Gaceta Literaria de Santa Fe Nº 128 - Verano de 2005
Homenaje a la obra de: Cándido Portinari.
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PÁGINA EDITORIAL
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Las palabras y el sentido.
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Las palabras, mas allá del significado que se le da a una obra literaria, tienen una trascendencia inagotable si las remitimos a un sentido de la vida. Por eso, las grandes creaciones de la literatura nos otorgan constantemente nuevas revelaciones que superan las intenciones de quienes las plasmaron. Tal es, por ejemplo, el caso de La Odisea, o el de La Ilíada de Homero; la Divina Comedia de Dante; El Quijote de Cervantes; los múltiples dramas de Shakespeare y, entre muchas otras, el Fausto de Goethe.
Cada relectura de cualquiera de las obras mencionadas nos permite un nuevo descubrimiento, porque no son solamente la creación de una mente humana, sino que el autor ha recibido la inspiración que viene de lo alto. Rubén Darío llamaba a los poetas “pararrayos celestes”, acertada metáfora que la cultura inmanentista en boga contradice abiertamente. Sin embargo, los hechos, con sus contundencias incontrastables evidencian, a quien tiene ojos para ver, que existe un sentido por encima de la fragilidad individual.
Mircea Eliade, en sus ensayos, nos dice que, en un principio, todo oficio humano fue considerado sagrado y vinculado con la totalidad viviente. Esta sacralidad se fue diluyendo cuando el centro de la tensión humana se ancló en el propio hombre y, por ende, se diluyó en la imagen limitada de lo inmanente. Pese a la amputación del sentido trascendente, es inevitable que aparezca, aun en obras contemporáneas que no pretenden una vinculación con la totalidad, signo de una presencia concreta omniabarcante. Es que, por más que estemos distraídos, la totalidad actúa en todo momento, ya que no es una teoría ni una concepción sino un acontecimiento.
Si la inspiración que viene de lo alto no es reconocida, deja de actuar por aquello de “que no hay peor sordo que el que no quiere oír y no hay peor ciego que el que no quiere ver”.
Es curioso comprobar cuanta tinta se ha utilizado y se utiliza para demostrarnos que la vida no tiene sentido y que las palabras adquieren un significado limitado que convencionalmente es creado por nosotros. Esta actitud revela, por si misma, su absurdo, ya que pretende persuadirnos, por el sentido de un pensamiento, que pensar no puede llevarnos a encontrar el significado de los hechos.
Las reflexiones que venimos desarrollando nos llevan a la conclusión de que negar que las palabras tienen un origen y un sentido trascendente es demostrar una soberbia que es, a la vez, extremada pobreza, porque pretender que la realidad queda reducida al alcance del hombre es una suerte de suicidio ontológico, ya que veda para siempre toda perspectiva de profundización de lo real convirtiéndonos en marginales de la existencia.
Hay que comentar que las palabras no se originaron, en cada idioma, por ocurrencias azarosas, sino que obedecieron a características propias de cada pueblo, de cada región, de cada clima, de cada historia, y se han ido plasmando por la conjunción creativa de la inspiración y la materia ambiental, del mismo modo que un escultor plasma la belleza con la materia de que dispone.
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PÁGINA Nº 2
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Hombre bajo los fresnos
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Por Jorge Isaías (Rosario)
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Los fresnos son grandes y tienen una copa alta, de hojas tupidas donde estallan las cigarras. Están plantados casi frente a la casa un poco más que modesta, que nada tiene de llamativo, salvo ese gran terreno donde proliferan los árboles, dispersos como islas lentas en un mar de césped bien cortado. Hacia el fondo algunos pocos frutales que han dejado las tormentas y entre ellos, resaltando un aguaribay con el tronco que rodean las abejas y hacia el límite del terreno donde explotan unos tunales ásperos, haciendo pata ancha al verano, un lapachito colorado que defiende sus hojitas mínimas frente al oprobio del sol aplastante de febrero.
Debajo de esos fresnos se ve a un hombre inmóvil, sentado, y si no fuera porque el humo de la pipa delata alguna actividad uno podrá suponer que duerme. La gente que se atreve a pasar por esa calle de despiadada canícula lo saluda con respeto y él, levanta una mano distraído, como para saludar, como devolviendo una cortesía no buscada pero no se digna abrir los labios para saludar, tal vez para que los recuerdos se aten más con la tela sólida que supone la memoria.Un oxidado cerco de tejido separa el terreno de la calle, el tejido no está solo, unos arbustos de nombre desconocido se arriman desprolijamente con sus guías y lo acompañan desmañados.
Como la casa, los fresnos y el hombre que está bajo los fresnos mantienen casi la misma inmovilidad, da lo mismo que esa casa esté en las afueras, como quien dice en las orillas y no en el centro de ese pueblo de llanura.
Hace tanto calor que es casi como si el verano siempre hubiera estado allí, desde el principio de los tiempos, como si el mundo no hubiese movido por millones de años, si hasta uno espera ver esos grandes animales antidiluvianos cruzar campantes por esa calle que sólo horadan algunas mariposas y huellan un par de perros peleándose un hueso dentellada a dentellada.
El hombre levanta la vista hacia el escándalo y uno puede creer que compara esa lucha canina con la otra, la despiadada pelea de los hombres entre sí: por el poder, por la gloria, por el dinero, por el resentimiento oscuro que suele separarlos y por qué no, por el amor indiferente de una mujer.
A veces pasa una chata hipando su nafta de sucia mezcla que echa humo como si fumara un gran cigarro desconocido e invisible.
También pasa un grupo de chicos con sus largas cañas pescadoras que quieren salirse de la ajustada remera azul, que pugnan como si tuvieran vida propia, pero no saluda al hombre, ni siquiera se digna dirigirle una mirada, al hombre que tal vez le esté mirando en silencio, tal vez imaginándola desnuda en una habitación que huele a cigarrillo o a jazmines olorosos, tal vez piense en ese cuerpo brillando en la luz del mediodía, con el sudor propio del verano y tal vez afine su olfato y trate de retener el perfume profundo que tiene una mujer cuando le gana el deseo y está por ser amada.
Esas cosas uno las supone, uno cree que puede pensarlas el hombre, pero no hace ningún gesto y uno cree que las aletas de la nariz se están dilatando ante el paso de la mujer motivado por la escena que uno imagina que él imagina. O tal vez sólo sea consecuencia del vaho del verano, del oprobio inaguantable a que lo somete este verano.
De todos modos, sin nada que lo haga prever, el hombre abruptamente levanta su gran corpachón de esa reposera donde está despatarrado hace horas y al ponerse de pie, así, tan de súbito, uno no imagina que va a abrir esa puerta de tejido finito que en un tiempo fuera un mosquitero y entra al fresco de la casa que lo devora como un útero.
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PÁGINA Nº 4
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Cuento de horror
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Por Orlando Van Bredam (Formosa)
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Esta misma mañana, hace unos momentos, usted encontró un cadáver en el baúl de su automóvil. Al espanto, le siguió el gesto instintivo de soltar con violencia la tapa y retroceder unos metros. Con el pulso acelerado, se acercó hasta el coche y contó hasta diez, incrédulo, antes de abrir el baúl nuevamente.
