáme de la duda... -¿Pía? -Vos estudiaste para médico... -Dos años, ¿por...? -¿Quién de ustedes estaba con Ariete cuando murió? -No, nadie, a las tres de la mañana... Una enfermera, la que la encontró muerta. -Fräulein Marlén. -Ni idea -Ah, ni idea... Y como casi médico que sos, ¿sabés si un cadáver de tantas horas puede estar todavía medio calentito y bastante blandito? -¿Qué me querés decir? -Que la toqué en la mejilla, la frente y las manos, lo hago con todas mis amigas, más que nada por seguridad lo hago, por si la hubieran dopado con alguna droga perversa como aquella que el fraile le dio a Julieta Capuleto... -aunque muy análogo no es el ejemplo, te confundo, eso es pura literatura-; pero mirá querido, de ahí a enterrarla viva, a enterrarnos vivas, mi amor, un solo paso... Nosotros los viejos parecemos condenados a morir en manos extrañas... La repentina oscuridad en la mirada de Perico reflejó, si no una gran conmoción, al menos una preocupación incipiente: -Pero Pía... -Y, tu abuela era mi mejor amiga... IV El médico consultado dijo que algunos cadáveres se enfrían más lentamente que otros, que depende de factores orgánicos y ambientales. Pero Pía no le creyó. Había trabajado duro para sacar de mentiras verdad en el geriátrico y sus conclusiones eran muy otras. Ni un punto de coincidencia con la medicina de libro del doctor Ruiz Valente, amigo de la familia. La tarea investigadora había empezado al día siguiente del entierro de Amelia. Calentita y blandita, tal como ella la sintió al tocarla. La primera sospecha creció limpia, de una sola tanda de primeras hipótesis y quedó ahí, agazapada al abrigo de su corazón justiciero: se le ocurrió la tarde cuando fue a retirar, acompañada de los hijos de la finadita, las pocas cosas que habían quedado en el geriátrico, y le vio relumbrar en el cuello a la jefa de enfermeras una cruz de oro que hubiera jurado era la que usaba Amelia y que en medio del estropicio causado por lo precipitado de la muerte nadie se acordó. Una y otra vez volvió mintiendo la búsqueda de un hogar digno donde recluirse cuando la vejez se le hiciera insostenible, “usted sabe, yo no tengo hijos ni sobrinos”, le dijo a la fräulein y le pareció ver un relámpago ávido atravesándole la mirada cuando pronunció esas palabras. Al cabo de un mes de remover cielo y tierra en ese resumidero donde su misma presencia acabó por parecer cotidiana; después de largos intercambios con algunos viejos todavía lúcidos, con los médicos, con los enfermeros a las órdenes de fräulein Marlén, como la llamaban todos; con los encargados de cocina y limpieza, con el jardinero, tuvo la certeza de que la tal Marlén los mandaba a los viejos en vuelo directo al paraíso, abusando de la complicidad tácita de algún santo non tan sancto que les abría anticipadamente las puertas del paraíso, previo pacto, además, de la coima con algún familiar turbio de esos que nunca faltan, que basta con poner una lupa sobre ciertas miradas, gestos, comentarios, para saber que están ahí, al acecho. Y que si se afina la puntería de la intuición, salta el responsable igual que un muñequito a resorte. Y la recompensa por la muerte de Amelia relumbraba en el cuello ancho de la fräulein de pómulos colorados y pelo platinado. Su arma era una droga letal de liberación progresiva. Por eso el enfriamiento retardado del cadáver de las víctimas. Por desgracia, tanto rascar la corteza de la verdad no le sirvió para salvar la vida de Ariete, ni tan perdida ni tan desvalida como para justificar el encierro de una semana en Los años dorados. Y ahora toda la acumulación de pruebas orales (esas que nadie le creería por vieja loca y mitómana), le chorreaban de la boca y de las manos, estalactitas, babas inútiles, incapaces de salvar a la amiga. Cuando cerraron el ataúd, Pía acababa de prenderse con dedos temblorosos el botoncito de nácar de la blusa de seda. Ariete se llevaba entre las manos una rosa blanca humedecida de sus lágrimas. Hubo un leve tironeo de opiniones: que la rosa sí, que la rosa no. Se la dejaron por ser un regalo de la mejor amiga y bueno, pobre Pía, si eso le hace bien, que le den el gusto, que Ariete se vaya con la rosa..PÁGINA Nº 3 – IDIOMÁTICAS.Un calificado congreso de la lengua.Por Jorge Alberto Hernández (Santa Fe).Del 17 al 20 de  noviembre pasado se llevó a cabo en la ciudad santafesina de Rosario, el III CONGRESO INTERNACIONAL DE LA LENGUA ESPAÑOLA, un importante acontecimiento cultural que tuvo como lema IDENTIDAD LINGÜÍSTICA Y GLOBALIZACIÓN, y que, como lo manifestó el director general de la Real Academia Española, que a su vez preside la Asociación de Academias de la Lengua Española, D. Víctor García de la Concha, basó el tema principal en la consideración de la expansibilidad de nuestra lengua en América Latina y en los Estados Unidos, reafirmando así la importancia de este idioma en el mundo actual. Anteriormente la reunión tuvo como sedes a Zacatecas (México) y Valladolid (España). Este acontecimiento de carácter universal se celebra cada tres años en una de las distintas naciones hispanohablantes. En el congreso, el activo e idóneo presidente de esta  Asamblea  dijo que “lo más sustantivo que tenemos en común las gentes y los países que formamos la comunidad iberoamericana, es la lengua. Si esa conciencia se aviva y se traduce en actos prácticos que contribuyan a una reforma y potenciación del sistema educativo, a la elevación de la cultura y el impulso de la lectura, se prestará un servicio impagable a la sociedad”. “La lengua es un organismo vivo, un gran condominio que constituye nuestro patrimonio. No es responsabilidad de las veintidós academias que hay en el mundo, ya que lo es de todos y cada uno de los que la hablan”, afirmó el incansable director del organismo español. Debemos tener presente que el idioma no es sólo la principal herramienta de comunicación entre los seres humanos, sino también la clave de nuestro pensamiento, ya que no hay pensamiento sin lengua. Esta reunión de personalidades estudiosas del idioma español se caracterizó por la seriedad de sus participantes, verdaderas autoridades en la materia, que constituyeron el centro de discusión de un tema fundamental para todos los hispanohablantes: Identidad lingüística y globalización. Durante cuatro días  los académicos, escritores, periodistas y empresarios reflexionaron sobre el futuro del idioma que se expande por todo el mundo y que por tal razón sufre la continua invasión de expresiones extranjeras a través de poderosos medios como son Internet y la diaria influencia de lo mediático. Tenemos que considerar que el español, por su carácter de lengua supranacional, constituye en realidad un conjunto de normas diversas que, no obstante, comparten una amplia base común. No resulta siempre fácil determinar cuál es esa base común, pues a la doble variedad, española y americana, se añaden los particularismos regionales y los condicionamientos que imponen el modo de expresión –oral o escrito-la situación comunicativa y el nivel socio cultural de los hablantes. Este congreso tuvo sus requisitos para los interesados en participar de él, los que hubieron de inscribirse previamente, con pago de aranceles, que una vez recibidos por los organizadores, comunicaban la aceptación (o no). El programa se plasmaba en una agenda de paneles simultáneos, con opción  por parte de los aspirantes, del temario establecido. Algunos de los propuestos, fueron: Tradición cultural e identidad lingüística; El español y las comunidades indígenas, hoy; Migraciones, lengua e identidad; La apertura hacia la universalidad: el diálogo con otras literaturas; El español de los textos cinematográficos; Medios de comunicación y creación de cultura iberoamericana; El espacio iberoamericano del libro; La enseñanza del español en el mundo; etc. Por lo tanto, al ser opcional la elección, los inscriptos no accedían a la totalidad de lo programado, sino a los rubros que habían  elegido. Todo este movimiento cultural se desarrolló entre el Teatro El Círculo y el Parque  España, en Rosario, con un sistema de contralor de asistencia por medio de personal que sabía contestar con suficiencia e idoneidad las dudas que surgían entre los cientos de concurrentes de todo el país, que se agolpaban  a las puertas de los establecimientos. Debemos tener en cuenta que el español es la segunda lengua de comunicación  internacional y que constituye ya una lengua planetaria. Como afirmó el escritor español Luis Landero al cerrar su ponencia, “la literatura debe purificar las palabras, las que el mundo actual manipula para apoderarse de la realidad, por lo que no podemos permitir que nos roben la palabra”. Hubo también  una serie de actividades que estuvieron incluidas en el congreso, por parte de figuras relevantes de las letras, como Ernesto Sábato (un emocionante homenaje refrendado con aplausos cerrados de un público que colmaba el teatro El Círculo), Ernesto Cardenal, José Saramago, Pedro Luis Barcia, Juan José Sebreli y otras prominentes autoridades en la materia, que no sólo fueron notabilidades invitadas como asambleístas, sino que recorrieron la ciudad, leyeron en público y colmaron con su prestigio y saber cada lugar al que asistieron. Hay que destacar que hubo una agenda de actividades paralelas con recitales, fuegos artificiales, obras de teatro, conferencias, etc. En este III Congreso Internacional de la Lengua Española se presentó también la edición conmemorativa del cuarto centenario de la publicación, en 1605, de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, dirigida a un público muy amplio de todo el mundo, muy cuidada desde el punto de vista filológico y de gran dignidad material, que cuenta con un glosario que recoge todas las palabras anotadas en el texto. Además se hizo público, por ahora en Internet y próximamente en edición gráfica, el Diccionario panhispánico de dudas, obra que viene a satisfacer la demanda existente de una publicación académica que oriente de modo claro y sencillo sobre las normas que regulan hoy el uso correcto de la lengua española. El propósito se centra en orientar al lector para que pueda discernir entre usos divergentes y que tiene la finalidad de preservar la unidad del idioma. Este Diccionario panhispánico de dudas, que cuenta con siete mil artículos, tiene como destinatarios naturales a todas las personas interesadas en usar adecuadamente la lengua española, sean o no hablantes nativos. Para facilitar la comprensión de su vocabulario se incluye al final un pequeño glosario de términos gramaticales que, con definiciones sencillas, aclara conceptos a los lectores que los necesiten. Queremos anotar las secuencias de la sesión plenaria de la segunda sección del congreso, en la que participaron, entre otros, Pedro Luis Barcia como coordinador-relator, Jorge Edwards, por la Academia Chilena de la Lengua, Ernesto Cardenal, por nicaragua, José María Merino, escritor español y Juan José Sebreli. Los mencionados estudiosos coincidieron en definir a la lengua española como forjadora de una identidad y advirtieron sobre los peligros de la extinción de las lenguas indígenas y del empobrecimiento del idioma en sus usos actuales. Presentándose como “escritor de ensayos”, Sebreli leyó a continuación una ponencia sobre El español como lengua del pensamiento, en la que distinguió dos puntos de vista sobre el lenguaje: “uno universalista y otro particularista antiuniversalista”. “No hay lengua que sea expresión de un solo pueblo”, dijo. “La pureza en la lengua, como en la realidad humana, es contraria a la vida. Toda lengua es esencialmente impura, babélica, mestiza, bastarda, promiscua, y está bien que así sea, apuntó.  Además suscribió la idea de la lengua española como forjadora de identidad al afirmar que “sólo la lengua de los colonizadores europeos logró crear un idioma común y, por tanto, la conciencia de comunidad continental americana antes inexistente”. Este acontecimiento de carácter universal que eligió a Rosario como sede oficial, no hace más que sumar méritos a los antecedentes culturales de una provincia que, como Santa Fe, se ha destacado siempre por su permanente relación con la intelectualidad, en sus diferentes manifestaciones. Y ello es motivo de profunda satisfacción.PÁGINA Nº 4 .Aquellas lluvias lejanas.Por Jorge Isaías (Rosario) .El rumor de la lluvia sobre la tierra mojada no produce ningún ruido, entonces el aviso viene desde antes, con ese olor que avisa la lluvia y que es irrepresentable y huidizo a las palabras.

De chico me imaginaba a la lluvia como una mujer que venía desde lejos, asabanando campos, humedeciendo parvas, persiguiendo los tordos que suspendían su lento columpiar en los alambrados y huían en busca de un refugio. También creía que si los cuises no escapaban pronto de ella morirían ateridos sin llegar a sus cuevas. Los únicos que yo suponía sobrevivientes de cualquier lluvia, tormenta o diluvio eran a los caballos, que con la cabeza gacha y el anca puesta contra el viento, resistían estoicamente los temporales más largos.

Cuando la lluvia venía en el verano era una fiesta. Al escampe iríamos, descalzos y libres, a jugar a los barquitos de papel en los hondos zanjones que recogían el agua de casi todo el pueblo y que escurrían hacia los campos, de los cuales no distábamos más de trescientos metros.

También otro juego podría ser la persecución arrojándonos bolas de barro que preparábamos rápida y diestramente para guerrear entre dos bandos con que se dividía la barra. Esto sería severamente castigado por la madre, si se enteraba, ya que odiaba los juegos violentos con el excedente de tener que lavar ropa embarrada.

En invierno, la lluvia era otra cosa. En primer lugar porque a veces no venía sola, sino acompañada de truenos hondos y grandes temporales. La cosa entonces se ponía melancólica, cuando caían esos eternos chaparrones, como un tropel incierto sobre los techos de cinc. Si era una chacra, iríamos al galpón donde se reunían los juntadores, quienes mateaban soberbios amargos para empujar unas tortas fritas crocantes que iban escurriendo de grasa sus mujeres y eso sí que era una fiesta, un manjar esquivo en los escurriendo de grasa sus mujeres y eso sí que era una fiesta, un manjar esquivo en los años que siguieron.

El espectáculo posterior a la lluvia en el campo era conmovedor porque quedaba todo reluciente, los colores muy vivos, quitando el polvo inestable que siempre acompañaba aunque sea en partículas breves a los animales, plantas y los sembrados y aún las más mínimas cosas.

Si uno se acostaba con la lluvia, era delicioso escuchar su golpeteo sobre los techos que eran todos de cinc, en esos tiempos. El claveteo era monótono, cuotas de una felicidad perdida y que alguna vez recupero de grande, durmiendo con la mujer amada, en lo posible. Pero en ese tiempo era, el arrullo perfecto para el sueño.

Y al otro día, si amanecía claro, era para despertar a un mundo nuevo, si uno estaba en su casa, en el pueblo, la lluvia podía ser en principio alegre, ya que podía oír el canto altanero de una pirincha rezagada que se plantaba ante el mundo y manifestaba su alegría, pero cuando las horas pasaban y el momento pluvial permanecía inalterable, el aburrimiento podía paliarse con los naipes, las revistas de historietas mil veces leídas o la nariz pegada al vidrio viendo cómo los teros domésticos se refugiaban bajo las plantas de granada o los múltiples sapos saltaban encantados mientras se oirían croar los ejércitos de ranas en la cañada de Compañy que nos quedaba muy cerca.

Un día, así, de lluvia furiosa, sin saber qué hacer ni "en qué entretenerme", tomé un viejo cuaderno y una lapicera que me había quedado de la escuela primaria y me senté en la pequeña mesa de la cocina ‑que aún conservo, donde mi madre amasaba‑ y comencé este largo y monótono camino sin retorno de las palabras.

Yo tenía 16 años, estaba enamorado, pero esa es otra historia que no interesa a nadie.

Lo cierto es que la lluvia en mi vida, siempre me produjo emociones más bien gratas, no soy de aquellos que se deprimen cuando oyen el tren de la lluvia sobre los techos o ven el látigo perseguidor de pájaros por las calles o ese certero relámpago que ilumina un segundo todo el universo o tiene que soportar la lluvia que ‑es cierto‑ trae sus inclemencias y su cuota de muerte en las inundaciones.

Pero también nos puede remitir a ese placer inexplicable, arcaico, que viene como un raro fulgor atávico y se enfrenta a nosotros, como si fuéramos los primitivos habitantes de un mundo que aún no conoce la injusticia.

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Hiperdiccionario..Por Arturo Lomello  (Santa Fe).Lo que las palabras pueden significar cuando escapan de la costumbre.

Antro: lugar inhumano donde generalmente nos educamos los humanos. Antropología: ciencia que estudia el antro que da origen a los hombres. Anverso: cuando un verso no sale derecho. Arrumaco: presunto gesto de cariño que suele transformarse a los nueve meses en un bebé. Bacilo: bacteria que no vacila en arruinarnos la vida. Meretriz: prostituta académica. Mixto: ni chicha ni limonada. Mutante: dícese de la familia argentina que logra sobrevivir con $ 300 mensuales. Revolución: intento de imponer un nuevo orden que nos obliga inmediatamente a luchar contra el nuevo desorden. Senectud: edad en que empezamos a aprender a tocar el arpa. Suculento: lento pero bien provisto. .PÁGINA Nº 5 – NUESTROS POETAS.Esa mujer en bicicleta.
Esa mujer en bicicleta bajo la lluvia

         la fría lluvia del incipiente otoño

marcaba un ritmo lento y fugaz

junto a las primeras sombras de la noche.

Blandía, toda ella, un aire de zozobra

una lentitud del cansancio

una leve brisa de aún estoy.

Esa mujer, bajo la lluvia, en esta ciudad

llevaba todo el peso de la jornada

que se disolvía entre un pedal y otro

         entre una gota y otra de la lluvia

se disolvía y se espejaba en el lustroso asfalto,

entre las luces refractadas y las sombras.

Esa mujer, bajo la lluvia, persistía

como loca ilusión en bicicleta

como aventura haciéndose

como constancia de la vida.
Oscar Agú  (Santa Fe). Tu desnudez.
Miro tu desnudez

espléndida y fecunda

y en el momento de gozarla

recuerdo los desnudos

del campo de Treblinka,

los torturados,

los rotos y destruidos
 y no puedo besarte
siquiera como a Cristo

en los dedos sangrantes

de los pies.
.César I. Actis Brú (Santa Fe).La hoja en la tormenta.A mis espaldas hay hombres que hablan en otro idioma, reconozco el francés: siguen y comprendo algunas palabras. Entonces un pequeño mundo, abre su sombrilla de redonda sombra como diría el poeta; estoy aún instalado en él sin comprender por qué. Pienso que alguna vez alguien exaltó en lengua española la papa, el hígado, hierbas pestilentes y las islas, como rastros o señales del mar del oeste. Ese no soy yo, jamás seré. Los hombres hablan en otro idioma, yo apenas alcanzo a comprender el mío. La lluvia termina y aparece un cielo pleno de vahos. Por aquí siempre anduve, lo demás es una hoja en la tormenta.. Ernesto Costa Perazzo (Santa Fe). Sobre la arena.        a Guillermina, Vicente y Valentín.. Observo aquellas criaturas. Saltan la espuma del mar, ríen, juegan, resisten por encima de todos los pesares. La tarde se pliega entre nubes rosáceas horizontalmente felina.  El artificio del lenguaje desoye la brisa. Distrae. La vida pierde elocuencia más acá de los ojos. Cierro el diario y regreso a la orilla. No hay olas asesinas al acecho, casas de fuego devoradas por la memoria, ángeles y demonios encerrados en jaulas de papel.  Ante mí, niños ataviados de sol salto tras salto ascienden al sueño que no acaba.  Una sombrilla hundida en el médano sostiene la realidad a este lado del mundo. .César Bisso (Coronda). El buen color del día sobre las hojas. El buen color del día sobre las hojas de acelga castigadas por largas lluvias y langostas. Hoy es el color del sol, y recuerdo otros ritos, los perros se desperezan echados en la hierba, nosotros despejamos nuestras mentes que aguardaron tanto tiempo guarecidas en nubes dolorosas, tomamos mates junto a tapiales laureados por el musgo, remamos en la luz y tenemos el buen aroma del día a nuestro lado. Puede que mañana sea mejor, al menos igual, o quizás no tanto. De todas formas la langosta proseguirá con su tarea, comerá sol, mientras el musgo morderá el ladrillo rojo que guarda nuestras casas. Esperamos que este aroma no se vaya, nos devore con paciencia y se preste, al fin de la jornada inevitable, a despedirnos envueltos en el color del sol que captura el aire y enardece la tierra cuando las lluvias cesan..Roberto Malatesta (Santa Fe). Hay gente.
hay gente que cree tener virtudes propias

                       que en realidad son vicios ajenos

 
hay gente que pierde el conocimiento por accidente

   y gente que no abandona su ignorancia

                                                                  ni a garrotazos

 
cada vez más gente estudia para sombra

algunos se quedan en manchita marchita

otros llegan a tiniebla abismal

         con amplio campo de acción

 
hay gente que se apasiona por la arqueología

otros prefieren carrera menos complicada

como por ejemplo la olvidología

 
hay gente que desata polémicas

y gente que las vuelve a atar

 
hay gente que cree más en los seres de otros planetas

                       que en los de este

 
muchos infelices confunden su medio de vida

                            con el fin de sus vidas

 
hay gente a las que el médico

                 debería prescribirle morirse

 
hay gente que después de muerta se deja estar

                       y se hecha a perder del todo

 
hay gusanos tan gusanos...

                   que nunca serán mariposas.
. Rubén Vedovaldi (Capitán Bermúdez). La fuente . Agua dormida y sola no regada agua escondida, resguardada, dulce, cuerpo sin forma, pez que te resbalas. Agua que de ti misma te alimentas matriz, pupila, llama, plata líquida sólo por amor rebasada. (Yo era la hoja polvorienta lavada por la lluvia. El viento convertía mis huesos en un arpa, y descubrí la fuente, muy adentro.) Agua dormida y sola que en mí vives. Naufragué para siempre en tu lago llameante en tu seno de hielo.. Graciela Maturo (Santa Fe). PÁGINA Nº 6 .Ernesto CardenalSobre Dios, el hombre y la palabra. Por María Teresa Rearte Basla  (Santa Fe) .                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                              Cuando escribo esta nota, está próxima la realización del III Congreso Internacional de la Lengua. Pero no es mi propósito referirme a éste, sino a Ernesto Cardenal, cuya presencia ha sido anunciada. Nació él en Granada, Nicaragua, en el año 1925 y obtuvo la Licenciatura en Letras en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de México. Más tarde, cursó estudios de posgrado en la Universidad de Columbia en Nueva York. Comprometido militante de la resistencia contra la dictadura de Somoza, encontró en ésta la motivación para sus epigramas políticos, si bien en este género abordó también otras temáticas, como es el caso de sus enamoramientos. Con el seudónimo, por razones obvias, de “anónimo nicaragüense”, sus epigramas políticos fueron difundidos fuera del país. Así los publicó Neruda en la Gaceta de Chile. En 1956 abandonó la militancia e ingresó en la trapa de Getsemaní, en Kentucky, donde el monje Thomas Merton, de reconocida influencia en la tradición cristiana y no cristiana, fue su maestro de novicios. Cardenal permaneció allí dos años y debió salir por motivos de salud. En Medellín, Colombia, concluyó sus estudios de Teología, regresando posteriormente a su patria, donde en 1965 fue ordenado sacerdote en la Catedral de Managua. Thomas Merton, que prologó el libro “Vida en el amor” de Ernesto Cardenal, relata así: “Sabía de sus apuntes y sus poemas. Me hablaba de sus ideas y meditaciones. También supe de su sencillez, su fidelidad a su vocación y su fidelidad al amor...” En el mismo prólogo, Thomas Merton afirma que “la sencillez lúcida y ´franciscana´ del P. Cardenal nos muestra el mundo no como lo vemos con nuestro miedo y nuestra desconfianza, sino como realmente es.” En esta obra en prosa, que contiene meditaciones contemplativas, Ernesto Cardenal nos muestra que en el escenario del mundo no sólo los hombres, sino todas las criaturas del universo han sido diseñadas para el amor. Durante su estadía en Colombia publicó “Salmos” y “Oración por Marilyn Monroe”. A ambas obras que, entre otras de intensa convicción y fuerza comunicativa, traducen el compromiso literario-político de Ernesto Cardenal, quiero referirme aquí. “Salmos” es un libro difícil de olvidar, porque en épocas de opresión, sometimiento y miserias de diverso orden, el poeta tensionó su verbo con el mensaje y el estilo del Salterio, que constituye “el tesoro de la lírica religiosa de Israel” (Biblia de Jerusalén). “Salmos” reflejaría hoy, como en el momento en que fueron escritos, la fe no como una cuestión teórica acerca de la existencia o no de Dios, sino como una temática existencial. El ateo, el idólatra, el indiferente, acumulan los privilegios que le permiten mantener el statu quo; pero que han perdido la dimensión trascendente de la vida. Cardenal nos deja ver aquí al hombre, que vive, sufre, canta y espera. Más que la duda, lo que experimenta es la esperanza. Una esperanza responsable y operante, que se torna acontecimiento liberador, en medio de las ataduras que aún hoy sofocan al hombre. Y le cierran la posibilidad de nuevos horizontes. De donde que el poeta ora, protesta, exige, agradece... Da cauce a la esperanza. Así lo escuchamos decir: “...El Señor es mi parcela de tierra en la Tierra Prometida / Me tocó en suerte bella tierra / en la repartición agraria de la Tierra Prometida...” (De “No hay dicha para mí fuera de Ti” Salmo 15). Desde el Salmo 1, que en la Biblia es como el prólogo moral y mesiánico del Salterio, en el que se oponen los dos caminos que se le presentan al hombre, el poeta va pasando por momentos de intenso drama y clamor, como también de alabanza a la gloria de Dios. Y concluye su obra de este modo: “... Todo lo que respira alaba al Señor / toda célula viva / Aleluya.” (De “El cosmos es su santuario” Salmo 150). “Oración por Marilyn Monroe” trasluce el sentir del poeta, que supo descubrir la relación entre la fe y la condición humana, huérfana de amor y protección, precisamente en el país más poderoso de la tierra. Y los estragos que la civilización materialista causa, entre reflectores y bambalinas, a una muchachita de extrema vulnerabilidad. Marilyn Monroe, convertida en sex symbol de un mundo y una época, es –al fin- objeto de desaprensiva y mortal manipulación. “Señor: / recibe a esta muchacha conocida en toda la Tierra con el nombre de / Marilyn Monroe”, escribe el P. Cardenal, que así prosigue: “aunque ése no era su verdadero nombre / (pero Tú conoces su verdadero nombre, el de la huerfanita violada a los / nueve años // y la empleadita de tienda que a los dieciséis se había querido matar) / y que ahora se presenta ante Ti sin ningún maquillaje / sin su agente de prensa / sin fotógrafos y sin firmar autógrafos / sola como un astronauta frente a la noche espacial...”. El trágico final, que todos conocemos, toca la fibra íntima de Ernesto Cardenal, quien en misericordiosa súplica le encomienda a Dios: “Señor: / quienquiera que haya sido el que ella iba a llamar / y no llamó ( y tal vez no era nadie / o era Alguien cuyo número no está en el Directorio de los Ángeles ) / ¡contesta Tú el teléfono!” Con obras traducidas a otros idiomas, como el inglés, alemán, francés, italiano, polaco, etc., el poeta ha viajado mucho. Por América Latina, y como es fácil inferir ha visitado Cuba, viaje del cual cuenta en su libro “En Cuba”. Recorrió también Alemania, Francia, España, Suecia, Italia, la Unión Soviética, etc. Cuando en 1979 se constituyó el nuevo gobierno nicaragüense, Ernesto Cardenal fue designado Ministro de Cultura por la Junta de Gobierno de la Reconstrucción Nacional. Asimismo, en 1982, el gobierno de su país lo distinguió con la Máxima Orden de la Liberación Cultural “Rubén Darío”. Y lo condecoró, en 1985, en ocasión de sus 60 años, con la Máxima Orden de Augusto César Sandino, por los servicios prestados a su patria. El escritor es Doctor Honoris Causa por la Universidad Autónoma Latinoamericana de Medellín, Colombia (1986), en reconocimiento a su contribución a los valores espirituales y culturales del pueblo nicaragüense. Y por su parte, en 1987, hizo otro tanto la Universidad de Granada y Valencia, España, por sus contribuciones de orden político y literario. Escultor destacado, fundó con unos amigos una comunidad en una isla del archipiélago de Solentiname, en el Lago de Nicaragua, donde –a la vez- promovió el desarrollo de cooperativas, fundó una escuela de pintura y dio nacimiento a un movimiento poético entre los campesinos. Sin ánimo de trazar una biografía detallada de Ernesto Cardenal, personalmente me resulta interesante la consideración de este escritor y poeta que realizó una vigorosa, lúcida y sensible síntesis, entre su fe religiosa, su compromiso socio-político, la literatura y el arte. Todo lo cual da pie al pensar y la reflexión acerca de Dios, la vida humana y los alcances y posibilidades de la literatura. Cierro esta nota, que trata de dar una visión de la intensa trayectoria del escritor nicaragüense, con esta cita que pertenece a su libro en prosa “Vida en el amor”: “El hombre es por naturaleza sed de saber, de conocer y de poseer, y ésa es la sed de Dios.”. PÁGINA Nº 7 . Los  verdugos .Por Ángel Balzarino (Rafaela). -¿Se ve algo? -No. -Tal vez no vendrá hoy. -Nunca falla.  Ya debe estar por llegar. Las palabras, proferidas en tono apenas audible, trasuntaban el estado de impaciencia y nerviosidad que embargaba a los cuatro hombres que, abroquelados en el hueco de una casa, permanecían quietos, los ojos clavados en la calle oscura y desierta, fuertemente cerradas las manos en los puñales disimulados entre la ropa.  (Una ráfaga de pujanza y legítimo orgullo lo invadió cuando, erguido en la litera llevada por sus hombres a paso lento, penetró en la plaza de Caxamarca y advirtió que todos los ojos se clavaban en él. Aquí estoy. Sin asomo de miedo ni vacilación. Hubiera querido gritar que ostentaba el título de emperador del magnífico y poderoso imperio incaico y estaba acostumbrado a enfrentar cualquier obstáculo y dificultad. Como el hecho de encontrarse allí, con una reducida escolta, para entrevistarse con los hombres llegados de tierras remotas. El intento por alcanzar la paz y la concordia revelaba sin duda una actitud precavida, plena de respeto, admiración y aun temor, en procura de evitar cualquier enfrentamiento en el territorio donde él contaba con toda la fuerza y autoridad. Cuando detuvieron la litera  en  el  centro  de la plaza, uno de los extranjeros se le acercó. A pasos torpes debido a la gordura fofa, con una gran cruz de madera colgada del cuello, sosteniendo en las manos una especie de caja, voluminosa, forrada de cuero. Entonces la sorpresa se transformó en desagrado y, por último, en furor descontrolado, tanto por el tono de la voz como por el sentido de las palabras que le iban traduciendo en su lengua. De pronto comprendió el propósito de los visitantes. Someterlos, en una postura altiva y exigente, más que lograr el establecimiento de un estado de unión y amistad. Como si fueran los dueños absolutos de todo el imperio y no ellos, sus hermanos de sangre, los hombres y mujeres nacidos allí y que, a través de generación en generación, aportaron su lucha y afecto y sacrificio para resguardarlo de cualquier peligro. El hombre amenazó con declarar la guerra y tomar sus bienes y provocar los mayores males si no aceptaba el requerimiento de reconocer a la Iglesia por señora y superiora del universo, y al Sumo Pontífice en su nombre, y al Rey y a la Reina de España como superiores y señores de esas tierras. A modo de corolario, lo instó a colocar una mano sobre la caja y jurar un compromiso de fidelidad y obediencia. -¡No! -lo apartó con gesto brusco y rabioso- ¡Jamás! La perplejidad e indignación enrojecieron el rostro del hombre gordo. Comenzó a mover los brazos y proferir gritos desaforados, como expresión de repudio o más bien en urgente pedido de ayuda. Abruptamente quedó revelado el engaño, la burla, el subrepticio ataque preparado por los invasores. Al surgir las figuras. Numerosas. Incontenibles. Demoledoras. Cubriendo la plaza desde todos los rincones. Y muy pronto el primer estampido quebró la quietud de la tarde soleada.)  Al trasponer la puerta, observó el habitual panorama de todas las noches: el carruaje, los soldados que formaban guardia, la soledad de la calle. Aspirando el aire que atenuaba un poco el intenso calor, ascendió al vehículo. Sí. Amo y señor de hombres y haciendas. El que dispone y ordena. Recostado en el asiento, sintió el deseo de lanzar una carcajada plena de satisfacción al imaginar lo que le esperaba: los amigos reunidos en el salón del Palacio; la comida sabrosa y abundante, acompañada con vinos especialmente elegidos; la charla salpicada con divertidas bromas; la compañía de una mujer para aplacar las urgencias del cuerpo. El recreo que podía disfrutar cada noche resultaba el premio cosechado tras la exitosa expedición al Perú. Pocos creyeron que podría hacerlo. Como si no hubiera tenido cojones para someter a unos indios miserables y extraer todos los tesoros de aquellas tierras.  Constituía una forma de cobrarse los esfuerzos, el acoso del hambre y las enfermedades, el desdén y la falta de apoyo que habían jalonado la ardua campaña a través de la cual se propuso no sólo conquistar gloria y riqueza, sino también llevar a cabo un desafío. Audaz. Irresistible. Lo hice. Fui y aplasté a esos indígenas y volví con un cargamento de joyas y oro como ningún conquistador pudo hacerlo jamás. Por eso ahora, regocijado, sólo deseaba recoger los frutos de su hazaña.  (Engañado. Como  un  pájaro  cayendo  inocentemente  en la trampa artera, preparada con cuidado y alevosía. Sin tener la menor posibilidad de evitarla, de esgrimir una defensa. Y ahora, encerrado entre cuatro paredes desnudas e inviolables, lo golpeaba sin piedad el recuerdo de la infernal escena vivida en la plaza de Caxamarca, con el remordimiento nacido del error, la improvisación o excesiva confianza con que había actuado ante los visitantes, sin presentir que, tras la apariencia de alcanzar una relación fraterna y pacífica, veladamente estaban maquinando la traición. Fulminante. Despiadada. Haber visto caer a hombres y mujeres de su pueblo por el disparo de los arcabuces y el accionar de las espadas y la carga briosa e incontenible de los caballos, le dejó un sabor amargo, la persistencia de una culpa que agigantaba el dolor, la furia, el resentimiento. Vengar la sangre de ellos. Hacer algo para proteger a mi pueblo antes de que sea completamente destruido. Rápidamente. No sólo para demostrar el poder del imperio incaico, sino también como una obligación o deber hacia quienes acataban fieles y obedientes cada uno de sus mandatos. Les haré pagar caro la muerte de mi gente. Se arrepentirán para siempre de haber pisado nuestras tierras. Y arrebatado por ese propósito, marchaba por la celda, incapaz de alcanzar un momento de sosiego y alivio. Días y días. Hasta que decidió efectuar una propuesta al jefe de los extranjeros. Deslumbrante.  Casi increíble. Comprar la anhelada libertad por todo el oro y plata que podía contener la pieza donde estaba encerrado. Notó el brillo de la codicia y el goce en los rostros de sus enemigos. Sin disimulo. Después, mientras llegaban desde todos los pueblos y montañas y más apartados rincones del imperio los preciados objetos que iban a representar su salvación, se dedicó a planear con ardor y meticulosidad el modo de concretar la venganza. Estas tierras son nuestras. El legado más valioso de nuestros antepasados. Y no permitiré que nadie nos eche de aquí. Obsedido por esa idea, esperó -sin tregua, consumido por la impaciencia, con odio creciente- el momento de ejercer plenamente los atributos que le confería ser emperador de los incas.)  -Ya parece inútil seguir esperando. -No debe tardar.  Viene todas las noches.   -A lo mejor hoy cambió de idea. El tedio de la espera impuso poco a poco un clima de malhumor y desmoralización entre los hombres. Abandonando la actitud cautelosa que los había mantenido apretujados junto a la pared, comenzaron a hablar con voz más fuerte y dar pasos cortos y nerviosos. -Tendríamos que haber ido a... -¡Silencio! ¡Escuchen! Los cascos de caballos desalojaron la quietud de la calle. -Sí. Ahí viene el carruaje. ¡Prepárense!  (No. No. Quemante, el grito. Provocado por el estupor, la indignación, el sentido de absoluta impotencia cuando los otros decidieron quebrar de manera abrupta el acuerdo establecido para recuperar su libertad. Por segunda vez tuvo la certeza de sufrir una burla cruel, de ser pisoteado como un mísero insecto. Al resultar claro que no estaban dispuestos a cumplir lo prometido.  Poco antes de vencer el plazo de dos meses para llenar la pieza de oro y plata, inventaron una siniestra artimaña. Feroces. Implacables. No quisieron correr el riesgo de que me pusiera al frente de mi pueblo para echarlos de nuestras tierras. Entonces lo acusaron de traidor, de estar preparando una conspiración, de rendir culto a dioses falsos. Como si aislado en la celda pudiera hacer otra cosa que dar pasos en círculo o lastimarse los puños golpeando impotente las paredes o sentir el peso lacerante de la soledad. Sometido a un juicio vilmente preparado, incapaz de articular la menor defensa, con los hombres y mujeres de su raza masacrados sin piedad por los visitantes, comprendió que estaba condenado de antemano. Sí. Ofrecerles diez o cien piezas como ésta llenas de oro también habría sido inútil. Sólo les interesa mi sangre. El trofeo más importante de la conquista. Y lo abatió el sentido de la derrota, no tanto por él, sino por su pueblo, por los queridos hermanos que siempre le dieron muestras de lealtad y confianza. Sin poder hacer nada para salvarlos de la esclavitud y la muerte. Y aunque presentía que una sombra ignominiosa iba a caer sobre el imperio afanosamente construido a lo largo de tantos años, no quiso otorgarles a sus enemigos el placer de verlo flaquear. No. Firme, hierático, casi desafiante enfrentó el suplicio.)  Permaneció recostado en el asiento mientras el carruaje efectuaba el habitual recorrido, como si necesitara un breve reposo antes de gozar, con pasión e intensidad, las largas horas de holgura que le deparaba cada noche. Sí. Un merecido premio. Reconfortado. Queriendo paladear cada segundo del halo de prestigio y gloria que había empezado a cosechar después de la triunfal campaña al Perú. Bruscamente se desvaneció la zona de placidez y regocijo. Una ráfaga de sorpresa, desconcierto, aun miedo, lo paralizó al detenerse el vehículo y percibir palabras entrecortadas y algunos golpes secos y contundentes. No pudo definir cuánto demoró en reaccionar. Vacilante abrió la portezuela. Al descender notó algunas siluetas movilizándose en la oscuridad de la calle. -¡Marqués Francisco Pizarro! La voz tuvo un acento lejanamente familiar. Creyó ser acosado por sombras del pasado. Impetuosas. Abrumadoras. -Sí. ¿Quién me... ? No pudo continuar. Figuras indefinidas cayeron sobre él. Silenciosas. Inmovilizándolo. Con decisión y vigor. Entonces sintió el frío acero en la garganta..  PÁGINA Nº 8.Tucumán.Por Sonia Catela (Ceres)  soniacatela@arnet.com.ar.  Marcho como una bandera, soy una bandera. Marcho como una bandera cuyo color irrita. Marcho para enfurecer. Flameo sobre las escaleras de la casa de gobierno y sin que lo pida, se me abre paso. Soy un fuego encrespado del que la multitud se aparta. Los examino, asustados por lo que extiendo en mis manos, un escudo y una provocación. Va delante de mí, una bandera de cedro, una prolongación de mi mismo,  la encarnación leñosa de mis ideas y realidad. Mi realidad es ese ensamblaje de tablas rectas. Sobre las baldosas, su reflejo. Y sobre los espejos, su reflejo. Marcho y camino y subo escalinatas y traspaso jardines, ondeando, en llamas, sin abrir la boca, sin que haga falta abrir la boca para que se sientan quemados por mi bandera. Voy directo como si el camino estuviera marcado con reflectores o como si los reflectores se encendieran a mi paso, por contagio de mi flama. Ni siquiera me detengo ante la arcada principal: la flanquean policías a quienes enceguece mi decisión, mi no pedir permiso, mi no titubear. Mi seguir y adentrarme en este emblema de poder,  yo, antagonista de ese poder y de las falsedades que ese tremendo poder encarna.    Camino con mi bandera y mi realidad adelante –verdaderamente, no las empujo, sino que ellas me levantan y me mueven-. Hiendo este salón oval con mi ofensa, lastimo ojos que se retiran, cuerpos que se apartan, alguien que se desvanece, y en el fondo, detrás del escritorio, la silla ornada como la de un monarca. El  gobernador. Me enclavo, rodeado de sumisión, yo un mástil con una bandera en un mar manso de cuerpos que susurran obsecuencias, “adelante, gobernador”, “así se hace, gobernador”. Mi realidad y mi bandera de pie, braman, los atraen y acallan. También el  magistrado me está viendo, y pasma su boca  y baja las manos como si se enjuagara en agua de perdones. –Insolente- expele de su recetario de palabras, y levantándose, se sostiene sobre un timbre. -Esto le corresponde- replico y coloco la realidad, abierta, sobre la tapa del escritorio, empujándosela. -Muévanse, sáquenlo de aquí- y el gobernador se retrae, con su histeria, su cuerpo; teme el ataque de esta madera muerta.    A su diestra, un burócrata murmura “bárbaro”; pero no se pone en movimiento. El movimiento retrocede ante la realidad que las tablas y su contenido abren encima del escritorio.   Marchamos, yo y mi bandera bajo el sol de Tucumán, encendiendo el mundo, prendiéndole fuego al pasado de quienes nos flanquean, dejándolos como un campo arrasado y listo para que brote otra planta; los funcionarios, secretarios, legisladores se espantan “pero cómo se atreve”, llevo una cruz bandera  y la deposito; les ubico su verdad sobre la caoba, aunque ellos vean solamente el puñado de huesos desnutridos de un niño que pueden ser de cualquier chico, pero son del mío, huesos que ya no jadean su derecho a la carne, los puros huesos con su pellejo reseco, descomponiéndose. “Su cosecha, gobernador”-, repito aunque en el salón del dignatario se siga representando el “cómo se atreve”, ya en ondas de movimiento, ya alegando que me aplicarán aquel artículo del código penal y aquel otro y el de más allá, y en movimiento me rodean y se apresuran a tapar el cajón, tapar mi verdad de madera con los sacos que se quitan, ocultarla con presteza bajo uniformes y trajes de secretarios y directores, y se la llevan y encapsulan, la ponen en cuarentena, contagiosa, y el artículo tal del código penal me retira del salón y yo marcho bajo el sol de Tucumán como si algo pudiera ocurrir y estuviera ocurriendo o fuera a ocurrir.. PÁGINA Nº 9 – PÁGINAS MEMORABLES. Juana de Ibarbourou. Poeta uruguaya nacida en Melo en 1892. Desde muy joven empezó a publicar los primeros poemas bajo el seudónimo de Juanita de Ybar. Su estilo inicial fue apasionado y sensual dentro de la órbita modernista, vinculándose luego al vanguardismo. Su verso, con el paso del tiempo, ganó serenidad y melancolía, haciéndola alcanzar el Premio Nacional de Literatura en 1959. Escribió Lenguas de diamante (1918), Cántaro fresco(1920); Raíz salvaje (1922); Ejemplario (1927); La rosa de los vientos (1930); Los loores de Nuestra Señora y Estampas de la Biblia (1934); Chico Carlo (1944); Los sueños de Natacha (1945); Perdida (1950); Azor (1953); Mensaje del escriba (1953); Dualismo, antología; Destino, relatos; Oro y tormenta (1956); Juan Soldado (1971), y varias obras para niños.  Falleció en 1979. . Elogio de la lengua castellana.

¡Oh, lengua de los cantares!

¡Oh, lengua del romancero!

Te habló Teresa la mística.

Te habló el hombre que yo quiero.


En ti he arrullado a mi hijo

E hice mis cartas de novia.

Y en ti canta el pueblo mío

El amor, la fe, el hastío

El desengaño que agobia.


La lengua en que reza mi madre

Y en la que dije: ¡Te quiero!

Una noche americana

Millonaria de luceros.


La más rica, la más bella

La altanera, la bizarra,

La que acompaña mejor

Las quejas de la guitarra.


¡La que amó el manco glorioso

Y amó Mariano de Larra!


Lengua castellana mía,

Lengua de miel en el canto,

De viento recio en la ofensa,

De brisa suave en el llanto.


La de los gritos de guerra

Más osados y más grandes.

¡La que es cantar en España

Y vidalita en los Andes!


¡Lengua de toda mi raza,

Habla de plata y cristal,

Ardiente como una llama,

Viva cual un manantial!
.La hora.Tómame ahora que aún es temprano
y que llevo dalias nuevas en la mano.

Tómame ahora que aún es sombría

esta taciturna cabellera mía.
 Ahora , que tengo la carne olorosa,
y los ojos limpios y la piel de rosa.

Ahora que calza mi planta ligera

la sandalia viva de la primavera
 Ahora que en mis labios repica la risa
como una campana sacudida a prisa.

Después... ¡oh, yo sé

que nada de eso más tarde tendré!
 Que entonces inútil será tu deseo
como ofrenda puesta sobre un mausoleo.

¡Tómame ahora que aún es temprano

y que tengo rica de nardos la mano!
 Hoy, y no más tarde. Antes que anochezca
y se vuelva mustia la corola fresca.

hoy, y no mañana. Oh, amante, ¿no ves

que la enredadera crecerá ciprés?
.Como la primavera..Como un ala negra tendí mis cabellos
sobre tus rodillas.

Cerrando los ojos su olor aspiraste

diciéndome luego:

-¿Duermes sobre piedras cubiertas de musgos?

¿Con ramas de sauces te atas las trenzas?

¿Tu almohada es de trébol? ¿Las tienes tan negras

porque acaso en ellas exprimiste un zumo

retinto y espeso de moras silvestres?
 ¡Qué fresca y extraña fragancia te envuelve!
Hueles a arroyuelos, a tierra y a selvas.

¿Qué perfume usas? Y riendo le dije:

-¡Ninguno, ninguno!

Te amo y soy joven, huelo a primavera.
 Este olor que sientes es de carne firme,
de mejillas claras y de sangre nueva.

¡Te quiero y soy joven, por eso es que tengo

las mismas fragancias de la primavera!
.Millonarios.Tómame de la mano. Vámonos a la lluvia
descalzos y ligeros de ropa, sin paraguas,

con el cabello al viento y el cuerpo a la caricia

oblicua, refrescante y menuda, del agua.
 ¡Que rían los vecinos! Puesto que somos jóvenes
y los dos nos amamos y nos gusta la lluvia,

vamos a ser felices con el gozo sencillo

de un casal de gorriones que en la vía se arrulla.
 Más allá están los campos y el camino de acacias
y la quinta suntuosa de aquel pobre señor

millonario y obeso, que con todos sus oros,
 no podría comprarnos ni un gramo del tesoro
inefable y supremo que nos ha dado Dios:

ser flexibles, ser jóvenes, estar llenos de amor.
.La higuera.

Porque es áspera y fea,

porque todas sus ramas son grises

yo le tengo piedad a la higuera.


En mi quinta hay cien árboles bellos,

ciruelos redondos,

limoneros rectos

y naranjos de brotes lustrosos.


En las primaveras

todos ellos se cubren de flores

en torno a la higuera.

Y la pobre parece tan triste

con sus gajos torcidos, que nunca

de apretados capullos se viste...


Por eso,

cada vez que yo paso a su lado

digo, procurando

hacer dulce y alegre mi acento:

"Es la higuera el mas bello

de los árboles todos del huerto".


Si ella escucha,

si comprende el idioma en que hablo,

¡Que dulzura tan honda hará nido

en su alma sensible de árbol!


Y tal vez, a la noche,

cuando el viento abanique su copa,

embriagada de gozo le cuente:

"Hoy a mí me dijeron hermosa".
. Despecho.

¡Ah, que estoy cansada! Me he reído tanto,

tanto, que a mis ojos ha asomado el llanto;

tanto, que este rictus que contrae mi boca

es un rastro extraño de mi risa loca.


Tanto, que esta intensa palidez que tengo

(como en los retratos de viejo abolengo),

es por la fatiga de la loca risa

que en todos mis nervios su sopor desliza.


¡Ah, que estoy cansada! Déjame que duerma,

pues como la angustia, la alegría enferma.

¡Qué rara ocurrencia decir que estoy triste!

¿Cuándo más alegre que ahora me viste?


¡Mentira! No tengo ni dudas, ni celos,

ni inquietud, ni angustias, ni penas, ni anhelos.