No había dudas, era un cadáver. Bastante desfigurado el rostro, con sangre todavía fresca que se deslizaba por la alfombra hacia el guardabarro izquierdo. Un muerto desconocido. Jamás había visto esa cara, ese torso pálido, esas piernas largas y velludas flexionadas con torpeza, seguramente por el homicida que colocó el cuerpo en el baúl. Un hombre semidesnudo (apenas unos calzoncillos y unas medias) de unos cuarenta años, con una herida sangrante, tal vez de un balazo, en la sien derecha, y varios hematomas y en su automóvil. En el automóvil que usted todos los días utiliza para ir a la oficina. En el automóvil que ha permanecido (como usted cree) toda la noche en el garage.
Ahora recuerda que abrió el baúl para cerciorarse de que en el lavadero no habían olvidado cargar el gato como alguna vez sucedió. Entonces piensa en el lavadero. Le entregaron el auto ayer, a última hora. ¿Y si el homicida es alguien del lavadero? ¿Y si el cadáver estuvo toda la tarde y la noche en el baúl? Sin embargo, parece sangre fresca. ¿Y cómo sabe usted si es sangre fresca?
Primero piensa que lo mejor es avisar a la policía. Después advierte que no será fácil explicar el hallazgo. Necesita un abogado. Se acuerda, entonces, de un amigo. Después de cerrar por segunda vez el baúl, abre la puerta que comunica al garage con el living. Y en el living ve, con horror, una camisa y unos pantalones que no son suyos, que levanta del piso para comprobar, también con horror, que están manchados con sangre.
A esta altura usted ve alejarse la posibilidad de llamar a la policía. Sobre todo cuando sigue las gotas de sangre hasta el dormitorio donde su mujer todavía descansa.
-¿Por qué volviste?-pregunta ella.
-Encontré un cadáver en el baúl del coche- contesta usted con fingida naturalidad.
-Ah, ¿era eso?-contesta ella- pensé que te habías olvidado del resumen de la tarjeta de crédito. Ah...y no te olvidés que hoy vence la luz y el teléfono.
Encontré un cadáver...-insinúa usted no muy convencido.
Te escuché- dice ella, inmutable- la semana pasada fue un ahorcado en el jardín, hace tres días un ovni debajo del limonero.
¿Pensás que estoy loco?- usted pierde pie, se desbarranca.
Te creo -lo consuela ella- pero sucede que hay tantas cosas urgentes que solucionar en esta casa.
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PÁGINA Nº 5 – NUESTROS POETAS
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¿De dónde vienen los niños?
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Los niños vienen del río
de los nacimientos caen
a la sangre de los padres
cosquillitas de luz enarbolada
y se vuelven
centro de todo
vienen a cantar
la canción de la madre
notas de sonajero y vientre redondo
los niños acunan
el corazón de los milagros
para cualquiera
amasan de la nada el pan
de toda magia
pedalean
las maquinarias del disparate
firuletean pintan de lo lindo
hacen girar las ruedas de la dicha
soplan en los viejitos aires de travesura
tocan las más sensibles cuerdas de la esperanza
se equivocan maravillosamente con el dinero
y no se lavan las manos como nosotros
vienen del río de la vida
son agua nueva
suenan a formidable revolt(h)ijo
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Rubén Vedovaldi(Capitán Bermúdez)
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Definiciones
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El amor
es una vieja taberna
en la que aúllan los lobos.
De vez en vez,
hay hombres con bocas sedientas
tomando con las uñas
la cúspide del sueño.
También
existen sombras al costado del viento.
Sombras que hacen sonar
las costillas de los lobos
como si fueran de aire.
Hacen que la luz sea opaca
mientras una mujer
pregona el abandono.
Como un párpado sin ojo,
la lentejuela inicia un repudio de brillo.
Hace oír el corazón del plástico
junto a los reflectores que iluminan
lirios de cartón.
El amor, de vez en vez,
es una ventana con un letrero encima.
Es un calendario apurado
que pasa como si fuera un día,
una lluvia,
una lámina de piedra que tritura la voz
y queda intacta.
En la vieja taberna del amor compasivo,
hay hombres bebiendo de pie
todo el silencio.
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Miguel Ángel Gavilán(Santa Fe)
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PÁGINA Nº 6
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Sombrero de copa
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Por Esther Andradi (Ataliva-Alemania)
“...rara, como encendida” para Alejandra Maass
Ahí estaba él con su sombrero adornado con frutas rojas, -acaso eran frutillas- y rosas también rojas, émulo de Carmen Miranda rondando por las azoteas del vecindario. Se paseaba por los rincones contorneando sombrero y revoleando su cuerpo en rojo. Frambuesas caían en cascada sobre sus hombros, jugo de tomate le dibujaba las ojeras, oh, ese sombrero de rojos rotundos espejándose en la ventana. Se deslizaba sobre una alfombra de geranios que caían languidecientes a sus pies, el rojo era catarata de pulpas y diademas, guirnalda de rosas con espinas jugaban a cubrirle la desnudez, -pero apenas-, y la línea perfecta de su codo bailaba hacia el cielo. Raso. Rojo de sangre, vino tinto salpicando el techo, corcho en el aire, mermelada de frutilla.
Entonces vino la dama. Con su corazón atravesado por espadas, sostenía el cuerpo con los tres zancos de sus dolores: dolor del alma, dolor en su ilusión, dolor del dolor. Gasas negras, levemente agitadas por el viento, cubríanle sus heridas. La dama se plantó frente al sombrero y desenvainando su lengua, le podó las frutas una por una. Él se bebió el jugo derramado mirando amanecer entre sus piernas un balcón de malvones. Santa Rita de los pobres, bellas artes al alcance de los que tienen ojos para ver, lengua para beber, paladar para degustar. Se devoraron el resto de pulpa de tomate esparcido sobre los vientres lisos, buscaron y hurgaron y al derramarse el vino sobre la alfombra vieron la copa. Un recipiente de barro templado al fuego de algún infierno. Una copa donde cabía la mano y si insistían también un brazo y después probaron con meter un pie, y otro, y una pierna y al mismo tiempo se resbalaron por las paredes cavernosas de un abismo oscuro: la copa cobraba profundidad a medida que penetraban en ella. Quiero ver que hay en la copa que vive, insistió la dama inquieta. Aquí se entra descalzo, ordenó Kasandra, que estaba de guardia, -menos mal, ella se quedaba afuera- y acto seguido, se encargó de cuidar los zancos que la dama hubo de quitarse. Cuando comenzaron el descenso un vaho húmedo de menta y azafrán casi la desmaya, pero siguió amarrada a su sombrero mientras se deslizaban en un lago de espuma que olía a romero y a miel.
No reconocieron aquella voz que daba consignas en el escenario. De un extremo a otro de la cavidad en penumbra una niña arrojaba una esfera detrás de la otra, que desafiando las leyes de la física, discurrían lentamente en el aire, deteniéndose por un instante, para después seguir su curso y desaparecer por el otro extremo. En su recorrido las esferas eran recogidas por otras niñas que se las iban pasando hasta volver a la primera –o era la última?- que volvía a arrojarlas. Absortas en la elipse que trazaba el transcurrir de una y otra esfera, no parecía importarles otra cosa. Cada vez que una esfera se detenía en el aire, se iluminaba una vitrina: así fue pasando Ihstar transformada en madrina de Ifigenia , y con la lluvia de la retama se abanicaba Safo, pero no hubo ni habrá flor de loto como aquella donde Dionisios se embarcaba con Ariadna. Dejalo que trabaje, le susurraba refiriéndose a Teseo emperrado con matar al buey. Nosotros descansemos, reina, le decía. Y su aliento de dios le rozaba el lóbulo de la oreja.