Si brilla en mis ojos la humedad del llanto,

es por el esfuerzo de reírme tanto...
.El dulce milagro.¿Qué es esto? ¡Prodigio! Mis manos florecen. Rosas, rosas, rosas a mis dedos crecen. Mi amante besóme las manos, y en ellas, ¡Oh gracia! brotaron rosas como estrellas.  Y voy por la senda voceando el encanto y de dicha alterno sonrisa con llanto, y bajo el milagro de mi encantamiento se aroman de rosas las alas del viento.  Y murmura al verme la gente que pasa: -¿No veis que está loca? Tornadla a su casa. ¡Dice que en las manos le han nacido rosas y las va agitando como mariposas!  ¡Ah, pobre la gente que nunca comprende un milagro de éstos y que sólo entiende, que no nacen rosas más que en los rosales! ¡Y que no hay más trigo que el de los trigales!  Que requiere líneas y color y forma y que sólo admite realidad por norma. Que cuando uno dice: -voy con la dulzura, de inmediato buscan a la criatura.  Que me digan loca, que en celda me encierren, que con siete llaves la puerta me cierren, que junto a la puerta pongan un lebrel, carcelero rudo, carcelero fiel.  Cantaré lo mismo: -Mis manos florecen. Rosas, rosas, rosas a mis dedos crecen. ¡Y toda mi celda tendrá la fragancia, de un inmenso ramo de rosas de Francia!.  PÁGINAS Nº 10 y 11 – RESEÑAS DE LIBROS. Historias de uno – Ariel Giacardi– 60 ps. – Edición del autor - Santa Fe. Ariel Giacardi ofrece su cuarto libro de poemas con necesario compromiso de inocente. Un libro en el que no desarticula criaturas: ellas lo convocan, y él las deja hacer. Cada una en su historia, en su círculo virtual de ayes, de pensares, de vacíos. Un libro en el que no hay celebraciones, más que el goce de una metáfora o el paso de danza de una palabra que se desliza sobre otra, casi subrepticiamente, en el ritmo total. Giacardi, en el ritual de las emociones, llega a veces a la mutilación del instante. La gracia es una tangente, cuando no una cobardía. Y los seres, sus  seres (también él mismo, sobrenadando, siempre), laten y responden, entre los cuchillos de la angustia y esa dulce trepanación de la esperanza. Su poética, de pronto, conjuga las auras de dos grandes poetas hispanoamericanos: el español Rosales y el peruano Vallejo. Por ahí, los códigos de transparencia de Luis Rosales; por ahí, el duro acero de César Vallejo, con esa dramática de vida que conmueve y a la vez desconcierta. Belleza dolorosa la que conjuga Ariel Giacardi en estas Historias de uno. Una consagración de la existencia, quizá, por encima del tiempo, de los carriles temporales. Cristales sin brillo. Amores quebrados. Olvidos que se  espejan en la mirada del otro. Ausencias infranqueables. Su poética –más allá de un corpus determinado- obedece a los cánones de cierto desgarramiento compartido. Dolor en el encuentro/desencuentro, que el poeta burila sin tintas oscuras. Por el contrario, su voz (sin ahogar el grito) es una voz clemente, casi fresca, obediente a los secretos órdenes. La poesía no está en primera plana, dice. Porque no tiene senos como nardos, clama. Porque no vende sueños / no regala nada / no está bajo sospecha, denuncia. Piensa a veces que se nos fue / gota a gota / la inocencia. Pero recupera las huellas prodigiosas, propone maniatar las hogueras del cansancio, y por ahí, hallar los pájaros hilando un desabrigo: todo él con dedos de semilla.Poeta de pie, va descifrando destinos como historias, historias como juegos, juegos como mariposas. Como si no supiese que ya es tarde/ para algunas tristezas. Aunque la vida sea un convite irrenunciable: que yo quiero quedarme en esta vida / aunque no sepa la razón, quedarme / así como al descuido. Y continúa el poeta: Quedarme de este lado del abismo / a ver cómo sucede la intemperie, / los eclipses, la furia / la verdad que no alcanza, / y por qué no, la muerte, esa impericia / ese impuesto a la ausencia, ese  delito. Estos poemas cotidianos están nutridos por lo irrenunciable. ,,,y estar solo / muy solo / como Dios cuando reza o da las gracias / y ver / la soledad cómo edifica / la obcecada estatura de la ausencia,/ pero contigo / amor,/ pero contigo. Y al final del poema titulado Después de la tristeza, remata con resignada elocuencia: No sé si a usted le pasa, pero a veces / la noche es un resumen / una síntesis lenta, / sobre todo si hay dos o tres jazmines / en el rincón más tibio de la casa / que se mueren de pena / y una música blanda lo conmueve / y ella dice: qué largos son los días / pero usted no contesta. Belleza dolorosa que sobrevuela estados y pasiones. Como nube. Como pájaro. Y que asocia el hambre combatiente y las pesadillas largas, sin trincheras, con el reclamo que nos han devaluado la esperanza / y establecido turbias hipotecas / sobre cada fracción de nuestros sueños, / que a la vida le han puesto cuatro cifras / y un punto decimal, por lo que fuera. Y belleza, sin embargo, que más allá del asombro y la nostalgia, halla la gota de amor que sobrevive. La vital alfarería constelada.. J. M. Taverna Irigoyen (Santa Fe). La pasión y la excepción – Beatriz Sarlo – 270 ps. – Siglo XXI editores – Buenos Aires . La autora afirma en el prólogo de esta obra lo siguiente: “Hay razones biográficas en el origen de este libro. (…) Formo parte de una generación que fue marcada en lo político por el peronismo y en lo cultural por Borges (…)”. Esto hace que este ensayo tenga un marcado y sentido carácter personal. Incluye, y cada uno a su turno, tres personajes y hechos que dejaron su impronta en el escenario nacional, por lo menor en cierta época histórica: Eva Perón, devenida en emblema del Estado justicialista y una especie de heroína de las multitudes desposeídas, el secuestro y la muerte del Gral. Pedro Eugenio Aramburu y las ficciones literarias de Jorge Luis Borges. No pueden menos que sorprender, por lo menos a quien suscribe, las categorías con las que se maneja esta escritora inteligente y particularmente activa: la pasión, el grado extremo de tensión a que son expuestas las pasiones, y, a la vez, la racionalidad que se deriva de las que aquí son tratadas. Pero también hay que señalar el carácter de la excepción, a la que el libro apunta. Y que ubica en el marco del régimen político de ese momento en los siguientes términos: “Ninguna virtud, ninguna comparación, pareció inadecuada en el culto de la personalidad que el peronismo convirtió en el pivote de su política de masas.” Y refiriéndose a Eva Perón, pues de ella se trata, Beatriz Sarlo añade que “los héroes, los valientes y los excepcionales mueren jóvenes (…).” En la lógica de la pasión y la excepción, se desenvuelve la temática de este libro, que la autora concluye con una última y textual referencia: “En teología política, Schmitt escribe: ´En jurisprudencia, el estado de excepción tiene un significado análogo al del milagro en teología´ (cit. p. 43). Los montoneros, dice Beatriz Sarlo, posiblemente no se hubieran sentido inquietos por esta tesis.”. María Teresa Rearte Basla (Santa Fe).  El gusto del agua – Lermo Rafael Balbi – Ed. Responsable B. Enry Milesi – Imprenta Gutenberg – Rafaela. Lermo Rafael Balbi fue un querido amigo, escritor excelente y poseedor de altas dotes morales, que falleció tempranamente, el 21 de mayo de 1988, a los 56 años de edad. Autor de relevantes libros en prosa y en verso, conquistó diversos e importantes premios en serios medios de Rafaela y Santa Fe. Poeta de vida interior intensa, “que consigna momentos de desolación, angustias, revelación y sabiduría!, como bien lo señala Graciela Maturo en el prólogo de esta obra que nos ocupa: El gusto del agua, que termina de editarse con la responsabilidad de su gran amigo y albacea B. Enry Milesi, presente siempre en cuanto hecho se refiera a cualquier aspecto de la vida artística o personal de Lermo. Resulta una delicia recorrer las páginas de esta creación que reúne poemas inéditos y en parte recopilados de libros editados, en los que palpita la espiritualidad y la sapiencia de este verdadero poeta que pasó por la vida sembrando belleza con sus destellos luminosos y acertado decir. La vida de un artista verdadero no finaliza aunque no pertenezca ya a la tierra. Así, Lermo perdura con su espíritu delicado, su interpretación de la mitología y el amplio conocimiento de las cumbres literarias y la constante expresión de la opinión certera y el buen gusto, así como el rechazo de la chabacanería, la vulgaridad, la politiquería y la demagogia. Su poemario, de exquisito lenguaje y alto vuelo espiritual e imaginativo se pone de manifiesto en cada uno de los versos. Como cuando en Estamos solos, nos dice: “Volver a remontar el camino, hermano mío, / y todo, ¿para qué?. Cuando agujas de hielo restallan / en la hierba y tornan a herir la piel lo suficiente / como lo hicieron al morir las últimas flores / del estío”. O en Hoja olvidada, cuando manifiesta: “Y estabas aún temblante, hoja olvidada / del tiempo. En la ventisca crepitaba el leño seco / cauce de pavuras bajo el cielo plomizo / con la primera estrella distante y helada”… Comparable en orientación poética a su obra anterior: Orfeo se reembarca, como lo señala acertadamente la prologuista: “En este libro ahonda su introspección, emprende una aventura trascendente, acoge la muerte y asume su condición de criatura frente al misterio. Es el suyo un canto de transfiguración y conversión”. Siempre recuerdo las palabras de Lermo, que leí en el final de una nota publicada por el diario El Litoral, el 8 de diciembre de 1988, y que muestran en su plenitud a este hijo de Aráuz (“Muerto y celeste”, como denominó a su volumen editado en 1979, Premio Provincial de Poesía): “El efecto estético es, en definitiva, fundamental en mi trabajo literario, cosa que tal vez aparezca menos incontaminada, más eficazmente en mi poesía”.. Jorge Alberto Hernández (Santa Fe).  Santa Fe y sus Leyendas - Zunilda Ceresole de Espinaco - 93 ps. - Ediciones Culturales Santafesinas - Gobierno de la Provincia de Santa Fe - Secretaría de Cultura. Las palabras del prólogo corresponden al Departamento Literatura de la Secretaría de Cultura de la Provincia, que se inician con una cita de Neli Garrido de Rodríguez: "el alma de un pueblo tiene múltiples expresiones, pero quizás ninguna tan auténtica como las que reflejan sus leyendas tradicionales" Si bien el cuento ofrece al lector el placer de imaginar la acción y gozar del desenlace, la narración de leyendas significa, además, un esfuerzo  del autor para imaginar los personajes,  el paisaje, y, además, el conocimiento de las creencias populares que al final compondrán la textura de los temas, tan bien escritos por esta autora. Zunilda divide su trabajo en cuatro  partes: Flora, Curso de agua y peces, Fauna y Temas varios. En el primer relato de Flora: "Las florecitas silvestres", se aprecia la maestría de la autora para emocionar al lector, combinando las travesuras de dos niños con los juguetes sencillos de los chicos pobres, con la  naturaleza, con el sol,  con los colores del paisaje, y con un desenlace feliz. En Cursos de aguas y peces, aprovecha las leyendas para ilustrarnos con los nombres de las tribus indígenas que habitaron la región el relato de paisajes y escenarios que aun hoy se conservan. En Fauna se refiere a nuestros conocidos, El patito franciscano, Juan Soldado, La tacuarita, La cachirla, El chillón, El pato Sirirí, Los bichitos de luz, El Tero, El Carpincho y el Aguará Guazú, detallando también los nombres científicos de los mismos. Por último, en Temas varios, en "Milagro de fuego y humo", relata la fundación del fuerte Sancti Spiritu por Sebastián Gaboto, su destrucción por las indios timbúes y la salvación de los soldados sobrevivientes por San Blas, al que todos creyeron ver, indios y cristianos, en la enorme columna de humo que ascendía al cielo como si fuera su larga vestidura.  Los pollitos de la Virgen, La Virgen de Guadalupe, la luz de la cañada, Negritos del remanso, La Solapa, Origen de los toponímicos Tostado y Pozo Borrado y La tumba roja, completan esta serie de leyendas. Al finalizar esta última dice: "El mundo del mito es el mundo del milagro, donde como en un país, todo se hace posible; a pesar del avance de la ciencia, el hombre no ha perdido su tendencia a creer." Enhorabuena. Un trabajo esencial para la escuela de esta docente, escritora, periodista y mitóloga. . Manuel Bande (Entre Ríos-Santa Fe).  Por encima de los techos – Roberto Malatesta – 40 ps. - Editorial Leviatán – Buenos Aires. Es tan habitual conocer escritores olvidables; lo inhabitual resulta encontrar un libro que valga la pena ser leído. Tan vulgar decir que la poesía transforma la realidad; el milagro consiste en percibir esa transformación, magia que ocurre cuando el lector adhiere sin más a una dicción donde la palabra es objeto y comunicación al mismo tiempo. En estos términos, la poesía que escribe Roberto Malatesta no sólo es un milagro, también tiene algo de mágica. En efecto, su capacidad de observación, su auténtica manera de ver operan sobre el paisaje y lo consuetudinario con despojada lucidez, ahí donde materia y acontecimientos empiezan a volverse una magnitud espiritual de alto y comprensivo pensamiento. Lejos del naturalismo, lejos de cualquier pesimismo prejuicioso, en la notable sencillez de sus proposiciones, el lector va encontrando que vivir y morir por el honor de los hechos y las cosas, aún las mínimas, es una belleza posible, algo arduo y sin embargo, siempre tan próximo. Malatesta demuestra que el género que practica es ancestral y de todos, un habla esencialmente convivible: la altura de un níspero, como afición a la armonía que nos trasciende; la trágica invasión del río, conforme a su conflicto de realidades que nos deja perplejos hasta resolverse en un esperanzado extrañamiento. Confluencia entre naturaleza y cultura, otro reverso del cosmos y el hombre, este libro de un poeta cada vez más indispensable.. Javier Adúriz (Buenos Aires).  PÁGINA Nº 12 . La amante del capitán.. Por José Gabriel Ceballos  (Corrientes). Todavía el capitán Rafael Dacunda y sus oficiales y suboficiales se estaban yendo del pueblo cuando empezaron a manifestarse los rencores hacia Niña Belena, la amante del capitán. La antigua casa de ochava y ladrillos expuestos, que parecía hundirse en el arenal frente a la plaza chica, amaneció pintada en todo su largo con frases ignominiosas. Los injuriantes utilizaron hasta la puerta y las ventanas. Poco después, una madrugada, el vecindario escuchó por primera vez aquel odio hecho pedrea en el techo de Niña Belena. Poco después el cartero entregó allí los primeros anónimos. Tales venganzas, desde luego, eran ratificadas con desaires como la general negación del saludo, la cancelación del crédito en todo el comercio local, el reemplazo de Niña Belena como vocal de la Congregación de la Virgen, etcétera. Pero pasados cinco años desde el renacimiento de la democracia, la gente acabó por dejarla en paz. Eso sí, las distancias permanecieron. Si las pedreas y las cartas anónimas cesaron, no retornaron los saludos, salvo los de algunos por el puro hábito de andar saludando y otras escasas excepciones. Si nadie agredió más a Niña Belena, tampoco nadie se interesó en romper su aislamiento. Sus relaciones quedaron reducidas a su hermana viuda, a su criada negra y muda (quienes vivían con ella; la segunda, autora del niña adherido al nombre desde la infancia), a algunas beatas circunstanciales y al cura, que la confesaba los domingos en la iglesia para la misa de siete. De ordinario ésta era su única salida. Temprano, rápidamente y sin desviar la vista, caminaba ella las tres cuadras hasta el templo. Se sentaba atrás, en un banco que había junto a un altar lateral. A su lado, la negra muda, como haciéndole custodia. Misas aparte, poco y nada se mostraba. Raras veces aparecía en su puerta atendiendo al lechero o a un verdulero. Y muy excepcionalmente iba algún fin de mes a cobrar su pensión de huérfana soltera en el Banco Nación, trámite que casi siempre cumplía la hermana a la vez que cobraba su pensión de viuda. Por estos hechos se la vio envejecer. Su tupida melena negra, cuyo contraste con la alba piel le daba un atractivo principal, fue el primer tributo que su aspecto pagó a la soledad, en la forma de dos rodetes que no mucho después se volvieron grises. Su alta delgadez perdió la elegancia con que paseara sus sobresalientes títulos : reina de la primavera y reina de la sandía en la juventud, y más adelante, entre los treinta y dos y los treinta y nueve años, amante de aquel temible jefe del cuartel e intendente municipal, el capitán Rafael Dacunda. Una rigidez temerosa se apoderó de ella, una tensión profunda desplazó a la gracia. Sólo vestía ropas oscuras. Las arrugas invadieron su cara. ¿Cuánto Niña Belena añoraba la dictadura? La pregunta rondaba la casa de ochava como un fantasma infame. Seguramente, mientras el resto del pueblo procuraba conocer el destino de sus desaparecidos, reconstruir su dignidad destrozada, contener su odio, en aquella casa se recordaba con ternuras al verdugo y los siete años horrendos que éste ejerció el poder, años que la gente había aprendido a representarse mediante imágenes inseparables de Niña Belena. Niña Belena en el palco de las autoridades durante las ceremonias oficiales. Niña Belena de compras con un soldadito en un falcon verde. Niña Belena entrando a la Municipalidad a media mañana, andar monárquico, ataviada como una estrella de cine. Un colimba pasea los perritos regalados a Niña Belena por el capitán Dacunda. Niña Belena corta cintas inaugurales. Niña Belena baila con el chacal en el Club Social. Y también había un sonido, un inconfundible sonido que ligaba a Niña Belena con el horror y que siguió atormentando los cerebros por mucho tiempo: el rumor del automóvil que atravesaba el pueblo llevando al capitán Dacunda hacia su querida, en la alta noche, cumplida otra orgía de tortura y muerte en el cuartel. Se decía que el capitán era el más cruel durante los interrogatorios, de los cuales se ocupaba personalmente por las noches, dos o tres horas antes de visitar a Niña Belena. Que su saña con la picana eléctrica aumentaba mientras se acercaba la hora de reunirse con su amante, hasta poder transformar a un ángel en el peor conspirador subversivo, como que sus subalternos solían reservarle los presos más duros para el final. Cuando los vecinos oían aquel motor nocturno se preguntaban a quiénes, a cuántos infelices el chacal acababa de convertir en desaparecidos. Pero poderoso puño es el tiempo, y apacigua cualquier rencor. Como quedó escrito, en un lustro Niña Belena estuvo libre de los zarpazos del odio, aunque no de la soledad. Se creería que la gente consideró suficiente condena para el futuro aquella terrible soledad que la convivencia con la hermana viuda y la negra (dos sombras) no alcanzaba a disimular. Quizá lo que ocurrió en su espíritu ocurrió por la muerte de la hermana. Por lo menos, muchos -la mayoría en el pueblo- así lo explicaban, y el corto lapso transcurrido entre dicha muerte y la llegada de las mujeres de pañuelos blancos, suponiendo que éstas acudieron enseguida de recibir el llamado de Niña Belena, corrobora la conjetura. Motivada por aquella muerte, en extrema soledad, Niña Belena empezó a sentir el peso de las confidencias del capitán Dacunda como algo insoportable. Descargar su alma de tales secretos se le habría vuelto una necesidad tan grande como respirar. Una confesión con el cura no le habrá parecido bastante. Y no halló otro modo de aligerar su angustia. (La hermana viuda murió cuando Niña Belena ya sumaba sesenta y pico de años, por una enfermedad fulminante. Pobres exequias tuvo. Ambas manos bastaban para contar a quienes se arrimaron al velatorio y solo cuatro coches formaron el cortejo fúnebre). Lo cierto es que unos cuantos meses después de haberse muerto la hermana de Niña Belena llegaron al pueblo unas extrañas mujeres. Unas diez, ancianas, y se hospedaron en el único hotel. Llamaban la atención especialmente por los pañuelos blancos que cubrían sus cabezas. Este detalle, sumado a la tristeza reconcentrada en los rugosos rostros, hizo pensar al principio en monjas veteranas. Varias veces en los primeros cinco días las ancianas visitaron a la ex amante del capitán Dacunda. Al sexto día llegó un moderno automóvil con hombres de apariencia severa y con gruesos portafolios. El vehículo se detuvo frente al Juzgado de Paz y a los pocos minutos se supo que traía a un juez federal y a sus secretarios. A la mañana siguiente comenzó la función. Niña Belena caminaba adelante. Una desteñida sombrilla al hombro, un largo vestido otrora lujoso, sereno el gesto. Dos pasos atrás iban el juez local, el juez federal, los secretarios. Atrás, las ensimismadas ancianas, con la blancura de sus pañuelos vibrando en la plena mañana, unos policías, unos peones municipales con palas, picos y otras herramientas, y la criada de color, quien ya apenas andaba. Pronto la curiosidad se generalizó en el pueblo y hubo una multitud tras Niña Belena. Cuando ésta se detenía y señalaba hacia un lugar preciso, los secretarios procedían. Si lo señalado era una puerta, un secretario se adelantaba, llamaba y a quien saliera le leía y le entrega una orden judicial. Así fueron apareciendo los desaparecidos, después de tanto olvido, en sitios que nadie hubiese imaginado jamás. Huesos ya a medias deshechos, algunas calaveras aún con el espanto del último grito. Dentro de las casas, en veredas, en patios, en huertas, en gallineros. En paredes. Bajo el sillón del dentista, bajo la caja fuerte del banco, bajo las butacas del cine, en las aulas de la escuela, en el Club Social, en el prostíbulo, en el probador de la modista. Bajo las mesas donde se comía diariamente, bajo las camas donde se dormía cada noche, en este zaguán, en aquel baño, en este living, en todas partes, en todas partes.... PÁGINA Nº 13 – POETAS ARGENTINOS . Casi en la línea que limita la pobreza . casi en la línea que limita la pobreza me mojo los labios con lo que me es dado  algo me dice que todo es bendición que hasta en el más perfecto caos hay cierto orden  alrededor de esta casa por ejemplo  en estas cosas pienso mientras destapo los desagües de la cocina  meto treinta y seis sapos en una bolsita de supermercado y pienso que en alguna cosa nos parecemos  no tienen la menor idea de a dónde irán a parar pero aún así cantan-. Sergio Rigazio  (Buenos Aires). Hamaca.. Estoy en cama             (la enfermera  se llama Erminda) Por la ventana que da al patio,  mi hermana pasa a bordo de una hamaca. Pasan también las moras, el verano,  las chicharras. Ha de ser octubre, como esta tarde, o tal vez noviembre, y el calor agobia, porque mi padre que llega del trabajo, se ha soltado, cosa extraña, la corbata. Yo estoy en cama. Y Ana pasa alegre,  viva, a bordo de la hamaca. Habrá sido de vidrio el aire, como esta tarde.. María Teresa Andruetto  (Córdoba). Sosiego . Otra vez termina un día, otra vez apenas               hoy, horas, pasos                         un aliento y detrás, en la espalda,               la desnudez de lo que ya                                            he muerto.                           Otra vez otro aliento y  sin porque,               y tal vez sin mí,                                          este callado gracias que se abre noche,                                     este silente amén que lo recoge todo.    .  Hugo Mujica  (Buenos Aires)  .             I.Esa pantera negra que me habita  y que aguarda en un rincón oscuro     para quemar tu corazón cuando te vas sabe que si la destruyo moriré con ella a poco tiempo del delito. Dice que sólo quema tu corazón cuando te vas aunque vos no sepas que te vas y que tu cuerpo es una sombra azul que invento cada noche sobre el lecho.. Sonia Rabinovich  (Córdoba). De amores suburbanos.4. Cerraron el ciber. La gente escandalizada  de tanto sexo al costo punto com salió a comprar caricias por dos pesos y besos sinceros  en tres pagos con tarjeta sin recargos menos IVA.. Esteban González  (Chaco). La patota.                  Así, de pronto, en medio de la fiesta, del rock, del rap, del crash, el homo sapiens se desnuda.  Husmea, demarca el territorio, y con airadas manos recupera su hacha.  Bestia plural, compacta,  la patota despliega su dominio, acorrala a su presa.  Con infinitos pies, con infinitos puños, con sus arcos y flechas, con sus viejos garrotes, con sus 45, la bestia numerosa desmantela,  desangra a la fragilidad.  Y aunque indiferente o recelosa,  la patota es esclava de una honda pulsión;  con anónimo rostro hace saber quién es: borbota su rugido, ese almíbar impune que atraviesa los tiempos.  Y ahí, en la vereda, puro estorbo, yace el muchacho aquel que sólo fue a bailar,  una noche cualquiera, a comienzos del siglo Veintiuno.. Máximo Simpson (Buenos Aires).  La  palabra. Sin tu voz somos        Nunca Nadie           Nada.           Sólo  palabras.  Sin tu silencio somos raíz de escarcha..                               Ana  Emilia  Lahitte  (La Plata). PÁGINA Nº 14 . Nos..Por Julián Gustems  (Barcelona). Como sea que el muchacho llegaba algo tarde, la Reina empezó a impacientarse. Había perdido la hora de la peluquería y eso era imperdonable. Se dirigió al Rey y a los Afables, gritando su desconsuelo. “¿Quién se ha creído que es este infeliz?” - sus gritos retumbaban entre los muros. - “Cuando llegue le dais diez latigazos”.  Pero al verle se le dulcificó el rostro.  El joven llegaba sudoroso, con grandes muestras de desconsuelo. Iba acompañado de frailes, sanadores y vicereyes, Afables y señoras de buen ver. La Reina apreció la belleza del muchacho y lamentó ser vieja y ser Reina, porque ambas cosas impedían soñar con noches de luna, perfumadas de jazmín. Pero era vieja y Reina y debía contentarse con las manos rugosas del Rey. Así era la vida y así debía aceptarla, pero era en menoscabo de sus sueños de mocita cuando allá en su tierra se le llenaba el pecho de misterios.  La Reina suspiró y se entregó al diálogo.  - “Vais bien acompañado” – indicó.  -         “Así es mi Reina y Majestad. Pero si me siento feliz es por poder veros tan hermosa” – mintió el muchacho. Y añadió: “Me olvidé de traeros rosas, pero os traigo algo mejor, os traigo un nuevo mundo”.-          El muchacho extendió sus planos sobre las rodillas de la Reina.  -         “Aquí está la China, la India y el país del azafrán” – comentó, señalando con su dedito el mapa cartapacio…-          “¿Y Ávila, dónde está Ávila?” – preguntó la señora Reina. “Aquí está Ávila “ – aseguró el mozo. - “En este puntito vagabundo está Ávila”. La Reina no le dio validez pero dijo: - “Bien” - para quedar como una señora. La Reina suspiró profundamente, se admiró de que en un papel cupieran tantos países, incluso su Ávila querida, miró al Rey Su Señor, miró a los Afables y al final se dirigió al capitán de los frailes: “Dice el muchacho que va a darme un mundo”. El capitán de los frailes alzó la mirada al cielo, se tocó el pecho y dijo que sí, que la China y la India y las Bahamas.  - “Pero la expedición costará sus dineros” – sugirió la Reina. - “No tantos como darán los beneficios de su regreso. Traerá oro y plata y alguna cosilla que agradará a la Reina Nuestra Dama y Señora.” - “La expedición la pagarán los judíos y costará mucho menos de lo que se piensa, para mis condominios bastarán un par de puercos y dos barriles de vino” – exigió el muchacho. - “Pero habrá que abastecer a la marinería” – sugirió la Reina. - “La marinería comerá de lo que pesque” – aseguró el muchacho. La Reina volvió a sucumbir a la dulzura de sus palabras. - “Sea”. – sentenció. - “Se prepare el viaje a la China”. Preguntó de dónde era el mancebo. - “No se sabe de cierto pero parece ser que es catalán. Habla muy mal el castellano”. – indicó el capitán de los frailes. - “¿Catalán?” – preguntó Nuestra Señora la Reina. Y agregó – “¿No es de ese país que siempre está reivindicando tonterías?” - “De ese sitio es el mancebo” - aseguraron los Afables. - “No importa. Que se haga el viaje sin más demora. Y que así quede escrito” – sentenció la Reina. Así quedó escrito y así pueden leerlo algunos pocos privilegiados que saben leer los librotes de piel de cerdo que se guardan en algunas bibliotecas del país, libros encerrados en encerados armarios de caoba. A la orden de la Reina se preparó la expedición que fue de once naves, con sus marineros, capitanes y rameras. Se alzaron a la aventura de los mares, enarbolando los estandartes de la tierra de castillos, cantándose, junto a las oraciones, lindas jotas patrióticas. El encuentro con los monstruos marinos no se cuenta en la crónica de aquellos tiempos pero se sabe que ocho de las naves fueron arrastradas al fondo de los mares sin darles tiempo a decir “Amén”, que era la palabra más pronunciada en aquel siglo. Por fortuna llegaron a la costa de la China tres de las naves flotadas, en una de las cuales iba el mozuelo de los descubrimientos. Se tardó en llegar a las costas de la China porque era un país del que sólo conocía su folklore, o por decires de los juglares. Al divisar la China los marineros se afeitaron las barbas, se vistieron con sus mejores prendas y saltaron a tierra. Los nativos les esperaban con gran regocijo pero al verles vestidos con tanta elegancia no pudieron contener sus risas. - “¿De dónde sois ustedes?” – les preguntaron los chinos. - “Venimos de la Iberia” – respondió nuestro muchacho – “¿Ustedes son todos de aquí? ¿De dónde se llegaron?” - “Nosotros no hemos llegado pues siempre fuimos de aquí” – le respondieron con malas caras – “Nosotros somos los indios.” - “¡Los indios!” – gritaron los peninsulares con entusiasmo. A los nativos no les hizo gracia tanto griterío, pues estaban acostumbrados al silencio de las selvas. Pero decidieron ser amables con los recién llegados y les dieron la bienvenida, los frailes empezaron a canturrear sus sermones y a darles – como agradecimiento – carcomidas piedras de Cuenca. Y también - ¡cómo no! – sedas y cruces de esparto. Para celebrar el acontecimiento se preparó una suculenta comida a base de ajos cocidos, patatas a la pobre y zanahoria de Logroño. A los chinos la comida les pareció algo imposible de superar pero, para corresponder, ofrecieron cerebros de mono y filetes de tiburón. El muchacho se presentó como almirante y sucumbió a los encantos de una india. El resto de los marineros también sucumbió. De regreso llevaron tomates diminutos como perlas, ratas enormes, tabaco y ron. Todo lo cual iría a parar a los placeres reales. La Reina se sintió feliz de ver de nuevo al muchacho. Volvió a soñar con dulces praderas y anchos desfiladeros donde el perfume de la menta se imponía. Se sentía más joven y atractiva y aunque no se atrevía a confesárselo, ligeramente arrastrada a mil pensamientos pecaminosos. Pero sobre los ensueños imperaba su obligación de Reina y Madre de las Iberias y Reina, además, de la recién descubierta China. Por esto, en vez de hundirse en tristes cavilaciones se dijo que la China y la Cochinchina bien valían el sacrificio de su fidelidad. Pensó que, sin ella, aquel catalán y la China y la Cochinchina y las enormes ratas y el tabaco y el ron hubiesen estado sin ser descubiertos durante siglos y siglos y que bien valían los descubrimientos de las patatas y los reducidos tomates porque con ellos, y gracias a ellos, los restaurantes podrían, en un futuro, ofrecer platos exquisitos. .  PÁGINA Nº 15 . Me piden una nota para “La Gaceta Literaria” y extraigo este texto de hace unos años, escrito luego de la experiencia emocionante de haber asistido al  velatorio de un artista excepcional cuya pintura admiré desde que ví un primer cuadro suyo. Quiso la suerte que yo estuviera entonces en su ciudad. Y así lo viví..  GUAYASAMIN EN “VASIJA DE BARRO”  El pintor de la ira, la ternura, y los andes ecuatorianos. Por Olga Zamboni  (Misiones). «Pintar es una forma de oración al mismo tiempo que de grito.  Es casi una actitud fisiológica y la más alta consecuencia del amor y de la soledad.  El artista no tiene modo alguno de evadirse de su época, ya que es su única oportunidad. Ningún creador es espectador; si no es parte del drama, no es creador.» Oswaldo Guayasamín. Marzo de 1999 fue un tiempo de pérdidas: en una misma semana callaron la pluma de Bioy Casares y el violín maravilloso de Yehudi Menuhin; poco antes el poeta ecuatoriano Pedro Jorge Vera y el cineasta director de Odisea del espacio; y, el 10, Oswaldo Guayasamin, artista plástico mestizo y quiteño -su nombre significa en quichua “ave blanca volando”- que plasmó en tres etapas una obra monumental en pintura y escultura. Y así las denominó: “Huacayñan: El Camino del llanto”, “La Edad de la Ira” y “La Edad de la Ternura”, documento vivo de reclamo social por los desheredados y al mismo tiempo una altísima cima de arte acendradamente latinoamericano y por ello mismo universal. Un arte que –siempre lo vio así- es combate:  “Esta es mi forma de luchar” -dijo. “Mi pintura es para herir, para arañar y golpear en el corazón de la gente”.  Quisieron las circunstancias que yo estuviera entonces en Quito, había viajado para el encuentro “Palabra de escritor en la Mitad del Mundo”. Había pensado conocerlo personalmente, ya que una vez anterior sólo -y era bastante- había admirado su magnífica obra en museos y en la Casa-Fundación que lleva su nombre. Lejos estaba de imaginarme que ahora lo vería, sí, pero en el féretro, con expresión tranquila en su atezado rostro, elegante en la muerte de un traje marrón claro de hilo. Rodeado de cuadros, hijos de su genial imaginario, de dolorida solidaridad para con el mundo indígena americano del que formaba parte, y de los otros, sus numerosos hijos carnales. Algunas coronas, entre la que se destacaba una de Fidel Castro; otras de curiosa factura: flores secas pintadas artísticamente. Personalidades y gente de pueblo. Llegar al salón donde descansaba su cuerpo fue de una emoción inenarrable. A lo largo de la entrada por un jardín, rosas hincadas en tierra a modo de señalero. Y una fuente, con aguas inundadas de pétalos de flores. Un cantor al son de su requinto entonaba una triste melodía andina de adiós al maestro. Allí, en el silencio atónito: Guayasamín había muerto a los 79 años, en Baltimore, de un sorpresivo y fulminante ataque al corazón cuando nada hacía esperar tal fin y su última obra monumental, la “Capilla del Hombre”, quedaba inconclusa. Yo meditaba, emocionada, ante las dramáticas manos de sus “Hijos de la Ira”, ante la ternura desgarradora de una ”Piedad” colocada en la pared tras el féretro, ante uno de sus Autorretratos, al frente del salón, en aquellas palabras de Pablo Neruda a propósito de Guayasamín:  “Pensemos antes de entrar en su pintura, porque no nos será fácil volver”.  (Efectivamente, una vez visto algún cuadro suyo, será difícil olvidarlo). Y de pronto, fue un rumor entonado, que en colorida procesión inundó el recinto. Callamos más concentradamente aún para percibir hasta el mínimo movimiento: el de las voces, portadas por indígenas pertenecientes a todas las etnias del Ecuador;  allí estaban con sus trajes típicos, velas encendidas en las manos y los mil y un gestos de un ritual quizá milenario para despedir al amigo, al artista y al hombre. Distinguimos en el canto unas palabras: “Taita Guaya, taita Guaya” (=“Padre Guayasamín”)  Asistíamos a un ritual sobrio y sentido, emocionante, en que el arte y los colores andinos de pueblos aborígenes ecuatorianos tributaban, de un modo nunca visto por mí, las honras fúnebres al Maestro y que no era, para nada, un espectáculo fabricado o convencionalmente folklórico, nada de eso. Luego, nos presentaron al poeta Jorge Enrique Adoum, su gran amigo, quien pronunció sentidas palabras en el sepelio: “Yo no vengo a hacer el elogio de Oswaldo sino a enterrarlo. Vengo a enterrarte, Hermano, como tú querías y quisimos todos una vez frente a un cuadro tuyo: en el fondo oscuro y fresco de una vasija de barro” Y entonces nos enteramos de cómo fue gestada esa bella canción oída tantas veces en la voz de Mercedes Sosa y de Los Andariegos sin haber conocido jamás su historia. “Vasija de Barro”, la canción que todo el pueblo, en coro espontáneo, entonó cuando llegaron los restos del Maestro al Aeropuerto Mariscal Sucre de Quito y posteriormente en su sepelio: 
Yo quiero que a mí me entierren como a mis antepasados
 en el fondo oscuro y fresco de una vasija de barro. De ti nací y a ti vuelvo, arcilla, vaso de barro con mi muerte vuelvo a ti, a tu polvo enamorado “Vasija de Barro” había sido creada en conjunto por Guayasamín, los hermanos Valencia, Benítez y el propio Adoum, quien nos contó cómo nació la idea, en una de las habituales reuniones de amigos, a partir de un cuadro del pintor, y luego la composición -compartidas letra y música- de la canción que fue cantada después en todo el mundo. Y justamente de canciones se trataba el grandioso espectáculo que en 1996 se realizó durante tres días consecutivos bajo la denominación de “Todas Las Voces”. En él participaron cantantes de todo el mundo como Alberto Cortez, Joaquín Sabina, Luis Eduardo Aute, Ángel Parra, Silvio Rodríguez, Inti Illimani y nuestros compatriotas Mercedes Sosa, Fito Páez, León Gieco, Víctor Heredia, Piero y César Isella. El motivo de este evento fue buscar adhesiones para el último proyecto del artista que ocupó sus últimos veinte años de vida: “La capilla del Hombre”: queda como sueño inconcluso. Un homenaje a la América precolombina y un llamado a echar abajo las fronteras que separan a los pueblos y establecer entre ellos verdaderos lazos de amistad. Está inspirado, según Guayasamin, en el Templo del Sol construido hace tres mil años e incluiría representaciones de hechos y costumbres, hombres y dioses del pasado indoamericano. Queda a ser completado por sus discípulos. Guayasamín sobresalió como muralista y aun en sus pinturas es dable observar notas de muralismo. En 1982 se inauguró uno de 120 metros en el Aeropuerto de Barajas, en Madrid; otros están en el centro cívico de Guayaquil y en la sala de sesiones del Parlamento ecuatoriano, testigo de la toma de posesión, en 1988, del presidente Rodrigo Borja, a quien pudimos ver en el velatorio. Este último mural mide 360 metros cuadrados. Cuando salimos de la Casa, en una altura, allá abajo caía la tarde sobre la ciudad de Quito, la misma que Guayasamin pintó en azul, en rojo, en gris. En el Ecuador crisis de crisis. Los Bancos han cerrado sus puertas, han congelado los depósitos, hay huelga de taxis; su moneda, el sucre, está devaluadísima. Y Guayasamin ha muerto. Estamos tristes. Miramos las montañas. Más allá se alza el Volcán Pichincha, que mantiene su “alerta amarilla”. Leemos un graffitti:  “Qué explotará primero, señor, el Pichincha o el pueblo de Ecuador”)  Posadas, marzo de 1999 / febrero de 2005.  PÁGINA Nº 16 . Manzanas de caramelo. Por Irma Verolín (Buenos Aires). No visitaba a mi tía sólo para comer aquellas manzanas, ni siquiera para contemplar de qué modo ella ocultaba el verde agua bajo una íntegra capa de marrón dorado. Iba a su pieza también para escucharla. O tal vez para escucharla nada más. Los sábados especialmente los sábados, yo aparecía por la pensión. La encontraba, por lo general, recostada en su cama, abanicándose con un papel de diario en verano o emponchada con la manta gris en invierno. Sobre la mesa ella ya había puesto, junto al Primus, un paquete de azúcar y unas cuantas manzanas. Me daba un beso, ridiculizaba mi acné y luego decía la frase de costumbre: los granitos se van si viene un novio; de lo contrario hay que esperar que termine la adolescencia. Después ella permanecía de espaldas a mí, frente a la pequeña olla sometida al fuego debilucho del Primus que oscurecía lentamente la precipitada lluvia de azúcar. Primero mis dientes atentaban contra la película endurecida. El ruido resquebrajoso, casi igual al de las puertas de goznes desaceitados, me repercutía dentro de la cabeza. A veces algunas esquirlas puntiagudas me lastimaban el paladar, pero por suerte la saliva no tardaba en deshacerlas. Entonces mi mano, la que sostenía el palillo pegajoso, se aflojaba un poco. Después masticaba el centro. Yo detestaba aquel centro blanco, brillante, ácido, que no hacía otra cosa que estirarme la línea de los ojos y fruncir mi nariz. En fin, me apresuraba a devorarla y le entregaba a mi tía el palillo que ella introducía en la segunda manzana. Más de tras manzanas, o quizá cuatro, me era imposible comer. Tía agitaba la cabeza con movimientos chiquitos, hacia la derecha y la izquierda, como diciendo: mirá qué estómago insignificante tenés ¿eh?...¿no comés más? Del movimiento de cabeza pasaba a la pregunta consabida: estaban ricas? Sí, tía, riquísimas. Y yo ya no dudaba de que ella iba a hablar a más no poder. Sabía, además, que sus relatos repetían un orden que comenzaba con la evocación del carnaval del cuarenta y nueve. Con una mano libre para adornar sus palabras y con la otra haciendo jarra sobre su cintura, rememoraba, entonces, aquel carnaval. En media hora se había inventado, con un vestido viejo, un traje de mascarita. Todo era cuestión de ingenio. De más está decir que el vecino, el de la otra cuadra, no sospechó, ni por asomo, que la mascarita que enronqueció su voz durante toda la noche, había sido ella. Es que los antifaces tenían velo. Cuando mi tía llegaba a esa parte de la historia, la sonrisa, iniciada en su boca, se le desparramaba por la cara. Le coqueteé, sí, le coqueteé, me decía levantando los hombros, y el muy atolondrado no se dio cuenta, ¿sabés por qué no me casé con él?, porque era petiso. No me gustan los petisos, vos sabés. A pesar de lo jovencita que yo era en el cuarenta y nueve, ya estaba enterada de que un petiso te quiere mandar. Acordáte de lo que te digo, un petiso es un inseguro de tres por cinco. Mirá lo alta que soy. Enseguida veía las piernas altas de mi tía subiendo a la mesa. Desde allí, blandiendo el palillo pegajoso de la manzana comida, lanzaba carcajadas. Carcajadas de puta de baja estofa, diría mi abuelo. Se reía mucho y sin bajarse de la mesa enumeraba la lista de pretendientes que desechó. El judío con plata, blanco igual que un papel secante y, por si fuera poco, lampiño. El fesa que amasaba los ravioles con cara de galleta de campo. Don Juan, el ferretero, oxidado como los tornillos que vendía. El capataz de nariz colorada. Y el chacarero. ¿Cuál chacarero, tía? ¿Cómo no te acordás?, el que tenía la hermana paralítica. Ah, sí, ya me acuerdo. De la vida de tía toda la familia estaba al tanto. Ella misma se encargaba de divulgarla. Que trabajó en la fábrica desde los quince años, que la echaron, que fue empleada doméstica, que cobró para acostarse, que un folklorista la engrupió con la promesa de ponerle una casa: muebles, cortinas, vajilla, todo lo necesario, hasta que se esfumó con guitarra y bombo y nunca más se supo. También que tuvo que hacerse diecisiete abortos. Yo conocía los pormenores, ella me los contó. Cada uno duró ocho minutos exactos. Duele, sí, y yo miraba el reloj. Un reloj cuadrado con números romanos. Por eso sabía cuándo el asunto estaba por terminar. Ocho minutos. A la mañana y en ayunas. Los gestos de mi tía fueron siempre exagerados. Cejas alzadas, ojos en blanco, manos hacia cualquier parte. Tengo la impresión de que sus conversaciones lograron atraparme durante los últimos años de mi adolescencia, casi todos los sábados, porque con esos gestos ella creaba la intriga y el suspenso. Hasta se me ocurre que sus tonos de voz no significaban demasiado. Una tarde me dijo: A veces pienso que si me hubiera casado mi vida no sería así. ¿Cómo así?, le pregunté. Así, me contestó, mientras, separando una mano de la otra, miraba la distancia entre mano y mano. De esta confesión hará más o menos seis meses, la última vez que la visité. Ahora, con los ojos clavados en el aluminio percudido de la pava, acaba de decirme: estoy en amoríos con un separado, quince años menor que yo, qué me contás. Es locutor de radio, horario nocturno. Viene aquí a la mañana tempranito. La dueña de la pensión anda pregonando que me va a echar, que éste no es lugar para esas cosas. Tendrías que verla, dice "cosas" y arruga la nariz como si estuviera oliendo mierda. Tía, ahora, hace silencio y yo miro la jaula y advierto que, desde que se le murió el canario, a ella le ha recrudecido el buen humor. La observo: agarra la manija de la pava como resistiéndose a acariciarla. Sus uñas, en las que restos de esmalte diseña contornos de mapa, desaparecen detrás de la manija negra. Su cara, en un segundo plano y allá, del otro lado de la puerta, el patio con las macetas vacías. Ahora el pico de la pava se inclina medio desesperado y los ojos de mi tía le lanzan guiños imperceptibles a la jaula desocupada del canario. Estoy viéndole la punta de los dedos en un primer plano que pone en evidencia que se le termino la acetona hace, por lo menos, dos semanas. La pava echa por el pico vapores desconsolados mientras los ojos de mi tía se estiran, de tanto en tanto, hacia el patio. Yo sigo mirando la pava o sus uñas. Ella me está diciendo que recibe cartas de un admirador. Es un antiguo admirador que no anda escaso de recursos. Tiene dos casas alquiladas y un coche. No te voy a mentir, me dice, el coche no es un último modelo, pero lo tiene hecho un chiche. Hace años que le escribe y a veces la viene a visitar. ¿Es morocho, tía? A vos siempre te gustaron los morochos, le digo. Es castaño, me contesta, y tiene canas en las sienes; eso le da un aire interesante. Tía, ahora, ceba el mate con una parsimonia casi trágica. Vuelvo a mirarle las uñas y me acaricio automáticamente la mejilla. Para esquivar el espectáculo deplorable de sus uñas le miro la cabeza; no se peinó. Son las cuatro de la tarde y todavía no se peinó. Y me dice: se vienen los calores, estamos en octubre... ¿Y vos en qué andás?. En lo de siempre, le contesto, escribo. Inventa una mirada de simulado horror y dice: ¿escribir? ¿se puede saber qué escribís? Cuentos, escribo cuentos, tía, me escucho decir. Entonces escribís mentiritas, mentiritas... ¿otro mate? Sí, tía, gracias. Descubro en su cara una sonrisa plácida, de labios pegados, dulce, apenas insinuada: una sonrisa que junto con las cejas levemente alzadas ponen en mi tía algo parecido a un mensaje que podría ser el siguiente: ya comprendo, ya no hay nada que hacer, así todo está bien. Me doy cuenta de que ha hervido el agua y se lo digo. Ella, con la pava en la mano, busca en el cajoncito de la mesa de luz la llave del baño, abre la puerta y se va. (Antes ella me aseguraba que una mujer a los treinta años consigue cualquier cosa, siempre y cuando no sea un bagayo. Cómo lo voy a olvidar: ella entonces tenía treinta años y solía acariciarse la mejilla con el dorso de la mano pegajosa por el caramelo de las manzanas. Acordáte, a los treinta una mujer ya tiene experiencia y no está fané todavía. No hay pergamino acá, me decía, señalándose la cara) Tía está otra vez sentada frente a mí. Ha hecho un batifondo terrible con la puerta, con la silla, con el Primus. El me manda cartas, escucho que me dice, me escribe cartas, pero yo no se las contesto. ¿Por qué no se las contestás, tía? No hay que darle demasiada bolilla a los tipos, me asegura, porque se engrupen. Le pregunto cómo se llama el tipo y tarda en responderme. Después dice: se llama Pedro. Pienso que en el caso de que Pedro exista debe de escribir con faltas de ortografía. Ahora mi tía mira el mate con cierta consternación, pero sin perder demasiado tiempo suelta un gritito histérico y con una actitud desafiante me dice: no te conté que el verdulero anda chusco detrás de mí. ¿Cuál verdulero, tía? ¡Mirá la pregunta que me hacés!, el de la esquina, me aclara, como dándome a entender que soy estúpida, desmemoriada o no sé qué. ¿El viejo?, le pregunto. No es viejo, che, es un tipo maduro, me dice, enojada. Y no es que quiera hacerla rabiar, en realidad no tengo la menor idea de qué verdulero habla, por eso insisto: ¿cuál? Y agrego: ¿El turco que vive con la madre? Sí, sí, sí, me dice con fastidio, turco es pero la vieja no tiene para mucho; está consumidísima la pobre. Como no puedo compadecerme de la madre de quien no conozco, le pido a mi tía que le ponga tanta azúcar al mate. Creo que nada más que para devolverme el reproche me pregunta: ¿Y se puede saber qué vas a conseguir escribiendo cuentitos? La miro y no le contesto. Ella se levanta, camina, me da la espalda y se apoya suavemente en el marco de la puerta. No hay un solo malvón en las macetas y yo imagino que ahora ella piensa en eso. Le adivino los ojos buscando algún malvón en las macetas despintadas. No mueve la cabeza, supongo que ni siquiera pestañea, sin embargo sé que dentro de un rato, sin darse vuelta y con un tono de voz entre maravillado e interrogativo, me va a decir si me acuerdo de cuánto me gustaban las manzanas de caramelo..   PÁGINA Nº 17 . Sin SOS hasta SDM es HDP. Por Rogelio Ramos Signes (Tucumán).    Con la vertiginosa carrera del tiempo (potenciada de manera desaprensiva en estos últimos años) el lenguaje escrito, y hasta el hablado, han sufrido numerosas modificaciones. Esto no sólo se debió a la incorporación de lunfardismos, barbarismos, neologismos y germanías de toda laya, sino también a la adopción de siglas y de cifras por parte del periodismo, en primer lugar, y de la lengua con la que a diario nos comunicamos.    La sigla («letra o signo que se emplea como abreviatura de una palabra» según los diccionarios de figuras filológicas) se ha incorporado a la lengua activa como símbolo de premura en las comunicaciones. Así lo aceptamos, así lo entendemos y, por supuesto, lo decimos mal. Mencionamos algo tan simple como una SRL (Sociedad de Responsabilidad Limitada) y damos por sentado que es «una sigla», cuando en verdad deberíamos hablar de «siglas», ya que SRL está compuesta por tres siglas: la ese, la ere y la ele.    Hace algunos cientos de años esto de las siglas no era muy frecuente, tal vez porque no habían tantas sociedades, entidades y agrupaciones que requirieran de una denominación más breve. Se usaba en los documentos oficiales, sí, aquello de SDM (Su Divina Majestad) y alguna otra zalamería ya caída en desuso, como MPS (Muy Poderoso Señor) o MSM (Muy Señor Mío); pero todo lo que ha crecido esa costumbre en estos tiempos, es algo que apabulla a cualquiera.    Sucede que cada grupo, por razones operativas, incorpora sus propias siglas al hablar cotidiano. La desazón se genera cuando la comprensión de esas siglas se da por sobreentendida e intenta incorporárselas en otro ámbito. De esta manera es como a diario (y en los diarios, vea usted) nos encontramos con textos que nos hablan del PBI, de los ATN, de las AFJP e inclusive de la CAME, gracias a los eficientes servicios de SNI, ANSA, DYN y DPA. Perdón. Creo que ya hace largo tiempo que me perdí en esta maraña de palabras sigladas que mucho pretenden y poco explican.    Antes era más fácil. Estaba la CGT (Confederación General de Trabajadores), estaba la AFA (Asociación del Fútbol Argentino, y alguna vez Amateur Football Association), estaba el rótulo latino INRI (Iesus Nazarenus Rex Iudaeórum) que llegó a usarse como palabra, estaba el QEPD de las necrológicas (que en paz descanse), pero llegó el ACA y la ACA (Automóvil Club Argentino y Acción Católica Argentina, respectivamente) y la AAA (Asociación de Actores Argentinos) y su homónima AAA (Asociación de Árbitros de la Argentina) y su recontrahomónima AAA (la tristemente activa Alianza Anticomunista Argentina, luego llamada Triple A para diferenciarla de las dos anteriores que nada tenían que ver con esa lacra). Y así fue como la popularísima SA (Sociedad Anónima) quedó corta y necesitó de una SACI (o SAIC) y de una SACIF y de una SACIC y hasta de una SACIFIA. Luego llegó la SH (Sociedad de Hecho) con una finalidad algo más casera. Y así como en alguna época un funcionario de mediano rango no podía preciarse de tal si no inventaba y ponía en circulación su propia planilla, hoy en día ya casi es imposible ir a tomar un café con un amigo si no le ponemos un nombre (una sigla, ¿vio?) a nuestro acto compartido.    Algunas veces los nombres se deciden buscando una sonoridad: ALCO (Anónimos Luchadores Contra la Obesidad; es decir Gordos Anónimos) y otras veces decididamente no: UTGRA (Unión de Trabajadores Gastronómicos de la República Argentina), tanto como para dar dos ejemplos que son las puntas opuestas de un mismo ovillo: la comida. Asimismo están los que buscan una palabra existente y con sentido en sí misma, para luego desmenuzarla en siglas. Ese sería el caso de HIJOS (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio) que es toda una declaración de principios; pero también sería el caso de un grupo de rock llamado ANIMAL, cuyo significado deliberadamente desconozco, y que nada (pero nada) tiene que ver con el maravilloso grupo inglés Animals de los años ‘60.    De la misma manera en que hay siglas aceptadas desde siempre, por países de diferentes lenguas, como el SOS (Save Our Souls) para pedir ayuda, hay otras como NATO y AIDS, que son usadas en su metátesis castellana OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) y SIDA (síndrome de inmuno deficiencia adquirida), sin preocuparnos demasiado, en este último caso, por no haber sabido que ya había una SIDA anterior (Società Italiana di Assicurazioni) sin relación alguna con el otro tema. Pero, inicial más inicial menos, sabemos que la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura es la UNESCO, y que el Fondo Internacional de Emergencia de las Naciones Unidas a Favor de la Infancia es UNICEF. Aunque las letras en nuestro idioma no coincidan, es el sentimiento lo que debe coincidir.    ¿Recuerdan ustedes el noticiero UFA (Universal Film Aktiengesellschaft)? ¿tienen presente la WATA (World Association of Travel Agencies) que no guarda ninguna relación con cierta panza sudamericana? ¿saben que existía ABRACADABRA (Abbreviations and Related Aeronyms Associated with Defense Astronautiques Business and Radio-Electronics) en extraña conjunción de cifra y de lo que venga? ¿escucharon hablar del BRUTO (Brussels Treaty Organization)? ¿imaginaban que CAFTA (Central American Free Trade Association) nada tenía que ver con la cocina árabe, y que en la SED (Sociedad Española de Difusión) no encontrarían bebidas? ¿sospechaban que la COCA (Cooperativa de Olivicultura, Citricultura y Agraria Concordia, de Entre Ríos, Argentina) no estaba relacionada con la droga ni con las gaseosas ni con Isabel Sarli? ¿intuían que NITO (Norges Ingeniör Og Teknikerorganisasjon) podía ser el diminutivo de Mariano? ¿creían que el PUS (Paysan d’Union Sociale) requería de un desinfectante, que OSA (Ontario Society of Artists) terminaría en un zoológico, que NATA (National Aviation Trades Association) iría a parar al colador, o que el CID (Criminal Investigation Department) era una oficina relacionada con las campañas bélicas de don Rodrigo Díaz de Vivar? ¿qué me dicen de la FIFA (Féderation Internationale des Foot-ball Associations)? al menos ¿qué me dicen de la primera vez que escucharon nombrar a la FIFA? Todos los malpensados se equivocaron. Se equivocaron de cabo a rabo; porque CABO, tal vez, quiera decir Comando de Asistencia Bengalí Obligatoria, pero no es seguro; y RABO, Residuos Arábigos Bordados en Oro. No sé. Estoy improvisando, ya que todo es posible, salvo dar por sentado a quien todavía sigue en pie. Hasta no hace mucho PC sólo quería decir Partido Comunista, pero hoy en día casi todos tienen una PC (Personal Computer) en su casa, aunque algunos detesten a los comunistas, amen el american way of life y suscriban a las tradiciones occidentales y cristianas.    Los especialistas en el tema aseguran que las mejores siglas son las de tres letras, pero no las que forman en sí mismas una palabra pronunciable (USA, CAT, NOA, IVA, OCA, TOP, UFO, UOM, TIA, NEA, ONU, ALA, COB, CIA, UTA, FUA, VIP) porque eso sería algo rebuscado; sino las que deben ser pronunciada letra por letra (sigla por sigla) a saber: ADN, BCG, HBO, TNT, DNI, PRT, DGI, LSD, BBC, IBM, TDK, ATC, KGB, FMI, JVC, PCI, EPS, BMW, BGH, PVC. Y como la voz de los entendidos no debe ponerse en duda, es que concluye aquí (con timidez y respeto) este texto de RRS, hijo de RRD y de FST, amigo de EDG para más datos, y con las formalidades del caso. Atentamente. SSS (Su Seguro Servidor)..  PÁGINA Nº 18 . Navidades. Por Alfredo Di Bernardo (Santa Fe). Atardece, y la peatonal es un vaivén incesante de gente que circula cargando bolsas y paquetes de todos los tamaños y colores. Desde las vidrieras, la figura omnipresente de Papá Noel con sus renos y su trineo incita a comprar regalos. Y los transeúntes se esmeran en obedecer su insistente mandato comercial. Lo curioso es que sus rostros no reflejan signos de felicidad. Parecen preocupados; se muestran apurados. ¿Y la alegría pura del regalar?  "Allá están más baratos", dice una señora por aquí. "¿Viste ése que funciona a batería?", entusiasma un caballero a su hijo por allá. "Má, yo quiero ése", decreta un pequeñín a babor. "Esas Nike son una masa", se engolosina un adolescente a estribor. "A papá las de poliéster no le gustan", le explica a su hija una mujer de finos anteojos negros. Palabras, retazos de conversación monotemática que voy pescando a medida que me desplazo con dificultad entre el gentío.  El viento norte arrastra el sonido de las campanas de la Iglesia del Carmen. Nadie parece escucharlas. Será por eso que suenan casi afónicas, como si supieran de antemano que es inútil, que los humanos que pueblan la peatonal no habrán de recordar debidamente cuál es la razón que dos mil años atrás, originó el inminente festejo. Ingrato destino el de mártir, pienso. Alguien se toma el trabajo de ofrendar su propia vida para salvar a toda la humanidad, y veinte siglos después, los salvados celebran su nacimiento con una orgía consumista-gastronómica a la que ni siquiera lo invitan. Una promotora muy simpática me sale al paso para ofrecerme, por enésima vez en los últimos diez días, dos celulares al precio de uno. Me pregunto cómo reaccionaría si le contara lo que venía pensando. Desisto de la idea; después de todo la chica simplemente está cumpliendo con su trabajo. Por enésima vez en los últimos diez días, digo que no y sigo mi camino. Doblo por Lisandro de la Torre hacia el oeste, cruzo San Jerónimo, llego a 9 de Julio, cruzo otra vez, giro hacia el sur. El mismo calor, la misma humedad, otros sonidos. Pero haber dejado atrás a la marea compradora de gesto tenso me brinda una clara sensación de alivio. Por un costado de la calle avanzan dos chicos. No deben tener más de 10 años. Uno lleva puesta una camiseta de Colón devaluada por sucesivas intemperies; el otro viste una remera que quizás alguna vez fue blanca, pero ahora presenta un color indefinible. Entre los dos, van empujando una mezcla de carrito y carretilla sobre la que viajan, amontonados, algunos cartones y bolsitas de residuos bamboleantes. Paisaje repetido; a nadie sorprende el espectáculo. Yo mismo, al principio, los miro sin prestarles mayor atención. Pero justo cuando pasan a mi lado, escucho que el de Colón le dice al otro: "uh, ¿sabé qué bueno si llegamo a encontrá un tacho grande, todo lleno de basura?". El pibe grafica su ilusión con un movimiento redondeado de la mano, como si acariciara el lomo de un gran animal invisible. Y hasta le brillan los ojitos al decirlo. Inevitablemente, pienso en el desfile de bolsas y paquetes que acabo de ver en la peatonal. Comparo las expectativas que circulan, paralelas, aquí y allá, separadas por sólo doscientos metros de distancia, y me asombra asombrarme todavía al comprobar la lejanía sideral que divide a las unas de las otras.  Los chicos del carrito-carretilla siguen andando hacia el norte, en busca de su sueño cartonero. Me dejan, sin siquiera sospecharlo, esta flamante tristeza, esta impotencia de saber que no puedo hacer por ellos más que ponerme a escribir este relato. (Quizás Papá Noel los tenga en cuenta y ponga en su camino las sobras de un almuerzo, un par de zapatillas no tan rotas, o el milagro de un juguete tirado por error)..   Leer las piedras.. Por Luisa Futoransky  (Francia). Las ciudades, como los amores tienen diferentes maneras de revelarse ante nosotros. Una manera de entender la ciudad contemporánea es desentrañar la relación y tratamiento que brinda a sus ruinas. Leer las piedras porque ellas son, más que nada ni nadie, depositarias de utopías, caprichos o ignorancia. Los planos de las ciudades de nuestro tránsito definen un croquis que va de nuestras plantas a nuestro imaginario quien les restituye la dimensión única e intransferible  de la emoción.  Qué canto de sirena poseen las ruinas, para atrapar generación tras generación a los viajeros. Tal vez la palabra que mejor convenga para referirlas sea fascinación porque, objetos de horror o de contemplación, la indiferencia les es ajena.  Las ruinas desmienten de por sí, la frágil pretensión del concepto de obra concluida. Domesticadas, embellecidas o enigmáticas, simples o laberínticas, pilladas o pulidas, conjugan en sí, en forma irrefutable el tiempo pretérito condicional de lo vivo para evolucionar dentro de un presente mineral, un señorío vegetal o también un refugio atávico y animal. Testimonios de cuidado o de barbarie, su destino es estar alejadas, desde el comienzo, de la función primera a que las construcciones fueron destinadas por sus arquitectos y contemporáneos. Los esfuerzos para visualizarlas de los peregrinos que convocan, son ímprobos: Concebirlas policromas en su palidez, íntegras en sus fragmentadas mutilaciones, bulliciosas en el mercado de la vida ante su desorbitada mudez. Sobre todo dignas, ante el desfile incesante a que la avidez por divisas de nuestro tiempo las somete. Casi siempre sufren interminables manipulaciones ya que se las desplaza, entierra y desentierra con periódica arbitrariedad. Las ruinas, como los osarios, prueban, la abolición de las fronteras y  nacionalismos laboriosamente pergeñados. ¿La nueva pirámide del Louvre evocará acaso el espíritu chino de su arquitecto o más bien la pompa, circunstancia y ansiedades de nuestra época? ¿El visceral paralelepípedo del Centro Pompidou revelará la arquitectura italiana o inglesa de fines del siglo XX (a causa de sus creadores) o el espíritu libertario que alentó el mayo 68 francés?  Se trate de Roma, Grecia, Jerusalén o Potosí, ruinas de desierto, o de fondo marino, de reliquias o doblones, las ruinas conocen un común denominador: son escrituras a descifrar entre escombros y publicidad de bebidas universales para la sed. Qué sed. Para encontrar respuestas los viajeros van de ruina en ruina, las coleccionan y atesoran, incluso las ideológicas. Para satisfacer nuestra desmesurada apetencia de ellas los arqueólogos, antropólogos, los museos y la pluralidad de sacerdotes o conceptores turísticos -cuando no los ejércitos o los rapaces tombaroli que viven de desvalijar todo tipo de ruinas-, nos ofrecen nuevos mausoleos y despojos. Nuestro engolosinamiento es tal que cada generación continúa a producirlas y producirlos pues siempre habrá viajeros para seguir la signalética con los nuevos dardos de la visita; se trate ya del Domo atómico de Hiroshima, el Ground Zero de Nueva York, los budas dinamitados de Bamiyán, o del 'Aquí estuvieron' los antiguos barrios de Beirut, Dili y Sarajevo. Con o sin luz y sonido que realcen nuestra perversidad. Tal vez por eso, cada vez que aprendemos nuevas técnicas, actualizamos de inmediato nuestra relación con las ruinas. Una de las primeras realizaciones de los multimedia fue reconstruir, también ellos, ruinas virtuales que tienen la calidad y cualidad de ser indoloras. Por lo menos hasta ahora. .  PÁGINA Nº 19 .La cremería.Por Patricia Severín (Santa Fe). Catalino Sureda, según como se levantara, caminaba para un lado o para el otro.Vivía justo en la curva doble. Allí donde el camino espiralea en ese. Unos cuantos pollos, una decena de patos, tres o cuatro lecheras y un sulky para ir a comprar la provista, era todo lo que había ahorrado en la vida. "Lo otro se lo llevó el vino", refunfuñaba su mujer.  A la curva de don Sureda, la llaman La Cremería. En los tiempos de Frondizzi, cuando se hicieron los últimos planes de recuperación del campo, Tolosa, el que vive en La Magdalena, se animó a poner una fábrica: sacaban crema y hacían quesos para vender en la ciudad cercana. Ahora, los vidrios están rotos, las puertas sacadas de cuajo, el techo amenaza levantarse con cada tormenta y ya no hay ningún tambo por la zona.  Allí vivía Catalino Sureda. Y su mujer. Ella llevaba contabilizado en una libreta de almacenero, chiquita y sucia, todos los días que no se hablaban. Cada mañana, lo primero que hacía al levantarse, era abrir la libreta, poner la fecha y luego una cruz. Así día tras día, ya llevaba contados más de veinticinco años. Fue a raíz de la partida del último hijo. Se quedaron solos. Ella tenía las manos cuarteadas de hacer el tambo, mañana y tarde, desde que se juntaron. El hijo no se fue por el tambo. No quiso seguir viendo como volvía maltrecho, de uno u otro lado, don Sureda. Para el este a media legua, le quedaba el boliche. Camoatí, a dos. Allí se dirigía las tardes de verano: esas que son largas y entran en la noche, inacabables. Cada estación sin importar heladas o el sol de norte, lo encontraba caminando. "El vino le reventó en la cabeza", le comentaba su mujer a los pollos cuando él salía con el bastón. Andaba con dificultad y con un sombrero se espantaba las moscas. Iba a buscar su vino todos los días. A veces, el encargado de Paraje el 11 lo levantaba de la banquina; Catalino Sureda era un bulto oscuro rodeado por el viento. Tendría unos catorce cuando comenzó a changuear por el pago. Después, de peón en La Cremería. Buscaba las lecheras a la madrugada y sólo paraba al atardecer cuando el camión recogía el sobrante de leche. Lo demás lo elaboraban. -Quiero adelantar para levantar el rancho- lo escuchaba Tolosa cada vez que iba por la paga- juntarme con mi Negra y tener por lo menos una yunta. Había venido de lejos: algunos pensaban que del norte, pero él aseguraba que de la provincia de Córdoba. Cuando el vino lo tomaba, contaba una historia deshilachada a la que nadie prestaba atención: Mi padre usaba el látigo para los quince. Mamá se escondía con los más chicos debajo de la mesa. Los demás la tapábamos; hacíamos una rueda alrededor. Cuando el látigo me hizo esto, me fui. Se corría el pelo hacia un costado y mostraba una cicatriz larga y abultada que seguía por el cuello. Qué habrá sido de ellos, balbuceaba. Luego perdía los ojos a través de la ventana y no decía una palabra más aunque se le siguiera la conversación.  Levantó una pieza y trajo a la novia del pueblo. La habitación, el fogón a leña y el excusado, cambiarían pronto. No hay nadie mejor que mi Negra, decía. Los fines de semana le ayudaba con las paredes y pronto el baño ya estuvo adentro. Ella también hacía el tambo, preñada, o con el crío a cuestas. Con el segundo, ya tenían cocina y heladera a kerosene. No quiero más chancletas, cuando tenga el varón, vos en la casa y él me ayudará en el tambo Y hablaba todo el tiempo del que iba a nacer.  Pero el tercero nació muerto.  La culpa es de las heladas y de ésta que porfía maniando las vacas. La dejó en el hospital y se fue al boliche. Allí empezó. Cualquier excusa era buena para llegar al bar. Ni siquiera el ataque en la mitad de la vida, lo frenó a don Catalino. Después vino otro varón, pero ya no le importaba y sólo hablaba del muertito. Hacia los ochenta, Tolosa liquidó el tambo. No se puede trabajar, vendo las vacas, la ordeñadora, el tractor, le dijo, a vos te dejo unas lecheras y el sitio si querés quedarte. Por lo que vale a quién se lo voy a ofrecer. Además no puedo indemnizarte. Te lo cambio por lo que te debo.  Se quedaron en La Cremería. Después de todo ya no había ese olor nauseabundo ni tantas moscas dando vueltas. Siguió ordeñando y se le ocurrió criar pollos, pavos y lechones y cazar algunas nutrias para ir tirando. Vendería en Camoatí y si tenía un poco de suerte también en La Magdalena; pero bromatología le cerró el emprendimiento pues dijo que no reunía las condiciones de higiene. Les dejó una pila de formularios, una multa de quinientos pesos y la citación para el descargo a los tres días, en la capital de la provincia. Catalino Sureda, miró hacia el este y se caminó la legua La casa se le fue apocando y los hijos partieron a la ciudad cercana. El varón se hizo remisero y las mujeres se emplearon como doméstica una y de cocinera en la escuela Nº 64, la otra.  La inundación barrió con lo poco que había en la casa. Ella se empecinaba con los pollos, hacía la quinta y llevaba la leche y huevos a vender al pueblo. Se acostumbró a renegar con los bichos y a hablar con ellos. Cuando aún increpaba a los hijos, lo hacía como si hablara con Sureda; pero a él no lo miraba. Luego ellos partieron y no le dirigió más la palabra. Don Catalino siguió yendo mañana y tarde hacia uno u otro lado. Por las noches quedaba en la banquina.  Cuando pasaba el encargado de Paraje el 11, lo devolvía a su mujer. La Negra miraba seria, gruñía y salía a insultar a los perros. No tiene mala bebida, decían los vecinos, sólo chupa y recuerda.  El ataque le dio una madrugada. Ella reparó después de un grito. Parecía muerto, pero abría un ojo y murmuraba bajito unas palabras que no podía entender. Creyó que era el fin. Se equivocó. Los médicos le dijeron que ya no iba más, pero se recuperó pronto. Los hijos le trajeron una silla de ruedas, lo llevaron a La Magdalena para masajes y ejercicios. Le dará otro ataque, ni hay que gastarse, Sureda siempre contraría, chillaba porfiada. Volvió con su bastón y la promesa de cuidarse. Despacio y erguido, rumbeó al este. Y cuando las fuerzas lo ayudaron, hizo la legua hacia Camoatí.  Tampoco pensaron que moriría en su cama y que una noche cerrada llamaría a su mujer, bien en sus cabales. El viento golpeaba las celosías con furia y azotaba las tipas en cada ráfaga. Se acomodó a medias en el catre y le pidió que le pasara más cobijas. Ella, de pie, lo miraba desde la puerta. Dijo Hace tanto frío. Y empezó a hablar: de su padre, del látigo, de sus hermanos, de cómo se le achicaba el corazón pensando en su madre y de cuánto había llorado a escondidas la partida de los hijos, que la había querido, a ella, que la había querido siempre y desde el principio y tanto, perdón le pidió, que lo perdonase. Ella seguía parada y se recostó contra la pared. Después, que por favor le dijese siquiera una palabra para no irse sin escuchar su voz. Lo miró. Por favor, murmuró. La mujer no se movió de su sitio. .  PÁGINA Nº 20 – POETAS OLVIDADOS. Leoncio Gianello.Por Manuel Bande  (Entre Ríos-Santa Fe). Decir que Leoncio Gianello es un desconocido, es una impertinencia, una grosería y casi un agravio. Pero en esta página no recordaremos al hombre público, político, e historiador de renombre que durante casi todo el siglo XX, consagró su vida al estudio y al servicio de la sociedad que lo reclamó casi constantemente. Recordaremos al Gianello poeta, una faceta eclipsada por las otras condiciones sobresalientes de su personalidad, y si bien su poesía es reconocida en su tierra natal, no debiera ser olvidada en los claustros nacionales, porque Gianello perteneció a la generación romántica de Entre Ríos.  Muy tempranamente inicia su producción poética -apenas veinte años- con su "Canto a Jesús", Primer Premio en los Juegos Florales de Río Cuarto (1928). Casi inmediatamente, en Bolívar, es premiado por su "Canto a San Martín" y  luego es galardonado por su "Canto a Entre Ríos". De ahí, su producción poética alcanza gran difusión en distintas publicaciones. Pareciera que el tiempo no le alcanza para editar su poesía.  Escribe dos novelas, " La espiga madura", editada por Colmegna en 1948 y "La Delfina", una historia documental sobre la mujer de Pancho Ramírez, matizada la trama por su imaginación para componer el largo y breve periplo de la heroína. "Historia de Santa Fe", "Historia de Entre Ríos", "Historia del Congreso de Tucumán", "Diccionario Histórico Argentino", son enormes trabajos, que sumados a sus actividades políticas y académicas, nos hacen comprender su capacidad y talento para conjugar el tiempo.  En 1988 edita su único libro de poemas "Casi Antología",  en donde podemos advertir la enorme  sensibilidad y  ternura de su espíritu. De él transcribimos: "Romance para una calle pobre": "Eran como esta calle / algunas de mi pueblo: / con los tapiales bajos, / abiertas hacia el cielo / Y las últimas cuadras / florecidas en cercos. / Eran como esta calle / algunas de mi pueblo; / con un lecho de estrellas / y la luna en el medio. / Eran como esta calle / algunas de mi pueblo, / esas que anduve un día / paseando tu recuerdo. / Y porque eran como esta, a esta calle la quiero”.  En "Regreso" dice: "Gualeguay era el pueblo de mi niñez, la vida / tenía claros contornos de sueño y primavera, / y el corazón entonces, andaba la primera / vereda de ilusiones, la que nunca se olvida. // Hubo una niña rubia, de trenzas, escondida / en el libro de estampas de aquel tiempo que fuera; / y en el patio de casa la luna florecida / hizo que con angustia de versos me sintiera... // Tus calles y tus plazas su amigo me han llamado, / y esta  tarde - destino de rama desgajada - / un viento de caminos me arrancó de tu lado. // Pero hoy, por inversos senderos, con mi anhelo / regreso hasta tu plaza de infancia transitada / para cortar la estrella más alta de tu cielo!  En "El Veterano": " Don Crisanto Taborda, hombrazo de los de antes, / con su ancho rostro aindiado y los ojos vivaces, / que en el año cuarenta estrenó su bravura / peleando en Sauce Grande. / Y su clarín rabioso picaneaba la sangre / enristrando en las lanzas el filo del coraje." /.../ Tiempo después llegó la hora de Caseros ,/ nunca su vió mañana tan azul y tan limpia, / fue como si los ojos azules de Lavalle / miraran desde el cielo... // A la voz de Don Justo, usted cargó primero. / ¡Qué abanico de lanzas se abrió bajo la tarde! / ¡Qué huir  de "colorados", arrojando el coraje / como cosa pesada para andar más ligero! / Sólo en el palomar unos cañones tercos / se podían tutear con Usted y su gauchaje. // Cuando volvió a la tierra, el hijo casi mozo / parecía traerlo de vuelta del pasado / y Usted que no sabía lo que eran esas cosas, / vio en las manos del hijo enraizar el arado. /.../ Centinela y baquiano de los ojos sin sueño,/ Usted salvó en Ñaembé el cuerpo de mi abuelo / con dos claveles tibios mojándose en el suelo /..../ y los viejos caminos trajeron hombres nuevos, / y el sudor de los gringos floreció en las cuchillas.../  Y así quedó dormido una noche cualquiera, /  ¡fue de un galope al cielo por camino de estrellas.!/.../ Don Crisanto Taborda, hombrazo de los buenos!, / Ya nadie lo recuerda... ! Pero yo lo recuerdo" Leoncio Gianello nació en la ciudad de Gualeguay, Entre Ríos, el 12 de septiembre de 1908, y murió en la ciudad de Santa Fe, el 21 de junio de 1993..  Una escuela indefensa. Por Manuel Bande  (Entre Ríos-Santa Fe). Es una pena no poder defender la escuela con alguna esperanza de éxito. Lleva demasiado tiempo el esfuerzo de tanta gente, que ya los brazos  van cayendo. No poder defender algo tan puro, tan útil, tan simple, tan solemne y tan importante como una simple escuela, que es el Templo de la formación primaria de los hombres. ¿Es que acaso los Templos ya no sirven? Ni siquiera podemos defender al maestro de escuela. ¿Todo está perdido? ¿Ha llegado la destrucción de la enseñanza a tal punto que no se pueda recuperar? ¿Son los maestros, los niños, o los jóvenes, los responsables del descalabro? No podremos saberlo hasta dentro de muchos años. No se trata simplemente de la falta de solución ante los reclamos de los maestros, postergados siempre. No se trata solamente de adecuar los claustros, de modificar planes,  de atender la problemática de los hogares.      Es que aquellos malformados de la educación de ayer, han alcanzado los cuadros dirigentes, y son ellos, los mediocres y los "semi educados", los que instrumentan el destino de la sociedad. Ya en aquella época todos reclamábamos de la escuela la atención suficiente para formar hombres de provecho. Pero ayer como hoy los reclamos no se oyen. La docencia ha sido perturbada por las luchas sociales, instrumentadas y sostenidas por un sindicalismo sin más méritos que alentar la justicia de sus reclamos, sin importarles al parecer las consecuencias. En el medio de esta "balacera" se encuentran desprotegidos los niños y el porvenir de los hombres y de la Patria misma. Miles de maestros, sin renunciar a sus derechos, no coinciden con el método. Los maestros normales han sido formados con el temple sarmientino y a esos miles de maestros los avergüenza esta clase de lucha. Es que ellos saben que la escuela es algo más que un salario y un edificio digno. Hay un abuso de todos los gobiernos para tratar el tema. Todos sabemos que ellos prefieren sus prebendas y sus presupuestos y mienten cuando se refieren a la educación.  Pero eso que debiera resolverse en las urnas, no es óbice para que la escuela abra sus puertas todos los días para recibir a los alumnos. No hacerlo incita a la violencia dentro y fuera del aula y el principio de autoridad se va deteriorando peligrosamente. De todos modos, hay siempre un maestro que sigue en las escuelas de las villas más miserables, en los campos, en los montes, en las montañas y en los lugares más inhóspitos y abandonados de la Patria. Allí donde no llegan los diarios y las noticias parecen provenir de otra galaxia. Porque ellos y un puñado de chicos, todos los días enarbolan la bandera y cantan, y están más preocupados por la educación de sus alumnos que por sus propias necesidades. Cabría preguntarse si todo este meritorio esfuerzo es suficiente para que el joven no se deforme en los estados superiores de la educación. .  PÁGINA Nº 21 . Compañía. Por Patricia Suárez  (Buenos Aires). Recuerdo especialmente a mi tía Rosa y a mi tía Ruth. Eran las hermanas de mi padre. Lo habían criado en el caserón de los abuelos, lugar que mi padre solía evocar algunas veces, en la sobremesa de los domingos, y animado por un vaso de oporto. Él recordaba, sobre todo, el álamo en el centro del jardín, un álamo blanco. Siempre que hablaba de cuando era chico, él, mi padre, decía que había sido feliz, completa, completamente feliz. Mi tía Rosa se casó y enviudó, y mi tía Ruth permaneció soltera hasta el fin de sus días. De ahí que mi tía Rosa cuando se quedó sola le ofreció a Ruth que se mudara con ella, ¿qué iban a hacer solas, las dos, cada una en su casa, tejiendo y murmurando los puntos de sus tejidos, lentamente, levemente, como quien reza por los muertos familiares? Mi tía Ruth accedió. Había existido el amor, y el amor había pasado, ahora existía la compañía. Mi tía Ruth se mudó a la casa de Rosa un otoño, recuerdo especialmente el polvillo de los plátanos en el aire, y a mi hermano Julio enojado, peleando a grito pelado con el tipo de las mudanzas para que tuviera cuidado con la loza, con la vajilla de porcelana, con los encajes, con los albumes de familia, con la tetera china, con las cosas, en fin, que poseía la tía Ruth. La recuerdo muy especialmente.  Mi tía Ruth era inconfundible. Cuando era chica se cayó de una escalera y se rompió un hombro. Nunca le pudieron arreglar bien el hombro, y le quedó deformado. Puntudo, encogido, hacía parecer que ella siempre estaba pidiendo disculpas. Los días de lluvia se echaba encima un piloto azul, de hombre, y usaba unos zapatones como domingueros, brillantes, que le quedaban un poco grandes. En total, mi tía Ruth no pasaba del metro cincuenta. Sería porque había pasado mucho tiempo sola y había estado reconcentrada en sí misma todo ese tiempo, que usaba una muletilla cuando hablaba, siempre salía la frasecita a colación en las conversaciones largas, mientras jugábamos al dominó o a las cartas. Ella sabía decir: Yo soy como soy y ustedes son como son, ¿es o no es? Y es raro, pero nunca le discutimos su muletilla, nunca le preguntamos qué quería decir en verdad, qué nos hacía a nosotros diferentes de ella... Todo el día estaba haciendo cosas, iba de un lado para el otro, plantaba y cuidaba las flores del jardín minúsculo de casa de tía Rosa, o copiaba moldes de ropa de las revistas que después regalaba a las vecinas, para que se cosieran una solera o un mameluco para el marido. Todavía me parece verla, inclinada ante la mesa redonda del comedor, con un centímetro enrollado al cuello en el estilo en que una diva se enrolla una boa de plumas, con sus anteojos de lectura caídos sobre su nariz, atenta al trazado de la tiza sobre el papel manteca. Mi hermano y yo adorábamos a tía Ruth. También mi tía Rosa era muy agradable. Era la cocinera de la familia: tartas de todas clases, guisos; tenía incluso, cierta facilidad para aprender recetas de comidas típicas de otros países: goulash, por ejemplo, ñoquis alemanes, o empanaditas árabes con comino, canela y tomillo. Recuerdo, claro que sí, ¡si es como si lo tuviera aún en la punta de la lengua!, recuerdo muy especialmente el sabor entre picante y dulce del comino, su regusto de madera de árbol.  Era, además, mi tía Rosa una gran entendida de música: poseía una colección de más de cien discos, todos de pianistas. Cuando íbamos a su casa nos hacía sentar sobre una alfombra gruesa que un poco olía a orín de perro, y nos decía: Estos son los grandes pianistas. Todavía recuerdo, por ejemplo, una melodía de Liszt que duraba veintiún minutos con cuarenta y cinco segundos. Esa era la cifra exacta. Si me concentro, a veces, en la noche, retumba en mis oídos aquella melodía: Primer año de peregrinaje, Suiza, o algo por el estilo, algo que había compuesto Liszt. A mí sólo me preocupaba el pastel de manzana mientras sonaban estas cosas en casa de tía Rosa; yo le llamaba tarta, pero ella explicaba que, si tiene tapa es pastel, si está descubierto es tarta. Me parecía, en aquel tiempo, que yo no escuchaba la música, que yo sólo estaba atenta al pastel - su sabor, su olor, la forma en que se volvía crocante cuando estaba adentro de la boca -, y hoy, hoy recuerdo muy especialmente los discos de la tía Rosa. Después, con el tiempo, cuando salieron los compacts todo se le volvió a ella confuso: no entendía bien el mecanismo, se conformaba con oír los discos, las grabaciones cada más nebulosas en los discos de vinilo, cada vez más sutiles, los pianos que sonaban como viniendo de habitaciones, de galerías lejanas, los sonidos que se deshacían: el tiempo había vuelto a la música leve como la carne de un niño... Recuerdo muy especialmente a mi tía Rosa y a mi tía Ruth, cuando fueron envejeciendo. Fue más o menos en el otoño del ‘90, cuando Luis y yo fuimos al supermercado que está al fondo de la avenida. Le pedí que me acompañara. Había que hacer la compra del mes y como la nena cumplía años había que comprar los saladitos que se comen en las fiestas. Ibamos en el auto; manejaba yo, porque él estaba cansado, nunca sé por qué tiene que estar tan cansado justo los sábados a la tarde cuando hacemos la compra del mes. A la altura de Iriondo, me paró el rojo del semáforo. No había nadie en las veredas; era un día de frío, aleteaba entre nosotros el viento de mayo. Un chico pasó muy rápido haciendo picar su pelota, ram, ram, hacía la pelota, y dobló en la esquina de Iriondo. Ram, ram, todavía me parece oírla picando en el cemento de la vereda. Había dado el verde, y arranqué. Y entonces con el rabillo del ojo la vi: ella estaba caminando por ahí, ella, mi tía Ruth. Ni siquiera me vio, no se detuvo, y dobló en la siguiente esquina. Luego desapareció. Le dije a Luis: - Vi a la tía Ruth.  Luis me preguntó: -¿Estás segura? Claro: ahí estaba la tía Ruth - le dije.  El se quedó callado. - Pero, Edda, - dijo él - tu tía Ruth murió hace dos años... - Luis - le dije- yo te juro... Claro: lo recordé en ese momento. Igual doblé por Crespo, a ver si alcanzaba a mi tía Ruth. Me fijé atentamente, casa por casa y puerta por puerta; aceché cada sombra, y Luis se fijó conmigo. Pero no la vimos. Ya no vimos a la tía.  Estacioné en Crespo y Cochabamba, y me quedé pensativa. ¿Qué había sido? ¿Ella? En esa esquina había un plátano que destilaba tenuemente su polvillo amarillo. Luis dijo: -Quedáte si querés, yo voy hasta el mercado y vuelvo... -. Yo le dije que bueno, que lo alcanzaba enseguida, que comprara mientras tanto lo que estaba anotado en la lista, y me quedé adentro del auto, con el volante en las manos, haciéndome preguntas. Miraba para los costados, y suplicaba, Tía Ruth, si eras vos, por favor, aparecé de nuevo, habláme, ey, habláme como antes, habláme, me siento triste, triste, tía, por favor..., pero ella no apareció, no. Había cosas que yo hubiera querido decirle, uno, uno vive como si fuéramos eternos, y nunca se alcanza, no, nunca se alcanza a decir todas las cosas... Me quedé un buen rato así, no sé cuánto tiempo, se me borró la noción...  No hay nada que yo odie tanto como la nada; la nada me levanta en la noche de la cama, y doy vueltas y vueltas entre las cobijas, y más vueltas daré a partir de ahora, con preguntas que ni siquiera tienen forma, y la nada, la nada, siempre estará la nada y una melodía que dura veintiún minutos con cuarenta y un segundos exactamente. ¿Qué anda mal conmigo? Ey, habláme, ey, ey, habláme, supliqué, pero nada, ningún sonido que yo pudiera escuchar. ¿Qué es lo que pasa? Ey. ¿Qué es lo que anda mal? No me estoy sintiendo bien últimamente, tía. Quiero un poco de compañía, compañía, eso es todo, ¿es mucho pedir acaso?: tengo nostalgia de la época en que me sentía tan acompañada. Debe hacer demasiado tiempo que tengo un mal día, ya. No hay nada que yo odie tanto como la nada. Recuerdo especialmente a mi tía Rosa y a mi tía Ruth. Eran las hermanas de mi padre y vivían a dos casas de la mía... Mi tía Ruth era inconfundible: se había caído de una escalera cuando chica y le había quedado el hombro deforme. A mi tía Rosa le gustaba escuchar música: escuchaba a los pianistas, decía ella. Cuando íbamos a su casa nos tirábamos sobre la alfombra que siempre olía un poco al paso de Dino, el perro salchicha que ellas tenían para compañía, y oíamos discos durante horas. A veces yo me revolcaba con el perro por la alfombra: era mi idea de la diversión. Mi tía Ruth me miraba hacer y decía: ¿Cómo podés hacer eso? Una chica de tu edad. Después meneaba la cabeza, resignada y comentaba: Bueno, al fin y al cabo la religión está en la sonrisa de un perro. Así decía: que la religión es la sonrisa de un perro. Pero otras veces, sin embargo, cuando me veía con Dino, preguntaba: ¿No querés otro poquito de compañía? Y se sentaba también ella en la alfombra y jugaba con el perro y conmigo y me hacía cosquillas. Cosquillas. Recuerdo sus dedos al hacerme cosquillas bajo las axilas. La clave era: ¿Querés un poquito de compañía?, y ya se tiraba ella en la alfombra. Por lo general, mi hermano Julio y yo nos aburríamos con la música de los pianistas y comíamos galletitas y dulces que cocinaban las tías: creo que fue así como nos volvimos personas obesas. Algunas veces, cuando mis tías estaban de humor, recordaban el álamo blanco que tenían en el caserón de los abuelos. Las recuerdo muy especialmente cuando hablaban del álamo blanco. Mi tía Ruth decía:  -¿Estará bien el álamo con la gente que tiene ahora la casa?  Hablaba del álamo como de una persona viva.  Y mi tía Rosa, que era la más melancólica, y se había puesto un poco sorda con la edad, le preguntaba:  -¿Quién? -¡El álamo! -decía la tía Ruth a los gritos-. Yo todavía, en los sueños, me trepo al álamo, me caigo y me rompo el otro hombro. Al final, -decía ella, y se reía- los hombros me quedaban parejitos.  Recuerdo muy especialmente aquellas palabras de la tía Ruth. Luis volvió, había comprado todo mal, todo caro y la mitad de lo que estaba anotado: nunca voy a saber por qué él es así. Pusimos las bolsas en el baúl del auto, y me prometí, apenas llegar a casa telefonear a mi hermano Julio. Todavía no lo he hecho, es cierto. Supongo que es porque no he podido. .  PÁGINA Nº 22 . Todo Raúl Galán. Por Rodolfo Alonso (Buenos Aires). Grave compromiso me pareció ocuparme de las Obras completas1 de Raúl Galán, en el suplemento literario del diario tucumano “La Gaceta”. No apenas por la ambiciosa dimensión del título, que en forma comprensible sugiere algo quizás humanamente inalcanzable, sino también porque ese jujeñísimo escritor (nacido en Ledesma en 1913, y cuyo destino iba a verse truncado por un accidente automovilístico en la bonaerense Baradero, medio siglo después) es sin duda –en medio de un grupo tan espléndido y significativo como el que se reunió alrededor de La Carpa, memorable y fundadora-- uno de los más exigentes y hondos poetas del Norte argentino a mediados del siglo pasado. A quien, además, le tocó ocupar un espacio destacado en los primeros tiempos de la misma benemérita página literaria, donde publicó poemas, ensayos, intervenciones y críticas bibliográficas casi hasta sus últimos momentos. Hay mucho contexto alrededor, entonces, de esas cuatrocientas páginas donde se ha reunido la cuidadísima y exigentemente breve producción poética de Raúl Galán, cuyo limpio abolengo viene manando tanto desde el límpido Siglo de Oro castellano como desde nuestra propia copla transparente y legítima, y que sigue relumbrando como siempre con su don de lenguaje hecho música y sentido (“En las lomas del aire las palomas, / en las ramas del viento, las retamas.”). Pero también su narrativa o su teatro y, sobre todo, debo confesar que como un rico descubrimiento para mí –que a tantos de los ahora muy muchos supuestos productores del género les beneficiaría compartir--, su exigente labor en el ensayo y en la crítica, una indagación honda y aguda sobre la permanencia y el destino de la poesía hoy, insisto, tanto o más urgentemente necesaria que entonces), que lo convierte en uno de los pocos poetas de su generación capaces de ratificar nuevamente el revelador apotegma de Baudelaire: “Sería imposible que un crítico se convirtiera en poeta y es imposible que un poeta no contenga un crítico”.  Con una sensibilidad y una agudeza que a mi modesto entender son sorprendentes, y con un talante a la vez firme y comprensivo, que lo lleva a valorizar actitudes que no eran la suya (“y en nuestro país, el cultísimo grupo de la revista Poesía Buenos Aires defendió e incluso sobrepasó la posición de Benn”), y a proponer una amplitud con respecto a la cual el tiempo no ha hecho probablemente más que darle la razón: “Y cuando estemos en condiciones de dar con nuestra propia voz, testimonio del milagro, utilicemos los instrumentos que en ese instante sean más adecuados para la confidencia. En filigranados zéjeles árabes o en audaces polirritmos, en cerrados sonetos o en abiertos versos libres, en cadenciosas liras y silvas o en ceñida prosa, puede cumplirse por igual la tarea, la ardorosa tarea del poeta.” Y esto lo dice alguien de una exigencia tal que, en el comentario a un joven poeta de entonces publicado en aquellas páginas tucumanas, después de elogios ciertos no se corre en decirle, públicamente, que “este joven homérida se duerme a veces a pierna suelta... Se ha dejado traicionar por algunas imágenes fáciles y manidas... versos mal medidos como este falso endecasílabo en un bello soneto con acento dominante en sexta... cuyo ritmo, quebrado por la ausencia del acento uniforme impide la sinalefa necesaria... sin la cual las once sílabas se vuelven doce”. ¿Quién, en la zafia banalidad de esta época, y dónde, si fuera posible, se animaría hoy a este coraje intelectual sin complacencia o compromiso? Como me ocurrió allí mismo, la primera vez que la ví, a veces suelo demorarme imaginando, encantado, lo que habría de gustarle a Raúl Galán, tan amante de crepúsculos y alturas, esa plaza que en la capital jujeña lleva merecidamente su nombre, abierta contra el cielo como un acantilado, en lo más alto del barrio Ciudad de Nieva. Tanto como me conmovería volver a descubrir esa foto casi mágica que ha de andar rodando entre los recuerdos de la familia de Daniel Giribaldi, que nos sorprendió a los tres con su aura en Buenos Aires, una noche de 1958, cuando Raúl Galán quiso dedicarme uno de los últimos ejemplares de la primera edición tucumana de su Carne de tierra, “a cuenta de un libro que deseo leer” y que el destino cruel ya no me iba a permitir ofrecerle.. 1 Obras completas, de Raúl Galán (Cuadernos del Duende, col. Memoria del viento, San Salvador de Jujuy, 2004).. Presencia de Raúl Galán.. Por Nicasia Baunaly  (Tucumán). Poeta esencial, de honda palabra, necesaria y despierta. Pero por sobre todo, fecunda. Porque multiplicó su alma sobre el mundo desde un pacto entrañable con la belleza, ese plus existencial que sólo el hombre puede elevar hasta el símbolo y desde éste, hacia Dios. Ética y Estética se abrazan y confunden en comunión gozosa sobre la imprescindible sustancia de sus poemas, que rezuman fe en Dios y en sus criaturas. Oficiante celoso y desvelado de la poesía, indagador del alma humana, cuyos paisajes íntimos y enhiestos llevó magistralmente a la palabra, Raúl Martín Galán supo legarnos la luz hermosa de su espíritu. Ciertamente, la inspiración le fue dada, pero especialmente bajo la forma de una sabiduría sutil y eterna: como todos los grandes y genuinos poetas de la historia humana, supo desde un principio para que sirve la poesía. Para construir el alma, para acompañarla en la ardua travesía de la vida. Para que crezca el amor, de mano en mano, para que ascienda el honor de vida en vida, para que Dios florezca grano por grano en su creación y letra por letra en la obra del hombre que lo celebra. He ahí dos destinatarios de su verbo profundo.  Raúl Martín Galán dejó para nosotros una obra iluminadora, de rumbo claro y letra precisa. Su conocimiento y dominio perfectos de la preceptiva literaria no admite dudas respecto de su oficio poético, cuya excelencia resplandece, especialmente en sus sonetos. La actitud, humilde y respetuosa de este laborioso hortelano (tal como él mismo se nombra en la primera línea del citado soneto) frente al trabajo literario, declara que no estamos ante una escritura improvisada. Por el contrario, estamos ante una obra canónica, ante un río de letras y palabras que, consumando una misteriosa paradoja, no necesita transgredir ningún cauce formal para desbordarlos todos, exponiéndose ilimitadamente sobre las praderas del alma. Y para hacer su música. Una vieja, tradicional y ortodoxa definición de la poesía reza: “la poesía es la música del idioma”. Por cierto, el adagio se cumple y se celebra plenamente en los textos de Raúl Galán. Ritmos y rimas cabales construyen efectos armónicos inolvidables, añadiendo a la lectura el goce especial de lo melódico, que sin duda alguna es el efecto que tiende a perdurar con mayor fuerza cuando leemos poesía. He ahí otra de las palabras certeras que funcionan como llaves, o como claves, para abordar la obra poética de Raúl Galán: armonía. Sus textos señalan que supo cultivarla como actitud vital, como vocación insobornable del espíritu y como gesto conductor de su escritura. Los poemas del “Réquiem por un enemigo”, del libro titulado “Carne de tierra”, constituyen un buen ejemplo. Sus poemas impugnatorios, que son pocos pero que ciertamente los tiene, con temáticas que declaran un compromiso de índole social (“Colla muerto en el Ingenio”, “El Runa y yo”, “¿Acaso no hay un vaso de agua ya?”) denuncian determinadas formas convivenciales signadas por esa violencia que surge del enfrentamiento de códigos culturales, historias y posiciones disímiles y diferentes de la sociedad. Pero lo hacen sin trasladar el gesto violento a la materia del lenguaje. Al contrario: la violencia contrasta con la armonía y la íntima sutileza de las palabras que la denuncian, de la materialidad del poema, que es la letra escrita. Lo cual declara la elección hecha por el poeta. Inclinada a la expresión serena, reflexiva, estéticamente bella, su poesía, no obstante, no elude el énfasis. Simplemente lo coloca a un nivel más profundo, metafísico diré. No habla con palabra altisonante, sino íntima. He ahí la armonía. Que entonces, eleva sus construcciones poéticas hacia las cumbres de lo universal, vale decir, de la percepción de lo humano en su esencia, ardua, gozosa, dolorosa, misteriosa, mortal, inmortal. Consustanciado con su tierra, Raúl Galán supo alumbrar al hombre, como haciéndolo nacer y alentar desde el paisaje geográfico, físico, y a éste, supo iluminarlo desde el hombre, como otorgándole el alma sufrida de este habitante. Dios, como interlocutor existencial, pasea por allí, enamorado de su obra, frente a un testigo humilde, un viejo cardón arrodillado..  Raúl Martín Galán nació en Ledesma, Jujuy (1913). En 1950 egresó como alumno “cum laude” del Profesorado de Letras de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán. Fue profesor de esa misma Casa de Estudios, como así también de las Universidades de Buenos Aires y de La Plata. Trabajó en el periodismo casi toda su vida. Presidió la Comisión Provincial de Cultura y el Consejo Provincial de Educación de su provincia natal. Integró “La Carpa”, movimiento literario que nucleó a poetas de la talla de Manuel J. Castilla, Raúl Aráoz Anzoátegui, María Adela Agudo, Julio Ardiles Gray, Nicandro Pereyra, Julio Posse, Guillermo Orce Remis, Jaime Dávalos, Sara San Martín y otros. Publicó los siguientes libros de poemas: “Se me ha perdido una niña” (1951), “Carne de Tierra (1952), “Ahora o nunca” (1960) y “Canción para seducir a un ángel y otros poemas” (obra póstuma). En lo que respecta a su obra en prosa, es autor de “El viaje alucinado” (1952), “La señal”, “Una rosa, un clavel” y “Martín ya tiene novia”. En el género ensayo se ha publicado: “Raíz y misterio de la poesía”, “Prosas varias”, “Tres estudios del Humanismo español”, “Maimónides y su guía de los perplejos” y “Alfonso el Sabio y el uso literario del castellano”. Finalmente, “Crítica Bibliográfica” recoge comentarios acerca de obras literarias de diversos autores. Murió a la edad de 50 años, en un accidente automovilístico ocurrido en Baradero, provincia de Buenos Aires (1963)..  PÁGINA Nº 23 – POETAS LATINOAMERICANOS. Esos que se extrañan.. Vuelven a casa llorando.
No respiran, loran la ventisca del alma.

Ansían,

se sienten encerrados, solos

completamente solos

de maletas vacías.
 Esos que se extrañan contienen el olvido porque no quieren borrar nada, ni la mirada furtiva ni la sábana ni la distancia. Se despiertan a las tres de la mañana y se extrañan tanto  que tienen que devolver palabras rodar cuerpos, creer que les queda alma.  
Esos que se extrañan, aman
 quizás sólo un día, pero para siempre. 
Recogen el recuerdo y lo arman y lo arman
 en el cuerpo, en otro cuerpo, en la frente, en la nada sorben el aire de los desterrados pisan la tierra del exilio encuentran las miradas perdidas y se extrañan.. Carolina Escobar Sarti (Guatemala). Guerra.. Como cuando éramos niños  volvieron palabras reminiscentes de historias lejanas de viajes aventuras - Bagdad Basora Jerusalén Damasco Omán – pero no eran ahora esas historias En el Golfo Pérsico  ardía el petróleo el planeta imágenes de aves atrapadas  en mantos negros recorrían las pantallas  nuevos símbolos del día después - advertencias apocalípticas – aunque era hasta agradable el espectáculo de luz y sonido el marco oscuro o velado - como en sueños o en cuentos – alguna cúpula lejana donde un muecín llamaría a oración - una luz fulgurante – - una estrella fugaz  con el poder de alguna antigua lámpara – y el estruendo final de los misiles que otra vez habían dado en el blanco: Bagdad desaparecía como una página más de Las Mil y una noches. Sylvia Riestra  (Uruguay). Palabra.. la palabra palabrea a letra limpia entro un beso en su labio bélico baja la voz se agacha cubre su desnudez suda su diptongo la palabra hembra dable penetrable hundo mi puno en sus vocales débiles la rajo la bloqueo la hago mía y le arranco el sexo a manotazos a poesía a palabrota hasta que sangra de magia la palabra esa muchacha.. Alex Pausides  (Cuba). ¿Será que soy un amanecer sin darme cuenta?.
Aquella hora dormida cuando la noche

se apodera de cada estrella,

de cada paso sigiloso,

de cada grito archivado en sus pliegues.
 Se sienta en un sillón enorme, inamovible
a releer un libro de camanchaca,

donde las páginas gotean

agua recia que había sido sangre.
 Despunta un resplandor en el horizonte.
Un niño despierta,

con los ojos muy abiertos atisba el silencio,

y el que va a morir esta noche

sabe que ya es de mañana.
. Helena Ramos (Nicaragua). sucede que me canso de ser mujer . Sucede que me canso de ser hombre Pablo Neruda. sucede que me canso de ser mujer  sucede que entro en las oficinas empequeñecida, estereotípica que camino por las calles como si no existiera  sucede que me canso de ser sombra, de ser cuota de estar siempre detrás de la cortina y no existir tampoco en los cantos generales  sucede que me agota repetir el nombre que sea intercambiable mi apellido sucede que me agobia dar explicaciones sucede que me enrabian las miradas sucede que me gasta ser vendida  sucede que me canso de mis caderas de ser tetas gigantes por televisión de necesitar un seudónimo talla tres  sucede que me canso de parecer débil y que susurren los balcones si ando sola  el olor de la cebolla me hace llorar a gritos y solo quiero un descanso de calderos y de cloro solo quiero no ser mapo, sábanas ni escoba ni pirámides de ropa sucia amontonada  sucede que me canso de ser mujer sucede que me canso de mi pelo de las faldas, de los trajes, de las flores de los colores pálidos de las pantallas y las pulseras  sucede que me canso de ser mujer pero tal vez si fuese hombre no me cansaría . Nicole Cecilia Delgado (Puerto Rico). El día después.. Hoy, a orillas de noviembre, otra vez la mañana se robustece en la maravilla de todos sus aromas, vuelve a fundarse el canto de los pájaros,  los amarillos son más amarillos que nunca, el violeta retoma su color de infinito, las palabras amadas huelen a fresca primavera,  el agua moja la vida de los sueños, la ciudad es un laberinto habitable, de la jornada huyó sin destino la palabra urgencia, las tiendas de la dicha abren las 24 horas, cada página del diario está repleta de jazmines, el cielo baja a dos cuadras, girando a la derecha,  y la luna es de nuevo un interminable beso con futuro.. Mario Rubén Álvarez  (Paraguay).  PÁGINA Nº 24 – NOTAS DE PARÍS. Amin Maalouf o el sentido de la universalidad.. Por Irma Bignon (Santa Fe). Amin Maalouf es hombre de viajes y de cuentos; de cuentos como viajes, en el tiempo como en el espacio, donde se unen sus dos pasiones: la Historia y el encuentro de las culturas. Al escucharlo hablar lo imaginamos tanto caminando junto a una caravana en pleno desierto, como sentado al lado del fuego en un sillón de su departamento parisino. Nace en el Líbano en 1949. Es católico confeso. Su lengua es el árabe, pero su educación es francesa. Crece en un medio cultivado donde la escritura, bajo diversos modos, es una cuestión de familia, que se transmite de generación en generación. Cuando niño asiste a las clases de la Escuela de las Hermanas Francesas. Desde muy joven se convierte en periodista del diario “An-Nahar” cubriendo siempre las notas de los grandes conflictos del momento: el sitio de Raigón, las revoluciones de Etiopía, las guerras árabe-israelíes. En 1976, deja Beirut por Paris. Por tercera vez, ve su país en guerra. En Paris, entra a trabajar en el diario “Joven África” donde llega a ser jefe de redacción. Comienza su carrera de escritor como ensayista histórico cuando publica “Les Croisades vuez par les Arabes” (Las cruzadas vistas por los árabes) Ed. Lattès 1983. Su pasión por la Historia le hace decir: “Siempre he tenido ganas de contar la Historia vista desde el otro lado, es decir, del lado del que no se tiene costumbre de escuchar”. Para ello, lee libros de siglos atrás con gran minuciosidad, anotando detalle por detalle, hasta el más mínimo: el uso de la moneda, los precios de los alimentos, deteniéndose en descripciones de los objetos más insignificantes, para dar más veracidad al relato. Luego nace “León el Africano”, Ed. Lattès 1986. “Todo se produjo en forma natural – comenta.- Comencé a escribir y puedo decir que a partir de los primeros párrafos de esta mi primer novela, ya había comprendido cómo transcurriría mi vida: siempre escribiendo. Abandoné mi trabajo y me consagré enteramente a la escritura”. Todos los personajes de sus obras son emblemáticos. Pero quizá el de esta, su primer novela, el más interesante de todos. León, llamado “el Africano”, se debate en medio de una Granada convulsionada, pronta a caer en manos de los Reyes Católicos. Su vida – hecha de pasiones, de peligros y de honores que puntualizarán los grandes acontecimientos de su tiempo – es fascinante. León mismo se define de esta manera: “De mi boca, escucharán el árabe, el turco, el castellano, el hebreo, el beréber, el latín y el italiano, porque todas las lenguas, todas las plegarias me pertenecen. Pero no pertenezco a ninguna. No soy más que de Dios y de la tierra, y es a ellos que un día próximo volveré”. Maalouf siente y vive cada uno de sus personajes. Lo que transmite es un poco lo que él es, lo que no es y quisiera ser. El héroe de “Samarcanda”, Ed. Lattès 1988, es hedonista y el de “Los jardines de la luz”, Ed. Lattès 1991, es asceta. Trabajando en esta última novela, comenzó a sentirse diferente. Y hasta adelgazó. Ahora bien. Nosotros nos preguntamos: ¿hay exigencias en sus personajes? Creemos que sí. Sobre todo una gran exigencia moral que el mismo Maalouf llama “orgullo de los mortales”. Un ejemplo sería el poeta ciego que aparece en “El Viaje de Baldassare”, Ed. Grasset 2000, siempre tan respetado, viviendo en una humilde casa, donde no hay nada, solamente él, sentado en el piso, envuelto en la oscuridad. Su renuncia a las cosas terrenas y a los placeres lo convierten en el soberano de la ciudad. En 1993 recibe el premio Goncourt por su novela “La Roca de Tanios”, Ed. Grasset. Traducida un poco por todo el mundo, relata las aventuras de Tanios, el cristiano de la Montaña, un tanto asceta, un tanto epicúreo. Siendo hombre de Oriente y de Occidente, todo tiene un significado en la identidad de nuestro escritor. No piensa que esta diversidad sea ruptura, sino riqueza. Nunca suprime. Siempre agrega. Cree que hay que evitar una pertenencia unívoca y exclusiva. Pertenencia no significa sistemáticamente adhesión para él. El principio de identidad debe responder a una sola causa, ya sea partido, religión o etnia, rehusando toda forma de discriminación. Es a partir de estas cuestiones que escribe “Las identidades homicidas”, ensayo, Ed. Grasset 1998. Su último libro “Orígenes”, Ed. Grasset 2002, más autobiográfico que sus obras precedentes, describe el exilio y la dispersión de su familia en el mundo. La nostalgia es omnipresente en su vida. Cuando niño, oye hablar constantemente de la casa de sus abuelos en Egipto, la de sus bisabuelos en Constantinopla. Luego, la guerra del Líbano lo aleja de los lugares que le son tan queridos. Siente que tiene tras suyo un rosario de casas abandonadas y países perdidos. “Soy el resultante de una civilización que tuvo su hora de gloria y que ya no la tiene más” – dice. Y con gran optimismo agrega: “La vida y el mundo contemporáneo me cautivan. Vivimos una época extraordinaria donde somos infinitamente más libres que en cualquier otro momento de la humanidad. La progresión de los regímenes democráticos, la extensión de los conocimientos, el poder de la ciencia me apasionan y hacen que tenga por la vida una inmensa gratitud”. Políglota, elige escribir en francés. Para él, no es hacerlo en lengua extranjera. “Cuando vivía en el Líbano y escribía para el diario una nota de política internacional – recuerda – lo hacía en árabe. Pero cuando se trataba del texto de una novela o de un ensayo, lo hacía en francés”. Se siente bien tanto en Francia como en el Líbano: en los dos países experimenta la misma verdadera y profunda pertenencia. Pero asevera: “Mi patria es la escritura”. De sus reflexiones deducimos que el hecho de que los hombres, pertenecientes a diferentes desarrollos intelectuales, puedan leer las mismas historias, reaccionar, sonreír, indignarse ante los mismos textos, es por cierto una manera de crear una pasarela entre diversas culturas. Esta es una de las funciones del arte. En la música es diferente. Quizá porque no tiene necesidad de traducción. Mientras que la literatura existe solamente en las lenguas. El libro debe traducirse para que el mensaje pase de una sociedad a otra, hasta llegar a aquéllas las más alejadas, con un sentido muy fuerte de la universalidad. Maalouf habla de viajes como otros hablan de su casa. Para él, es natural estar hoy en Italia, mañana en Francia, pasado mañana en Medio Oriente. “El Creador me ha prestado cuarenta años que yo he dispersado a merced de viajes: mi sabiduría ha vivido en Roma, mi pasión en El Cairo, mi angustia en Fez, y en Granada aún vive mi inocencia” – escribe en uno de sus libros. Reconoce sentirse más a gusto en lugares donde se hablan diferentes lenguas, donde hay diversas culturas que se juntan, se entrechocan, se mezclan. Cuando asiste a asambleas donde hay gente que llega de treinta países diferentes, se siente verdaderamente bien. Cuando se encuentra en un lugar donde todo el mundo pertenece a un mismo país y habla el mismo idioma, ya no se siente tan bien. Amin Maalouf es un escritor prodigioso. Historiador, novelista, ensayista. Sus obras atrapan al lector por su talento y erudición. Pero es ante todo, un europeo que sueña con el día en que el Cercano Oriente entre, al fin, en la Unión Europea. 

Gaceta Literaria de Santa Fe Nº 124 - Verano de 2004

Gaceta Literaria de Santa Fe Nº 124 - Verano de 2004

 Homenaje a la obra de: Maurits Cornelis Escher

PÁGINA EDITORIAL 

La deuda del escritor genial. 

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Los escritores clásicos fueron aquellos que representaron más fielmente los rasgos del ámbito en que vivieron, crecieron y murieron y, profundizando en ellos, mostraron la presencia de lo trascendente a lo que solamente se llega a través de lo concreto y singular. Ni siquiera los autores de narraciones fantásticas valiosas dejaron de mostrar su pertenencia a un medio y a una época.

Dante, Shakespeare, Cervantes, Goethe, son representantes cabales del pueblo al que pertenecieron, con sus contradicciones y toda su riqueza. Vale decir que, de algún modo, aflora en ellos no solamente la presencia de la inspiración que viene de lo alto sino la carnadura que le han otorgado la tradición, el paisaje y la manera de ser de su gente.

Digamos que si esos grandes artistas llegaron a la cumbre desde donde se vislumbra la eternidad fue por su deuda con la savia que le prestó su experiencia con la llanura fecunda de su pueblo. Esos nombres son más que individuales, porque en ellos se funde la inspiración divina con el aporte anónimo extraído de anécdotas, rasgos, gracia, decires, vivencias de los seres que los rodeaban.

El creador auténtico no es el narcicista que vive para ser un ídolo.¡Cuánto representa de la humanidad de todos los tiempos un personaje que solamente podría haber sido creado en España: el Quijote de la Mancha! Ese pobre personaje que quiere ser héroe para desfacer entuertos y vengar agravios, es tan humano en su debilidad y extravío que nos involucra a todos, ya que no hay nadie que no haya soñado con la grandeza y que no aspire a destacarse de algún modo. Y no todos aprenden como él a comprender sus límites, a recuperar la objetividad que viene a ser el comienzo de otra historia, donde quizás Alonso Quijano entienda que para llegar a la verdad hay que someterse a la voluntad de Dios.

En el Quijote se da la tragicomedia humana, la del individuo común que lucha contra el poder sin otras armas que sus sueños. Y Cervantes, cuando creó su obra, estaba unido al destino de todos los hombres de su pueblo. Tanto es así que Sancho termina por convertirse también en el Quijote.

Cervantes le debe a sus andanzas su contacto con lo popular y, por supuesto, encontrar allí la presencia de Dios, la inspiración para su obra máxima.Los ejemplos pueden multiplicarse con Shakespeare, Dante, Goethe y sus personajes. Ninguno ha surgido del narcicismo o del subjetivismo. Allí desfilan tipos humanos que han nacido de la observación amorosa de personas anónimas y de paisajes concretos.

Hay que comprender que cuando decimos esos nombres de la literatura clásica universal estamos reconociendo en ellos la tradición, el genio, la identidad.

¿Qué conclusión extraemos de estas reflexiones? Que un artista genial recibe su don desde el cielo y a través del aporte de personas y circunstancias que lo rodean. Y que su genialidad la demuestra, precisamente, por devolverle a todos esos factores lo que ellos le han dado. Deja su individualidad aislada para fundirse en el amor universal que siempre actúa a través de las circunstancias concretas.

Hay muchos artistas geniales que no dejaron sus nombres inscriptos en la historia de la literatura.  

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PÁGINA 2  

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La muerte de “San Agapito”. 

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Por Manuel Bande (Santa Fe) 

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Agapito era tape puro, aquerenciado en la estancia “Las Mulitas” desde chico. Había nacido en el Chaco, en la pequeña toldería toba autorizada por la Administración para vivir según sus costumbres en los esteros del río Tapenagá.

Se había ganado el ala del capataz, que lo apadrinó y lo usó siempre de mandadero, cazador, baqueano, resero o lo que fuera que necesitase. Es que Agapito era obediente, servicial y simpático. Hasta que se puso viejo, de repente, cuando cumplió los treinta años, después de sufrir la picadura de una yarará.

Según el brujo de los tobas, se salvó porque antes de que lo llevaran al hospital, él le puso un payé de uso permanente atado en una punta del pañuelo de cuello, para protegerlo del veneno.

Siete horas tardaron en llegar al hospital de Resistencia, para su atención, y debió ser por la tardanza que quedó bastante mal. Se hinchaba y orinaba sangre cuando soplaba el viento norte.

Después de que se repuso de la picadura de la yarará, Agapito se juntó con una peona de la Administración y lo nombraron puestero en un rincón alejado de la estancia, sin obligación fija, más que nada para hacer que, con su presencia, se alejaran los cazadores furtivos y los cuatreros que incursionaban en  la zona.

Cada tanto salía para hacer algún recorrido acompañado por sus siete perros. Ellos husmeaban por los alrededores del sendero sin recibir la menor atención de su dueño hasta que el ladrido de uno y la atropellada del resto iniciaban la cacerñía de algún bicho escondido. Era entonces cuando Agapito, con su parsimonia habitual, desmontaba, y a faca y talero ultimaba la presa descubierta y acosada por la perrada. Y al parecer fue en uno de esos días de mal tiempo cuando, según el brujo y los manosantas entendidos, por haber perdido el payé mientras cazaba, se le escapó la ponzoña que tenía en el cuerpo y se murió.La noticia de su muerte corrió como un reguero, sin esperar confirmación, desde el mismo momento en que todos supieron que había vuelto el caballo solo al rancho y la mujer, asustada, temiendo lo peor, se allegó a la Administración para dar aviso, en un galope desbocado sobre el mismo caballo de Agapito.

Todos conocían ese tordillo manso y obediente y presentían que solamente con su dueño muerto podia haber regresado así a su casa, como pidiendo socorro. La mujer contó que el caballo traía los aperos bien encinchados y las riendas colgando, lo que hacía maliciar algún tipo de accidente grave.

Cuatro peones y el capataz salieron a buscarlo siguiendo el rastro y lo encontraron, bien adentro del monte, en el claro de un pajonal, como a una legua de su casa.Agapito yacía muerto desde hacía días, rodeado de algunos chanchos salvajes que había cazado antes de morir. Debido a la pelea dura y extenuante con los animales o al mal tiempo y el viento norte que no dejaba de soplar o a que ya no se sentía bien, después de cerrarle los ojos, el capataz diagnosticó con autoridad: “paro cardiáco”.

Los siete perros que lo velaban lo salvaron de ser comido por las fieras, pero fue difícil hacercarse. El tufo y las moscas, excitadas por el calor, tornaron un suplicio cruzarlo en la cruz de su caballo. Para colmo comenzó a llover.

Era de noche cuando llegaron al puesto y se amontonaron apurados en el único ambiente. Casi no cabían, por lo que, sentados en el suelo, aguantaron como pudieron, atormentados por los alaridos que, cada tanto, profería la viuda... y a la mosquitada que aprovechaba el alimento a mano. Los caballos quedaron desensillados y sueltos, con el padrillo atado al cepo para evitar que los otros se alejaran demasiado. Lo dejaron al Agapito sobre un tablón, debajo de un timbó centenario cuya enramada casi llegaba al rancho, tapado apenas con algunos plásticos, para que se oreara y perdiera un poco la pestilencia. La lluvia impidió traer un cajón del pueblo, por lo que, al otro día, temprano, lo amortajaron casi sin ropa, con una bolsa de arpillera que le metieron por la cabeza hasta la cintura, y otra desde los pies a la barriga, unidas en el centro con alambre fino bien apretado porque se estaba hinchando demasiado y había peligro de explosión.

Quedó medio encogido y hubo que hacer fuerza para acomodarlo, porque ya estaba duro por culpa de eso que le dicen el rigor mortis. Parecía un fardo preparado para el despacho. Y lo dejaron nomás donde estaba porque no se animaron a meterlo bajo el techo reservado para la gente en caso de que siguiera arreciando el mal tiempo.

La calidad del cadalso quedó asegurado por las cuatro velas de sebo colocadas en cada punta del tablón y, sobre el embolsado, depositaron un ramo de margaritas de papel que la viuda guardaba de su casamiento. Aprovechando el asueto decretado por la Administración, todo el personal de la estancia, con sus mujeres, las peonas de los servicios y algunos vecinos se convocaron para darle la despedida. Eran como cincuenta en total. Algunos hombres flojos lloraban sin vergüenza y casi sin control, animados por las lloronas tobas que, cada tanto, proferían los alaridos del rito de los difuntos, estremeciendo la circunstancia. El brujo puso algunas brasas en un tazón de barro y, con hojas de eucaliptos y ramitas de ruda macho, humeó el entorno, mejorando el ambiente.

El capataz autorizó carnear tres ovejas y, al reparo del timbó, prepararon un fuego grande. Los hombres le hicieron la rueda, sentados en cuclillas o sobre los aperos, dejando a las mujeres paradas, chismorreando sus cosas. La Administración asignó, como era de costumbre, dos damajuanas grandes de vino y una caja de caña quemada y los tobas se hicieron presentes con una tinaja de aloja recién fabricada.

Entre los mates circulantes y un gran jarro escanciador, se fue armando el velorio. Los más amigos se acercaron al muerto y la viuda improvisó algunos rezos aprendidos en su infancia, acompañada por aquellos que tampoco sabían bien la letra pero hacían la coda.

Mientras el asador hacía su trabajo, una acordeona chamamecera, una guitarra y un cantor improvisado, pusieron el punto en honor del difunto. Cuando el primer sapukay vibró en el aire, las mujeres comenzaron el baile, pero la viuda, por respeto, rechazó el cumplido que todos le ofrecieron y se quedó sentada en un banquito con las manos en la falda, conteniendo las ganas y aplaudiendo los requiebros de los bailarines.

A medida que el asado se hacía, cada uno se fue sirviendo y, antes de la media tarde, todos quedaron almorzados, incluidos los perros.

Cansados por el baile, el calor y el alcohol, la modorra atropelló fuerte y hasta las velas dejaron de arder. Los amigos se dieron por cumplidos, ensillaron y se fueron casi sin despedirse porque se había levantado un viento feo y el tiempo amenazaba.

Las indias, cansadas y sudorosas, también se fueron, llevando en el enfaldo de sus polleras las entrañas de las ovejas desdeñadas en la carneada. De los tobas sólo quedó el brujo, canturreando bajito el quejido de sus oraciones y tratando de meterle al muerto una bolsita con un payé agorero para la otra vida mientras esperaba la propina de la viuda o, al menos, alguna ropita del difunto.

El Párroco de Basail, advertido del suceso por el comisario del pueblo, envió a su teniente cura para hacer presencia cristiana en el velorio, pero el barro y la lluvia impidieron que el jovencito llegara más allá del pavimento de la ruta, detenido en el boliche caminero por un juego de naipes y las consabidas copas. Tampoco el comisario pudo llegar por lo que el parte del deceso lo confeccionó sobre la misma mesa donde jugaban y tomaban, con el trascendido diagnóstico del capataz: “paro cardiáco”.

Allá, en el velorio, no quedó nadie más que el muerto, la viuda y un peón asignado por el capataz para sepulturero. El Agapito fue enterrado de urgencia por la lluvia que se venía. En una carretilla de mano lo llevaron más que ligerito hasta el lugar elegido. Medio metro de fosa y otro tanto arriba con la misma tierra marcaron el apuro del enterrador, aturdido por el calor, la bebida, el hedor y el cansancio de los días ocupado en la tarea encomendada. Clavaron una cruz de palo en la cabecera justo cuando comenzó a llover. Quedó solo el Agapito, enterrado bastante lejos del rancho. La carretilla, la pala y la cruz delineaban en la grisura de la tarde un mausoleo fantasmal. Cuando regresaron al rancho, corriendo bajo la lluvia, la viuda ya no lloraba y hasta parecía contenta de haber podido cumplir hasta el último momento con aquello de: “hasta que la muerte nos separe”.

El peón se quedó varios días en el rancho para hacerle compañía y para aguantar la tormenta. Pero, después de un tiempo, se había encariñado por demás con la viuda y el capataz lo autorizó para ocupar el puesto.

La tumba fue saqueada casi enseguida por los mismos perros de Agapito quienes, por falta de la mínima atención alimentaria, se habían vuelto cimarrones.

Y Agapito hubiera desaparecido hasta del recuerdo, si no fuera porque el curita de Basail lo registró como difunto cristiano en el libro de la Parroquia y, quizás atribulado por no haber llegado al velorioy por falta de mejores beatos, lo anotó en el Santoral de ceremonias, sin advertir que no estaba bautizado.

Cada tanto le dedican una misa y las santurronas le llevan el chimento a la viuda, que todavía vive en el puesto con los catorce hijos, entre propios y entenados, aportados por su nuevo marido.

Como es costumbre, en el lugar donde cayó Agapito, manos piadosas levantaron una capillita de madera dura donde siempre aparecían flores, estatuitas, estampas y velas encendidas. Hasta que un día de viento norte, las velas incendiaron el recordatorio y el bendito quedó hecho carbón. Entonces todos lo atribuyeron a un milagro que aprovechan las empresas de turismo para organizar excursiones que llegan desde todo el país y algunos limítrofes para visitar al Santo.

Es que Agapito ha sido declarado Santo por el pueblo, la parroquia y varias empresas de turismo. Y, como siempre ocurre en casos semejantes, muchos paisanos y paisanas del lugar aseguran haber recibido los milagros.

Un camino asfaltado llega hasta los esteros del Tapenagá y se está construyendo una hostería para atender a los forasteros que llegan del exterior para visitar al Santo.