Tantearon los bordes con sus manos y al tiempo percibieron el aire cálido de un entrepiso desparejo que abría puertas y compuertas y comenzaron a buscar cualquier cosa para saciar el hambre descomunal que traían. ¿De qué color es la ambrosía? Se sabe, la batalla requiere de soldados y la sobremesa de postres y el sombrero se llenó de miel, jugo de tomate, frambuesas, frutillas, sandías, oscuros higos del verano, mientras la copa seguía iluminándose entre esfera y esfera, dispuesta a ofrecer delicias para aplacar con todo la sed y el hambre de caminantes sin zancos. La dama entonces se acurrucó sobre la superficie cálida, tomó el sombrero en sus brazos, fue trozando frambuesas y guindas, y llevándoselas a la boca disfrutó. Como la primera vez.
Al ágape fueron llegando de a una y ocuparon un sitio ya dispuesto: aquí se sentó aquella con fama de matar a sus propios hijos, allá la otra que aguantó las infidelidades de Zeus, y de este lado María del Mar madre de dios, mientras la dama y el sombrero seguían en lo suyo, comiendo y bebiendo aquello que deseaban, sintiendo que el cuerpo se ensanchaba y el espíritu inquieto se regocijaba. ¿Habrán visto acaso cómo se abanicaban las Ménades después de un corte limpio de razones, descolgarse del trapecio a los Sátiros, a la Cabra saltando como tromba hacia el monte? ¿Habrán oído blasfemando a Teseo que en vano buscaba al Toro de las Pampas? ¿Oyeron el temblor de las muñecas de Ulises cuando supo que sus marineros perdieron el rumbo? ¿Y las historias lascivas de Circe? ¿Vieron acaso los muslos de Hermes, palparon los cuernos erectos del Minotauro, el trasero de Zeus?
Todo indica que ellos ni se enteraron. Comieron y bebieron y después se acomodaron en el pecho del árbol que les recogió el cuerpo con las ramas, hamacándolos hasta que se durmieron. Al clarear el alba, las incursiones de un gato curioso los despertaría. Envueltos en una manta, roja, con vino hasta en la frente, escaparían de aquel hotel de mala muerte. Ladrones de azoteas, viviendo en las cornisas, en la estampida no reconocerán la voz que ordena el escenario, una niña arrojando una esfera y en la vitrina, por un instante iluminados, ella y su sombrero.
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PÁGINA Nº 7
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Las piernas de mi abuela
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Por Irma Verolín (Buenos Aires)
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Si los árboles crecen de abajo hacia arriba, por qué, cuando yo era chica, se esperaba que mi cerebro creciera antes que mis piernas. Se pretendía que lo entendiera todo cuando era casi imposible que pudiera entender lo más elemental. Elementales eran, por ejemplo, las caminatas de mi abuela por el patio enlosado. Sus piernas flacuchas y el ir y venir de esas polleras diciendo no y sí y olas de mar y pajarracos sueltos y el sol siempre arriba. Y el tiempo pasando. Las piernas de mi abuela eran muy largas, sí, y lo siguieron siendo todo el tiempo en que las mías no crecían. Sus piernas y sus manos de dedos afilados. Sus manos que trataban de enmendar lo que sus palabras y sus pensamientos destrozaban. Poco podía hacer con sus manos y sus caminatas bajo el sol una mujer que, como mi abuela, tenía una lengua que masticaba los hechos hasta hacerlos desaparecer.
El tiempo pasó, para bien y para mal, mientras fui comprando cuadernos con márgenes azules y delgadísimos renglones que llené año tras año hablando de mi abuela. Yo la criticaba en aquellos cuadernos y ella, por la noche, los leía. A la mañana siguiente me miraba con rencor y una risita sobradora que se iniciaba al costado e su boca. Pero para entonces yo ya tenía también las piernas bastante largas y los ojos estirados hacia la puerta de calle, tratando de mirar un sol que no estuviera opacado por el enorme y mugriento techo de vidrio del patio. Porque mi abuela había mandado techar el patio igual que si se hubiera tratado de hilvanar el ruedo de un vestido. Ella había querido atrapar el sol y, por supuesto, había logrado lo contrario.
Ahora he cumplido veinte años y me miro en el espejo: mis piernas alargadas por unos tacos negros, tan negros y espeluznantes como la línea artificial con los que delineo mis ojos. Mi abuela mira la televisión. Y la televisión la mira a ella. Entonces el tiempo, digo yo, va pasando para bien, aunque nunca se sabe. Dios me espía yo me hago un ovillo en el viejo sofá desteñido. Me quiero ir, y me quiero ir. Repito: me quiero ir y el aire que entra, sale enseguida por mi boca; entra y sale y no se va.
Un día, gracias al tiempo que ha pasado, me voy, como quien dice, arañando otros horizontes, pellizcando un hilván, un hilo demasiado delgado del que no podré colgarme. Miro el horizonte desvanecerse cada día en un azul más desteñido que el sofá de la casa de mi abuela, donde ella se reclina suavemente y sus piernas blancas, blancas, se dejan estar, medio colgando, laxas, viejas y largas como siempre.
A mi abuela le han instalado un teléfono y yo me he comprado una computadora. Ella me llama cada día mientras, con los ojos clavados en la pantalla de mi computadora, yo intento evitar que un muchachito gris caiga en un pozo, sea matado por un árabe o salte el puente. Va y viene cien veces el muchachito dentro de la pantalla. Hasta el momento no he logrado salvarlo: me ha vencido la computadora. De pronto suena el teléfono y yo miro el teclado y la luz verde, muy verde y encendida, pensando: debe ser mi abuela. No me equivoqué. Oigo la voz de mi abuela que me dice:
-¿Hoy tampoco saliste de tu casa?
-No- le contesto.
Imagino sus largas piernas, blancas por demás, aflojarse en el sofá para que ella mantenga conmigo, igual que cada día, una interminable conversación.
Mientras tanto el muchachito gris corre torpe y frenético por la pantalla de mi computadora. Corre, corre, y entra en mi cerebro y se confunde y me asfixia. Y sigue escapando. La computadora emite un pequeño ruido, un ruido insignificante, apenas un timbre lejano. La voz de mi abuela continúa resonando en el aparato del teléfono como un cuerpo vivo metido dentro de un ataúd.
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PÁGINA Nº 8
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Algunos datos para ubicar a Walter Martillo
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Por Rogelio Ramos Signes (Tucumán)
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Sin excepción, todos los autores coinciden en los 88 años que tenía al momento de su muerte el fanático guerrero Walter Martillo, o Martel, o El Golpeador, o Puño Fuerte, o Walter a secas; que, luchando en Bizancio, en Persia, en el Egipto islámico y en la España posterior a Covadonga, impuso la paloma como símbolo de la guerra, y de la paz a través de la guerra; porque de armas tomar era ese mahometano latino reverente a los mandatos de Alá y también temeroso del Dios que agonizaba en la cruz.