Aunque la caza no está permitida, todos los extranjeros vienen a cazar a “Las Mulitas”, previo pago de los permisos establecidos. Los indios están tan avivados que le largan a los gringos hasta los chanchos del chiquero, sabedores de que éstos descargan su artillería contra cualquier cosa que se mueve.

En todo el monte hay más dólares que en la ciudad y todos conocen el valor del cambio. Algunos audaces más informados importan de USA, máscaras, escudos, arcos y flechas “apaches”, mucho mejor terminadas que nuestras rústicas artesanías, para venderlas a los turistas como souvenirs “autóctonos”.

Ante tantas bendiciones, nadie puede decir que Agapito no es un Santo milagroso. Si hasta un músico del lugar le ha compuesto un chamamé que dice así:“El indio San Agapito, / que nunca fue bautizau, / aquí se encuentra enterrau / y aura es San Agapito. // Su mujer, que lo ha querido, / para olvidar el deceso, / se ha echau otro marido / y nada más que por eso. // En su tumba milagrosa / crece la flor de amancay / y en el pago lo recuerdan / con un fuerte sapucay”.   

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PÁGINA 3 – IDIOMÁTICAS  

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De las abreviaturas 

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Por Jorge Alberto Hernández (Santa Fe) 

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Llamamos abreviatura al modo de representar en la escritura las palabras con sólo una o varias de sus letras. Consiste en la “representación  gráfica reducida de una palabra mediante la expresión de letras finales o centrales, y que suele cerrarse con un punto; p.ej. “afmo, por afectísimo, D. Por don...” El deseo de brevedad ha hecho surgir el uso de infinidad de símbolos, como suceden en las denominaciones químicas, la notación musical, los signos matemáticos de infinito, integral, raíz, diámetro, mayor, menor, igual, etc. Pero en realidad, en el sentido estricto del vocablo, la  abreviatura se limita a la representación  de las palabras con menos letras de las que intervienen en su pronunciación o en la escritura de esos vocablos. La academia en su Esbozo..., dice: “El deseo de escribir con mayor rapidez y la necesidad de encerrar en poco espacio muchas noticias, fueron causa de abreviar ciertos vocablos que pudieran adivinarse fácilmente. Los romanos, para quienes tanto significaban las fórmulas, llegaron a establecer un sistema completo de abreviaturas en las inscripciones de monumentos públicos y privados, y en lo manuscrito se valían de breves y oportunos rasgos para dar a entender las terminaciones variables de nombres y verbos...”

Como podemos apreciar,  no es un fenómeno nuevo, aunque en nuestra época se haga uso y abuso de esta licencia. Y si no, ahí está la amputación familiar arbitraria de algunas voces para hacerlas más breves, como auto (automóvil), moto (motocicleta), bici (bicicleta), foto (fotografía), taxi (taxímetro), subte (subterráneo), radio (radiofonía o radiotelefonía), cine (cinematógrafo), etc. Además, hay que agregar que en el español antiguo, el escribano real utilizaba deliberada y exageradamente las abreviaturas, con la finalidad de hacer dificultosa o imposible la lectura por terceros, y que se acudiera a él para poder entender el contenido de lo escrito, lo que redundaba en su beneficio.

Debemos diferenciar, eso sí, lo de abreviatura, sigla, cifra y acrónimo, aunque las tres últimas están comprendidas en la primera. Según el Diccionario, sigla es la “letra inicial que se emplea como abreviatura de una palabra. S.D.M., por ejemplo, son las siglas de Su Divina Majestad...” Es también el “rótulo o denominación que se forma con varias siglas: INRI, que ha pasado al lenguaje corriente sin que la mayoría de los que lo dicen tengan idea de qué significa. Es: Iesus Nazarenus Rex Iudoeorum, rótulo latino en la Santa Cruz, que se traduce como Jesús Nazareno, Rey de los Judíos, como Él se denominaba. Cifra es, en la tercera acepción, el “enlace de dos o más letras, generalmente iniciales de nombres y apellidos, que como abreviaturas se emplean en sellos, marcas, etc.” Mientras que acrónimo es la “sigla constituida por las iniciales (y a veces otras letras que siguen a la inicial), con las cuales se forma un nombre·, como ENTEL (Empresa Nacional de Telecomunicaciones). Tales formas lingüísticas se salen de las reglas generales del idioma, ya que se deben a necesidades muy especiales y a usos conocidos y establecidos entre quienes utilizan esta clase de lenguaje, aunque algunas se generalicen de manera tal que se convierten en elementos del habla corriente.

Hay que tener en cuenta que en ciertos círculos la economía de tiempo es considerable. No es lo mismo pronunciar, sobre todo escribir, Yacimientos Petrolíferos Fiscales, que YPF; salvo error u omisión, que s.e.u.o.; OEA, que Organización de Estados Americanos, etc.

Podemos señalar que en  general las abreviaturas se emplean en las cartas, los papeles de negocio (contratos, por ejemplo), formularios de oficinas y otros textos. Pero no es así con respecto a lo literario, ya que los escritores no utilizan, por regla general, abreviaturas, como tampoco los signos más comunes ($, %, &, etcétera), ya que se entiende que este apresuramiento que caracteriza a lo comercial, a lo periodístico, se debe a la intención de apresurar la lectura, salvo en algunas narraciones muy especiales en que se usan deliberadamente, como una forma de acelerar la exposición. La taquigrafía  misma es el arte de escribir por medio de signos y abreviaturas.

Todos los diccionarios incluyen largas listas de abreviaturas oficialmente aceptadas en idioma español. El de la RAE (he aquí un ejemplo: Real Academia Española) también, como no podía ser de otra manera, con la aclaración de que ninguna de ellas responde a reglas determinadas. Además señala que todas deben terminar con punto, con excepción de las que indican medidas del sistema métrico decimal o el sistema internacional de unidades de medida. Así las palabras kilogramo, decalitro, litro. decímetro,  metro, etcétera, deberán escribirse Kg, Dl, l, dm, m, en todos los casos sin el punto final. La diferencia entre Dl (decalitro) y dl (decilitro) está en la D mayúscula de la primera, para evitar confusiones, pero siempre sin el punto. En cambio, las palabras señorita, doctor, general (grado militar) deben abreviarse Srta., Dr., Gral.,  con el punto de cierre correspondiente. Otro tanto sucede con vocablos de uso comercial, como compañía (Cía. o  cía.), moneda nacional (m/n. o m.n.) etcétera.

A pesar  de que no hay reglas establecidas para este fin, debe preferirse: 1) Que la forma elegida sea inteligible para todos (señorita, por ejemplo, debe abreviarse Srta. y no Sta., porque podría confundirse con santa); 2) Que en la abreviatura no aparezca ninguna letra que no esté en la palabra original (Sres., señores); 3) Deberá llevar la tilde que tiene en el vocablo que le da origen  (pág., página); 4) Al final de la abreviatura se pondrá punto (Dr.) u oblicua (ch/. cheque), salvo en las que se refieren a medidas del sistema  métrico decimal y al sistema internacional de unidades de medida (k, kilo; min , minuto; cal., caloría); 5) Que efectivamente ahorre espacio y tiempo, sin dejar de ser comprensible para todos.

En cuanto a las siglas, podemos acotar brevemente que no tienen plural (ASDE, Asociación Santafesina de Escritores; OTAN, Organización del Tratado del Atlántico Norte); que el género se los da la primera palabra significativa de su enunciado (la UNESCO o Unesco, por la Unión..., etc.; el COE, Comité Olímpico Español) y que cuando exista sigla castellana y extranjera se habrá de preferir la castellana, en especial si se trata de organismos internacionales (OTAN, Organización del Tratado del Atlántico Norte, por NATO, North Atlantic Treaty Organization).   

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PÁGINA 4  

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Hiperdiccionario. 

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Por Arturo Lomello (Santa Fe)  

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Lo que las palabras pueden significar cuando se escapan de la costumbre. 

Amar: Salir al mar sin costas de la vida, sin ahogarse.

Armar: Salir al mar de la vida sin amar, provisto de una pistola, una ametralladora o una bomba.

Antojo: Por capricho, usar un anteojo que no nos sirve.

Cretino: El que ni cree ni tiene tino.

Desbaratar: Aumentar los precios en lugar de bajarlos, hecho que casi siempre ocurre.

Engreído: Individuo que disimula su insignificancia disfrazándose de suficiente.

Gracia: Aquel don sin el cual el mundo no nos causa ninguna gracia.

Irracional: Lo que decimos de los animales, pero que nos cabe al noventa y nueve por ciento de los humanos, generalmente más irracionales que los animales porque cometemos barbaridades en nombre de la razón.

Panteísta: Persona afecta a tomar el te con pan, convirtiéndose en un fanático de tal práctica.

Progresista: Quien cree que con una computadora se es mejor que contando con los dedos.

Sinuoso: El que odia la línea recta para ir de un lugar a otro.  

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Todo por una risa. 

Por Gloria de Bertero (Buenos Aires) 

Javier se despertó esa mañana por una risa caída debajo de su ventana.

Abrió los ojos, pero la pereza le descendió los párpados.

Después, ya más consciente se dejó invadir por el mundo exterior.

Aquella risa, se le introdujo por los poros, recorrió sus terminaciones nerviosas, maduró en el cerebro y ahora le florecía en la mirada.

Era inevitable vérsela travesear en los ojos, en tanto, en las venas, la sangre corría, oxigenada.

Al fin descendió de la cama y aunque no encontró las pantuflas, por no perder el efecto de esa risa, se tragó el rezongo habitual.

Se duchó, se afeitó. Y no le importó el agua demasiado fría, ni el dentífrico ausente del tubo pegado y fruncido.

Al vestirse, trató de combinar los colores del atuendo como no lo hacía desde tiempo atrás.

Miró por la ventana y, por un instante observó el verde de los árboles hasta aquella línea del horizonte.

Qué brisa- pensó- y qué sol.

La risa lo había hecho receptor de todo cuanto veía, sin crear rechazo hacia nada.

Pensó entonces en los derivados de la risa: alegría, humor, optimismo.Y pensó también en la cantidad de risas que le hacían falta al mundo.

Se despidió de Silvina con un beso húmedo y lento como aquella primera vez y a ella le brillaron los ojos, como aquella vez. Tumbó otro beso sobre la frente de los chicos que dormían y, con el portafolio en la mano, se largó a la calle llevando un silbido tímido de tan olvidado. Un silbido que le caminó por delante durante todo el trayecto. 

Silvina se sentó un rato en el diván, plumero y gamuza en manos.

Se miró, desarreglada, con sus zoquetes desteñidos, las piernas sin depilar y esos kilos de más que, de golpe, descubría con rabia.

Me besó como aquella vez y tenía las mismas estrellas en los ojos.

-¡Mamá!, ¿para cuándo la leche? ¡Tengo hambre!.

-Ya vá, mi amor, ya vá.

Cuánto hacía que no me pintaba los ojos.

-¡Mamá!, ¿qué te pasa?. ¿No nos querés más?.

-¿A quién se le ocurre?, los adoro, pero, un chiquitito pueden esperar ¿no?

Tenías razón Javier: el gris me hace más celestes los ojos.  Me lo dijiste tantas veces en otros tiempos.

Y las sombras y los rouges y su pelo realizaron una metamorfosis que la hizo sentir ligera hasta en su peso.

El desayuno no estuvo tan a punto esa mañana, pero Roque y Martita lo tomaron con los ojos fijos en esa mamá que ahora cantaba y se movía divirtiéndolos como locos.

Se vistieron los tres.

-¡Al parque, al parque!

-Un rato de sol les hará bien. ¡Vamos!.

Mamá estatus dejó paso a mamá compañera.

-Bueno, ¡basta chicos! no me tumben. 

Javier, en la oficina, acomodó sus papeles. Adelantó el trabajo. Ordenó obligaciones, mezclándolas a un dosificado humor. Los secretarios se dinamizaron. Así daban ganas de cumplir órdenes.

-¿Qué día será hoy?- se preguntaban.

Afuera el sol era un grito de luz con optimismo.

-¿Para cuando su jubilación, Pascual?.

-Siempre falta algún papel. En eso estoy.

-Tráigame el expediente, veré que puedo hacer para que se la otorguen de una vez.

-Y a usted, Rafael ¿ya le aumentó la familia?

-Sí, claro, tenemos otra nena, y van cinco...

-Desde el primero le correrá aumento por familia numerosa.

Y el noticiero: “La deuda externa asciende al órden de los... Acaparadores de papas en descubierto... Droga en Lanús... Los desocupados suman.... Hace falta comida y ropa de abrigo...”

Apagó la radio pensando: igual saldremos adelante, cómo pude pensar que no.  Sólo hay que contagiar risas y no comisuras caídas desde el amanecer, y menos avanzar el día bajándoselas a los demás por transmitir presagios de tormentas inevitables.

Guardó las carpetas y salió a la calle.

Al florista de la esquina le preguntó:  ¿Nuevo en el barrio, amigo?

-Señor Gutiérrez, creo que soy más antiguo que usted en la zona.

-¡Qué calor hace!. Quisiera una docena de esas rosas. No, de aquellas de tono rosa más definido- “como aquella vez”- pensó.

-“¿Para mí?” había dicho Silvina, y él “todas” y ella: “Nunca vi rosas tan preciosas”.

Las volverás a ver Silvina.

Entre los pétalos anda de incógnita una risa que maduró a lo largo de todo el día.

No tocaré el timbre.

Tomó la llave, la giró en el tambor y entró.

El orden era perfecto. Se olía a hogar desde la entrada.

Entre las ollas estará Silvina, y los chicos pegados a su pollera –pensó.

Pero no, Silvina no estaba en la cocina... y en el dormitorio de los chicos tampoco.

Abrió el de ellos.

Sobre la cama, tirada como al descuido, la Silvina de aquella vez, con sombra celeste sobre los ojos, con la misma hebilla en el pelo algo resbalada hacia las puntas, el vestido del color de sus rosas -viejo pero nuevo en su intención- sostenía a Roque en un brazo y a Martita en el otro. De la arena del parque estaban llenos los zapatos y la alfombra.

Miró sus rosas y las dejó en la silla.

Tuvo miedo de que el cuadro se moviera.

Estaba construido sobre una sola risa.  

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Lectura obligatoria. 

Por Alfredo Di Bernardo (Santa Fe) 

Lo siento mucho, pero debo informarle que está usted en mi poder. Lo he atrapado.Quizás usted aún no lo haya advertido, pero desde el momento en que posó su mirada sobre la primera de las palabras que componen este cuento, quedó completamente a mi merced. Por más que lo intente, ya no podrá escapar de mí. Al menos, no hasta que termine de leer estas líneas.

Tal vez, si hace unos segundos hubiese optado por elegir otro texto, o, simplemente, por seguir cualquier otro de sus impulsos (ponerse a escuchar música, por ejemplo) las cosas serían diferentes. Pero no lo hizo y ahora es demasiado tarde: no tiene margen posible para evadirse de mí. ¿Le molesta que se lo haga notar? Es natural; a nadie le gusta asumir que ha perdido el dominio de sus actos. Pero no se rebele contra lo inevitable. Sólo acéptelo: no podrá dejar de leer este texto hasta no acabar con la última frase.

Usted dirá que lo que termino de afirmar es ridículo y exagerado. Seguramente argumentará que la simple maniobra de alejar sus ojos del papel le alcanzaría para librarse de mí. Puedo incluso imaginar la expresión desafiante de su rostro mientras su mente se apoya en esta tranquilizadora hipótesis. ¿Realmente cree que las cosas son tan sencillas? Supongamos por un instante que es cierto, que usted abandona la lectura de estas líneas aquí mismo y emprende la lectura de un nuevo texto (decisión que, sin embargo, no ha tomado, ¿me equivoco?) ¿Piensa acaso que le será tan fácil prescindir de todo lo leído hasta ahora? Permítame ahorrarle el bochorno de una respuesta equivocada: no. El fantasma inquietante de aquello que su imprudencia y su ingenuidad dejaron interrumpido lo perseguirá a lo largo de la nueva página, impidiéndole concentrarse en ella.

Lo sé, usted no tiene por qué ponerse a leer otro texto ya mismo. Bien, hagamos a un lado entonces sus futuras incursiones literarias. Haga uso de su ilusoria libertad e imagine que, efectivamente, corta la lectura en este preciso punto. Imagine que se dedica a mirar televisión, a darse un baño, a escuchar música o a comer chocolates. ¿Verdaderamente supone que realizar cualquiera de esas actividades lo pondrá a salvo de mi control? Permítame una vez más el placer de socavar -con fundamento- sus candorosas esperanzas: no lo logrará. No niego que quizás consiga desligarse de mí por un lapso determinado, pero se lo aseguro: no pasará demasiado tiempo hasta que descubra en su boca un regusto amargo de curiosidad insatisfecha y compruebe que lo único que ha logrado es retorcerse patéticamente como la mosca enredada en la telaraña. Mis palabras continuarán acosándolo, acechando su sueño y su vigilia, listas para derrumbar sin piedad sus frágiles anhelos cuando usted menos lo espere.

¿Piensa que estoy siendo tendencioso? Está bien, deje entonces de rumiar vanas protestas contra mi actitud presuntamente despótica y reivindique con hechos su libre albedrío. Adelante, no imagine nada; hágalo. Aléjese de mis trampas y señuelos. Salga del laberinto que he creado para usted. Vamos, anímese, deje de leer ya mismo, dése el gusto, cumpla su deseo. Saltéese el final de este cuento y demuéstreme que estoy equivocado. Sorpréndame, haga añicos mi convicción, aniquile mi soberbia. 

Es inútil; no lo hará.

¿Lo ve? Todavía sigue allí.      

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PÁGINA 5 – NUESTROS POETAS  

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Llueve desde el jacarandá la tarde. 

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Llueve desde el jacarandá la tarde

y en la hierba esparcido el violento lila

que esta melancolía tenaz hila

junto al pecho rojo de un sol cobarde. 

Urdir del signo del aletargado

tiempo que sobreviene a la memoria

y borra el presente y borra la historia

su morosidad de jardín cerrado. 

Cómo es que cede la belleza breve

sin matarnos, y cómo es que alimenta

el sentimiento su tenaz caída. 

Algo vehemente habita el alma leve

otro árbol de sangrante flor sustenta;

y lloviéndonos se nos va la vida. 

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Roberto Malatesta (Santa Fe) 

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Una forma de olvidar. 

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Ella me sabe casi de memoria,

digamos, como a un libro

de ritos, invariable, necesario.

Conoce los colores que prefiero

para pintar algunas negligencias

(verbigracia, el pasado),

los axiomas que voy a proponerle

dentro de diez minutos y la clave

-que no voy a decir- 

de mi naufragio.

Conoce los lunares de mi espalda,

mi vergüenza, mi voto, mis proyectos,

la llave de mis torpes rebeliones

y el precio de mi llanto.

Conoce los abismos que me nombran,

los peñones airados donde estallo,

mi silencio insular y las alturas

desde donde me arrojo a la mentira

entre otros accidentes

más o menos geográficos.

Ella sabe de mi cierta tristeza

que encuentra en los bolsillos de mi sueño

y dos o tres ausencias interinas

en la pausa segura de sus labios;

sabe por qué la muerte me preocupa

como si se tratara de un asunto

realmente de importancia, sabe cuándo

dejar su corazón para más tarde,

a qué sitios no iré ni en pesadillas,

la talla de mi espanto, mis rencores,

a qué hora volveré y sabe, sobre todo,

que olvidaré el reloj sobre el cansancio.

Pero hay ciertos derrumbes que ella ignora,

algunas inclemencias de mi parte

que no sabe ni teme ni sospecha.

Hay algunos presagios,

tribulaciones, magias, testamentos,

disidencias compactas, paroxismos

(por no decir pecados)

que aluden a su propia orografía

y que ella no conoce sin embargo,

porque me sabe casi de memoria

y estudiar de memoria -ya sabemos-

es una forma de olvidar, un hueco

donde funda el amor su desamparo. 

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Ariel Giacardi (Santa Fe)  

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Abrazo. 

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Abrazar

el alocado trepidar

de las luces y las sombras.

Abrazar las alturas y los llanos,

la tierra espesa

de los montes,

la quebrada de luz

en cada espacio.

Abrazar

la tierra americana,

la tierra patria.

La amarilla burbuja de la espiga,

la superficie azul de los linares,

el cielo de tus ojos

y el silencio

de estatura gigante

que dispersa

los miedos,

para abrazar

la tierratoda

de otro mundo nuevo. 

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María del Carmen Villaverde (Santa Fe)  

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Elocuencias. 

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La palabra sólo pensada,

el tiempo y sus instantes de vidrio,

el vino certero recorriendo

las regiones blandas del insomnio,

un martillo de alas quebrando

la substancia funeral de la noche,

el agua abandonada

en el baldío de la espera. 

Y mi mano súbita

escribiendo

este poema de silencios. 

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Sergio Bartés (Santa Fe)  

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Ariádnica. 

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Veo un animal enigmático que se acerca.

Me trae la punta del hilo que lleva al Laberinto.

Sigo el hilo.

Entro.

Voy por la Tejedora.

La Tejedora está en el centro,

urdiendo una eterna manta

que reproduce la figura completa del Laberinto,

con un hilo que va del centro a la salida.

En el centro de la trama estoy yo,

en imagen y semejanza,

tomando la punta del hilo

que vuelve desde el centro del Laberinto hacia la salida.

Salgo...

Me acerco a ese hombre que me mira.

Me siento un animal enigmático.  

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Rubén Vedovaldi  (Capitán Bermúdez)  

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Alucinada. 

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El calor asciende por la voz de las cigarras,

buscael eje del día

            y lo quita de su centro.

A la deriva / los sueños.

El verano quiebra y desgaja este enero

con su marca de fuego.

Aprendo la indolencia que me enseña

el tiempo... y me dejo ser.

Parto en un doblez del viento

con la impunidad del silencio.

Despido horarios y rutinas

descubro un estado nuevo en mí,

el de la serenidad / tan cierto

y fructuoso como un pacto resuelto.

Ya en la noche

dejo que duerman todos los verbos.

Sin ellos, sucumben los versos.

Los rescataré mañana.

Hoy navegan en mis aguas de sosiego.

Presumo que estoy

alucinada por enero. 

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Miryam Colomboto de Seia (Gálvez)  

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allá afuera hace frío, 

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entre los hombres,

esos bosquejos que pueblan las calles,

alquilando remeras,

recorriendo

la soledad del día suicidado...

hasta mi desconcierto es más hospitalario:

tiene un hastial más limpio,

un lecho menos devastado por las claudicaciones

y, también,

porque mi casa tiene una consciencia

que va creciendo como los cereales

para fructificar,

en mí y en otros,

algún día...

allá afuera hace frío:

va la cultura toda mordisqueada en sus ropajes:

de tan cansada ya va mostrando

todas sus bambalinas

y avanza medio tuerta de candilejas,

violada de progreso...

podría decirse que,

bajo la nada,

la progresiva numeración de las casas en las calles,

en subybaja

va midiendo el frío...

hay un dios derribado,

allá afuera... 

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Horacio Rossi (Santa Fe)  

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PÁGINA 6

 

VIVIR EN LAS ENTRAÑAS DEL MONSTRUO:

Poetas e inmigrados en Nueva York. 

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Por Silvia Favaretto (Argentina- Italia) 

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Sentada sobre una roca del Central Park, inevitablemente pienso en el hecho de que este espacio verde debe haber sido una forma para pedirle perdón a Dios por tanto cemento... Nueva York respira sacando afuera vapor desde las rejillas del metro. La música mexicana resuena por todos lados y es la música más melancólica que exista, más que el tango. El otro sonido de la metrópoli es el chillido del acero. La humanidad reuma bajo el sol de esta ciudad insomne, enferma, eternamente despierta, marchita y chispeante, rica y miserable.

Si se logra sobrevivir la tristezza de las canciones mexicanas, se puede aventurarse más allá del Upper West Side de Manhattan o del Queens, donde los barrios hispánicos ofrecen la ilusión de entrar, por unos minutos, en un lugar distinto; donde la América del Norte intransigente, ordenada, sana y productiva no habita más.

Los dominicanos de Harlem beben sentados en las calles, en la misma calle Broadway que, bajando hacia downtown se enriquece de teatros y resplandecientes locales. Están sentados sobre los escalones de los edificios desmoronados y esa misma música mexicana los entristece. Sin embargo, Nueva York ha sido un gran sueño para todos ellos, han hecho enormes sacrificios para entrar aquí, la mayoría de ellos en forma clandestina, con la esperanza de mejorar sus condiciones, pero ahora se encuentran holgazaneando por la calle día y noche, soñando con volver a su tierra natal, que desde lejos y con el pasar de los años, aparece de sobremanera esplendorosa y perfecta, en la alteración del recuerdo. Y ese mundo del cual se han, por ese entonces, fugado, no les pertenece más: quien se ensucia de Nueva York, no se puede limpiar más. Este no poder más sentirse perteneciente a ningún lado, la peregrinación eternal del destierro y la rabia que llevan encima tantos inmigrados centroamericanos que habitan en los barrios degradados de la vieja Manhattan, se trasparentan en la literatura de una corriente de poetas contemporáneos muy interesante denominada Nuyoricans (desde la contracción de los términos que designan los portorriqueños y la ciudad de Nueva York), entre ellos los poetas Primiero, Bob Holman, Miguel Algarín y Tato Labiera. De éste último quiero citar  una frase que me parece emblemática para describir la relación de amor y odio hacia Puerto Rico, tierra cuyas condiciones económicas han obligado a sus hijos a una emigración en masa : “Me mandaste a nacer nativo de otras tierras”. En efecto, Puerto Rico es, de hecho, un territorio de pertenencia de los Estados Unidos, pero su cultura, su mentalidad, sus costumbres y sus tradiciones son todavía estrechamente atadas a América Latina, y el portorriqueño lleva sobre sus hombros la pesada cruz de la diversidad, el sentirse inferior, un ciudadano de segunda clase respecto al estadounidense doc, rubio, atlético, ganador. Son estereotipos, es cierto, pero no tenemos que subestimar la potencia de los estereotipos y las secuelas que dejan, sobretodo en las mentes jóvenes. Y la repulsión hacia la propia raza, el avergonzarse de los orígenes de uno, renegar de la propia sangre, es la consecuencia más triste de esta situación. Análoga es la situación de los mexicanos en California y, respecto a este tema, remito al hermoso ensayo de Octavio Paz “El laberinto de la soledad”. Sin embargo, en algunos casos, sobretodo en las personas que emigran a una edad bastante avanzada, persiste la voluntad del exiliado de reimplantar su cultura en el país de adopción. Este “engastarse” de dos mundos da lugar a un fenómeno lingüístico estudiado ampliamente por estudiosos de sociolingüística como Nash, Poplack y Sankoff y que se refleja también en la literatura de los Nuyoricans más allá de que en el lenguaje usado por la casi totalidad de los inmigrados latinoamericanos: el así llamado “code-switching” o sea alternancia de códigos lingüísticos distintos, en este caso el inglés y el español, han dado lugar a un lenguaje híbrido llamado “spanglish”. Un ejemplo de esto puede ser el verso de Algarìn “Your feelings cocinan en mi sangre el poder de realizarme”.

Camino a lo largo de la 5° Avenida y me pregunto “¿Cómo ha nacido el monstruo?” (Resuenan en mi mente las palabras de José Martí : “Conozco el monstruo porqué viví en sus entrañas”). Dejando de lado a los vikingos, Colón y los indios de Manhattan, la colonización inglesa y holandesa, la verdadera historia de Nueva York empieza con los inmigrados. Empezando por los Pilgrims Fathers y acabando con el siglo XX. Encuentran refugio en Nueva York, huyendo de la Europa totalitaria y en guerra, muchos intelectuales como Einstein, Mondrian y Chagall. Pero, más allá de las oleadas inmigratorias, Nueva York ha sobrevivido a desastres económicos que quizás hubieran extenuado a cualquier otra ciudad: desde el bajón financiero del 29 de Octubre de 1929 en Wall Street (del cual nació luego toda una rama de estupendos escritores norteamericanos como John Steinbeck) hasta la crisis financiera del ‘75. 

Las vidrieras brillantes del barrio de la bolsa me ciegan de eslogan y lamparitas : ¿Dónde encuentra esta ciudad las fuerzas para sustener el peso de su importancia? Primero, de todo el rigor que la defiende del hundirse en el caos de tantas culturas distintas: un espacio ciudadano con la típica partitura ajedrezada de calles numeradas cuyo origen se remonta al 1807 y el orden, se sabe, es una enfermedad incurable. El loco crecimiento y la urbanización forzada, han llevado muchas veces al límite el precario equilibrio de la ciudad, pero ya en el 1866 en Nueva York había un servicio sanitario donde un equipo de inspectores se ocupaban de hacer respetar leyes a veces inaplicables, por ejemplo, la obligación de tener una ventana para cada habitación. Como si todo esto no fuera suficiente, el fuego también siempre ha sido enemigo de la ciudad: famosa es la hoguera que se tragó en el 1858 el Crystal Palace o la tragedia en la Triangle Shirtwaist Company (25-3-11) donde estalló un incendio en una fábrica de camisetas y 146 obreras murieron ahogadas o en el intento de saltar de las ventanas. Para estas catástrofes que han marcado profundamente la memoria colectiva, han sido impuestas a la ciudad las Fire Escapes, las famosas escaleras metálicas que vemos en cada película y que afean las fachadas de los palacios. Lamentablemente, todas estas precauciones no han servido para salvar las 7.000 víctimas del ataque terrorista del 11 de Septiembre pasado. Los aviones “pilotados” por Bin Laden no han escogido un objetivo casual: las torres gemelas son también llamadas World Trade Center, el centro de comercio mundial, y Nueva York no es una ciudad cualquiera, es el símbolo del sueño americano, del capitalismo, el corazón de Estados Unidos y el ombligo de la actividad comercial y financiera de todo el mundo. El ataque a las Twin Towers ha sido un ataque simbólico a una idea, a una metáfora de la americanidad.

Vagabundeo  por los alrededores del Nuyorican Poets Café (236 E. 3rd Street, tel. 212 780 9384) y recibo la impresión de que el crimen también ha encontrado siempre un habitat ideal en la “big apple”: omitiendo el banal connubio con la mafia italiana y china (arraigadas en los barrios downtown de Little Italy y Chinatown), la historia de la metrópoli está constelada de delitos de cada género: de eco internacional fue el asesinato en el diciembre del 1980 del cantante John Lennon. En el 1977 el terror estalló para un plurihomicida que firmaba sus asesinatos como “hijo de Sam” (al final será encarcelado un tal David Berkowitz después de que numerosos inocentes habían sido denunciados en un clima de fobia que arrolló la ciudad). La locura y el delirio son propios en Nueva York: el 13 Julio 1977 la ciudad cayó en la oscuridad total y al pánico general por el black out lo siguieron incendios, robos y revueltas.

Camino despacio hacia la punta extrema de Manhattan mirando la cara de las personas que caminan frenéticamente, apuradas. Me acerco al ferry que lleva a Long Island.

Muchas veces violada por cada género de traumas (inclusive el más ineluctable que es el flujo inmigratorio que la trastorna sin descanso desde ya más que un siglo, con una primera oleada de ingleses, holandeses, judíos, irlandeses y alemanes, para luego seguir con eslavos e italianos del sur, terminando con los latinoamericanos, los chinos y los soviéticos) la “gran manzana”, sin embargo, un poco abollada y con sus barrios podridos, brilla todavía con un rojo cautivador para millones de turistas y resiste, con sus rascacielos recortantes, que han colmado de sueños y esperanzas los miles de inmigrados que llegaban al puerto. Miro hacia el mar, respirando el sol y ahí la veo: desdeñosa en su islita apartada, una gran mujer en bata verde, que todavía nos da la bienvenida. 

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Referencias literarias

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Walt Whitman, pero también Poe, Melville, Henry Miller, Dos Passos, Henry James, Céline y entre los italianos Eugenio Montale y Mario Soldati y los más grandes escritores han escrito sobre Nueva York. Daré aquí una mínima indicación de algunos volúmenes de prosa y poesía para una introdución al panorama literario sobre Nueva York: W. Irving “The history of New York”, P.Hone “The diary”, M. Fuller “The city Charities”, H. Melville “Bartleby the scrivener”, W. Whitman “Crossing Brooklyn Ferry”, H. James “Washington Square”, J. Weldon Johnson “The autobiography of an Ex-colored man”, S. Crane “New York city sketches”, E. Wharton “The age of innocence”, J. Dos Passos “Manhattan Transfer”, H. Roth “Call it sleep”, P. Auster “the New York trilogy” y, al final, la interesante antología “Writing New York, a literary anthology” ed. O.Lopate, New York, Library of America, 1998. Musicalmente, aconsejaría los cantantes y poetas Lou Reed y Jeff Buckley, mientras que, para el cine, la mayoría de las películas de Woody Allen, Spike lee, Martin Scorsese y Sidney Lumet.  

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PÁGINA 7 – PÁGINAS MEMORABLES  

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Alfonsina Storni (1892-1938)

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En un plazo histórico posterior al modernismo, cuando comienza a crecer cualitativa y cuantitativamente el discurso femenino, su voz desafiante se eleva en medio de tensiones que no sólo tienen que ver con lo comunicativo sino con las pertenecientes a su intimista sensorialidad. Publicó siete libros de poemas: La inquietud del rosal (1916), El dulce daño (1918), Irremediablemente (1919), Languidez (1920), Ocre (1925), Mundo de siete pozos (1934) y Mascarilla y trébol (1938). 

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Lo inacabable. 

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No tienes tú la culpa si en tus manos

mi amor se deshojó como una rosa:

vendrá la primavera y habrá flores...

el tronco seco dará nuevas hojas. 

Las lágrimas vertidas se harán perlas

de un collar nuevo: romperá la sombra

un sol precioso que dará a las venas

la savia fresca, loca y bullidora. 

Tú seguirás tu ruta; yo la mía

y ambos, libertos, como mariposas

perderemos el polen de las alas

y hallaremos más polen en la flora. 

Las palabras se secan como ríos

y los besos se secan como rosas,

pero por cada muerte siete vidas

buscan los labios demandando auroras.

 .................................................... 

Mas ... ¿lo que fue? ¡Jamás se recupera!

¡Y toda primavera que se esboza

es un cadáver más que adquiere vida

y es un capullo más que se deshoja!  

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Dulce tortura. 

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Polvo de oro en tus manos fue mi melancolía;

sobre tus manos largas desparramé mi vida;

mis dulzuras quedaron a tus manos prendidas;

ahora soy un ánfora de perfumes vacía. 

¡Cuánta dulce tortura quietamente sufrida,

cuando, picada el alma de tristeza sombría,

sabedora de engaños me pasaba los días

besando las dos manos que me ajaban la vida!  

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¿Qué diría? 

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¿Qué diría la gente, recortada y vacía,

si en un día fortuito, por ultrafantasía,

me tiñera el cabello de plateado y violeta,

usara peplo griego, cambiara la peineta

por cintillo de flores, miosotis o jazmines,

cantara por las calles al compás de violines

o dijera mis versos recorriendo las plazas,

libertado mi gusto de vulgares mordazas? 

¿Irían a mirarme cubriendo las aceras?

¿Me quemarían como quemaron hechiceras?

¿Campanas tocarían para llamar a misa? 

En verdad que pensarlo me da un poco de risa.  

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Cuadros y ángulos. 

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Casas enfiladas, casas enfiladas, casas enfiladas,

cuadrados, cuadrados, cuadrados.

Casas enfiladas.

Las gentes ya tienen el alma cuadrada,

ideas en fila y ángulo en la espalda.

Yo misma he vertido ayer una lágrima,

Dios mío, cuadrada.  

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El hombre sombrío. 

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Altivo, ese que pasa, miradlo al hombre mío.

En sus manos se advierten orígenes preclaros,

no le miréis la boca porque podéis quemaros,

no le miréis los ojos, pues moriréis de frío. 

Cuando va por los llanos tiembla el cauce del río,

las sombras de los bosques se convierten en claros,

y al cruzarlos, soberbio, jugueteando a disparos,

las fieras se acurrucan bajo su aire sombrío. 

Ama a muchas mujeres, no domina su suerte;

en una primavera lo alcanzará la muerte

coronado de pámpanos, entre vinos y fruta. 

Mas mi mano de amiga, que destrona sus galas,

donde aceros tenía le mueve un brote de alas

y llora como el niño que ha extraviado la ruta.  

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La que comprende. 

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Con la cabeza negra caída hacia adelante

está la mujer bella, la de mediana edad,

postrada de rodillas, y un Cristo agonizante

desde su duro leño la mira con piedad. 

En los ojos la carga de una enorme tristeza,

en el seno la carga del hijo por nacer,

al pie del blanco Cristo que está sangrando reza:

-¡Señor, el hijo mío que no nazca mujer!   

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Tú, que nunca serás. 

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Sábado fue y capricho el beso dado,

capricho de varón, audaz y fino,

mas fue dulce el capricho masculino

a este mi corazón, lobezno alado. 

No es que crea, no creo, si inclinado

sobre mis manos te sentí divino

y me embriagué; comprendo que este vino

no es para mí, mas juego y rueda el dado... 

Yo soy ya la mujer que vive alerta,

tú el tremendo varón que se despierta

y es un torrente que se ensancha en río 

y más se encrespa mientras corre y poda.

Ah, me resisto, mas me tienes toda,

tú, que nunca serás del todo mío.  

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Voy a dormir. 

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Dientes de flores, cofia de rocío,

manos de hierbas, tú, nodriza fina,

tenme prestas las sábanas terrosas

y el edredón de musgos encardados. 

Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.

Ponme una lámpara a la cabecera;

una constelación; la que te guste;

todas son buenas; bájala un poquito, 

déjame sola: ¿oyes romper los brotes...?

te acuna un pie celeste desde arriba

y un pájaro te traza unos compases 

para que olvides... Gracias. Ah, un encargo:

si el llama nuevamente por teléfono

le dices que no insista, que he salido.  

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PÁGINA 8  

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27 intentos de aproximación a Jubipén Itsara (El Gamulano) 

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Por Rogelio Ramos Signes (Tucumán) 

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1. Cansado de vivir de sus defectos, Jubipén Itsara (El Gamulano), una tarde en que ladraba a las ruedas de un camión, optó por ser normal. 

2. Alicia, y no Gladys ni Estela, fue quien descubrió la metamorfosis de Jubipén Itsara (El Gamulano) a pesar de cuanta cosa diversa pueda escucharse por ahí. 

3. Desde niño Jubipén Itsara gustaba discutirle a sus vecinas, conspirar con sus compañeros de manualidades e inventar frases célebres. De allí lo de Gamulano. 

4. Huérfano e insigne desde el primer día de su vida, Jubipén rondó las talabarterías buscando su propia identidad. 

5. Buscando su propia identidad fue que Jubipén dio con un alquimista liberal y un latinista retirado. De allí lo de Itsara. 

6. Si a cada Jubipén (es tradición) corresponde un Itsara; a cada Jubipén Itsara corresponde una Iracema Snif, con quien se casó a la medianoche de un 31 de diciembre, saludados por las bombas, bengalas y petardos de todo el país; tal vez de todo el mundo.

7. La vida del matrimonio Itsara fue un martirio, si también se entiende por martirio la sucesión de los días pendiendo de una cruz. 

8. La joven Snif, esposa de Jubipén Itsara desde un 31 de diciembre a la medianoche, nació de mujer mulata y de granado alemán. Por eso aullaron los coyotes. Por eso menguó la luna y perdió brevas la higuera. De allí Iracema. 

9. Iracema Scherwitz, esposa de Jubipén y madre de un talento menor nacido hacia la primavera, adquirió el llanto como única forma de expresión. Por eso Snif.  

10. Jubipén Itsara (El Gamulano) fue hombre de hogar, hasta donde el hogar se lo permitió, y ciudadano de cada bar que acertó a inaugurar en su camino. 

11. Cuentan que Jubipén era diestro para las tareas manuales, parco a la hora de los besos y un tanto distraído. 

12. De la primera distracción surgió Caifás, un talento menor nacido hacia la primavera. 

13. Hacia la primavera, y en el espacio que va del 14 al 15 de noviembre, Alicia Estrázulas de Varela y Cross redescubrió al Gamulano, pero ya era tarde. 

14. Sobrecogido por los espacios interiores de su infancia, Jubipén Itsara abandonó los vicios del destete; fijación oral que hizo añicos una noche de cigarrillos, gomas de mascar y alguna ginebra. 

15. Temeroso de todo lo que no fuese natural, Jubipén Itsara fundó el Club de Enemigos de Jubipén Itsara, secundado por un descendiente directo de Rousseau y el más serio biografista de Lao Tsé. 

16. En la Universidad Taoísta de su barrio, exactamente, fue que Jubipén instaló un quiosco de emparedados y gaseosas. El "Tao-Te-Ching" (que así se llamaba) le dejó pérdidas cuatro semanas antes de inaugurado y un peligroso indicio de reumatismo articular. 

17. Distanciado a muerte de los naturalistas del Club de Enemigos de Jubipén Itsara, y a la vez escapando a los acreedores del "Tao-Te-Ching Nourishing Kiosk", conoció a Blonda Cruz, la mujer vegetal de pájaros en la cabeza. 

18. Iracema Snif y Blonda Cruz inspiraron a Guay Descartes la novela éxito de aquel verano. 

19. "Hombre perro, mujer llanto, niña olivo" fue llevada al cine por los franceses, a la televisión por una cooperativa de California, y al video por un ejecutivo de Madrid. 

20. Libro condensado en Colombia, prendedor en Buenos Aires, historieta en México y remera estampada en Alabama, la novela de Guay Descartes dio la vuelta al mundo en menos de ochenta días. 

21. Como toda historia que pierde intimidad, la historia del Gamulano fue una guía telefónica. 

22. Pobre, desnutrido y prematuramente avejentado, Jubipén Itsara fue a la vida lo que un príncipe ruso en el exilio fue a París: suspiros y destellos. 

23. Alicia, y no Gladys ni Estela, sino Alicia Estrázulas de Varela y Cross murió de amor por lo imposible, por el tiempo y por un Jubipén heroico descubierto hacia la adolescencia. 

24. Caifás Itsara, un talento menor nacido en primavera, ingresó al ambiente de la gente linda de la mano de su madre y en brazos de su padrastro Lucas, un cantante belga que había colocado un par de éxitos en aquella temporada. 

25.  Loco y triste de locura y tristeza elementales, Jubipén reflejó su desgracia en un viejo espejo durante los 29 primeros días de un mes que no fue febrero. 

26. Imaginando desenlaces felices para un radioteatro que auguraba truculencias, fue que Itsara, sin saberlo, ingresó al bovarysmo. 

27. Una tarde, mientras miraba fornicar despreocupadamente a dos hormigas, Jubipén Itsara (El Gamulano) cansado de ser normal, optó por ladrar a las ruedas de un camión. 

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PÁGINA 9  

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Bowles y un “descenso a los infiernos”. 

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Por Olga Zamboni (Misiones) 

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La experiencia del desierto. 

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Ilimitado es el desierto y su atracción, irresistible sobre ciertos espíritus, puede llegar a matar como el más peligroso laberinto en el cuento de Borges de “Los dos reyes...”.

Ilimitado también es en sus formas exteriores: el Erg, en la lengua aborigen saharawi, significa “mar de dunas”; hamada designa al desierto pedregoso; reg, es todo sitio montañoso árido, y oued, “lecho de río seco”, el cual se aparece con una que otra hilera minúscula de arbustillos negros que alguna lontanísima vez pudieran allí haber verdecido.

Esas formas ofrece la lengua para designar la extensión que a un profano tal vez se le aparecerá como monótono juego de arena, sol y viento, y en cambio para un experto lugareño tiene mil matices diversos.

El desierto ofrece la fascinación de sus paisajes y de sus culturas, inexplicables a nuestros ojos occidentales; están los “hombres azules”, sus habitantes naturales, así denominados por las túnicas que los cubren en fresca elegancia; otras son las telas y otros tonos, los que vestirán las mujeres, que en esto bien se diferencian. Para comprar en El-Aiún (capital de Sahara Occidental) cierto corte de algodón azul, precioso por cierto, y destinado solamente a ropa de varón, tuve que convencer al vendedor de una mentira: que no lo usaría yo sino que era un regalo a un amigo.

Y están los guerrilleros del ejército Polisario, grupo que aspira a independizar definitivamente a Sahara de Marruecos. No pude apartar de la mente las imágenes de esa extensión desolada y misteriosa cuando me enteré -hace ya bastante tiempo- de la muerte de Paul Bowles, neoyorquino por nacimiento y nor-africano por residencia y temática de su obra narrativa. Y desde entonces me debía a mí misma esta nota.

Bowles  residió buenos años de su vida en ciudades situadas al mero borde del Sahara. En sus cuentos marchan abigarrados personajes extraídos de los barrios de Tánger, Orán o Argel, seres exóticos, indescifrables en sus reacciones, tratos y actitudes. Bowles no juzga; presenta simplemente, los deja andar.

Su mujer, también escritora, y de una originalidad avasallante en su estilo, que nada tiene que ver con el de la producción literaria de su marido, firmó como Jane Bowles una novela tal vez extraña, que fue la favorita de Tennessee Williams: Dos damas muy serias; y un  libro de cuentos “Placeres sencillos”.  

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El Cielo Protector 

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La que acaso sea la novela más autobiográfica de Bowles - y es por lejos la más famosa- nos presenta a seres excéntricos que, como él mismo, dejaron la “civilización” y el confort de USA para meterse de lleno en culturas tan alejados y a las que seguramente jamás lograrían comprender.

“El cielo protector” se hizo más conocida luego de la excelente versión fílmica de Bertolucci, que se nos ofreció bajo un mal traducido y reductivo título en castellano de “Refugio para el amor”. Quien quiera conocer los rasgos físicos del autor ya en su edad madura, lo verá en el papel del narrador “testigo” que abre y cierra la película en un bar del puerto de Argel (o Al Jaza’ir) –la circularidad estructural es evidente, pero a modo de espiral, porque no coincide exactamente el final con el principio-; y estas son sus palabras de cierre:¿Cuántas veces recordarás cierta tarde de tu infancia, una tarde que es parte tan entrañable de tu ser que no puedes concebir ni siquiera tu vida sin ella? Quizá cuatro o cinco veces más. Quizá ni eso. ¿Cuántas veces más mirarás salir la luna llena? Quizá veinte. Y, sin embargo, todo parece ilimitado.

El relato desenvuelve el tradicional esquema del viaje, con sus pruebas y estaciones, pero en este caso es viaje sin retorno. Un viaje a la muerte para Port (interpretado por John Malkovich) y a la enajenación para Kit, su mujer, (que protagoniza con la excelencia que la caracteriza Debra Winger), quien regresa a ese bar de puerto del que partieron, pero ella ya es otra muy diferente y está sola. Port había perdido primero su pasaporte (identidad disuelta) y Kit deja entre arenas y beduinos la razón en un largo camino de despojamiento y disolución de vidas y sentires.

A la pareja acompaña, para formar el clásico triángulo, un desubicado Tunner; y otros ocasionales acompañantes que cruzan y descruzan sus itinerarios. Se podría decir que viajan desesperadamente, como movidos por una compulsión: en tren, en primitivos autobuses, en camellos y hasta en bicicletas; van “descendiendo” en el sentido de que cada paso hacia el interior del erg más los compromete, crucialmente, con sus circunstancias.

Pueblos casi inexistentes se mimetizan con el desierto en su color y chatura. Cada calle de El Ga’a, desde la desesperación de Kit “parece un callejón sin salida, con una pared en el fondo”; el Hotel Du Ksar les cierra sus puertas, hay peste, las moscas invaden el ambiente.

Prosiguen viaje, con un Port ya delirante, hacia la antigua fortaleza de Sba, de la Legión extrajera, en medio del Gran Erg Occidental. He visto estas fortalezas como restos de alguna loca empresa llevada a las arenas por un demente. Son imágenes de la soledad más absoluta sobre la tierra. Y si el cielo es protector, está muy lejos: alta es su protección; no cabe más que pensar, entonces, que la tierra, su contraparte, es el infierno.Port y Kit descienden, pero a diferencia de los héroes clásicos, no los espera ningún elixir ni icono mágico. Han vivido -seres de aventurera estirpe- el viaje como experiencia vital única y tal vez sin otro sentido más que la aventura misma. Y el riesgo. “La diferencia entre el turista y el viajero -dice Bowles- reside en el tiempo: el turista se apresura a regresar a casa, y el viajero no pertenece a un lugar más que a otro”.

Las cartas estaban echadas y el destino marcó permanecer para siempre en el desierto que, con lento despojamiento,  fue apoderándose de los viajeros. Como el rey del cuento de Borges. Perdido para siempre en el gran laberinto del Erg. Port enterrado en las arenas bajo el “cielo casi sólido” del desierto. Y Kit deambulando entre beduinos y caravanas, embrujada para siempre por esa geografía insoluble. Que tan bien recrea Bowles. Y Bertolucci. Por lo que vale la pena volver a ellos, a la novela o al film. Y re-crear, nosotros receptores, con ellos, el desierto y su fascinación. 

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Paul Bowles nació en 1911 en Nueva York y murió en 2001. Estudió música y pasó muchos años viviendo en ciudades del norte de África. Publicó entre otros, los siguientes libros: Misa de gallo (cuentos); Déjala que caiga”; “Un episodio distante”; “El Cielo protector” y “La Tierra Caliente” (novelas).  

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PÁGINAS 10 y 11 – RESEÑAS DE LIBROS 

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El fulgor de la espera – Ernesto F. Costa Perazzo – Simurg Ediciones – 76 pgs.- Buenos Aires 

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Ernesto F. Costa Perazzo elige la gran metáfora de la evocación a partir de ese enigma que es la memoria; ese pulso del tiempo, esa forma abstracta de la conciencia donde la melancolía crea un mundo autónomo, trasciende lo subjetivo y se hace visible a través de ciertos símbolos recurrentes: un sol que estalla, lugares a los que siempre se vuelve, la permanencia de un paisaje que no existe y que persigue los días.

Lo onírico se suma a una línea de quietudes donde todo es ingrávido en virtud de las reminiscencias de “delectatio morosa”, pues acaso lo bello es siempre lo perdido. Secuencias que aportan un sesgo de refinamiento y confidencialidad a un mundo poético de terrazas nocturnas, patios abandonados, islas lejanas, cúpulas negras; puros aconteceres sin retorno, una vigilia abierta a un ventanal donde la tarde huye hacia el comienzo.

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Susana Valenti(Rosario)  

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El pensamiento socialdemócrata italiano: Mondolfo, Saragat, Bobbio – Carlos José Rocca – Edición del autor – 100 pgs. –

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La Plata Nuevamente nos sorprende el Ing. Carlos José Rocca, con este nuevo libro acerca de la historia contemporánea argentina, podríamos decir acerca de la epopeya del socialismo en Italia y la influencia que sus pensadores y políticos tuvieron sobre los fundadores del Partido Socialista Argentino. Y el conocimiento de estos pensadores no solamente influyó en los destinos políticos universales, sino que también estableció coincidencias y relaciones con los ideólogos del socialismo en nuestro país.

El Ing. Rocca, al tratar la semblanza de los políticos italianos, también comenta la actualidad de la política argentina de todo el siglo pasado, nombrando a los personajes fundacionales del socialismo democrático y a las luchas por la democracia en un escenario corrompido por los golpes de estado y las luchas de clases conducidas por organizaciones sindicales cuyos dirigentes siempre respondieron a intereses personales, apoyando a políticos influenciados por intereses económicos -generalmente foráneos-, que destruyeron la economía nacional.

En este reconocimiento a la obra de Rocca, figura reconocida de la Universidad Nacional de La Plata, de la UPAK y en el desarrollo del socialismo democrático argentino, coetáneo y conocido personal de casi todos los políticos que nombra, no podemos dejar de mencionar dos citas que nos enorgullecen: una, referida a nuestra publicación, la otra, a la figura de su fundador, Don Luis Di Filippo, integrando el listado de destacados pensadores santafesinos.

Rodolfo Mondolfo nació en Italia, en 1877, donde se graduó de Profesor Docto en Filosofía y murió en Buenos Aires, en 1876. Emigró a la Argentina en 1939 porque su origen judío le impidió continuar en su país. Aquí fue acogido en el ámbito universitario y comenzó su carrera docente en la Universidad de Córdoba como simple profesor de Griego.

Giuseppe Saragat nació en Torino, en 1898 y murió en Roma, en 1988. Fue el primer Presidente Socialista Democrático Italiano. “... sin que el pueblo sea consciente del valor de la libertad, es imposible la realización de un socialismo que, como afirmara Justo, más que una teoría económica o una doctrina política, es una postura ética ...”

Con respecto a Norberto Bobbio, diremos que su reciente desaparición, el 8 de enero ppdo., renovó su vigencia en el campo político filosófico. La prensa de todo el mundo le rindió homenaje. Había nacido en 1909 y sobrevivió a las dos guerras mundiales. En la Constitución española de 1978 y en el PSOE, dejó sus ideas sobre la preservación y defensa de los Derechos Humanos en los países desangrados por la intolerancia y la perversidad de prolongadas dictaduras. En 1984, a los 75 años, fue designado Senador Vitalicio, por el presidente Sandro Pertini.

La presente obra del Ing. Rocca se suma a una extensa bibliografía que contribuye sobremanera al conocimiento de nuestra hitoria contemporánea.

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Manuel Bande(Santa Fe)  

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El último penal – Jorge Isaías – Editorial Ciudad Gótica – 97 pgs. - Rosario  

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Refugio de sencillez, puesta en escena de “lo real” que se transforma subrepticiamente en significado, la literatura de Isaías inscribe sin sobresaltos la laboriosa concreción de un estilo que se regodea en otorgar densidad y sentido a los recuerdos. “El último penal” reúne una nueva serie de relatos que enfatiza la transparencia de una producción que se puede caracterizar como la constante expansión de un relato original arraigado en la mitología personal del escritor santafesino.

En la obra de Isaías el pueblo, o en un sentido más amplio y a la vez más exacto, los pueblos de la llanura constituyen la geografía donde el tiempo extravía la existencia y la arrastra a la ficción. El escritor es la conciencia que toma posesión del tiempo y lo encauza en un orden poético: “En ese tiempo lento donde el tiempo se detenía a veces para verlos, pero a ellos no les preocupaba demasiado, porque ellos intuían que también eran tiempo. Estaban –como el aire- hechos de tiempo. Pero de un tiempo recién hecho, a la medida de sus años”

En “Futboleras”, el legendario Huracán Fútbol Club convoca la pasión de incondicionales “hinchas” y delimita las acciones de héroes populares que el lenguaje eleva a la categoría de mito. El tono no desestima el humor; el fútbol es fiesta y celebración, por lo tanto tiene en su máscara lo trágico y lo cómico; “...lo cierto es que yo sentía la respiración del delantero en mi nuca y sin pensar, como venía, le pegué un zapatazo de zurda, con tanta mala suerte que la clavé en el ángulo izquierdo del arquero./ Era lo recuerdo, el arco que da hacia los antiguos hornos de ladrillos de don Máximo Spizzo, es decir, la parte sur de nuestra cancha./ Si yo tenía de madera la derecha, la zurda era de cemento, diré en mi disculpa./ El oprobio, la pitada final, y la culpa. Yo había hecho el primer y único gol de mi vida, pero en mi propio arco./ La gente se olvidó de todos los que salvé, incluso uno en un clásico, pero no perdona los errores. Así de exitistas son los hinchas de fútbol”. La pasión, la magia del fútbol imponen ciertas reglas, el gol es la apoteosis de la celebración, ¿quién le perdona a su héroe que caiga en el ridículo?

Lo mítico emerge como sustrato profundo de un estilo que no se detiene sólo en ese aspecto y trabaja otras obsesiones tal como la búsqueda de una identidad acosada por el tiempo. La presencia de un yo narrativo, lábil, adelgazado por la pérdida de su carnadura existencial se adensa y afirma en el soliloquio, recurso que organiza el peso de lo acontecido en la memoria y que Isaías utiliza en estos relatos de modo ágil y eficaz: “Yo fui de los últimos que vio jugar al Chiche Borello./ Usted me dirá que no era lo que se dice un crack –cosa que yo no comparto- Porque, ¿qué es ser un crack?/ Sí, ya sé, adivino la respuesta: `Cracks eran Laliana, Juancito Renzi o el Pelado Miguez, un poco más lejos´/ Pero mi concepto de crack tiene que ver con la alegría que se le regala a la hinchada.”

La presencia de un interlocutor textual no hace otra cosa que poner las cosas en su lugar y enfatizar el carácter imaginario de la ficción, aun cuando se le de un nombre, como en Cazadores: “¿No es cierto que usted existió, Ana Zarza, y que hoy en algún lugar recuerda a esa barrita dispersa por el vendaval de los años, indiferente a otra cosa que no fueran los juegos, o el inminente fervor de la caza?”, ese nombre señala la ambigüedad del referente y el esfuerzo de una conciencia que trata de recuperar la unidad en la polifonía onomástica del texto.

El mundo narrativo de Isaías es una cosmogonía del recuerdo que especialmente en Lejanas, la segunda parte de estos relatos –creemos que de una manera inédita en su obra- registra sin eufemismo la Historia. Su contar comparte: “-Los gorilas están bombardeando Plaza de Mayo./ -¡Qué?- preguntó mi madre entre incrédula y aterrada. / -Que los enemigos de Perón y del Pueblo están matando gente inocente con aviones en Buenos Aires./ (...) Todos en mi familia eran o habían sido obreros rurales o peones de campo. Todos sabían qué había sido para ellos el gobierno de Perón, nosotros lo habíamos mamado, no eran palabras huecas, no era demagogia. Nos sentíamos dignos”, la conciencia individual se hace más ecuménica, toma a su cargo las marcas de una épica popular vilipendiada, pero que persiste en el imaginario colectivo como epopeya ejemplar. No sólo los grandes acontecimientos se transforman en mito, también los mitos alimentan los sueños para que los pueblos transformen la historia y sobrevengan los acontecimientos que finalmente son rescatados por las palabras, y así sucesivamente.

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Aída Albarrán(Rosario)  

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Al (otro) Estados Unidos – Daniel Barros – Editorial Dunken – 120 pgs – Buenos Aires 

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Resulta ameno, alegre e ilustrativo leer a Daniel Barros. Su extensa obra resulta siempre interesante a los lectores que salen de la ortodoxia y se internan en los nuevos terrenos de la lexicología que propone el escritor.

A manera de prólogo, Barros inicia su libro con citas y referencias alusivas a la intención de su temática: “Los Estados Unidos son potentes y grandes. / Cuando ellos se estremecen hay un hondo temblor / que pasa por las vértebras enormes de los Andes.” “-Eres los Estados Unidos / eres el futuro invasor / de la América ingenua que tiene sangre indígena, / que aún reza a Jesucristo y aún habla en español” (Rubén Darío: A Rooselvet, 1905) “¡Basta ya... basta, basta! / ¿Por qué me golpeais? / Estoy aturdido... Dejadme, / dejad que me rehaga, / que vuelva de mi sopor, / de mi delirio, de mi agonía... / Esto es un error.” (Walt Whitman, 1819-1892). “El momento más prudente para embalsar el mar, es cuando el mar ya se ha ido” (Emily Dickinson, 1830-1886). “El gobierno de (G.) Bush supera cualquier sátira” (Harold Bloom, 2004)

Previa esta introducción, Daniel Barros comienza el desarrollo de los poemas dedicados a cuarenta y siete personajes norteamericanos, poemas que reciben el aporte de interesantes epígrafes. El primero se titula “Hernán Melville o el desnudo ritmo del ser” y su epígrafe dice: “¡Ay! de aquel que quiera salvarse a costa de la verdad” Hernán Melville, mientras que, en “El Tío Sam”, el epígrafe humorístico pertenece a Sarmiento: “En los EE.UU. todos los hombres son, a la vista, un solo hombre, el norteamericano... ¡Qué escándalo dieran si llegasen de improviso a ser picados por la tarántula!”; en “Groucho Marx”, al propio Groucho: “Nunca pertenecería a un club que tuviera como socio a alguien como yo.” y en “Abraham Lincoln” nuevamente al autor de “Facundo”: “Porque el norteamericano es el pueblo, es la masa, es la humanidad no muy moralizada todavía, cubierta allí en todas sus graduaciones de desenvolvimiento bajo una apariencia común”

En el poema “Dorothy Lamour ha muerto” (1915-1996) el autor expresa: “Yo no lo creo, / porque toda “diva” / que se precie de tal / es y será eterna...”; en “La pantalla sin héroes” dice “... han muerto en pocos días / Jimmy Stewart y Robert Mitchum, / esa especie, hoy rara, / de actores que se parecieron / desde la función, / ´a ellos mismos´... y en “Demasiado anacrónico” manifiesta: “ahora resulta que un educador / norteamericano, llamado Clifford / Madsen, autor de un típico ´best seller´ / sobre la delicada materia / viene a descubrir, pecadores míos, / que la disciplina también sirve / para enseñar...”Termina el libro con dos epílogos: “La misión de los Estados Unidos actual va contra el cristianismo” (Todorov, 2003) y “¡No cedamos, no cedamos! Afirmemos que el mundo es tal como siempre lo hemos creído.” “La única ciencia que podemos pretender es la de la humildad, que es infinita” (T.S.Eliot 1888-1962)

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Manuel Bande(Santa Fe)  

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Tracción a sangre - Laura Yasan -  Editorial La Bohemia – 63 pgs. – Buenos Aires 

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Laura Yasan no dice tracción animal, tracción mecánica, o a vapor, según los ejemplos propuestos por los diccionarios. Ella dice tracción a sangre, con lo cual el efecto de medir la resistencia de los materiales, señalado por María Moliner, debe adecuarse al hecho de que el material sometido a la prueba es la sangre. Y la pregunta fundamental que nos propone es: ¿ Cuánto podrá resistir la sangre ese tironeo mediante el cual el cuerpo vivo es arrastrado de aquí para allá por el vértigo de la vida?

Esta imagen, esta pregunta, instalan el libro en la tradición de la estética expresionista. Es decir: aquí la gracia, las armonías de los contrarios, han desaparecido. Lo que queda es el cráter de la ruptura, y el lenguaje da cuenta de esa ruptura proponiendo una torsión manierista de la expresión. De este modo, la deformación hallada en lo escindido del objeto se refleja en lo escindido de la sensación que lo recibe.

En “Tracción a sangre”, lo escindido es el cuerpo obligado a separarse de su posibilidad de plenitud para adecuarse a la oscura misión de arrastrar el aparato psíquico -eso que antes denominábamos alma-, vapuleado a su vez por la angustia de no recibir del cuerpo otra señal que las narcotizadas sensaciones que provoca el choque incesante entre lo que se busca y lo que se logra.

Si este choque, en la vida real, deforma y degrada la plenitud de los sentidos, en el plano de la realización poética propone una disyuntiva inquietante, y sin duda enigmática: el poema está obligado a no perder de vista su obligatoria búsqueda de perfección formal, en tanto que el cuerpo que escribe se hunde más y más a medida que el significado halla en el logro estético  su forma definitiva.

Detengámonos en un verso: “el fulgor que no existe y me sigue alumbrando como una estrella muerta”, un verso con tanta amplitud y belleza, que resume la idea del mundo, y la estética implícita en esa idea mundo. Todo el siglo XX está atravesado, en Occidente, por la  actividad del dios muerto. El dios vivo, todopoderoso y tonante, el dios cruel y misericordioso de la teología judeo-cristiana, está activo aún, activo como actividad de lo muerto, como ese "fulgor que no existe", dirá Yasan, pero sigue "alumbrando como una estrella muerta".

El mundo se convierte así en un enorme velatorio, con la idea del dios muerto exhalando la pálida luz del sin sentido, la ominosa sensación de vacío que da la carencia entendida no sólo como carencia de la condición humana, sino como carencia en el estatuto conceptual del universo.

Pero el verso de Laura es, si se quiere, más categórico aún: el fulgor no existe, nunca existió, siempre estuvo ausente y siempre alumbró como una estrella ausente. El sinsentido, o el dolor de no dar con el sentido en caso de que el sentido exista y sea posible descubrir el modo de alcanzarlo, le hace decir, en las postrimerías del poema: “no llegaré a la noche esperando palabras / ya fui sequía”

Así como Geor Trakl, Laura construye una versión lírica de la existencia a partir de las ruinas y fragmentos del mundo dado, sólo que en su libro la subjetividad opera con una crispación ausente en los textos del gran poeta alemán. Lo que en Trakl son otoñales atmósferas de la decadencia, en Laura Yasan pasan a ser estallidos conceptuales ligados, muy ligados, con la agonía psíquica y el desmembramiento de la sensación corporal.

"Aborta el cuerpo su mensaje" , escribe. "Lo escrito con el cuerpo enhebra en su collar / la llave de dos mundos" , insiste. Así encuentra "harapos de miedo" cuando sale “a golpear por su ración". “Cargo en mi cuerpo una mujer inválida que baila cuando duerme", escribe en el poema que da título al libro, y agrega versos rotundos sobre la condición escindida, rota, de lo que Heidegger, refiriéndose a Trakl, describe como el ser arrojado en la huella perdida, la huella que ya no es senda dadora de sentido. Dice Laura: “cargo su enfermedad en la penumbra de mis huesos / su equipaje de anemia / su andamiaje de circo / la quiero al otro lado pero el puente se ha roto / la primera mitad no le interesa / la segunda es negada / vuelvo sobre sus pasos cada noche / para ocultar la huella cada día / como el guardián de un ancla que se oxida”

De este modo, Laura pasa del "fulgor que no existe" y sin embargo alumbra como una estrella muerta al “ancla que se oxida". La primera imagen está todavía emparentada con la metafísica desacralizada del siglo XX, y se la podría asociar con el desasosiego de Henri Michaux, acaso el más importante poeta en lo que hace a este modo de sentir, cuando dice: "He sido construido sobre una columna ausente". Pero “ser el guardián de un ancla que se oxida", propone una lectura distinta, y acaso más tensa, que la quietud fatalista de Michaux.

En primer lugar, nos habla de algo que es, que está, nos habla de un ancla, es decir, de una materia presente, de una herramienta mediante la cual el andar de la nave -es decir, el conductor del andar de la nave- puede decidir detenerla con la intención de mirar lo hecho, descansar, reflexionar sobre el trayecto cumplido o, incluso, si ha llegado a puerto, proceder a reparar las averías, embellecer su pote, ¡tantas cosas puede hacer el sujeto cuando todavía es capaz de detenerse para mirar en sí mismo!

Pero ocurre que el ancla de Yasan se oxida, está en trance de degradación, ya no es tan confiable porque el óxido, como ustedes saben, corroe. Y así como admitimos en Michaux la utilización de esa palabra, columna, como metáfora del sentido que debería atravesar la materialidad consciente del sujeto, podemos aceptar en Yasan la metáfora del ancla como paradero de su voluntad conceptual.

Es esa voluntad, entonces, lo que aparece corroído. Es esa voluntad la que debe ser arrastrada por el cuerpo, la nave, es esa oxidada voluntad conceptual la que ya no responde a los requerimientos de la duración propuesta al viaje terrestre.

He aquí la tracción a sangre a que está condenada la travesía.

Estas imágenes del libro de Yasan, y muchas otras que atraviesan el texto, retoman un aspecto siempre presente en la gran poesía de todos los tiempos. Me refiero a la responsabilidad que nos cabe como constructores de sentido. No sólo somos víctimas de la corrosión de la voluntad conceptual, también somos responsables de esa corrosión.

El mundo no ha quedado en ruinas por un capricho de los dioses, ni el sujeto ha quedado a la deriva por la ausencia metafísica de la columna conceptual que le daba sentido. Lo que somos, y también lo que no somos, es obra nuestra.

La completud que pensamos para afincar lo mejor de nosotros, y la completud que nos falta para dejar de ser menesterosos del espíritu, son obra nuestra.

Los clásicos no eran caritativos con las excentricidades agónicas del sujeto, ni se engolosinaban con sus desventuras subjetivas. Es precisamente esta actitud de aceptar la contingencia como responsabilidad personal lo que retoma la poesía de Laura Yasan. Por eso puede escribir con conmovedora seriedad lírica: el tiempo dice que si no me apuro / voy a entrar a la edad del desengaño / por la puerta de atrás / condenada a la humedad artificial como una flor de invernadero / el tiempo antes me acariciaba el pelo / escondido en los patios de la infancia / ahora le crecieron tenazas en las uñas / cada día despierto con los huesos partidos / y un crujido de barco en medio de la noche.

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Luis Tedesco(Buenos Aires)  

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Poemas Americanos – Rubén Vela – Ediciones Eleusis – 159 pgs.- Buenos Aires. 

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Rubén Vela es un poeta mayor, una voz inconfundible dentro del quehacer literario argentino y latinoamericano. De allí que esta nueva selección y estudio crítico de su poética emprendido por Nina Thürler y Ediciones Eleusis signifique un valioso aporte de reflexión para todos aquellos lectores ávidos de poesía.

Si bien la producción de Vela implica en sí un constante desafío, un constante descubrimiento, estos poemas tienen el poder de transportarnos hacia lo más profundo de un americanismo que, en apariencia, parecía habernos sido negado a los argentinos, legatarios de una identidad cultural resultante de históricas oleadas de migraciones europeas.

Desde un conmovedor interrogante:“¿Cómo eras, patria de mi patria, antes de llamarte / América?”, en la respuesta crece, como un viento nocturno, la palabra desnuda, el decir despojado: “Alta luz del silencio / sobre la noche / tu mansa voz de luto / me desnuda.”

Quizás porque el poeta presiente –tal como lo declarara en una entrevista- que la musicalidad de Rubén Darío, el apasionamiento de Pablo Neruda o la exaltación indigenista de Vallejo cantaron ya con voces únicas al suelo continental, su palabra elige un sendero diferente, se eleva intentando no develarlo todo, acercando al lector un fragmento, una huella, apenas una imagen que, sin decirlo en su totalidad, sin definirlo, lo ayude a reconstruir el concepto de espacio americano. “Mi obra es, en ese sentido, casi arqueológica. Mis poemas (...) son una contraposición de voz y de silencio, de canto y de soledad.”

Este poeta nacido en Santa Fe, perteneciente por razones cronológicas a la generación del 50, en una forma particularísima de denunciar olvidos, sin erigir estructuras panfletarias, manifiesta: “´Esto es América´, me decían, / mostrándome las altas cordilleras, / el suicidio del sol sobre los trópicos, / los grandes ríos furiosos. / Sólo vi pies descalzos, / criaturas americanas / sobre el hambre y el frío / como frutos desnudos. / ´Esto es América´. Sobre las tierras / indias del centro y del sur / vi desolación. Y, al borde, / las grandes ciudades opulentas, sólo / al borde...”

Licenciado en antropología y en arqueología, Rubén Vela confiesa ser urgido por decir todo lo que lo rodea, por cantar todo lo que lo conmueve. Es así que nos habla de ciudades abandonadas en misterios selváticos por los dedos del tiempo: “La edad / de los cuerpos / desnudos / donde todo / está muerto / o todo está / por nacer”; de razas sometidas por “una larga memoria de violencias”: “Raza entera de hombres / con los pies en la tierra / y con tanto dolor / como cabe en el mundo.”; de dudas inquietantes acerca del futuro: “¿Qué tendrás, hijo mío, / qué muerte elegirás / para seguir viviendo?”

Y para toda denuncia, para todo reclamo, se aferra a la palabra: “Si por acaso / algún día olvido la palabra, / si por acaso / -digo- / la palabra me olvida / me volcaré a la tierra, / me llenaré las manos / con barro nutritivo, / con profundas memorias vegetales, / con raíces de pan.”; “La palabra / siempre / temerosa / del vestido / de / gala / sobre su desnudez / magnífica.”; “La palabra en armas / su porfiada vehemencia / su penetrante ardor / su insolente / su incómoda / sencillez.”

Al decir de Nina Thürler, “Rubén Vela ocupa un espacio de privilegio en la poética Hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX.” Justo es, entonces, que las nuevas generaciones se nutran de su personal cosmovisión para que, abandonado el excesivamente farragoso territorio de la metáfora o los sitios sangrantes con olor a trinchera, esas voces nacientes comprendan que: “El trueno liberado / aún no es poesía. / Conviértelo en silencio.”; y que, cuando lo logren, al igual que ante las ruinas de Chichén-Itzá, puedan decir, con total convencimiento: “Has vencido a la lluvia / y al viento de esa lluvia. / Has vencido a la muerte / y al viento de esa muerte.” 

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Norma Segades – Manias (Santa Fe)  

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PÁGINA 12 -  

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El hombre acechado 

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Por Ángel Balzarino (Rafaela) 

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A pasos decididos, impulsada por una ansiedad que no le daba tregua, se dispuso a cumplir la cita de todos los días. Obstinada. Con la sensación de reavivar una punzante herida. Es lo único que puedo hacer ahora. Comprendiendo, sin embargo, que era demasiado poco el diario ritual, no sólo para compensar el amor prodigado por él con desmesurada dosis de pasión y entrega, sino también para encontrar una razón, justificativo o mero consuelo para seguir andando por el camino que se presentaba árido y despiadadamente solitario. Verla. Tenerla entre mis brazos. Una vez más. La modesta y ya única pretensión que abrigaba ahora mientras los ojos enturbiados por el cansancio y la fiebre vigilaban obsesivos la puerta a la espera de la figura querida. Sabía que era inútil. Él mismo le había pedido que dejara de visitarlo. Sí. Es lo mejor. Ahorrarle el dolor y el bochorno de verme convertido en una piltrafa. Asumir solo, sin proferir un grito de protesta, la condena de encontrarse postrado en el mísero camastro que le habían asignado en la celda fría y maloliente, ya demasiado débil no sólo para permanecer sentado sino para aferrar un lápiz y escribir algunos de los tantos versos que hubiera querido dedicarle. Ya el único puente de comunicación lo establecía el cesto de comida que todos los viernes ella le hacía llegar como el regalo más precioso, reconfortante, a través del cual pretendía expresarle la dedicación, el amor, la fidelidad. Es un arrebatado. Incapaz de esperar un minuto para tener lo que quiere. Súbitamente había comenzado el acoso de él, primero al pasar todos los días frente al taller de costura donde ella trabajaba y, después, siguiéndola por la calle o cualquier otro sitio. Fogoso. Desbordante. Incansable. Como si se tratara de un juego en que tenía la carta de triunfo, demoró en ceder, en dar una señal de aprobación. Halagada, sin llegar a definir si era por cierta piedad al notarlo tan impaciente y desesperado, o vencida por tanta tozudez, o más bien para relegar el peso de la rutina y la soledad. Impulsados por gusto y afinidades comunes, comenzaron a los encuentros. Cotidianos. Plenos de ansiedad y fervor. En lugares apartados, libres de la curiosa y acusadora mirada de los habitantes de Orihuela. Aprendieron a conocerse a través de los besos dulces y las manos irrefrenables, transformadas en el medio más adecuado para entenderse, escapar a la tediosa chatura de los días, disfrutar con mayor intensidad el placer que anhelaban para siempre. Todo fue demasiado breve. Como si un inesperado huracán hubiera arrasado nuestros sueños. Brutalmente. Un sentimiento de añoranza y desolación solía acometerla cada vez que evocaba aquellos meses en que, enfervorizados y ajenos de cuanto los rodeaba, llegaron a ser verdaderamente felices, antes de sobrevenir la separación y las huidas y el acecho implacable de la muerte. El dolor de cabeza. Acuciante. Grave. Impidiéndole cualquier instante de reposo, lo obligaba a revivir, sin escapatoria, aquel tiempo de la infancia en que a través de los golpes en la cabeza su padre pretendía sofocar las ansias de libertad y obligarlo a cuidar las majadas, repartir leche por el pueblo, realizar otras duras tareas del campo. Sin presentir ni importarle que él sólo anhelaba plasmar en poemas aquello que alentaba como un pájaro impetuoso en su corazón, leer toda la noche hasta quedarse dormido o recostarse con una inefable sensación de gozo y serenidad junto al río Segura. Por fin, en un acto de súbito arrojo, se dirigió hacia Madrid. La única tabla de salvación. Ansioso por vivir sin ligaduras y obtener el alentador reconocimiento por el cúmulo de poemas que representaba su tesoro más preciado. Inútil. Le bastaron pocos meses para ser ganado por la mayor decepción al sentirse perdido en la ciudad hostil y desconocida, sin amigos, acorralado por la extrema pobreza. Llevando a cuestas el estigma de la ruina y el fracaso, debió regresar al hogar pueblerino. Cuando ya se creía aplastado por un muro siniestro, surgió algo. Inesperadamente. Con la gratificación de una suave y alentadora caricia. Ella. La muchacha de profundos ojos negros. Josefina. Sola. Cuando más necesitaba tenerlo a mi lado. Empezaba a sentir la fuerza del hijo que iba creciendo en su vientre cuando la guerra, anunciada con repetidos actos de protesta y beligerancia, lo apartó de su lado, al enrolarse en las filas milicianas dispuesto a defender los valores de la República. La constante zozobra prosiguió a la separación. Sin saber dónde estaba ni si volvería a verlo. Consumida por la espera. Morosa. Interminable. Y nada -ni el desarrollo del trabajo diario, ni la inminente llegada del hijo, ni atender a su madre enferma- lograba cubrir el vacío. Hasta que regresó. Fugazmente. Para dejarme la terrible certeza de haber recibido su última visita. Entonces conocí la violencia y el dolor de la muerte. Allí, en los campos de batalla, junto a las trincheras, en la lucha cuerpo a cuerpo. Y quiso sustraerse a tanto horror. Escribiendo. Durante los escasos momentos libres, robando horas al descanso. Como una forma de reafirmar la vida. Poemas y poemas leídos con voz fervorosa a sus compañeros de batallón, gobernado por el deseo de estrechar más aún los lazos de amistad, de alcanzar una mutua cuota de ánimo y confianza. Hasta que sobrevino el derrumbe. Destrozadas las fuerzas del ejército republicano, comenzó a peregrinar de un sitio a otro, sin tregua, con el creciente terror de verse apresado por manos aviesas. Urgido por la necesidad de estar junto a Josefina y al hijo de escasos meses. Aunque era el lugar menos seguro, regresó a Orihuela. Nada más gratificante que estrecharlos contra mi pecho. Soñar con la posibilidad de vivir juntos para siempre. Imposible conseguir eso allí donde resultaba fácil blanco para sus perseguidores. Prefiero saber que estás vivo en algún lugar y no verte caer muerto a mi lado, le confesó ella un día, desolada, sin poder soportar ya la situación de permanente inquietud. Sí. Tal vez sea lo mejor. Hasta que desaparezca el peligro. Pero tácitamente ninguno llegó a creer demasiado en eso. Alcanzar un estado libre de sobresaltos les resultó una meta muy lejana. La inevitable separación tuvo un carácter desgarrador. De nuevo solo, deambulando como un paria, sin encontrar el amparo de una mano amiga ni un intimo hueco para guarecerse, abrigó el deseo de abandonar el país. Pasó por Sevilla y Huelva, pero al llegar a la frontera portuguesa las sombras tantas veces presentidas se materializaron en rostros tallados en piedra y manos imperiosas y fusiles cargados de amenaza. Esporádicamente le llegaron noticias sobre el lugar donde se encontraba él: la Prisión Celular de la calle de los Torrijos, las cárceles de Palencia y Ocaña, finalmente el reformatorio para adultos de Alicante. Allí pudo verlo, a través de las rejas del locutorio, todos los viernes. Como si fuera otro hombre. Quebrado, esforzándose por hilvanar las palabras, sin ánimo para esbozar la sonrisa tan espontánea y habitual en otro tiempo. Impotente para brindarle una ayuda. Deseando romper las rejas y apretarlo entre mis brazos, cubrirlo de besos hasta devolverle las fuerzas y la alegría. Inútil. Lo supo con abrumadora violencia ese viernes que no le permitieron verlo y ni siquiera aceptaron que dejara, como era habitual, el cesto lleno de comida. Mi cabeza. Convertida en codiciado trofeo. A lo largo del torvo itinerario de prisión en prisión, los guardias se habían confabulado en centrar allí -como lo hizo su padre muchos años atrás- la mayor reciedumbre del castigo, sin duda por considerar lo más delicado e importante, lo que necesitaba preservar tanto para resistir los interrogatorios y los golpes como para volcar en el papel el torrente de palabras que expresaran sus anhelos, desilusiones, bronca, rebeldía, soledad. Han logrado su propósito. Abatirme. Reducir cualquier atisbo de protesta. Impedir la expresión del más pequeño de mis sueños. Y por eso el hecho de transformar la condena a muerte en una pena de treinta años de reclusión le parecía el fruto de una broma macabra, despiadada, como si ellos -los carceleros ya convertidos en dueños de su vida- le hubieran concedido la gracia de tener esperanza, de creer que podría sobrevivir tanto. No. Resultaba absurdo dejarse encandilar por semejante idea. Sobre todo a partir del día en que, incapaz de moverse para ir al dispensario, el médico comenzó a atenderlo en la celda. ¿Cuántas veces volveré a ver la luz del día? Y el hálito de vida que se escabullía brutalmente quería ocuparlo en pensar sólo en ellos, Josefina y el hijo, como una instintiva forma de darse ánimo, pero también dominado por la certeza de que esas presencias querida le pertenecían cada vez menos. Sí. Han logrado despojarme de las cosas más sentidas. Aquellas que justificaban una razón para vivir. Y esa mañana, cuando ya el menor movimiento le exigía un esfuerzo sobrehumano, sintió el impulso le escribir algo de todo eso que le martilleaba la cabeza. Con mano temblorosa, en garabatos casi ininteligibles sobre el papel arrugado. ¡Adiós hermanos, camaradas, amigos: despedidme del sol y de los trigos! Se detuvo al fin, agitada, y quedó contemplando el pequeño rectángulo de mármol con una mezcla de dolor e incredulidad, todavía sin poder aceptar el hecho de que él se encontraba allí. Después, con gestos mecánicos, desenvolvió el ramo de flores. Sí. Lo único que puedo hacer ahora. Como cada día, en un acto que llevaba implícito una dosis de pesadumbre, desamparo y, sobre todo, amor, colocó los claveles junto a la lápida donde solamente se leía "Miguel Hernández, poeta".  

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PÁGINA 13 - POETAS ARGENTINOS  

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Maneras de luchar. 

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Que no me digan

que escriben simplemente,

que dicen el poema

sin pensarlo siquiera.

Que él nace porque sí. 

Es un arduo trabajo,

un oficio de herreros,

un hacer proletario.

Un cansancio que continuará mañana. 

Que no me digan

que se hacen poemas sin sudores,

sin una larga y violenta jornada de trabajo. 

Tengo las manos como las de un labriego,

duras, gastadas, llenas de poemas. 

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Rubén Vela(Buenos Aires)   

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Foto sepia.

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Así debimos de haber permanecido

con una pequeñísima imperfección que nos haría sublimes,

inmarcesibles:

el volado del calzón desparejo

un leve fruncimiento del ceño

y la piel tan tersa

rivalizando con el primer durazno de estación


En algún firmamento, así somos.

La casa hermosa, el jardín pulcro

La rueda de la vida brinca, reina

la flecha de la aguja trucada, desde el vamos

pero tanto desmayabas por jugar

que girabas la manivela con fruición

a sabiendas que los prodigios no eran ni de tu voz ni de tu tiempo

un mundo de abrazos y humores exangües fue tu lote

y confundiste géneros, meteoros con planetas,

derroche y derrota, tan vecinos.

Entre los pliegues vagamente celestes zurcidos de la burqa

Detrás de las escarificaciones

anidan destellos de soberbia

Aquí y ahora

mi desvencijada máquina de vivir. 

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Luisa Futoransky (Buenos Aires – Francia)  

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Fablar 

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Hablo, no para dejar de callar

no para expulsar el terror de la muerte

que es silencio infinito,

hablo en la calma de las noches

para saber quién soy,

para reconocerme en el resplandor del velador

sobre un papel garabateado,

hablo cuando todos callan

cuando todos sueñan y nadie me oye

(aunque íntimamente espero que ella me escuche),

hablo conmigo y hablo con mis otros

hablo hasta caer en la ruina de los ojos

anhelando que la noche responda. 

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Aldo Novelli (Neuquén)  

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Todos estamos solos en buenos aires. 

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ella duerme con piyama de seda

afuera merodea un vendaval sudaca

la noche cobra víctimas

babea en las terrazas una furia homicida

nada cambia jamás

todos estamos solos en buenos aires

todos estamos turbios

todos estamos hartos

ella duerme con piyama de seda

abrazada a la almohada como hacemos los náufragos

detrás de la ventana

una mujer se enciende de pastillas

y se pone a pescar besos enfermos

todos estamos solos en buenos aires

todos estamos sucios

todos huérfanos

ella duerme y es joven hermosa vulnerable

afuera un hombre miente 

en las pensiones se revuelve la sopa

en los bares circulan líquidos oscuros

todos convalecemos en buenos aires

todos estamos solos

nada cambia jamás

la noche cobra víctimas

y ella duerme con piyama de seda 

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Laura Yasán (Buenos Aires) 

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Visita 

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Hoy vino mi madre a visitarme

y caminamos las dos por estas calles.

Hablamos de mi hermano,

de los hijos, de las chicas del Sur,

de mi cuñado. Otra vez yo critiqué

al gobierno y ella dijo otra vez

“¡Es un país tan grande!”. No quiere

que me queje: “¡Este país generoso

recibió a tu padre!” y rodamos las dos

hacia una zona de tristeza, en silencio,

hasta que se detiene y dice: “Ayer

hice dulce de duraznos” y yo digo

que hablaron de mi libro

en el diario. 

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María Teresa Andruetto (Córdoba)  

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Y es tan difícil encontrarse. 

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Huelo esa arena,

el país de la palma de tu mano,

y es tan difícil encontrarse.

Porque es así:

empiezas con la magia,

y luego sigues, trepas,

engañas tempestades. 

Simulacro y liturgia.

Eres su extrema operación nocturna.

La noche circular

donde arde el mundo.

Caricia que inventa en mi cintura

tu galope de potros. 

Me levantas de la nada

con el errar de la mirada por mi pecho

y mi sexo,

todo siendo y no siendo. 

Y recomienzan los naufragios,

la lenta natación hacia las playas

en su lecho de arena,

allí donde al fin bebo,

donde la forma de tu espalda

sucesión de las cuatro estaciones,

me pasea los dedos por la piel

y me dibuja en el espacio. 

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María Silvia Pérsico (Buenos Aires)  

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Adán no tuvo padres. 