Si muerto en el 791 lo consignan todos -incluso Goodalrick Hereford, amigo de la disputa malhabida- por nacido en el 703 deberíamos darlo, y la historia no caería en contradicciones; cosa que siempre es un saludable paso hacia delante. Las aves cantarían al amanecer, el sol seguiría poniéndose por el oeste y la brisa marina humedecería las playas, las axilas y las sábanas.
Pero como Goodalrick Hereford lo hace morir a la edad aceptada y en el año indicado hacia fines del siglo VIII (aunque nacido en el 770, según él) apenas habría llegado a la juventud. Sinceramente no sabíamos qué hacer con los 67 años que faltaban, o sobraban.
Como tamaña afirmación del estudioso Hereford pusiera en apuros a nuestro cuerpo de historiadores y también a nuestro cuerpo de revisionistas y a un cuerpo muy especial de revisionistas del revisionismo, que terminan por aceptar la historia tal como se la contó en un primer momento; dimos en afirmar su teoría, por lo que el aprendiz de musulmán Walter Martillo habría nacido hacia los 67 años de edad en la parte saona de lo que luego sería la Lotaringia.
Fue hombre de extraordinaria perseverancia. Alumno y maestro al mismo tiempo, aprendió y enseñó el oficio de la guerra en las campañas previas al apogeo de Aquisgrán. Sus hombres y los hombres de sus hombres, por extraños cambios de bandería, defendieron y conspiraron contra los hijos de Ludovico Pío en el siglo IX.
35 años antes de su nacimiento dio quintillizos a su esposa y dos bellas mujercitas a su amante Marcela la Confiada. Atacó de palabra y de hecho a vándalos y ostrogodos, lo que le costó más de una cárcel en Constantinopla y otros conglomerados. Defendió sus territorios, controló las fronteras y recaudó impuestos a favor de intereses ajenos.
Llegó a todo cuanto podía llegar un hombre surgido de la nada. Fue soberano de su rey, y esclavo de sus vasallos. Ayudó a los fines de la ociosa monarquía, para luego combatirla sangrientamente. Algunos lo conocieron destruyendo comercios en el Mediterráneo y otros haciendo entrar por la fuerza las leyes germánicas.
A los 8 años, o a los 75 (es lo mismo), formó un ejército de mongoles nómades que lo llevaría a luchas de escaso fundamento al este de la Rusia varega; hasta perder, en esas estepas y en esas lides, las dos piernas y el brazo derecho.
Lejos de acobardarse por esas disminuciones, controló el comercio de Dalmacia desde un carro ornamentado, del que sólo emergiera su cabeza de búfalo, haciéndose recordar por su pésimo carácter y por uno que otro rapto de generosidad.
A los 88 años, o a los 21 (¿qué más da?), en medio de un rajante invierno en la costa de Malta, murió agobiado por un acceso de tos ferina, arengando a sus nietos, bisnietos y a un índigo esloveno de los Cárpatos.
Corría el año 791 y en los campos ya se olía la presencia del Señor.
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PÁGINA Nº 9 – PÁGINAS MEMORABLES
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Lope Félix de la Vega Carpio nació el 25 de noviembre de 1562, en la villa de Madrid.
Estudió en Madrid y en Alcalá.
Tuvo una vida azarosa.
Viudo dos veces, fue soldado, secretario de varios diplomáticos y, finalmente, sacerdote.
Escribió en todos los géneros literarios: novelas, dramas y poesía. Fue llamado el Fénix de los Ingenios.
Murió en 1635, a los 73 años de edad.
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Un soneto me manda hacer Violante
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Un soneto me manda hacer Violante
que en mi vida me he visto en tanto aprieto;
catorce versos dicen que es soneto;
burla burlando van los tres delante.
Yo pensé que no hallara consonante,
y estoy a la mitad de otro cuarteto;
mas si me veo en el primer terceto,
no hay cosa en los cuartetos que me espante.
Por el primer terceto voy entrando,
y parece que entré con pie derecho,
pues fin con este verso le voy dando.
Ya estoy en el segundo, y aun sospecho
que voy los trece versos acabando;
contad si son catorce, y está hecho.
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Hombre mortal mis padres me engendraron
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Hombre mortal mis padres me engendraron,
aire común y luz los cielos dieron,
y mi primera voz lágrimas fueron,
que así los reyes en el mundo entraron.
La tierra y la miseria me abrazaron,
paños, no piel o pluma, me envolvieron,
por huésped de la vida me inscribieron,
y las horas y pasos me contaron.
Así voy prosiguiendo la jornada
a la inmortalidad el alma asida,
que el cuerpo es nada, y no pretende nada.
Un principio y un fin tiene la vida,
porque de todos es igual la entrada,
y conforme a la entrada la salida.
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Quiero escribir, y el llanto no me deja
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Quiero escribir y el llanto no me deja,
pruebo a llorar, y no descanso tanto,
vuelvo a tomar la pluma, y vuelve el llanto,
todo me impide el bien, todo me aqueja.
Si el llanto dura, el alma se me queja,
si el escribir, mis ojos, y si en tanto
por muerte o por consuelo me levanto,
de entrambos la esperanza se me aleja.
Ve blanco al fin, papel, y a quien penetra
el centro deste pecho que se enciende
le di (si en tanto bien pudieres verte),
que haga de mis lágrimas la letra,
pues ya que no lo siente, bien entiende,
que cuanto escribo y lloro, todo es muerte.
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A una rosa.
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XXXVII
¡Con qué artificio tan divino sales
de esa camisa de esmeralda fina,
oh rosa celestial alejandrina,
coronada de granos orientales!
Ya en rubíes te enciendes, ya en corales,
ya tu color a púrpura se inclina
sentada en esa basa peregrina
que forman cinco puntas desiguales.
Bien haya tu divino autor, pues mueves
a su contemplación el pensamiento,
aun a pensar en nuestros años breves.
Así la verde edad se esparce al viento,
y así las esperanzas son aleves
que tienen en la tierra el fundamento...
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¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
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¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
¿Qué intereses persigues, Jesús mío,
que a mi puerta cubierto de rocío
pasas las noches del invierno oscuras?
¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!
¡Cuántas veces el Ángel me decía:
«Alma, asómate agora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía»!
¡Y cuánta es su hermosura soberana,
«Mañana le abriremos», respondía,
para lo mismo responder mañana!
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PÁGINAS Nº 10 y 11 – RESEÑAS DE LIBROS
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La generación poética del 40 – Delia Travadelo – Instituto de Cultura Hispánica de Santa Fe – 2005 – 248 ps.
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Dividida en tres capítulos: “La Generación poética del 40”, “La Generación del Paraná” (1940) y “La lírica de Carlos Alberto Álvarez”, estos tres ensayos sobre la poesía argentina contemporánea ponen de manifiesto la seriedad y el sentido didáctico que caracterizan la labor literaria y educativa de la autora.
En su breve pero enjundioso libro “El oficio de poeta”, el conocido autor italiano Cesare Pavese nos da los lineamientos que tanto poetas como prosistas deben tener presentes como valiosas, inapreciables exhortaciones dignas de respeto.
Así, al hablar de las palabras, señala que “son ciertas cosas, intratables y vivas, pero hechas para el hombre y no el hombre para ellas. Todos sentimos que vivimos en un tiempo en que se hace necesario volver a llevar las palabras a la sólida y desnuda limpieza de cuando el hombre las creaba para servirse de ellas. Y nos sucede que, precisamente por ello, porque sirven al hombre, las nuevas palabras nos conmueven y aferran como ninguna de las voces más pomposas del mundo que muere, nos conmueven como una plegaria o un boletín de guerra.”
Partiendo de esos valores la Profesora Travadelo va delineando este emprendimiento ensayístico que, desde lo colectivo: “La Generación poética del 40” (denominada así por León Benarós y “neorromántica”, al decir de César Fernández Moreno), y la “Generación poética del Paraná” (1940), a la individual: “La lírica de Carlos Alberto Álvarez” revelan su calidad investigativa y los conocimientos que posee sobre la materia que aborda.
El primer capítulo se refiere a la convocatoria para jóvenes poetas realizada en 1940 y continúa con sintéticos y precisos comentarios sobre las revistas y cuadernillos de poesía que se fundan; sus influencias y direcciones estéticas; la polémica de la generación, y cierra con interesantes conclusiones que hacen alusión a la producción del grupo, que recoge brevemente con propósitos antológicos, y, por último, el juicio personal de que la generación del 40 cumplió ciertamente con una renovación del lenguaje poético de los argentinos.
Al abordar el segundo capítulo de esta obra: “La Generación poética del Paraná” (1940) –llamada así, según la autora, por Juan L. Ortiz- Travadelo cita elogiosamente la docencia del Instituto Nacional del Profesorado entrerriano, en el que cursaron su carrera de Letras, además de la autora y Carlos Alberto Álvarez, otros poetas de la generación. Menciona a profesores como Carlos María Onetti, emotivamente recordado siempre, Irineo Fernando Cruz, Oscar S Cortés Conde, Marcos A. Morínigo, María del Carmen Rodríguez, Celia Ortiz de Montoya y Amelia Luisa Grossemy, entre otros nombres prominentes. Pero “la cátedra paralela”, decía Álvarez, convertida en una tertulia de “deshoras”, presidida por Amaro Villanueva, que era la cátedra de su bohemia, instalada en una pizzería frente a la Plaza de Mayo paranaense, a la que prestigiaban los más importantes representantes de la generación estudiada.
Señala César Fernández Moreno, uno de los que más se ha ocupado de estos poetas: “Hay que sentarse entre Alfonso Sola González, Carlos Alberto Álvarez y José María Fernández Unsain, para enterarse de la historia poética de Paraná…”
El movimiento del grupo poético del 40, que llevó a Sola González a manifestar que sus integrantes “constituyen lo mejor que la poesía argentina ha dado, después de Lugones, en nuestro tiempo”, núcleo en Paraná a un reconocido conjunto de escritores representativos, procedentes de distintos lugares de la provincia, que produjeron una lírica valiosa enmarcada en idénticos cánones generacionales, tales como: P. Jacinto Zaragoza, Juan L. Ortiz, Marcelino Román, Guillermo Yaraví, Gaspar L. Benavente, Carlos Mastronardi, Reinaldo Ros, Alfonso Sola González, Eduardo Seri, Carlos Alberto Álvarez, José María Fernández Unsain.
En el tercer capítulo: “La lírica de Carlos Alberto Álvarez”, la autora parece que respetara los conceptos de Pavese: “No se improvise nada, y menos la riqueza interior que embellece el alma y el corazón del poeta verdadero, ya que hacer poesía significa llevar a evidencia y cumplimiento fantástico un germen mítico”.
Delia Travadelo expone la vida y la obra de Carlos Alberto Álvarez, platense por nacimiento pero entrerriano por formación, cultura y sentimientos, amigo y condiscípulo de excelentes poetas como Alfonso Sola González, Rubén Turi y José María Fernández Unsain, entre otros soñadores que vivieron la etapa primera de sus búsquedas poéticas.Álvarez publicó los siguientes libros: “Fábula encendida” (1943) y “Donde el tiempo es árbol” (1963), ediciones de poemas; “Canto a Villa María de los Vientos” (1967) y “Coplas del Andariego” (1973), plaquetas: “Río adentro” (1970), carpeta de arte para bibliófilos, tributo de amigos, en 1970.
El cantor de los árboles, el del sendero emblemático del jacarandá (“Como el jacarandá mi vida fuera, dar siempre antes las flores / que la sombra / y ser azul o lila hasta en la hoguera”), merecía estar en el recuerdo y el análisis de alguien que lo conoció y admiró, además de compartir el aula y el transcurso de un profesorado ejercido con verdaderos exponentes del sentir poético de ese litoral que estalla en el verdor y el aroma de sus árboles, criaturas vegetales que perfuman las aguas infatigables de los ríos de camino incesante que se hacen canto en el sueño del hombre costero que le dedica su ilusión y sus desvelos.
Un excelente tranajo de la Profesora Delia A. Travadelo, que el Instituto de Cultura Hispánica de Santa Fe avala con la certeza que su firma resguarda.
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Jorge Alberto Hernández (Santa Fe)
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Finisterre - María Rosa Lojo – Editorial Sudamericana - Buenos Aires – 2005 -183 pgs-
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Finisterre, la mítica península que en la Edad Media se creyó el fin de la Tierra, es el punto más al oeste de la Europa continental y del litoral gallego. Finisterre es también una novela, la última de María Rosa Lojo. Una pista sobre la razón de haber elegido el título se la da al lector el comienzo de la trama: una mujer: Rosalind Kildare Neira que vive en Finisterre, le envía a una joven huérfana, Elizabeth, que vive en Londres, una carta en la que pide permiso para contarle la historia de la propia Elizabeth. La historia de su madre y de la tierra donde nació.
Es así, con ese mar de por medio, que comienza a desarrollarse en Finisterre un juego vertiginoso de construcción y transmutación de identidades. Ya el nombre de la corresponsal: Rosalind Kildare Neira lo preanuncia con el cruce entre un apellido irlandés y otro gallego. El destino de tantos gallegos, la migración, ha llevado hace tiempo a Rosalind junto con su marido médico hasta la Argentina. Y allí, en un viaje a través del desierto, su marido muere y ella es raptada. Cuando el pacto se sella, Rosalind recordará a las meigas, las brujas gallegas. Al mismo tiempo que rescata una identidad que le viene desde los orígenes acepta esta, indígena. Se transforma sin dejar de ser lo que es.
Llegado a este punto de las cartas, el lector descubre que, por ahora, la historia que la mujer de Finisterre está narrando no es la de la huérfana, sino la suya propia, es decir su autobiografía. Elizabeth se ha vuelto su lectora y, en cada carta, su experiencia limitada del mundo se amplía gracias a los acontecimientos, las experiencias vitales que Rosalind le va narrando.
Paul Ricoeur dice que sin la narración autobiográfica que confiere identidad la vida se emperraría en un sustancialismo que no admite el cambio o se disgregaría en una serie de episodios inconexos. Es la trama de la narración la que va confiriendo una identidad siempre cambiante, nunca concluida, pero que va construyendo el sí mismo mediando los sucesivos cambios.