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Por Alejandro Maciel. (Argentina – Paraguay) 

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Releyendo el libro “La letra e” de Augusto Monterroso me encontré con el palíndromo (1) Adán no calla con nada. Y se me ocurrió hacer algunas variaciones, recordando que en algún sitio un autor cuyo nombre ahora no puedo olvidar y por lo tanto no recuerdo, había llamado al padre de la especie “el hombre que no tuvo ombligo”. Esto se vincula “hic et nunc” con el templo de Apolo en Delfos del que se decía que era “el ombligo del mundo”; en cuyo frontispicio figuraba la frase que fundó toda la filosofía socrática: “Conócete a ti mismo”. Y del conocer se trata, porque aunque “Adán no calla con nada” de nada valió su falta de silencio: no ha sabido defenderse desde que el Espíritu inspirara el Génesis hasta que yo sepa, mi alegato del tercer milenio.

Vayamos por parte. En el primer libro de esa colección que los griegos llamaron “Los libros” (La Biblia) se relata la creación del hombre Adán a partir del barro, luego el soplo divino que le instila aliento vital (alma) y por último la tramposa prescripción de El-Que-Es prohibiendo comer del fruto del árbol de la ciencia, que siempre crea conciencia. En el Edén de Adán había plantado un árbol que fructificaba conocimiento. Antes de comer su fruto, Adán estaba ciego. Después de probar la drupa, ‘eritis sicut dii’ (seréis como dioses), tal como había advertido la Serpiente, Adán vio la luz como nuestros modernos pastores electrónicos.

Ahora bien, por primitivos que fueren nuestros conocimientos de puericultura, todos sabemos que la obediencia y la desobediencia responden al aprendizaje que en las etapas tempranas nos transmiten los padres a través de ejemplos prácticos: no hay teorema que pueda sustituir al ejemplo en la mente del niño. El hombre es un animal de imitación. El Conductismo nos revela que hay dos formas de aprendizaje de conductas: el condicionamiento operante y el aprendizaje por observación. Toda la fuente de este conocimiento primitivo proviene de la parentela, especialmente de los padres. Pero aquí tenemos un problema: ¿qué pudo haber aprendido el pobre Adán de padres inexistentes? Un día abrió los ojos y del barro se hizo la anatomía humana pero nada pudo suplantar la academia doméstica que le faltó a la pareja primitiva. Ni Adán ni Eva tuvieron padres, tías obsesivas (como las que me deparó la suerte), madrinas, abuelos, hermanos, primos primeros, primas segundas, parentela política.... ¿de quién tomarían el ejemplo de obediencia debida si ni siquiera había tutela militar en el Edén de Adán?

No se le puede reprochar a Dios desconocer los rudimentos de la Pediatría, pero su amanuense humano, el autor material si no intelectual del Pentateuco debía haber previsto esta laguna en el relato. No hay pedagogo, por novedoso que sea, capaz de sostener que aprendemos espontáneamente sin experiencia previa. El innatismo (que sostenía la existencia de un conocimiento natural que trae el hombre con el nacimiento) que pregonó Descartes hace tiempo fue abandonado en el desván de la ciencia y el empirismo, que sostiene que somos un pizarrón vacío que los sentidos van llenando de datos a medida que crecemos, está unánimemente aceptado.

Cuando en el catecismo se vuelva a insistir sobre el pecado original cuya consecuencia arrastramos desde el paleolítico; cargando sobre los hombros del hombre la pesada cruz de una culpa inocente, indultemos definitivamente a nuestro protopadre humano recordando que desobedeció la orden divina porque Adán no tuvo padres. Y seamos felices con Adán, en el Edén.   

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Relato en color sepia. 

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Por Marcelo Florentino (Santa Fe)

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Él era un hombre común, según cuentan las vecinas. Respetable, a juzgar de consorcistas. "Buen cliente" a decir de almaceneros. "Limpio", dijo alguien. En realidad era un conjunto de pasiones aprisionadas dentro del cuerpo de un hombre discreto. Todo transcurría en una supuesta calma gris hasta la mañana en que la conoció a ella y su corazón empezó a liberarse de a poco dando sentido a su vida.

Ella es una mujer especial, según exclaman sus amigas. Inteligente, a juicio de sus compañeros de trabajo. "Buena chica" a decir de cantineros. "Bellísima", dijo alguien.Ellos fueron un emblema mítico de la libertad vigilada, la exaltación de la vida, una apuesta a la utopía y la consumación de una mentira.

La cuestión es que la sociedad cercana dejó de considerarlo apto. Lo discriminaron duro y lo sellaron con leyendas que decían: insano, demente, corruptor, asesino, proxeneta, bufarrón y escaparate de cambalache triste.

Claro... él hacía cosas raras: tambaleaba en la calma, caminaba bajo la lluvia cubierto con pétalos de flores inventadas, declaraba un amor fuera de moda y entonaba, sin permiso, melancólicas canciones de color sepia.

Cuando ella se fue, él quedó vulnerable ante todos. Entonces lo devoraron con fruición. Le comieron los ojos, los sueños, el corazón, el alma y buena parte de la voluntad. Pero jamás lograron arrancarle sus recuerdos y usando a ellos como cimiento fundó una esperanza algo pobrecita, un poco raquítica, pero lo suficientemente luminosa como para iniciar con humildad los primeros pasos de un camino tortuoso. Fueron años difíciles, desgarradores, de esos que uno ni acordarse quisiera.

Chocó una y otra vez contra la indiferencia, el rechazo, la incomprensión, las buenas y malas costumbres, el "no te metás", la desconfianza de médicos psiquiatras, la lógica de mercado, las políticas oficiales, los códigos del hampa, la falta de fe de los religiosos, el ateísmo de ciertos dogmáticos y las camisas planchadas de los mormones.

Jornada tras jornada él se iba convirtiendo en una piltrafa, en un desclasado, en un Ave Fénix sin beneficio de resurrección, en una lágrima enorme y ácida que corroía hasta las veredas de baldosas mejor pintadas.

Lo más duro para él, sin embargo, fue la indiferencia de ella, y lo peor era que no se daba cuenta de que en realidad ya no le interesaba a nadie. Los ex-amigos cruzaban de acera para no saludarlo, los compañeros de oficina ni lo recordaban, algún familiar lo visitaba de mes en mes y de vez en nunca.

Todos, eso sí, coincidían en etiquetarlo como idiota, a él eso poco le importaba. Insistía en morir minuto a minuto tras su obsesión que lo destruía como el cáncer más hostil.

Una tarde, contra todos los pronósticos, reapareció ella. Fue como una imagen moderna y contemporánea a la vez. Algo mágico. Idílico e infernal al mismo tiempo. Ciertos testigos juran que él empezó a juntar los jirones de su cuerpo y los vacíos de su alma para intentar reconstruir con tantos retazos algo parecido a una presencia humana digna.

Entonces cuentan que ella, más hermosa que nunca, se le acercó y le dijo al oído "te amo", y a él, a pesar de los espantos, se le dibujó en el rostro la sonrisa más bella que jamás se haya visto sobre la tierra.

Una sonrisa que duró apenas un instante más que su vida.

Cronistas de ocasión -fríos ellos- consignan que el hombre murió al encontrarse con la mujer. Ciertos espíritus más sensibles aseguran, sin temor a equivocarse, que ellos fueron felices para siempre. Si entendemos por siempre ese eterno instante del reencuentro  

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PÁGINA 15  

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El Cyberpunk, o no todo ha sido escrito todavía 

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Por Susana Ibáñez (Santa Fe) 

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La ciencia ha jugado un rol esencial en la historia del pensamiento utópico y también en el surgimiento de las distopías. En nuestro tiempo, el impulso hacia la utopía ha sido reemplazado por proyecciones distópicas que simbolizan nuestro actual descreimiento en cualquier visión idealizada de la sociedad. Hasta subgéneros como la ciencia ficción, que inicialmente propusieron visiones optimistas de las posibilidades del progreso tecnológico, han dado un giro hacia la distopía que se manifiesta en el surgimiento, por ejemplo, del cyberpunk, subgénero fundado por William Gibson con Neuromancer (1984), y que encuentra antecesores en escritores de primera línea como Thomas Pynchon.

Aunque sin hacer un análisis profundo del subgénero, Frederic Jameson llamó al cyberpunk “si no la suprema expresión literaria del postmodernismo, al menos sí del capitalismo tardío” (mi traducción, 1991: 417).  Se trata de una afirmación por demás extraordinaria en un pensador que siempre enfatizó el rol mediador de los géneros, sobre todo porque relaciona el cyberpunk directamente con el contexto de producción sin hacer alusión a su relación con otros dos subgéneros, la ciencia ficción y la narrativa postmoderna. Jameson convierte el cyberpunk en un síntoma de la pérdida de conciencia histórica, que tiene un paralelo en la ficción en Un Mundo Feliz, la novela también distópica de Aldous Huxley. 

El cyberpunk puede ser muchas cosas (una generación más en la evolución de la ciencia ficción, una escuela dentro de ese género, un fenómeno de mercado), pero para Mc Hale se trata precisamente de la escritura que surge de la convergencia entre la ciencia ficción y la ficción que él llama “de elite” (1992: 149).  Aunque parte de la crítica sostiene que no hay gran diferencia entre esta forma narrativa y la ciencia ficción, puede detectarse la recurrencia de algunos motivos que justifican su clasificación como un subgénero nuevo.

Puede decirse del cyberpunk que es una forma de ficción postmodernista por la preocupación que demuestra por lo ontológico: estas historias no apuntan ya a qué hay que conocer del mundo o cómo puede conocerse el mundo, sino a qué es el mundo, a cómo está conformado, a la existencia de mundos alternativos y a las diferencias entre estos mundos y el que conocemos, y a qué ocurre cuando pasamos de un mundo al otro.  La ciencia ficción se dedicó a explorar pequeños mundos alternativos para hablar del mundo real, y ubicó esos mundos bajo el mar, en el espacio, en sitios recluidos donde estos mundos alternativos pudieran existir incontaminados y al mismo tiempo representar la categoría “mundo”.  El cyberpunk también utiliza estos mundos espaciales o subterráneos, pero en vez de presentarlos como ultramodernos y asépticos, los construye en términos de pobreza y corrupción, submundos de los que sólo se desea escapar. A veces estos nuevos mundos se dibujan sobre el mapa político actual, de modo que Estados Unidos aparece representado como una serie de enclaves con diferentes ideologías que pueden llegar a legitimar el apartheid o las dictaduras más recalcitrantes, como en Snow Crash (Stephenson 1992). A estas “islas” se suman otras virtuales en las que los personajes se refugian para vivir existencias alternativas, enfatizando pro contraste los defectos del mundo que prefieren abandonar. 

El héroe de estas historias tiene características legendarias: en su itinerario visita estos submundos, reales o virtuales, remarca sus diferencias y se manifiesta como un rebelde: es hacker, contrabandista de hormonas, o traficante de drogas o de órganos, en fin, el producto del avance tanto de la pobreza como de la tecnología.  En su movimiento, el protagonista de estas historias actualiza lo que Foucault llamó “heterotopías”, esos espacios imposibles en los que se yuxtaponen submundos sin un orden aparente. Las historias pueden transcurrir en zonas de guerra, pero cuando ocurren en espacios urbanos, no existen fronteras que distingan un espacio de otro, de modo que algunos espacios aparecen como implosiones dentro de otros más extensos. El caso típico es el del Sprawl o de Chiba, zonas que podrían ubicarse geográficamente en Nueva York y en Tokio respectivamente, pero que se diferencian del resto del mundo en que son una mezcla de culturas y de estilos, de idiomas, de riqueza y exclusión, ciudades carnivalizadas  (Neuromancer, Gibson). Dentro de los grandes espacios de estas ficciones, aparecen otros más reducidos que actúan como sinécdoques de los anteriores, como una mise en abyme: así los barrios rojos, los ghettos, los enclaves racistas... (Snow Crash, Stephenson)

Esta combinación de submundos, ya presente en la ciencia ficción, es diferente en el cyberpunk por la inclusión de un eje vertical, por la superposición de mundos que se hace posible gracias a la existencia de espacios virtuales. Aquí ya no hablamos de submundos, sino de meta-mundos, como es el caso del Metaverse en Snow Crash, un espacio que únicamente existe en la Red y del que participan sólo aquellos que han creado una identidad para pasear e interaccionar a lo largo de una calle virtual carnivalizada. No son espacios que constituyan un ornamento en la narrativa, sino que se erigen en lugares donde la trama avanza tanto como en los espacios “reales”, ya que el Metaverse es una parte crucial del itinerario del héroe. Es importante apuntar que el término “ciberespacio” que hemos incorporado al lenguaje fue acuñado por Gibson, uno de los primeros autores de cyberpunk, quien se habría inspirado en los videojuegos para elaborar la posibilidad de mundos que sólo existen en una computadora.  A este espacio también se lo llama, en este subgénero, Matrix (matriz), y le permite al protagonista ser no ya un héroe metafórico, como Leopold Bloom, sino un héroe legendario literal, porque la Matrix puede estar diseñada siguiendo patrones mitológicos y hacer posible que un Leopold Bloom no represente a Ulises, sino que adopte su identidad y sea realmente Ulises.

La mediación de la computadora ofrece más superposiciones de espacios: el héroe de Neuromancer, Case, acompaña a Molly mediante una computadora, y puede vivir entonces en tres planos: el propio, el Metaverse y el plano en el que se mueve Molly, ya que mediante la conexión cibernética que los une él experimenta las mismas sensaciones que ella.

Ya la literatura modernista había experimentado con la idea de fragmentación al incorporar el punto de vista múltiple, que ofrecía visiones diferentes y hasta opuestas de un mismo hecho desde diversos centros estables, pero es recién en la literatura postmodernista que la fragmentación se convierte en el centro de la narración, aunque en forma figurada y a nivel de lenguaje y estructura. Los textos de cyberpunk logran trabajar el tema de la fragmentación sacándolo del plano metafórico mediante la utilización de elementos como la simbiosis hombre-máquina, los autómatas y los robots, las inteligencias artificiales y los alter egos creados por la bioingeniería.  En la literatura modernista el personaje hablaba consigo mismo, mientras que en el cyberpunk las conversaciones que sostiene en su mente se desarrollan con un otro especialmente diseñado para ayudarlo tanto a resolver problemas como para cometer crímenes, y con el que se conecta a través de una computadora portátil (elemento que invariablemente acompaña al héroe como otrora lo hicieran el caballo y las armas), lo que redunda en una fragmentación del yo que el modernismo no había explotado. 

Estas inteligencias no son la única ayuda con la que cuenta el protagonista en un mundo hostil: su cuerpo puede alterarse quirúrgicamente para hacerse más fuerte o mortal: es común encontrar personajes con cuchillos retráctiles bajo las uñas, con visión artificial o con otro tipo de prótesis que los acercan a los superhéroes pero que también contribuyen al carnaval general.  Estos aditamentos mecánicos o cibernéticos añaden elementos a la idea del hombre-máquina, problematizando aún más el aspecto ontológico del subgénero

Resta decir que, al igual que otros subgéneros populares, el cyberpunk está tanto en manos de escritores comerciales como de aquellos que, como los ya citados Gibson y Stephenson, saber hacer del lenguaje una fuente de deleite. En Argentina tal vez conozcamos mejor las manifestaciones fílmicas de este género (basta con aludir a la serie Matrix), pero no hay dudas de que la dirección que toma el avance tecnológico permite prever que el futuro de las distopías se encuentra en este nuevo subgénero, que permite renovar el lenguaje de la crítica social y que puede llegar a deleitar a los más jóvenes y a asombrar a la generación que todavía no comprendió las posibilidades que ofrece la cibernética.    

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Foucault, Michel (1970), The Order of Things: An Archeology of the Human Sciences . Nueva York: Pantheon.Gibson, William (1984), Neuromancer. Nueva York: Ace Science Fiction.Jameson, Frederic (1991), Postmodernism, or, The Cultural Logic of Late Capitalism . Durham, NC: Duke UP.McHale, Brian (1992),  “Elements of a Poetics of Cyberpunk”. Critique: 33: 3. Stephenson, Neal (1992), Snow Crash.  Nueva York: Bantam Books.  

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Dueños del mañana. 

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Por José Gabriel Ceballos (Corrientes) 

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Porque la pastilla para el temblor de las manos le había hecho efecto, pudo echar una mirada más detenida hacia la plaza, a través del binóculo de oro. Varios años atrás había implantado aquella costumbre, que después la vejez y la enfermedad fueron limitando a las grandes ocasiones. Su corazón se regocijaba al atisbar a la multitud desde la cúpula. El alma se le ensanchaba; su voz adquiría el tono justo para hablarle al mundo. Unos minutos sintiendo a sus pies la impaciencia de aquel mar humano, viéndolo contraerse y dilatarse, estremecerse y aquietarse, revolverse espeso como un magma multicolor, escuchando su bullicio que se mezclaba con los himnos de los altavoces y se menguaba por el viento, bastaban para que luego todo ocurriera debidamente.

Repitió en silencio: Os hablo con mi espíritu desnudo. Una crispación curvó apenas sus labios en el extremo izquierdo, formando una extraña mueca con la inmovilidad que el último accidente cerebral había impuesto al resto de la boca. Confiaba en su tónico para la memoria, pero aún temía olvidar algún fragmento, equivocar las palabras. Mejor dicho: temía a la urgencia por expresarlo todo antes que lo interrumpieran, temía al temor. Sabía que no resultaba suficiente haber escogido los vocablos durante semanas, haberse ejercitado mentalmente durante innumerables horas insomnes, haber  medido y corregido los tiempos con la obsesión de un trapecista.

—¿Desea algo, Santidad? —murmuró una mancha escarlata a su costado.

Él meneó la cabeza de un modo casi imperceptible. Alzó la barbilla, giró su observación hacia izquierda y derecha, el sol puso por un instante un destello en los gemelos.

Sólo unos metros delante de la fuente, bailaban unas mujeres negras con turbantes. Mecían pechos y brazos con sincronizada monotonía, como si aquel ritmo les poseyera solamente los cuerpos y pretendieran bailar así por la eternidad. Unas monjas rezaban o cantaban más al frente. Sin duda superaban las cien, sus tocas resplandecían por la albura y una sor obesa las dirigía mediante enérgicos ademanes, un megáfono en bandolera. Más al fondo, jóvenes rubios aguardaban muy compuestos mirando en torno. Sostenían una pancarta que proclamaba Juventud austríaca contra el aborto, y por la perplejidad y la estatura contrastaban con un grupo numeroso que  los rodeaba, también de jóvenes, la mayoría morenos, al parecer latinoamericanos, que saltaban frenéticos, algunos golpeando tambores. Leyó otros carteles: Nueva Zelanda te saluda. Libertad para los disidentes tunecinos. España contigo.

Repasó las frases siguientes cuidando que ni la menor alteración se produjera en su rostro. He meditado largamente este mensaje, y hay en mi pensamiento la plenitud que mi cuerpo ya no tiene. Una lucidez de un vigor incuestionable, pues ha vencido enormes borrascas para traerme hasta aquí, a cumplir con mi lealtad hacia vosotros. ¿No sería mucho como introducción? Cada segundo era precioso, definía quizá la probabilidad de que sus vigilantes le cortaran el discurso. Bastaría una pequeña sospecha en aquellas mentes agudísimas para que procedieran. Sin embargo, debía hacer una introducción. ¿Cumplir con mi lealtad hacia vosotros no anticipaba demasiado? No —se había dicho a sí mismo una y cien veces—; todavía unas semanas antes había empleado el comodín. La lealtad con la grey: un recurso formidable concebido en alguna de aquellas mentes brillantes que lo rodeaban, con el cual justificar las más diversas cosas inaceptables para la razón. ¿Acaso el peligro estaba en la advertencia sobre la lucidez? Tampoco —se tranquilizaba—; los redactores de sus discursos creían conveniente contrarrestar así lo que se rumoreaba sobre él en cuanto a su salud mental. Por otra parte, que improvisara algún párrafo constituía su estilo. Verdad que tal costumbre preocupaba últimamente de un modo especial a los vigilantes, que incluso le recomendaban ajustarse a lo escrito. Pero un anciano con el cerebro revuelto no provoca tanto pánico con mantener el estilo. Contaba además con que la lentitud propia de la ceremonia demoraría la reacción. Lo importante era decirlo todo en los segundos exactos, con firmeza pero sin mostrarse ansioso. Tenía que borrar de su cabeza la idea de que si lo intentaba no habría una nueva oportunidad, de que si entonces fracasaba mañana en aquella plaza se lloraría su muerte.

Una bandada de palomas partió desde la columnata, cruzó sobre la muchedumbre y se perdió hacia el cuartel de la Guardia Suiza. Un ejército compacto, con un rumbo preciso. Miles de soldados alados que confiaban ciegamente en su guía. En un sector de la plaza se agitaron pañuelos saludando a los pájaros. Él también había disfrutado con aquellas irrupciones, tantas veces. Luego, los altoparlantes lo avivaron y la multitud respondió con fuertes ovaciones.

—No debemos demorarnos, Santidad —susurró la mancha escarlata, ahora en su oreja derecha.

A su espalda alguien recordó:—A las once, el presidente mexicano. A las once y media, los científicos rusos.

Él hizo una seña con un dedo y la mancha se transformó en un rostro enjuto y severo, con una desproporcionada nariz corva sobre la que cabalgaban unos lentes redondos. Preguntó con un hilo de voz cuánto duraría el discurso. El rostro se le acercó más acentuando su olor a espuma de afeitar y susurró que cuatro minutos y medio.

Se llevó el binóculo a la cara. Simuló interesarse por algo en particular de allá abajo, adelantando el cuello.

Cuatro minutos y medio. Un despilfarro. A él le bastaría mucho menos para cambiar la historia de la humanidad. Claro, no había resultado nada simple dar con las palabras justas. Sólo en preparar las frases se le había ido gran parte de la energía que le restaba, esa sensación tenía. Y sin embargo, las palabras tan buscadas eran las más sencillas. Aun para quien dispone del tiempo mínimo —reflexionó— y aun bajo aquella investidura, las mejores palabras para confesar el horror a la propia muerte son las más sencillas.

Lo sencillo, la facilidad, eficaces armas del demonio, según le habían enseñado en su juventud.

El demonio tampoco existe ya, como todo lo otro, se replicó a sí mismo.

No para tu corazón.

Si no existe para mi corazón, ¿para quién, entonces?

¿Dudaba todavía? No: débiles ecos de las dudas. La duda final, la que se refería no ya a las consecuencias sino al sentido de aquel acto, se había ahogado en una especie de ira contra lo que se había hecho de su vida. 

Accionó el control de la silla de ruedas y puso a ésta en dirección al ascensor. Movió otra vez su mano derecha sobre la palanquita y la silla avanzó con un tenue zumbido. No se fijó en quiénes entraron con él en el ascensor. Fingía meditar como siempre que se encaminaba hacia las muchedumbres. Repasaba: Declaro que mi fe se ha muerto. Profiteor meam exstinctam esse fidem. Convenía decirlo en latín, el latín le daba una grandeza superior.

Abajo, junto a la puerta del ascensor lo esperaban unos secretarios. Uno le entregó el discurso. Quizá no leería nada o casi nada, quizá soltaría lo suyo bien al principio. Haciéndolo después de leer unos párrafos causaría una mayor confusión entre quienes lo controlaban, pero haciéndolo al comienzo potenciaría el factor sorpresa. Flexionó un brazo y alguien colocó unas gafas entre los dedos reumáticos. Se las puso. Un asistente de guantes blancos empezó a empujar la silla por sobre la alfombra y él simuló revisar las cuartillas. No eran pocas, por el tamaño de las letras. La última estaba escrita en varios idiomas, las habituales menciones especiales a guerras, dictaduras, hambrunas, terremotos y demás tragedias colectivas que cada semana afligían más a la especie humana. Pues bien, probablemente desde ahora aquellas novedades se multiplicarían en forma incontenible, pensó.

Se detuvieron ante otro ascensor abierto, éste menor y lujoso, con su interior tapizado de terciopelo púrpura. Tras la silla entraron dos cardenales y un secretario civil.  Fue una subida rápida, de dos pisos. Salieron a un pasillo iluminado con luz artificial donde aguardaba otra comitiva. Un aire aún más solemne embargaba a aquellos hombres, en cuyas vestiduras predominaban el negro y el rojo. Caminaron tras la silla —que todavía conducía el asistente enguantado— sin hablarse casi, intercambiándose sólo informaciones escuetas. Su andar resuelto aunque lento denunciaba un  hábito, un dominio de los acontecimientos. Verlos progresar por aquel corredor alfombrado de púrpura daba incluso la impresión de una celeridad creciente. Dejaron atrás unas cuantas puertas gigantescas, algunas abiertas a salas muy amplias. En cierto punto alcanzaron el rumor de la plaza que enseguida comenzó a aumentar. Desembocaron en un salón con columnas de mármol, al fondo del cual, por tres claros entre el cortinaje, penetraba con el ruido de la plaza la violencia del sol. Pese a ello las arañas permanecían encendidas. Había allí, contra las paredes ornadas con grandes frescos, una numerosa concurrencia que saludó con una inclinación de cabezas, unánime.

Él apenas tendió la mirada por sobre las gafas e irguió la diestra en un esbozo de bendición. Después paseó brevemente la vista por una pared. Un santo envuelto en ropas de monje lo contemplaba con piedad, las manos sobre el pecho, un chorro de luz celestial posado sobre la coronilla. Parecía querer elevarse en medio de una tempestad que agitaba los árboles a su alrededor y colmaba el cielo de nubarrones, rescatado por aquella luz milagrosa. A su lado, en una pintura que cuando menos doblaba el tamaño natural, una Virgen sonreía a su niño mientras cuatro angelotes la coronaban con flores. Más allá, un San Sebastián sufría las saetas con su resignación pendiente del techo.

Quitó la vista de las pinturas. Volvió a sumirse en los papeles.

Los altavoces lo anunciaron. La aclamación inundó el recinto como un bramido y se desflecó en oleadas declinantes de gritos aislados y aplausos.

—¿Vamos, Santidad? —preguntó a su oído una voz melodiosa.

Asintió con la cabeza.

La silla avanzó bajo la lluvia luminosa de las arañas hacia el claro central. Al aparecer en el balcón, exactamente ante el atril, provocó otro bramido, ahora más violento todavía. El resplandor del día lo cegó. Impartió la bendición a una danza de sombras, hacia ambos lados y al frente. Nada de crear sospechas. Acomodó los papeles en su regazo y dirigió la mirada hacia el atril, donde dos manos pequeñas ubicaban las copias. Las manos terminaron de formarse en las sombras que se disipaban. Unas manitas muy blancas, con puños de encaje blanco. Miró a su dueño. Un niño. Rubio, hermoso, su edad llegaría lo mucho a los doce años. Sus rizos color oro le tocaban los hombros cubiertos por una casulla roja. Al sentirse observado, el niño le insinuó una reverencia, muy serio. Algo tornó la observación más intensa.

—¿Pero, tú eres una niña? —inquirió él, subiéndose los anteojos.

—Sí, Santidad.

La sorpresa se plasmó en las arrugas del ceño. Preguntó:

—¿Y qué haces aquí?

—Soy sacerdotisa de tu iglesia. Y un día ocuparé tu lugar.

La sorpresa se expandió por todo el rostro. Fue una expresión fugaz, y la sustituyó una sonrisa o lo que en aquel semblante podía ser una sonrisa. ¿Qué le importaba ya lo que sucedía o sucedería en el mundo?

Ella le sonrió ligeramente mientras enderezaba el micrófono adherido al atril. Luego bajó las manos y se quedó cabizbaja, se diría que indecisa.

—Qué bonita cruz —dijo él. —Déjame verla mejor.

Ella se arrimó y él examinó la joya que pendía de una fina cadena. Era una cruz plateada. En el centro había, labrado, un ojo, en cuyo centro rutilaba una piedra rojiza. Él comprobó el incipiente relieve de los senos y aspiró una fragancia rara y suave, que le recordó a la lluvia en la hierba. Entonces la niña le ordenó al oído:

—No intentes nada, o desconectaré ese micrófono.  

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Manifestaciones de lo inenarrable en tres novelas latinoamericanas. 

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Por Gustavo Lespada (Buenos Aires) 

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La idea de que el lenguaje humano no puede decirlo ni abarcarlo todo no es nueva. Para el pensamiento oriental lo inefable es la culminación iluminadora del acto contemplativo, al que arriba el sabio después de desprenderse de las limitaciones del lenguaje, sobre todo del concepto ingenuo y consecutivo del tiempo, inherente a la sintaxis. A manera de ejemplo remitimos a la célebre compilación de aforismos y sentencias atribuida a Lao Tsé bajo el título de Tao Te King (siglo VI A. C.), y a su forma de desarticular los encadenamientos silogísticos utilizando la paradoja como herramienta fundamental para evitar el razonamiento lineal y poder acceder al verdadero sentido de la vida humana. Por otra parte, mediante los koan-zen los maestros budistas enseñan las limitaciones de la lógica causal provocando una ruptura, un desfase entre la interrogación del discípulo y la naturaleza absurda de la respuesta. Más reciente, sin embargo, resulta el intento fundamental de la literatura moderna de romper las secuencias causales y la temporalidad lineal y sucesiva con el propio lenguaje, con las palabras y con el silencio.

Probablemente las manifestaciones más sofocantes del silencio sean las que se articulan con el exterminio, la constatación después de Auschwitz de que el mal absoluto no es sólo un motivo de la literatura fantástica ni el descenso al infierno una prerrogativa de los héroes homéricos. Por razones de espacio, voy a referirme a unos pocos ejemplos paradigmáticos entre las numerosas modulaciones latinoamericanas del holocausto. Empezaré por destacar Morirás lejos del mexicano José Emilio Pacheco, cuya potenciación de la hipótesis y su morfología fragmentaria permiten la inclusión de múltiples aspectos del nazismo, a la vez que sus reflexiones alcanzan dimensión profética respecto de la metodología de exterminio practicada por las dictaduras del Cono Sur una década después. Efectivamente, en 1967 Pacheco estampa su advertencia: el nazi acorralado que es eme “no duda que sus servicios volverán a ser utilizados”.

Morirás lejos es un texto que no descansa en una estructura lineal y progresiva, todo aquí sucumbe en el esbozo como si fuera la puesta en escena de la imposibilidad de narrar. Pero esta imposibilidad de alcanzar las aristas definitivas de la forma es deliberada. Decimos que es novela porque circula como tal, dado que pese a abrevar en el testimonio no es un texto que apele al rigor de la historia ni a las ciencias sociales, aunque tenga mucho de ambas. Ficción entonces, aunque tan escuálida que carece de unidad de acción y de personajes. Ficción descarnada y hambrienta de desarrollos más certeros o desenlaces menos ambiguos, quizás añorando la consistencia de rasgos claramente definidos y no estos espectros inciertos (eme y Alguien) que nunca terminan de cuajar. Pero no olvidemos que la literatura es la forma de decir que dice por la forma, y aquí lo formal pareciera haber sido alcanzado por la devastación extrema del campo, la escritura pierde su serenidad progresiva, el formato homogéneo de la tipografía es asaltado, carcomido por espacios en blanco que disgregan toda ilusión de totalidad y transparencia. El borde abrupto y desparejo del fragmento remite a la violencia ejercida sobre cierta integridad previa, porque las construcciones verbales no pueden permanecer indiferentes a la desestructuración existencial que significó el nazismo (en este sentido leemos la frase de Adorno sobre la imposibilidad de la poesía –tal como la conocíamos- después de Auschwitz). Todo ordenamiento expositivo pareciera haber estallado, el texto mismo participa de una angustia sobreviviente urgida de dar su testimonio, testimonio que siempre remite al dolor de lo ignorado, que es un saber atravesado por un no-saber: no estamos frente al relato de una situación de acoso, sino frente a la acción de acoso de lo indecible llevada a cabo por un texto.

Por su parte, a partir de un encuentro imaginario entre Kafka y Hitler en un café de Praga en 1909, Ricardo Piglia en Respiración artificial confronta el modelo del escritor contemporáneo con el autoritarismo, a la vez que introduce una reflexión cifrada sobre los crímenes de la dictadura argentina. Kafka se constituye en “el hombre que sabe oír” los proyectos abominables de aquel psicópata ridículo llamado Adolf: la sociedad convertida en una inmensa “Colonia penitenciaria” y el Estado como la maquinaria anónima del terror, en “un mundo donde todos pueden ser acusados y culpables”. La novela de Piglia nos dice que Kafka hace en su ficción lo que Hitler proyectaba hacer en la vida; la literatura anticipándose a la historia porque las palabras son un componente inseparable de la realidad material, y si “las palabras podían ser dichas, entonces podían ser realizadas”. En el momento en que el escritor agoniza en un sanatorio de Kierling (1924), el Führer se pasea en un castillo de la Selva Negra dictando los párrafos de Mein Kampf. Ambos registros se encuentran, se alternan en la página. La escenificación del dictador chillando sus planes macabros contrasta con los últimos momentos silenciosos del escritor al que la tuberculosis ha privado de la voz y apenas puede escribir para sus íntimos. En una confluencia de significados y significantes, la palabra literaria es desplazada por la amenaza de despojar de la palabra a los pueblos sometidos, de “impedirles todo aprendizaje para ahogar toda inteligencia y toda posibilidad de rebeldía”. Mientras Kafka se ahoga por la enfermedad, los chillidos de un animal aterrorizado en su madriguera introducen la marca de lo que permanece fuera del lenguaje. Porque la obra de Kafka –concluye Piglia- es aquella que se atreve a hablar de lo indecible, de eso que no se puede nombrar. ¿Qué diríamos hoy que es lo indecible? El mundo de Auschwitz. Ese mundo está más allá del lenguaje, es la frontera donde están las alambradas del lenguaje. En ese núcleo inaccesible el horror de los campos nazis se prolonga en la Escuela de Mecánica de la Armada, en El Vesubio o La Perla, y el emblemático Kafka encarna en nuestros Haroldo Conti, Paco Urondo y Rodolfo Walsh.

Resulta muy sugerente también la solución narrativa que encuentra el recientemente fallecido Roberto Bolaño en Estrella distante. No se trata tanto de una novela sobre la dictadura de Pinochet –aunque también lo sea-, no es que la literatura busque al fascismo en el ámbito del referente, es decir afuera de ella, sino que hace surgir al fascismo dentro de lo literario, continuando y profundizando el gesto iniciado en La literatura nazi en América. Un teniente de la fuerza aérea llamado Carlos Wieder se infiltra en los talleres literarios de una ciudad del interior de Chile durante la presidencia de Salvador Allende, bajo el nombre falso de Alberto Ruiz-Tagle, para luego, con el advenimiento de la dictadura, dirigir personalmente a los escuadrones encargados de secuestrar, torturar y asesinar a las poetas opuestas al régimen. Signado por la duplicidad y la máscara, Ruiz-Tagle lee sus poemas con tal desaprensión que parece que no fueran suyos, y a las notorias diferencias respecto de los otros jóvenes poetas tanto por su forma de hablar como por su aspecto pulcro y vestimentas caras,  se le suma que vive solitario en una casa percibida como preparada, en la que faltaba algo innombrable –en el decir de otro personaje-, “como si el anfitrión hubiera amputado trozos de su vivienda.”

Anuncios y presagios se van tramando desde la proclama de “revolucionar a la poesía chilena”, no tanto por la que piense escribir sino por “la que él va a hacer” –y ese verbo en bastardilla funciona claramente como una amenaza-. Opera aquí la misma oposición entre fascismo y literatura que señaláramos en la novela de Piglia, con el ingrediente de que esta confrontación se plantea dentro de la institución literaria mediante promesas de cambios radicales mezclados con exabruptos vanguardistas a lo Marinetti, como si se tratara de un golpe de estado en la patria de las letras. Es la acometida de manifestaciones escritas “por gente ajena a la literatura”: donde un cuchillo puede irrumpir inesperadamente en un poema, o se describen rituales de iniciación –como los de la secta de Escritores Bárbaros- que son justamente lo contrario de una lectura reflexiva. Finalmente Wieder confirma el nuevo retorno de los brujos, dejando un rastro de desaparecidos, una constelación de crímenes expuestos como una poética del horror.

Ya como el teniente Wieder será el piloto que escribe versos en el cielo desde un avión alemán de la Segunda Guerra, exhibición de “poesía aérea” que mezcla versículos de la Biblia con referencias en clave a sus víctimas, y que hará coincidir con una macabra exposición de fotografías de cadáveres y cuerpos mutilados por la tortura. Esta exaltación de lo efímero está dada no sólo desde lo explícito de las imágenes desgarradoras del exterminio o de los versos-consignas que glorifican a la muerte, sino también desde la forma de la escritura de humo que enseguida se disgrega en el cielo y la fugacidad de la exposición cuyas fotos los agentes de Inteligencia procederán a requisar rápidamente previo inventario de todos los que asistieron a la fiesta. Estos actos de barbarie e intimidación presentados como simulacros artísticos se revelan justamente como lo opuesto a la trascendencia y perdurabilidad del acto estético.

Pareciera que es en la referencia oblicua, en el rastro latente, en la excrecencia inasimilable por donde se accede a la verdad, una verdad que no sea mera tautología, es decir, la que nos provoque un conocimiento capaz de modificar aunque sea en algo nuestra circunstancia. Como si lo trascendente residiera en el margen, en lo más ínfimo. La producción estética procede como el automovilista de cualquier gran metrópoli que circula con la mirada centrada en el tránsito de adelante pero dependiendo de su visión periférica –sin la cual se expondría a innumerables accidentes- para su desplazamiento. En la sombra hay una reserva estimulante de caracteres recesivos, no evidentes, de ambiguas manifestaciones. Es esta lateralidad, esta presencia acechante del borde tenebroso lo que hace de la literatura una codificación fronteriza siempre gestándose en otra parte, siempre a caballo de la cifra y el silencio. De este silencio también depende la opacidad necesaria para que no se agoten los sentidos de la obra, para que nunca esté dicha la última palabra.       

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PÁGINA 18 –  

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De dictadores, tiranos y supremos.  

Entrevista a Augusto Roa Bastos 

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Por Alejandro Maciel (Argentina-Paraguay) 

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Alejandro Maciel: En “Yo, el Supremo”, la figura de Gaspar Francia es particularísima. Un dictador que muere pobre escapa a las estadísticas. Es algo insólito. Tan insólito como la novela que Usted escribió.

Augusto Roa Bastos: Desde mi infancia me fascinó mucho este personaje tan misterioso del cual no se sabía prácticamente nada y no se sabe nada, ya que no dejó ningún testimonio útil de lo que fue su propia vida. En el archivo hay casi veinte mil legajos pero son todos de carácter administrativo: bandos, órdenes, instrucciones, inventarios, auditorías.

“Auto Supremo: Pagar 30 onzas de plata a la viuda Gaspara Cantuaria de Arroyo en reparación de daños morales y perjuicios materiales. Más una pensión de seis pesos con dos reales por cada hijo hasta que el mayor alcance mayoría de edad. Cumplida, entrará a revistar en el cuerpo de la Banda del Cuartel del Hospital con el grado de cabo músico. A propósito, y a fin de que todas las bandas del país vuelvan a atronar el aire con sus marciales sonoridades tal como tengo ordenado, toma nota del siguiente pedido a los comerciantes brasileros del Itapúa: 300 clarines de metal latón y otros tantos bañados en bronce; 200 cornetas de llaves; 100 oboes, 100 trompas; 100 violines; 200 clarinetes; 50 triángulos;100 pífanos; 100 panderetas; 50 timbales; 50 trombones; dos gruesas de papeles de música; 1000 docenas de cuerdas y bordonas de guitarra, para reponer la anterior partida que cayó al agua en el cruce del Paraná...”(1)

A.M.: Pero la persona de Francia no existe. Se habrá sepultado debajo de los veinte mil inventarios y había que inventarla.

A.R.B.: No quedó ningún documento digamos biográfico salvo versiones orales... pero eso hay que tomarlo siempre con reservas.

A.M.: Digamos que en la novela la figura del dictador latinoamericano se viene repitiendo desde Carpentier, Asturias, García Márquez... aunque el enfoque que Usted le dio es absolutamente original. Tal vez tan original como Gaspar Francia que no es, por ejemplo, como “El Señor Presidente”, de Asturias o El Primer Magistrado de Carpentier. Francia era ilustrado, no se enriqueció a costa del Estado, en fin...

“¿Podría alguien reemplazarme en la muerte?. Del mismo modo nadie podría reemplazarme en vida. Aunque tuviera un hijo no podría reemplazarme ni heredarme. Mi dinastía comienza y termina en mí, en YO-ÉL. La soberanía, el poder de que nos hallamos investidos, volverán al pueblo al cual pertenecen de manera imperecedera. En cuanto a mis bienes personales serán repartidos de la siguiente forma: La chacra de Ybyray a mis dos hijas naturales que viven en la Casa de Recogidas y Huérfanas; de mis haberes no cobrados que alcanzan la suma de 36.564 pesos fuertes con dos reales, se hará pagar un mes de sueldo a los soldados de los cuarteles, fuertes, fronteras y resguardos tanto del Chaco como de la Región Oriental. A mis dos viejas criadas 400 pesos, más el mate con la bombilla de plata a Santa; a Juana, que ya está más arqueada que un asa, mi vaso de noche, que le corresponde de hecho y de derecho por haberlo manipulado día y noche con más que sacrificada devoción. A la señora Petrona Regalada, de quien dicen que es mi hermana, 400 pesos, además del vestuario, guardado en ese baúl. El resto de mis haberes no cobrados serán distribuidos asimismo a los maestros de escuela, a los maestros y aprendices músicos, a razón de un mes de sueldo a cada uno sin hacer omisión de los indiecitos músicos que sirven en todas las bandas de los cuarteles...”(2)

A.R.B.: ¡Distribuyó las tierras!, se preocupó de que la población viviera sana y alimentada durante todo su régimen, promovió una enseñanza uniforme para todo el país que llegaba hasta el tercer grado de la primaria. Por el respeto a la condición humana una dictadura nunca es deseable, pero hay que juzgarlo a Francia en función de su época. Él estaba encerrado en un bastión siempre amenazado por anexiones de los países más fuertes, sobre todo el Brasil. Y un poco también la Argentina. Él cerró esto con una muralla impenetrable, fue la “muralla china” del Doctor Francia y así salvó, no sé si para bien o para mal, una comunidad como la nuestra. Y aquí estamos todavía.

“Pedro Juan Caballero me recibió en la puerta: ya sabrá, amigo doctor, que le hemos echado la capa al toro y que nos resultó muy manso. Mientras cruzábamos el patio le pregunté: ¿Qué se ha dispuesto, qué se hace?. Se ha determinado enviar de expreso al naviero José de María en una canoa dando parte a la Junta de Buenos Aires de lo que ha sucedido, contestó el capitán.

En el puesto de guardia estaba Somellera dando los últimos toques al oficio. Se lo arranqué de las manos. Este parte no parte, dije. Si tal se hace sería dar el mayor alegrón a los orgullosos porteños. Nada de eso. Acabamos de salir de un despotismo y debemos andar con cuidado para no caer en otro. No vamos a enviar nuestro tácito reconocimiento a la Junta de Buenos Aires, en el tono de un subordinado a un superior. El Paraguay no necesita mendigar auxilio de nadie. Se basta a sí mismo para rechazar cualquier agresión. Volvíme luego a Somellera que me acechaba, irritado camaleón. Con mucha suavidad le sugerí: Usted ya no hace falta aquí. Más bien le diría que estorba. Es menester que cada uno sirva a su país en su país”.(3)

A.M.: Entonces defendió la unidad en un momento riesgoso.