Es imposible olvidar esta tesis luminosa cuando se lee Finisterre. Firmemente sostenida a lo largo de esta novela, irradia sobre todos los actores, ya sean personajes o comunidades. Quizás lo que le da mayor visibilidad es el hecho de que invierte o modifica identidades hasta ahora estereotipadas, ya sea la de personas, como el coronel Baigorria, ya sea la de comunidades, como los ranqueles, como la de los cristianos mismos.
Pero decir que la narración de vida construye y modifica identidades es decir mucho tratándose de una ficción. Para aceptarla, hay que aceptar también un presupuesto: el de que la lectura de la ficción es una experiencia tan vital como las experiencias que se realizan en otros momentos de la vida y la de que su verdad, la verdad de la ficción, es una entre otras. Es bien sabido que María Rosa Lojo es investigadora y que muchas de sus novelas trabajan con datos documentales. En Finisterre, se da un maravilloso equilibrio donde los límites entre la trama de ficción y los de la trama histórica pierden su rigidez, para efectuar un cruce en el cual cada uno de ellos: el relato novelesco de ficción y la historiografía toman en préstamo del otro sus rasgos más ricos. La ficción le da a la historia su capacidad de hacer ver, de singularizar.Y la historia a su vez nos hace concebir a la ficción como habiendo sucedido, más exactamente como aquello que podría haber sucedido.
En Finisterre, hay una actriz que la historia registra como una de las tres mujeres de Baigorria. En la novela, esa actriz es el personaje de Ana de Cáceres. Es sobre todo cuando se la retrata llegando a su final, cuando la ficción, que da a la historia ojos para ver, representa la dolorosa nueva identidad.
“Doña Ana, pues, pasaba muchos días sentada en uno de los sillones cada vez más desvencijados que componían el mobiliario del rancho, inmóvil como un ícono. A veces se ponía una mantilla negra por delante de la cara, como una viuda en misa y entonces el gran pectoral de plata , y el trarilonko en la cabeza y los pesados zarcillos que le colgaban de los lóbulos, se traslucían bajo el dibujo con un raro efecto, como si fuesen las joyas de una princesa embalsamada y sepultada hacía siglo en algún túmulo egipcio".
En este fragmento notable, se diseña una máscara que aparece como una reflexión sobre la ficción. Lo que sucede con la máscara no es un desplazamiento mutuo, como en la mentira, en que la verdad que se desplaza debe quedar oculta. En la ficción, el sentido se produce en la simultaneidad de la ocultación y la revelación, es decir según dice Wolfang Iser, en la simultaneidad de lo mutuamente excluyente.
La mantilla de Ana de Cáceres produce este sentido que María Rosa ha percibido y describe como “viuda en misa” y todavía más “princesa embalsamada”, “túmulo egipcio”. No proviene de la mantilla, objeto material, tampoco de la mujer que la lleva. Es la simultaneidad de la máscara y de la persona, el ir y venir de una a otra la que crea esa alucinación de una presencia que no está allí – princesa, viuda- y que por eso es al mismo tiempo engañosa y existente.
Pero lo que los ojos de la ficción ven en la historia, cuando reflexionan sobre ella no es cualquier cosa, no es un escenario, no es un diálogo que aliviana o una banalidad. Es un sentido profundo. Aquí esa máscara, esa mantilla ha logrado hallar la imagen que tiene un significado más desgarrador y exacto de la condición esta mujer.
Un texto no existe si no es leído. Y lo que sucede en la lectura no es que un autor impone a un lector una visión del mundo que debe ser aceptada, sino que se produce un cruce entre la experiencia del mundo del autor que se manifiesta en el texto y la del lector. En el acto de lectura confluyen estas experiencias, se cruzan y de ahí surge un mundo posible con tanta validez como el cotidiano.
Creo que con esta novela sucederá este fenómeno de la lectura. Esta Finisterre, en la que el desierto, Galicia, Irlanda, y sus habitantes se entrecruzan y se constituyen, dolorosa o feliz o sabiamente, por las sucesivas transformaciones de su identidad, tendrá su verdad de ficción en el más allá de los continentes, en la Finisterrae.
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Gloria Pampillo (Buenos Aires)
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PÁGINA Nº 12
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Es a mí
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Por Pilar Romano (Corrientes)
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-A dormir, que yo sí debo levantarme temprano-
Es a mí.
Si la ilógica cronología familiar en cuanto a morirse se hubiera interrumpido, yo debería haberme ido antes que mi hermana Elisa, que era la menor.
–¡Moviendo las piernas, que ya son más de las diez!- es a mí. Y pensar que Elisa, luego de enviudar, me invitó a vivir en su casa para retribuirme los cuidados y mimos que le prodigara como hermana mayor mientras estuvimos en la casa paterna. Ella era menuda y frágil y siempre había despertado mi ternura. La ayudé en sus tareas escolares, inclusive en la secundaria y hasta me enorgullecí con sus éxitos. Le escribía en mal inglés cartas a los estudios de cine norteamericanos, pidiendo fotos de sus artistas; ella firmaba emocionada las cartas y nos moríamos de ansiedad hasta que llegaba alguna fotografía. Hicimos una linda colección, Tyrone Power, Robert Taylor, Ginger Rogers...
-Sin arrastrar los pies, que ayer enceré los pisos-
Es a mí, aunque no me mire. Me lo dice con voz insípida. Insípida y carente de emociones, como fue mi juventud. Me recibí de técnica radióloga y trabajé durante años en esa profesión, que nunca supe porqué había elegido. Tan sólo me deparaba algunas veces la revelación de que el tumor ya no estaba y el tipo podía volver a vivir. Me enamoré del muchacho que hacía la limpieza, también sin saber porqué; Leopoldo se llamaba y jamás dio muestras de que le interesara mi existencia. Casi no puedo fijar ese tiempo. Tan sólo me llega, en ocasiones, el olor del laboratorio, que no me trae recuerdos vívidos; más bien me persuade de que todo fue, quizás, un sueño gris.
-A dormir, dije, y apagar la luz-
Es a mí.
Al principio las cosas fueron bien con Elisa, a pesar de que ya caminaban conmigo unas cuantas decenas de años y empezaba a verme cada vez más parecida a mamá. Reanudamos la relación anterior y desempolvamos viejos rituales familiares en un mundo invulnerable que creímos definitivamente conquistado. Pero la realidad es cambiante y cambió. La realidad fue, en cierto momento, que Irene –la única hija de Elisa- se divorció y vino a vivir con su madre. Con su madre. Yo era una adherencia molesta. "Te recordaba bonita" fue lo primero que me dijo al llegar, con tono de decepción.
Como dije, la ilógica cronología familiar continuó y Elisa se murió antes que yo.
-Basta con el calefón encendido-
Es a mí.
Estas frases innominadas hacen que conozca la verdadera soledad, ésa que viene acompañada del silencio, un silencio implacable que parece mirarte con ojos de buho. Irene nunca insinuó que debía irme de la casa, pero dejó de hablarme, de dirigirse a mí en forma directa. Sus pocas palabras han parecido siempre destinadas a un perro que debe ir a la cucha. Además, si digo algo, ella se aleja como si no hubiera oído. No sé qué es peor, si la sensación de causar lástima o la de causar fastidio.
Debo decir la verdad: tengo las medicinas sobre la mesa de luz, en las dosis adecuadas, la comida es la que necesito, sin sal ni colesterol, pero también sin compañía; un enfermero viene regularmente a controlar mi presión y con él suelo conversar un ratito; mi ropa está limpia y prolija, pero me las arreglaría sola con todo esto a cambio de que Irene abandonara esa forma feroz de violencia que es silencio.
Ella preside la comisión directiva de una cooperadora y las reuniones se hacen en casa, es decir en la casa en la que me acuesto y me levanto.
-A mirar televisión y cerrar la puerta, que ya va a venir la gente...
- Es a mí; los otros son "la gente".
Suelo escuchar las propuestas de Irene en esas reuniones, inspiradas en el deseo de ayudar a los demás, dichas con aparente convencimiento. ¿Por qué me habrá excluido de su círculo de solidaridad? Para mí, la ausencia de palabras, las de ella y las mías; a veces me parece que tengo las orejas y la lengua tejidas al crochet. Pienso en mi hermana Elisa, lloro y tengo la sensación de que mi cuerpo se queda sin alma por el resto del día. La noche me la devuelve, porque de noche el silencio es de todos.
-Usted se cree tan señora...- digo esta vez yo, mientras miro a Irene recostada en el sillón, al borde de la asfixia, e intento con las manos temblorosas extraer la pastilla que, por fijarme nomás, sé que ella debe tomar cuando le vienen esos ahogos de los que nunca me ha hablado. Pero mis manos tiemblan y demoran. Demoran y demoran.
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PÁGINA Nº 13 – POETAS ARGENTINOS
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El horror de los milagros
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También hay mucho de qué horrorizarse fuera de uno mismo:
La anciana muerta detrás de los rosales.
Las palabras estancadas en la costumbre, por descargo de conciencia.
Los hombres que salen a matar.
La combustión del petróleo.
Los que firman sus propias defunciones con tal de no perder el sentido común.
Los que impiadosamente toman una palabra para ir tras la caza de ideas y nivelan sus personajes a la media de sus jaulas.
Hay muchos a quienes temer además de uno mismo:
Los que no encuentran el quinto punto cardinal.
Los que hacen alarde de su estilo puramente informativo y escriben: "El juez, con un sobretodo negro, se retiró del tribunal a las cinco de la tarde."
Los que no han podido fundir su cuerpo con lo no visto, lo no dicho lo no escuchado.
El perro con cara de hombre, el hombre con la túnica de dios, dios con la baba del diablo.
El asma de los toros.
El reloj que suena.
Los gallos y los hombres que se comen los ojos.
La bondad de los indiferentes.
La omisión de los generosos.
El perdón de los pecados.
Wall Street.
La resurrección de la carne.
Schwarzenegger.
La desproporción del hambre y la mezquindad de la riqueza.
El Vivaporú.
Y atención, porque también hay otros culpables además de nosotros:
Los que prefieren el sistema a la fulguración.
Los que mataron a Búfalo Bill.
Los que aterran.
Los que lanzan el a?b?c de sus transgresiones y revientan en un rollo que comienza con el título y termina en el punto final.
Los que profesan para que sea oída su voz narrativa.
Los que dan patadas al aire antes de lamerle los labios a una mujer hermosa.
Los que proyectan su percepción literaria y sus impulsos creadores según el calendario comercial.
Los que no enseñan al diablo a ser bueno ni a dios a ser diablo.
Los que exigen verdades fijas, concluidas, irrefutables.
Los que repiten síes y noes que no significan.
Los lacayos de las retóricas preestablecidas.
Los que no dejan de hablar del fin del mundo y por lo mismo impiden que se acabe de una vez.
Los que no saben de dónde han salido ni con qué penas.
Y hay muchos a quienes admirar:
Los que avanzan por el camino menos transitado.
Los tristes.
Los que adhieren el conocimiento a la invención. La invención a la perplejidad. La perplejidad a la hermosura. La hermosura al espanto. El espanto a la inteligencia. La inteligencia a la percepción. La percepción al hombre y sus centauros.
Los que no se salvan y escriben.
Los que cantan su canto más apartado.
Los posesos.
Los que van a la deriva con el mundo.
Los que mueren y al mismo tiempo van naciendo.
Los que aún no han empezado. Los que aún no han sido vistos.
Los que emprenden la retirada hacia alguna clase de silencio que borra el alrededor.
Los que andan dentro de sí mismos, aterrados y conmovidos por lo que encuentran.
Las criaturas de pechos devorados.
Los que son a la vez lo único y lo múltiple.
Los que hacen salir, de su pequeña individualidad, una compleja cooperación con el mundo.
Los que hacen de su escritura un presentimiento, una ignorancia que tantea y adivina.
Los que accionan el timbre melancólico y sereno de su pequeñez, de su plenitud.
Los que abrillantan con su perplejidad el medio circundante.
Los que dicen sí, sí, soy yo, aún estando a punto de no ser.
Los que se detienen porque son tan bellos.
Los vaciados de todo sentido anterior.
Los que inventan lo existente como si no existiera.
Los que retuercen sus posibilidades.
Los que creen en la poesía, no en el paraíso.
Los que no esperan que sean virginales sus vírgenes y adoran las manchas de sus vulvas.
Los que encuentran en la grieta de la pared descascarada el mapa de su reino.
Y sobre todo, hay mucho que agradecerle a la poesía porque se aferra a los que irradian la peste del amor.
Porque sacude sus muslos de lirio liberado.
Porque llena de silencio al cañaveral.
Porque ella propone y el lector dispone.
Porque puede ofrecer al mundo su pecho de nacer y de morir.
Porque fecunda peces deslumbrados.
Porque la gente no acude a ella como acude a las farmacias.
Porque sus besos no atan las bocas.
Porque para ella las realidades nunca son lejanas.
Porque tiembla desnuda donde el terror no se atreve.
Porque su dolor mantiene despierto el corazón de todos los hombres.
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Miriam Cairo(San Nicolás)
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Jugado.
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Me sustento además con la convicción
de apostar en estado si no siempre
de gracia al menos de desgracia plena
plena de potencia
y si no siempre de plenipotencia
al menos de una impotencia plena.
El sustento poético.
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Rolando Revagliatti (Buenos Aires)
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La trama
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Esa trama te abruma, te seduce,
te golpea en los ojos,
te desnuda, te viste de oropeles,
te deja en la cuneta,
te cubre de virtud, te llama a misa,
y suenan las campanas,
las campanas adentro de tu pecho
como un hondo caracol envolvente.
Esa trama es la trama de tus pasos.
Ella está en lo que miras,
aquí cerca, allá lejos,
en la insidia que impregna tranquilos dormitorios,
y acrece las pulsiones del alba,
del insomnio.