A.R.B.: Defendió la integridad, tanto la territorial como la política y económica. La identidad se va haciendo todos los días, no es algo estático, porque las nuevas generaciones entran en una realidad que se va transformando. Pero antes de esto hace falta una integridad.

A.M.: ¿Recurrió al material histórico para reconstruir la vida de Gaspar Francia, o es más imaginaria que real?. Como yo no conozco la historia del Paraguay, o conozco muy poco, no sé qué es imaginario y qué real dentro de la novela.

A.R.B.: Probablemente acá en el Paraguay yo sea uno de los que más conoce la historia de Francia, y lo digo modestamente porque sé que tenemos muy buenos historiadores. Pero no la investigué para afirmar la historia oficial sino para negarla.

“Yo soy el árbitro. Puedo decidir la cosa. Fraguar los hechos. Inventar los acontecimientos. Podría evitar guerras, invasiones, pillajes, devastaciones. Descifrar esos jeroglíficos sangrientos que nadie puede descifrar. Consultar a la Esfinge es exponerse a ser devorado por ella sin que se pueda develar su secreto. Adivina y te devoro. Ellos vienen. Nadie anda solamente porque quiere y tiene dos patas. Nos vamos deslizando en un tiempo que rueda también sobre una llanta rota. Los dos carruajes ruedan juntos a la inversa. La mitad hacia adelante, la mitad hacia atrás. Se separan. Se rozan. Rechinan los ejes. Se alejan. El tiempo está lleno de grietas. Hace agua por todas partes. Por momentos tengo la sensación de estar viendo todo esto desde siempre. O de haber vuelto después de una larga ausencia. Retomar la visión de lo que ya ha sucedido. Puede también que nada haya sucedido realmente salvo en esta escritura-imagen que va tejiendo sus alucinaciones sobre el papel. Lo que es enteramente visible nunca es visto enteramente. Siempre ofrece alguna otra cosa que exige aún ser mirada. Nunca se llega al fin.”(4)

A.M.: Lo hizo desde la literatura...

A.R.B.: Yo soy un anti-historiador. Pero para negar la historia, primero tenía que conocerla. Ése fue el deber que me impuse, pero no porque yo sea un historiador. La novela es totalmente imaginaria. Pero una vez un estudiante me preguntó quién era el personaje central de “Yo, el Supremo” y recién en ese instante me planteé seriamente la cuestión. Él decía que la obra era autobiográfica y que casi ocultamente yo era el personaje central, pero creo que no es así. El protagonista absoluto de la novela es el lenguaje. Si observa con atención verá que los personajes son casi pretextos, como coartadas para el desarrollo de esa lucha entre el lector, el autor y el lenguaje. Todo el universo del lenguaje, con sus virtudes y artificios, está omnipresente en cada parte de la obra. Las discusiones entre los personajes son en realidad formas de examinar las leyes del discurso y el pensamiento.

A.M.: En la novela, Francia aparece como un neurótico obsesivo, un poco sádico.

A.R.B.: Creo que era un neurótico solitario más bien. La suma del poder lo aisló más. Ya no tenía ni siquiera consejeros confiables.

A.M.: En la novela se transmite ese enorme peso de la responsabilidad de tener que sostener un gobierno. Todo lo hacía él y solo él.

A.R.B.: ¡Hasta los ejercicios militares los hacía él, no siendo militar!

A.M.: Y el diseño de los uniformes civiles y militares...

A.R.B.: Era un perfeccionista.

A.M.: Me gustan esas comparaciones económico-administrativas que hace continuamente durante sus reflexiones antes de decidir un acto de gobierno: “un militar no puede ganar tanto puesto que un maestro está ganando tanto” parece que buscaba un equilibrio racional continuamente.

A.R.B.: Él fue un personaje único. Había sido doctor “por ambos derechos” el canónico y el civil. Sobre ese material yo recreé mi propia versión de Gaspar Francia. Una invención de mis propias obsesiones con respecto al Poder que es el tema central de toda mi obra. Así como el amor, la persecución. Somos un país perseguido por la fatalidad y cada uno de nosotros tiene sedimentado como una marca el exilio interior por una parte, la persecución por otra, todo esto añejado en más de cien años. Y hemos sobrevivido a pesar de todo y ahí está la fuerza que mantenemos, gracias a tener que sobrevivir. Y también la modestia y la contención de nuestra colectividad.   

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(1) De “Yo el Supremo”, pág. 174, edic. Alfaguara, Asunción, 1997.(2) De “Yo el Supremo”, pág. 126, edic. cit. página(3) De “Yo el Supremo”, pág. 155, edic. cit.(4) De “Yo, el Supremo” pág. 196, Edit. Alfaguara, 1997.  

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PÁGINA 19 – GASTÓN GORI  

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Se fue Gastón Gori, el escritor solidario. 

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Se ha ido Gastón Gori, uno de los más apasionados cultores de la literatura santafesina. No solamente fue uno de los autores más prolíficos e inquietos por la realidad social del país sino que también estuvo constantemente dispuesto a alentar a los escritores jóvenes y a ofrecer su consejo, siempre con una sonrisa en la boca, siempre con una visión esperanzada de la vida. Asimismo tuvo fecundo desempeño en las instituciones que nuclearon a los escritores de nuestra provincia.

Su larga y fructífera vida le permitió conocer e influir a tres generaciones de escritores santafesinos, rodeándose de jóvenes hasta sus años postreros y siendo uno de los inspiradores de Tupambaé, grupo literario productor de obras valiosas.

Constante buceador de los problemas planteados por la apropiación indebida de las tierras y los abusos cometidos contra los humildes y los obreros escribió libros como “Inmigración y colonización en la Argentina”, “La tragedia de La Forestal”, “La pampa sin gaucho”, entre otros que alcanzaron gran difusión.En la ficción escribió las novelas “El desierto no tiene dueño” y “La muerte de Antonini”, la colección de cuentos “El camino de las nutrias” y el difundido libro “Y además era pecoso” en que el protagonista cuenta andanzas y travesuras de su infancia. Su preocupación por los problemas sociales también se manifiesta en estas creaciones literarias a las que sumó una interesante obra poética.

De Gastón se puede decir que nada humano le era ajeno. Aunque denunció injusticias a las que encaró como hombre, escritor y abogado, nunca dejó de asombrarse ante el misterio de la existencia. Por eso fue un gran cultor de la amistad. La importancia de su obra lo llevó recibir la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores y a ser designado como miembro de la Academia Argentina de Letras.

Se ha ido no sólo un incansable escritor, luchador y propulsor de las letras santafesinas sino también un amigo con alma de maestro.  

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El primer paso. 

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Por Martin Orell (Santa Fe) 

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No toda civilización comienza con un diálogo. 

Fue antes de la primer palabra, de la primer duda existencial, o no.

Antes de la primer vacilación del camino a seguir, o no.

No siempre existe el primer momento de todo.

Probablemente en África,

o en cualquier lugar;

probablemente hace muchos años

o dentro de algunos,

probablemente sin ser conscientes,

probablemente fue así...

(o será) 

El macho dominante los mirará  a todos con desprecio.

Sabía la fuerza y el efecto de esa mirada en los demás. Contará con eso.

Había llegado el momento; confiaba en sus fuerzas, la experiencia de los años, dirán, pensaban algunos. Y no tendrá miedo a morir dignamente en la reyerta, el recelo surgirá de quién lo sustituiría.

El macho joven sabía que se habrá pasado de la raya y esta vez no quedaría sólo en gritos intimidatorios. Estará asustado y por lo tanto exponía arrogancia.

Las hembras se alejarán en las ramas llevándose a los pequeños.

Los árboles se sacudirán, el miedo se palpaba y el olor de la adrenalina los provocará.

Una tormenta comenzó a formarse en el horizonte, horizonte todavía vasto, enorme, implacable; o lleno de escombros, de ceniza y humo, restos de ciudades, enorme y vasto e igual de implacable. 

Dios (los) mira de reojo. 

El acercamiento será lento, ceremonioso, como parte de una danza cuya coreografía se ha repetido alguna vez, algún Dios llevará la cuenta; pero claro, ellos no lo sabían. Hasta que el macho dominante clavará sus colmillos en el hombro peludo del más joven y la sangre regada los terminó de enloquecer. 

El Diablo esperaba su turno (otra vez.) 

Cuando el joven lo arroje de la rama en la que peleaban pareció que el final será irrevocable, pero el viejo se sostendrá del follaje más bajo y volvió ciego de odio, echando espuma por la boca.

Algunos apoyaban en silencio al más joven en que algo debía cambiar.

Otros sostenían que todo estará bien así. 

Todos esperaban esto;

pero sin razones,

ni dialécticas complejas,

ni masturbaciones intelectuales;

así por sentirlo nomás,

especie de inferencias instintivas

anudadas a un tiempo

no correlativo. 

Los truenos rodaban sobre los ojos de todos.

La riña continuará aun cuando los dos estaban al límite de sus fuerzas. 

Dios y el Diablo corrían con la ventaja de saber como terminaría, empezaría la historia.

A los dos simios los protegía el miedo. 

En un leve respiro de  ambos, el joven trastabilló y caerá sin que rama alguna lo sostuviera.

El piso lo esperará sin piedad.

Podría ser un final, un comienzo más interesante, más emocionante, lleno de acción, de suspenso; pero no, no valía la pena.

Parecía muerto. 

Tres minutos, tres horas, tres días más tarde se levantará como resucitando. 

Se mirarán a los ojos y el que estaba en la tierra supo que ya no valía la pena pelear por un árbol.

Ni por otro.

Se irá caminando, erguido, sabiendo que lo acompañarían un grupo de rasgos simiescos que compartirán ese entendimiento raro, la fortaleza que corteja a los que se saben del lado de los más débiles.

En esto también es difícil determinar la existencia de un entendimiento. 

“Los primeros homínidos bajaron de los árboles”, hubiera titulado algún diario de la época.  

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PÁGINA 20 – POETAS OLVIDADOS  

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José Cibils. 

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Por Manuel Bande (Santa Fe) 

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“Se marchó risueño / después de cantar / y tal es su sueño / que no tiene empeño / ¡ay! en despertar...” Amado Nervo 

Esta página destinada a la recordación de tantos poetas, tiene por objeto rescatarlos del olvido para las cátedras de literatura. Es allí donde deben perpetuarse sus nombres en la memoria de las generaciones jóvenes. Ellos son los ejemplos a incorporar en toda formación intelectual y humanística, tan depreciada en los niveles de la educación actual. Y son los profesores los únicos que pueden asumir el compromiso y la responsabilidad, dado que son quienes mantienen diálogos cotidianos con los alumnos. Y aunque la disciplina esté en crisis, la reiteración del conocimiento en el aula, mantendrá en el subconsciente de sus estudiantes un resto suficiente como para ser, en un futuro no tan lejano, evocados con nostalgia. El paso por las aulas nunca se olvida y tampoco los personajes que hacen mella en la sensibilidad naciente.

José Cibils es un ejemplo de humanismo, de humildad y de talento poético.

Nacido en la ciudad de Nogoyá (Entre Ríos) el 8 de agosto de 1866, llega a Santa Fe en 1878 y, al año siguiente, se inscribe como alumno en el Colegio de la Inmaculada Concepción, en cuya Academia Literaria se destaca, egresando en 1884 con el título de bachiller. Radicado en Rosario, comienza a publicar sus obras y a actuar en el periodismo como fundador del diario “Nuevo Día” de Santa Fe y como asiduo colaborador en diarios y revistas.

En 1888 contrajo matrimonio con Delia Molinari, con quien tuvo diez hijos.

Fue Secretario de la Sub Delegación Política y designado Juez de Paz de la ciudad de Reconquista, luego de Florencia. Posteriormente asume como Inspector General de Escuelas y resultó electo Diputado y Convencional por el Departamento Vera en 1909 y reelecto hasta 1911 presentando el proyecto de Ley Escolar. Ese mismo año es nombrado vocal del Consejo de Educación.

Con posterioridad publica: “La Huérfana” (1885); “Rimas y Estrofas” (1888); “Crisálidas” (1895); “El Ángel del Amor (1895); “Nenúfares” (1900); “Flores Nativas” (1908); “Ondas de Luz” (1909); “Los Laureles” (1909); “Auras de Salud” (1918); “La Canción Ideal – Brillazones” (Poesías póstumas, 1921).

El 3 de octubre de 1919, fallece en Santa Fe, que le honra con una de sus calles, ubicada en el Barrio Estanislao López, al oeste de la ciudad, flanqueado por Juan Mantovani y José Pedroni.

En Santo Tomé tenía su casa y allí vivió durante ocho años, apartado de las luchas políticas que le habían llenado de amargura. En esa casa escribe su poema “Porvenir” dedicado a los jóvenes amigos: “Los arrestos que provienen de la fuerza más extraña, / aureolado de una estrella por los nimbos de zafir, / hoy el joven peregrino se dirige a la montaña / y a la sombra del abismo va diciéndole al subir: // Es en vano que pretenda detenerme la maraña: / el dolor más formidable de este mundo sé sufrir / y la fe de los atletas a la cima me acompaña / donde voy el alto premio de la gloria a recibir. // Ya los muertos no gobiernan a los hombres del futuro, / con las nuevas redenciones voy barriendo entre lo obscuro / los prejuicios que entorpecen los senderos del vivir. // En mi mente va la idea victoriosa y redimida, / con su ardor voy incendiando las malezas de la vida... / ¡soy el Sol que en otro tiempo se llamaba ´Porvenir´”

!En su canto “A la Poesía” dice el poeta: “Si el pan de la vida para él escasea, / si el oro del mundo le quita el perverso / ¿qué pan más sagrado que el pan de la idea / y qué oro más puro que el oro del verso?”

Suplicó a su esposa, en un poema cargado de humildad: “Y por eso mi bien, si siempre me amas; / cuando muera, ¡por tu amor te pido, / que arrojes estos versos a las llamas / para dormir seguro en el olvido!”

En toda su poesía encontramos arrebatos poéticos tales como en “La Espuma”: “Blanca es la espuma de la mar, y es blanca / como la nieve o cual la blanca pluma / de la garza dormida en la barranca, / así, blanca es la espuma.”

Como amante de toda la naturaleza, también admiraba el campo. Por eso, en “Cuadro Campero” expresó: “Es un camino largo por la llanura escueta. / El campo está reseco, la ardiente ventolina / levanta polvareda en tanto que camina / al paso de los bueyes, chirriando, la carreta.” y en “Mi rancho”: “Cuando era joven tenía / mi rancho sobre una loma; / le llamaban ´La Paloma´/ porque torcaz parecía; / de lejos se lo veía / coronando un pajonal / y a la orilla de un ceibal / en cuyas copas lozanas / en las tardes y mañanas / cantaba alegre el zorzal.” 

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Homenaje a Miguel Ángel Zanelli. 

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Se rindió homenaje a los 55 años de proficua labor cultural de Miguel Angel Zanelli. El acto se realizó ante una sala colmada de público, en el Centro Cultural de la Ciudad de Santa Fe. 

En la oportunidad hicieron uso de la palabra la Sra. Nélida de Allegro por el Taller Literario de la ASDE y Arturo Lomello por los amigos. Ambos destacaron distintos aspectos de la tarea de promoción cultural y literaria del homenajeado. También intervino Víctor Hugo Zanelli, hermano del nombrado, quien se refirió al nacimiento de su vocación cultural.

Participaron además representantes de diversas entidades santafesinas y esperancinas, lugar donde Zanelli dirigiera un taller literario. Finalizando el acto, interpretó composiciones el Coro de la Unione e Benevolenza Dante Alighieri, dirigido por  el maestro Cristian Gómez.  

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PÁGINA 21  

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“Como decía Borges...”

Notas sobre sus ideas estéticas (1) 

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Por José Luis Víttori (Santa Fe) 

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“Poner palabras es poner ideas o/es instigar una actividad creadora de ideas”J.L.Borges 

¿Nos da margen el pensamiento del escritor para referirnos a una estética personal? Una estética, decimos, no una ajena filosofía del arte. Una estética en cuanto meditación sobre los medios formales, en la cual suele menudear el pensamiento de un escritor cuando la entiende como condición del arte de la palabra hecha poesía, narrativa, drama o ensayo, “con la heroica urgencia de aferrar la vida huidiza”.

Puestos al trabajo de su identificación, ¿en qué sentido utilizaríamos el término “estética”? Para no enredarnos en un debate sobre los alcances del concepto o de la disciplina, diremos de un modo provisorio y para iniciar nuestra búsqueda, que Estética es la reflexión sobre la actitud creadora que se manifiesta en el uso de los medios formales al componer una obra de arte (en nuestro caso literaria), y también sobre los valores estéticos que en el acto de crearla se incorporan a dichos medios. 

En un ensayo de su libro “El idioma de los argentinos” (1928), obra temprana (o “mañanera”, en su lenguaje), Borges escribe: “Indagar ¿qué es lo estético? es indagar ¿qué otra cosa es lo estético, qué única cosa es lo estético?” (“La simulación de la imagen”, 73 y Ss.). A partir de esas preguntas inicia el autor su perseverante, renovado, discutidor y cíclico examen del tema, en los diversos aspectos y componentes que incluye.

Ya en libros anteriores a “El idioma...” se advierte la preocupación de Borges en definir de un modo personal los medios formales de qué (y cómo) se vale en su lenguaje y su particular visión de la literatura. Con este ejercicio intelectual no quiere “dictar normas, sino escribir observaciones” que valdrán para él (o no) en lo sucesivo y también para quienes lo sigan. 

“El lenguaje (nos dijo en sus comienzos) es la díscola forzosidad de todo escritor” (...) –gran fijación de la constancia humana en la fatal movilidad de las cosas-, práctico, inliterario, mucho más apto para organizar que para conmover, no ha recabado aún su adecuación a la urgencia poética y necesita troquelarse en figuras” (Cf. “Inquisiciones”: “Examen de metáforas”, P.71 y Ss.).

El escritor, el poeta, conjuran en su aspiración expresiva los aspectos o niveles eidéticos del idioma: con entrañable ánimo lírico buscan (o van al encuentro) de ciertos valores verbales necesarios para plasmar sus emociones; mientras esa forma íntima de la expresión personal no se logra, el autor adorna su lenguaje con figuras: la metáfora (“vocinglero alarde” de los “literatos cultos”) o la hipérbole (“parcialidad” de la poesía popular), entre ellas.

En este punto acordaba el joven Borges, urgido de un estilo tan confidencial como elocuente en su sencillez, con los preceptistas Luis de Granada y Bernard Lamy, allí donde ambos afirmaron que “el origen de la metáfora fue la indigencia del idioma”. A lo cual agregaría: “El idioma es un ordenamiento eficaz de esa enigmática abundancia del mundo (...) Un prolijo mapa que nos orienta por las apariencias, un santo y seña utilísimo (...) mucho más apto para organizar que para conmover (pues) no ha recabado aún su adecuación a la urgencia poética y necesita troquelarse en figuras” (O.C., 72/73). Así, los tropos o las figuras de dicción, entre las que se encuentra la metáfora, son aderezos al lenguaje en estado silvestre –diríamos-, tal como el escritor lo recibe de los usos cotidianos no requeridos y por lo tanto no valorizados en la lisa y llana expresión de un sentir.

En “La metáfora”, luego de diferenciar lo individual del coplista y lo meramente personal del poeta culto –sin admitir confusión entre ambos-, ensaya él mismo una nueva ordenación de los tropos, “allende la secuencia de traslaciones” ya legalizadas por los preceptistas clásicos. Y seduce con su propio arte de desentrañar imágenes en una “labor clasificatoria comparable a un diseño sobre papel cuadriculado”, que así lo escribe con su incipiente genio irónico.

Ironía y autoironía ya manifestadas en un ensayo anterior a éste: “Después de las imágenes”, en el cual se sonríe de la prodigalidad con que los poetas de su generación “fatigamos largamente la metáfora, vinculando cosas lejanas”, e insta a olvidar su “hechicería”, a no adoptar el error “que desanima tantos versos: el de confiarlo todo a la connotación de las palabras, al ambiente que esparcen, al estilo de vida que ellas premisan” (P.147, sobre la poesía de Herrera y Reissig): “Ojalá nuestro arte olvidándola pueda zarpar a intactos mares” (O.Cit., P.31)

Son estos los tiempos y el pronunciamiento del ultraísmo que Borges ha vivido en España y trasladado consigo a Buenos Aires. “Comenzaba el ultraísmo en tierras de América y su voluntad de renuevo que fue traviesa y brincadora en Sevilla” (...), un clamor contra “la excepcional preeminencia que hoy suele adjudicarse al yo” (Cf. “La nadería de la personalidad”, P.93 y Ss.) o el amaneramiento ornamental de “la egolatría romántica y el vocinglero individualismo” (P.101). En nombre de las sencillas imágenes renovadas, Borges exalta la personalidad y la poesía de Cansinos Asséns, de Fernán Silva Valdés y de Norah Lange.

“El alba especular de la palabra lírica, tras de haber reflejado todas las actitudes y todas las ciudades de los hombres, torna (Cansinos) a su manantial y espeja el nacimiento de su propia gracia ambiciosa” (Cf.52). A su impulso “ejercimos la imagen, la sentencia, el epíteto, rápidamente andariegos y graves a lo largo de las estrellas del suburbio, solicitando un límpido arte que fuese tan intemporal como el de siempre. Abominamos los matices borrosos del rubenismo (de la “afrancesada secta”) y nos enardeció la metáfora por la precisión que hay en ella, por su algébrica forma de mundo” (O.Cit., P.133). En el mexicano, “generoso de imágenes preclaras”, “también de adjetivos”, se complace en remarcar que no acude “al prestigio de los vocablos aislados, sino a la conjunción feliz de ambas voces” (´atónita ventana´, ´calle planchada´, ´voz ojerosa´). Esto es, a la acertada metáfora.

Tempranero y retador en la divergencia, a Borges le gusta medirse en sus afinidades con los coincidentes –los ya nombrados y Unamuno y González Lanuza-, al tiempo que diferenciarse en sus animosidades con los desiguales. Entre estos, Leopoldo Lugones, (“su altilocuencia de bostezable asustador de leyentes” –dice-) y Ricardo Rojas (“gritador hecho de espuma y patriotería y de insondable nada”. O.Cit., P.144) 

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(1) Este trabajo es un anticipo del libro que, con el mismo título, se publicará en fecha próxima.  

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PÁGINA 22  

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Irene y Ernesto. 

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Por Patricia Suárez (Buenos Aires) 

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Fue en la época en que teníamos todos aquellos problemas y tratábamos de arreglarlos. Estábamos tirados en la cama, a medianoche, desnudos y con los ojos como platos mirando el cielo raso, el calor era intolerable, y estábamos bocarriba en la cama con los ojos tan abiertos, las sábanas hechas un lío, podríamos haber hecho el amor, pero ya no lo hacíamos por aquella época, con todos nuestros problemas, y el gato maullaba con furia para entrar en la pieza, y porque el calor era intolerable.

Entonces oímos la música.

-Ernesto, ¿la oís?- le pregunté.

Él murmuró:-Es un disco.

-Es una polca - dije yo, y aguardé en silencio que la polca corrompiera con su énfasis el calor de la noche y la sombra de los edificios, y socavara todos y cada uno de los cimientos. -No es un disco- aseguré, -No, no es un disco-. Había imperfecciones en la interpretación de esa música, se notaba en el aire: había impurezas. Mi marido se levantó al punto, y fue hacia el balcón. No hizo el menor gesto por cubrirse, y se acercó al balcón, blanco y desnudo, como un cachorro o un niño. En ese instante pensé que él era un hombre hermoso. Sonaron los aplausos en la casa vecina, gritaban "Bravo, Laura". Prácticamente podía ver a Laura, tiesa, al borde de las lágrimas, agradeciendo a la parentela sus aplausos. Nunca antes habíamos visto a Laura, pero podíamos verla, prácticamente, en el momento en que sonaron los aplausos.

-No era un disco- dije. Mi marido se volvió a mirarme, desnudo y blanco, con apenas dos lunares que yo conocía muy bien, en un hombro y en la nalga. El de la nalga era un antojo que su madre había tenido durante el embarazo. Higos, había deseado. Se quedó mirándome como si nunca me hubiera visto, como si nunca me hubiera visto bien, tal vez porque teníamos todos aquellos problemas. Estaba blanco y desnudo, ornado con sus lunares, tan completo en sí, exhalaba una sensación de completud tal, que no fue difícil imaginar por qué ya no me amaba. De pronto, dejó de mirarme, y volvió al balcón, así de desnudo y largo como estaba. Dió dos pasos hacia el balcón, él se movía de una manera que me daban ganas de reir y de llorar a la vez de sólo verlo: hubiera querido pasar toda mi vida con él. Me vino a la mente una frase que había leído mucho tiempo atrás, y que creo que era de Shakespeare. La frase decía: "Cuando era joven y amaba, y amaba, todo muy dulce me parecía...". Después empezó a repicar dentro mío, me sacudía, yo no sé por qué tenía que enredarse en mí de esa manera, pero una y otra vez, durante esa noche, yo oí dentro de mi mente: "Cuando era joven y amaba, y amaba, todo muy dulce me parecía..."

-Es una criatura- dijo cuando estuvo en el balcón. -Y está llorando.

-¿Llorando?

-Sí- contestó mi marido, y salió al balcón, desnudo, a observar a la criatura que pocos segundos antes tocaba una polca y ahora lloraba solitaria en un balcón.

-¿Por qué?- pregunté -¿Por qué está llorando?

-Ay, Irene- suspiró mi marido con un suspiro. Yo conocía esa clase de suspiro de mi marido, los había bebido, dulces, venenosos y salobres desde el día en que nos casamos y él suspiró el mismo suspiro en el "Sí" delante de un cura y de la estatua de la Virgen de los ángeles.

Vino luego y volvió a tenderse a mi lado, y nos quedamos otra vez en medio de la oscuridad y del calor, mirando el cielo raso con los ojos como platos. Aún en medio de la oscuridad, sus valijas relumbraban igual que caparazones de insectos gigantescos.

El gato arañó la puerta.

-No va a tocar otra vez- dijo mi marido.

-¿Quién?

-La criatura. Vas a ver.

-¿Por qué?

-Ya vas a ver.

Nos quedamos tensos, expectantes del llanto o de la música de la criatura, en el medio del calor, y la tirantez de nuestros nervios nos hacía sudar. La piel de él era perfecta y deslumbrante aquella noche, lo recuerdo claramente. Era el tipo de piel que todos los de su familia tenían, española. Yo habría querido estirar mi mano y plantarla en el asa de su ancha cadera y el calor me lo impedía. Tampoco él hubiera permitido que lo tocara, su cuerpo entero era para mí un principado de ira. Me había llamado con otro nombre cierta vez. Cecilia. Nunca le pregunté quién era ella. Pero su cuerpo era para mí un principado de ira, y mi cuerpo era para él más hueco que una campana.

Me mordí los labios. Él se sentó, en la oscuridad, destrozando la oscuridad con la fina silueta de su espalda blanca. Él tenía una figura, y se movía de una manera, que podía hacerme llorar. Cuando él no estaba, el aire me sobraba y quemaba a mi alrededor. Tanteó la perilla del velador. Los cuarenta watts de la luz vacilaron y eligieron luego la oscuridad.

-¿Qué pasa?- preguntó.

-Es el enchufe - dije. Él gruñó.

-¿La ves?- preguntó.

-No- respondí.

-Fijate.

Me corrí un poco hacia la derecha, pero yo no quería verla. No tenía interés en ver a la criatura llorando. Era un punto que vibraba al otro lado de la calle, en su balcón, un escarabajo o un grillo.

Mi marido fue hacia nuestro balcón, blanco y desnudo y liso, a excepción por sus dos lunares y la marca de la BCG en el brazo izquierdo. Estuvo un rato fuera, apoyado en la baranda, entre la fragancia indecorosa del jazmín de china que nos había regalado su madre. Estuvo mirando a la criatura, y ella, probablemente lo contemplara a él, los ojos en sus ojos pardos, o en la perfecta y cansina desnudez de él, el arco de sus clavículas o el sexo a medias oculto por la corrupta languidez del jazmín de china. Mi marido era un hombre hermoso. Yo lo conocía desde el corazón al pubis, y así me conocía él a mí.

Hubo un tiempo, muy anterior a nuestros problemas, en que dormíamos abrazados cada noche. Y cuando él no estaba me faltaba el sueño. Estaba perdida cuando él no estaba.  

Bastaba verlo desnudo esa noche para que me diera cuenta cuán feliz estaba él consigo mismo, su mundo, el sol, los planetas eran su ombligo. Pero yo era una pelusa a merced del viento. Me sentía igual que una pelusa en el vaivén del viento.

En cambio, él era el mismísmo viento. El viento en persona.

-¿Qué estás haciendo, Laura?- preguntó una voz.

-Nada- contestó la criatura.

Entonces, lo llamé.-Ernesto.

Mi marido vino a la cama, se acostó. Eran más de las cuatro cuando nos dormimos. Al otro día me desperté, y él ya se había llevado las valijas y se había ido. Me levanté a prepararme un café, y encontré al gato esperándome muy tieso a que le sirviera su alimento de sabor a atún. Le puse su alimento en silencio, y preparé mi café. Hasta hoy no he vuelto a ver a mi marido.   

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PÁGINA 23 - POETAS LATINOAMERICANOS  

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Nunca en mi vida. 

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Nunca en mi vida voy a conocer algunas cosas

como el dolor de una patada en los testículos

Tal vez nunca aprenda tailandés

o sepa que se siente tener los ojos azules

Nunca voy a competir en una olimpiada de matemáticas

o de mecánica cuántica

Desconoceré por completo sobre la emoción que se siente

al ser ascendida a  comandante del EZLN

o enfermera en la próxima guerra de los Estados Unidos

Tal vez tampoco sabré por qué la vida es un poema mal escrito

pero conozco cosas simples como el dolor de machucarse un dedo

o el piquete de una abeja y con eso me basta

no pienso llevarme todo.  

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Carmen Ávila Jacques (México)  

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Te aclaro amor que no siempre soy el mismo. 

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En ocasiones soy no más que alguien

que piensa en ti y se entristece.

Pero además otras veces

soy alguien que te mira en la calle

y recuerda.

He sido también el predicador insomne

de tus verdades,

el holgazán que sueña sonriente

con tus ojos,

el fino melómano

de los tonos de tu voz,

el enfermo incurable

que se droga

con la memoria incendiaria

de tu piel.

Te aclaro igual que siempre

bajo cualquier circunstancia

nosotros todos

te amamos. 

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Jorge Gómez Jiménez (Venezuela)  

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Triste. 

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Mi ciudad es triste

y va manchando uno a uno sus papeles,

está en mí con su derrota y su aguacero;

al borde de sus ventanales me sostengo,

entre sus sombrillas me escabullo,

soy fiel a su indiferencia de corbata,

fiel a su opacidad, a su dolor de escombro. 

Estoy en medio de su prisa,

de los grises almacenados en disputa,

voy como uno más pulsando sus botones,

jugando a adivinar qué es la esperanza.

Y es triste cuando el sol

inclinado nos mira,

cuando un vehículo nos mata,

y no quedan sino cuadernos olvidados,

y son tristes sus pulmones de asedio,

sus anodinos relojes,

sus ancianos y cantinas. 

Y como poetas tristes las palabras

han perdido su afán

entre papeles de oficio y timbres y querellas,

municipal es su dolor;

muero con ella,

ejecutivo de mi propio entierro.  

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Ronald Bonilla. (Costa Rica)  

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La muerte verdadera. 

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Endurecí mis ojos para que ya no vieran

más pobreza

acallé mis oídos para que ya no oyeran

más dolor

mutilé mi esperanza para que ya no hablara

más Justicia

emparedé mi alma para que ya no amara

la Verdad

y cuando así maté lo más hermoso

me hice duro caucho

que no sonrió, no amó, ni siquiera lloró

mi propia muerte

porque la merecía para siempre. 

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Waldina Mejía (Honduras)  

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Caín. 

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Mi quinto nombre es Caín

Soy la reencarnación del polvo

El hermano mayor de los caballos marinos

El barro que echó raíces

hasta volverse un hombre

Un río de poemas y arboladuras.

Soy agricultor

Cultivo pájaros y frutas

He vivido la mayor parte del destierro en Nod

al oriente del Edén

En donde el árbol prohibido

se extiende hacia los caminos olorosos que ahora circundo.

Soy Caín

Hermano de Abel

Hermano de las hojas secas,

del viento, de los pinos de Alepo,

de Set, del exilio y de las largas caminatas por la arena.

Gracias a la quijada de un burro

conozco la voz de las orillas,

el crepitar de la lluvia sobre los mundos subterráneos,

el silbido orquestal de las esferas,

las regiones desérticas del cosmos,

el palpitar angustiado del Mar Muerto.

Soy hijo de una multiplicación de huesos,

de Adamá, de la luz,

del manantial prístino que manó de las manos de mi padre.

Cosecho peces, madreselvas, aves mitológicas,

la belleza de la divina providencia

en donde yo,

labrador de las palabras,

soy la parte onírica de las cosas.

Mi quinto nombre es Caín

Soy un barco de polvo,

uno de los primeros nómadas verdes;

de mí descienden Enoc, Irad, Metusael, Lamec

y todos los hombres que tocan el arpa y la flauta.

No creo en los señalamientos, en las culpas,

tampoco en el azar

Las cosas están escritas, prefijadas,

soy agricultor

y aunque a mi padre azul no le gusten mis cosechas

hoy,

después de tanto tiempo,

vengo a ofrendarle mis poemas. 

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Winston Morales Chavarro (Colombia)  

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Malegría. 

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(nuevamente) la luz

llegó a mis ojos

junto con la palabra.

Humedecida

se extiende vocifera con un ardor de sueño y de resabio.

Empezamos a amar

y un lamento de sombra no nos deja:

ni yo se dice tú

ni el íncubo está lejos de tu cuerpo.

Miro despellejarse la mañana

sin que mis manos puedan

sostenerme.

Cae

que no cae

la vida

el amor

también es un chantaje que nos cobra

por los buenos momentos.

Dejar atrás lo andado es hacerlo morir

sin negarlo en los ojos

            —este dejo de insomnio no puede ser la luz

no la palabra. 

Cae

que no cae

el tiempo de saber

si este tarot del alma mostró todas sus cartas

o siguen escondidas

el cambio

y el olvido.

La mitad del amor

es esta luz agónica inconclusa de vernos

que vive de pastillas y de fraternidades.

La mitad del deseo

también tiene sus píldoras

y un tiempo que se alarga en la complicidad del triángulo y el luto.

Pero son diferentes (“Pandémica y celeste”)

como ojos en la cara.

Ver

después de haberlo adivinado en el espejo propio

es un tacto fortuito.

Decirlo fue una hazaña de cal y de contento.

Lo difícil es continuar la vida con los cinco sentidos en alerta

y un hombre que se queda

y a veces

(cae

que no cae)

soy

yo.

Descender hacia el vientre de mi madre memoria

sin más paracaídas que dos ojos

(pues todo se me olvida).

También esto es caer

porque en tus asideros hay niebla y hay ayuno.

Quejidos y jadeos.

También esto es decir lo que uno piensa.

Sin arnés. Sin montura.

Pero sí en un abrazo

en el cuento del hombre hecho de sal

y la tormenta.

Cae que no

cae la gota —líquida flor del hombre

que viene a eliminar ese hollín del tú y yo

y solo quede tuyo

y seas en ti más mío. 

Lejos de este nosotros guarecido

—teorema de Pitágoras—

que nadie permanezca ya solo

(tanto ciego)

cuando vengan las aguas. 

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Luis Armenta Malpica (México)  

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PÁGINA 24 – NOTAS DE PARIS  

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Los descensos al infierno de Bernard – Henry Levy. 

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Por Irma Bignon (Santa Fe) 

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Desde hace algún tiempo, y en particular en Francia, vemos afirmarse la filosofía política. Ciertos filósofos persiguen una búsqueda sobre la especificidad del discurso y el gesto político, y las polémicas relaciones que mantienen con la filosofía.

Bernard – Henry Lévy pertenece a la corriente filosófica llamada la de los Nuevos Filósofos, caracterizados por una apertura ideológica abierta a los problemas del mundo moderno.

Nace en Beni Saf, Argelia, el 5 de noviembre de 1948. De nacionalidad francesa, es educado en el seno de una familia adinerada de descendencia judía. Su juventud discurre en Paris. Es precisamente en esa época cuando aflora su interés por la filosofía y por autores como Sartre, Camus o Marx. Se matricula en l´Ecole Normale Supérieure Jean-Paul Sartre y se convierte en una de las cabezas más destacadas del movimiento transgresor surgido en mayo del 68 en Paris.

Es autor de obras como “La barbarie à visage humain” (La barbarie con rostro humano), una crítica al comunismo. Esta misma idea se repite en las columnas que escribe en “La Règle du Jeu” (La regla del juego), revista trimestral que funda y dirige, que nace en 1989 en plena euforia democrática subsiguiente a la caída del muro de Berlín. Él mismo resume las razones de su revista de esta manera: “nuevo mundo; nuevas apuestas; sentimientos de una nueva urgencia; nuevas tareas para el pensamiento...”

De su voluminosa obra destacamos algunos de sus títulos: “Elogio de los intelectuales”; “Los últimos días de Charles Baudelaire”; “Las aventuras de la libertad”; “El siglo de Sartre”; “Hombres y mujeres”; “Comedia”.

El siglo que se fue ha sido, sin lugar a duda, el siglo de Sartre. Sobre este punto están de acuerdo tanto sus partidarios como sus adversarios. Muchos escritores han hablado de Sartre como el “hombre-orquesta”, representante de una “intelligentsia” comprometida en las luchas de la Guerra Fría y del descolonialismo; un personaje curioso, poco agraciado físicamente, pero con un encanto especial –según la opinión de muchos- procedente del brío de su mente y de su inatacable dialéctica. “Las palabras” (1964) es quizá su obra más lograda, modelo de autobiografía, admirada incluso por sus más encarnizados enemigos. La ambición de nuestro filósofo Bernard – Henry Lévy es escribir un gran libro sobre Sartre, lo que el mismo Sartre hizo, en su momento, a propósito de Flaubert; es decir, clarificar el recorrido de un pensamiento marcado tanto por las causas justas que defendió como por los extravíos en los que cayó. Logra su objetivo y la obra es editada por Grasset en 2000 con el título de “El siglo de Sartre”.

“Comédie” es un libro contra el tiempo, donde Bernard – Henry Lévy es totalmente sincero, donde están expuestos sobre un mismo plano los temas que nada tienen que ver entre ellos –la filosofía, Tanger, la filmografía, el pasado, la Historia, la actualidad- salvo el hecho de estar reunidos en el mismo libro. En su aparente y provocante libertad, en su desorden, todo está minuciosamente organizado. Nada se prepara tan bien como la improvisación; nada tan bien deliberada como la espontaneidad. Un bello desorden es un efecto del arte, eso es sabido. Pues esta obra es un ejemplo evidente. “Comédie” pone en su lugar los diferentes elementos de Bernard – Henry Lévy: la imagen, la palabra, la música (que detesta...), el periodismo, la reflexión, los conflictos políticos del momento, sin que falte su filosofía, por cierto. “En esta comedia, que no es otra cosa que el mundo en el que vivimos –escribe- hay una distribución de roles. En esta sociedad cruel, de una violencia sin precedente, diría que estas reflexiones son el homenaje del vicio a la virtud. Y es también mi deuda con Althusser y Derrida, los dos grandes filósofos a los que estoy sumamente arraigado porque son de mi generación”. Si en “Les aventures de la liberté” (Las aventuras de la libertad) relataba la comedia del arte en la escala del siglo XX, en “Comédie”, es la escala ascendente del principio del segundo milenio la que describe.

Los personajes de sus obras no eligen sus roles, sólo representan funciones o desempeños que adoptan una actitud. Es notorio que su personaje emblemático es el poeta Baudelaire (“Los últimos días de Charles Baudelaire”) que nunca fue tan sincero como cuando escribió “Fusées”, o, por qué no, cuando se tiñó el pelo de verde.“Reflexiones sobre la guerra, el mal y el final de la historia”, Ed. Grasset 2002, es un enfoque autobiográfico del que ya habíamos probado su sabor en “Le Diable en tête”, Grasset 1984 y “Le Lys et la Cendre”, Grasset 1996. Enfrentando al hombre y su época, nuestro filósofo se cuestiona: “¿Qué hacemos de nuestros talentos, de nuestras heridas, de nuestros privilegios frente al mundo que nos rodea?”. Luego de partir a cinco países –Angola, Burundi, Sudán, Sri Lanka y Colombia- para testimoniar tantas guerras desprovistas de jugadas claras y privadas de temporalidad suficientemente fuerte; luego de escuchar pacientemente las voces de los hombres y las mujeres relatar de qué manera la desgracia se va apoderando de ellos; cuando ya nada queda, ni el significado ni la comprensión llegan a diluir el horror en las aguas de la razón. Eterna repetición del absurdo: paisajes apocalípticos, ejércitos devastadores, crueldades insostenibles. El horror impuesto. El miedo fortalecido.

En este descenso al infierno, Bernard – Henry Lévy condena a todos los que exaltan las virtudes de la guerra. Con un estilo claro, sus reflexiones muestran que, así como el amor y la muerte, la guerra también forma parte integral de la condición humana.“Reflexiones sobre la guerra...” es el balance de una generación, la que muchas veces confunde el pensamiento con el sueño, la voluntad con el deseo, la responsabilidad con la ideología. “Lo que vuela en fragmentos, sobre estas carreteras burundíes, es toda la filosofía que tengo en la cabeza”. El autor de “El Siglo de Sartre” rehusa el lirismo fácil, la fascinación mórbida, la conclusión apresurada. No cesa de cincelar y de rectificar. Vuelve a ahondar los surcos dejados por sus reflexiones pasadas; nos da una nueva definición del “final de la Historia”; se subleva contra el olvido de las víctimas civiles; rehabilita la figura de Michel Foucault; denuncia la nivelación de los sufrimientos. “Todas esas ´guerras olvidadas´ deben ser salvadas de la indiferencia –escribe-, porque lo que hoy se niega nunca deja de existir. Muy por el contrario”.

Obsesionado por el asesinato del periodista norteamericano enviado por el “Wall Street Journal”, nuestro filósofo publica los resultados de su encuesta en Pakistán en un libro shock que titula “¿Quién mató a Daniel Pearl?”, Grasset 2003.

Sus investigaciones lo llevan a penetrar en el corazón de múltiples redes políticas, terroristas y financieras que llegan a formar un monstruoso pulpo.

Al preguntarse si la filosofía es un momento de su vida, responde: “Sí, es un momento hegeliano, muchas veces dejado atrás, pero siempre presente. En el adelantamiento hegeliano, los elementos quedan en su lugar, subyacentes. El momento es también concepto físico, es decir, una manera de expresar los distintos elementos. Y la filosofía es precisamente uno de los momentos de esos elementos, como la literatura, o la imagen, o la política”.

Bernard – Henry Lévy es un intelectual con sus interrogantes y sus respuestas para cada uno de los temas que le interesan y lo presionan. La filosofía primero, pero también sus notas periodísticas, el teatro o el cine, su revista “La Règle du Jeu”, la política, la meditación, y hasta, a veces, el silencio.