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Máximo Simpson(Buenos Aires)
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Que se ponga de moda la pobreza
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que se ponga de moda la pobreza
en la geografía toda de este mundo;
que se usen los zapatos bien rotosos
las remeras coloreadas de cemento
que la gente se empecine en perder todo
que haga cola para comprar nada
que sea elegante morirse de hambre
tener frío todo el día y a la noche
que se ponga de moda ser un pobre
lucir ninguna moneda en el bolsillo
cartones como accesorios de la ropa
que no cuenten las cuentas de los bancos
que no haya vacaciones para nadie
que se expandan las pestes de este mundo
y no apliquen la vacuna contra la miseria
que se pongan de moda los que piden
que todos quieran sentarse a la intemperie
a disfrutar la ola de vacío
a gozar la enorme indiferencia
que ser pobre se ponga de moda
porque la moda naturalmente pasa
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Hernán Salcedo (Buenos Aires)
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La luna (versión del film de Bernardo Bertolucci)
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Después de una cierta hora, las calles se vacían
y yo salgo a olvidarte. Es más fácil en las calles
vacías. Me pierdo como una piedra terrestre
arrojada a territorio lunar. Entonces la luna se vuelve
una playa bañada por la luz del Mediterráneo,
donde jugaba de niño. No puedo volver a tomar
lo que he perdido, nadie puede. Si no está
permitido el regreso y no deseo avanzar,
quizás debería tener miedo, pero me enseñaste
a no temer, a estar despierto hasta tarde
en la casa desierta escuchándote cantar, con la promesa
de que el sueño llegaría. Aún soy el niño
que atraviesa la noche en su nave, un pequeño
astronauta. Hemos perdido contacto con la base,
nos hemos quedado solos aquí arriba, las constelaciones
y yo. Dame la calma, dame el silencio que acaricia,
no este silencio como una aguja que cruza lentamente
la frontera de las venas y apacigua
el rumor de la sangre pero no alcanza
a apaciguar el deseo de tocarte ¿Cómo voy a construir
mi casa lejos de la tuya, de dónde van a sacar mis manos
el oficio de poner cada ladrillo uno encima
del otro para levantar una pared que nos separe? No sabría.
Me decías que algún día vendrían a buscarme
los extraterrestres, que yo no pertenecía a este planeta.
Nos reíamos. Yo, desde entonces, no he hecho otra cosa
que preparar con paciencia mi bolsito a la espera
de que llegue ese día. Tu voz es el hilo de seda
que conduce a las ruinas de la luna. Madre -te dije-
no tengo sueño todavía.
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Claudia Masin(Chaco)
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PÁGINA Nº 14
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La escarapela
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Por Trudy Pocoví (Santa Fe)
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Ya casi nadie usa escarapelas para las fiestas patrias. Salvo raras excepciones, obligados por el cargo, función o alguna Directora tildada de loca y de vieja cuyas exigencias obsoletas nadie acata, no se ven más insignias patrias honrando los trajes y ese rinconcito del alma reservado para la Patria.
Más aún, si llevás una, te miran por la calle la escarapela en la solapa como si fueras un desubicado, más ridículo que si lucieras un sombrero con plumas.
¿Qué ha pasado con aquél sentimiento de orgullo que nos henchía el pecho e iluminaba el rostro? ¿Qué con aquella velada y sutil competencia de 6° grado por ver quién lucía la escarapela más grande, más linda, más celeste y más blanca?
Recuerdo que fue para un 25 de Mayo. En el Cabildo ya se había realizado el escrutinio de los 224 votos de patriotas y la señorita Marta decidió delegar el mando en mí, para que recitara el extenso y denso poema de Capdevila dado que el Virrey Carlitos, escolta de la bandera, había sido depuesto por una gripe de esas que no se anuncian y que arrasan con cualquier ilustrísimo representante de Su Majestad o hidalgo caballero.
Eso el día antes de la designación de la Junta de Gobierno, es decir, el día antes del mismísimo acto patrio, así que recité y recité el poema de Capdevila durante la merienda, la cena y hasta la medianoche, aterrado por la sola idea de olvidar una estrofa, un verso, uno sólo de sus adjetivos.
¡Y llegó el 25! Me sentía tan exaltado como imagino estarían Saavedra, Azcuénaga o Larrea aquella misma mañana después de largas y agitadas deliberaciones, acuerdos, corrillos e intrigas. Afuera, el cielo estaba igual de gris que aquel del Cabildo abierto, al menos como aquel que reflejaba la lámina del libro de lecturas.
Mamá me ayudaba a peinarme, raya a la derecha y jopo de rigidez brillante y Glostora... Sombras del Cabildo/ de la gran jornada,/ convocadas fueron/ de nuevo a la Plaza... Corbata azul, el guardapolvo secado a plancha (por la llovizna de la víspera y la maldita humedad que ponía a toda la casa y a mi madre especialmente, de pelos de punta), tibio aún y almidonado... Juramento heroico/ los pechos juraban... Los zapatos oliendo a betún todavía y un cierto estremecimiento que me aceleraba el pulso, me acortaba la respiración, no me dejaba terminar de tomar la leche...Andad esas calles,/ cruzad esas plazas;/ vivid cual entonces...¡Renació la Patria!
Mamá también estaba nerviosa, como yo o más. Y aunque intentaba disimularlo con colorete y lápiz de labio, estaba muy emocionada por verme, o escucharme, recitar por primera vez una poesía en acto patrio.
Llegamos a la escuela un minuto antes de las nueve, hora oficial de “largada”. Los grados estaban formados en el patio. Al frente de cada uno de ellos, ligeramente a la izquierda, de pie y con aire solemne, cada una de las maestras. Debajo del aro de básquet, el piano. Hacia el centro, el micrófono y un poco más allá, el mástil aguardando trémulo la bandera... ¡Y entonces me di cuenta! ¡la escarapela!... ¡Me faltaba la escarapela!... Con los nervios, el apuro y los versos de la “Patria”, me había olvidado la escarapela quién sabe en qué rincón de la casa.
¡Oh, Dios...! ¡Si me veía la señorita Marta...! ¡Si me descubría la Directora! ¡Una expulsión, cuando menos, en el mismísimo acto del 25 de Mayo, a cargo del número central, después del eterno “Cuando” y sin escarapela! ¡Expulsión y excomunión!
¿Quién iba a querer prestarme una?... Vislumbrando el fatídico destino que le esperaba si era sorprendido en aquel delito de apátrida. Entonces se me ocurrió dibujarla. Corrí hasta la portería, busqué un trozo de papel que recorté mediante el sistema de pliegues lo más prolijamente posible y le pinté las dos franjas celestes con una de las tizas de colores, que sabía que doña Ana, la portera, guardaba en el armario. Unos pliegues, un alfiler y una escarapela.
Regresé en el momento preciso en que una manada de peinetones y pollerines de alambre abandonaba el escenario. La voz de la señorita Marta anunciaba, con cierto orgullo de mamá gallina: Y ahora, “Patria”, de Arturo Capdevila, recitada por el alumno de 6° grado, Rodrigo Salerno... y ¡pla, pla, pla!, los aplausos de la hinchada y de mi madre... Otra vez, otra vez entre luces/ azules y blancas/ los arcos triunfales/ de la fiesta patria...
Y ¡pla, pla, pla!, de todos los chicos y de la señorita Marta.
Ya todo había pasado. Había salvado la honra y el sentimiento nacional. Mi pecho lucía la más hermosa de las escarapelas que por ningún precio podría comprar. Pero luego, como buen 25 de Mayo que era, una leve pero copiosa llovizna me derritió los colores sobre el pecho, colores que no salieron ni poniendo el guardapolvo al sol con jabón Cañadenzo... Así que anduve por bastante tiempo, con una franja ligeramente azulina sobre todo el lado izquierdo del guardapolvo. Pero no me importaba ciertas miradas de ciertos pobres tontos que ignoraban el secreto de mi mancha.
Será por eso, tal vez, que nunca más olvidé colocarme una escarapela para un 25 de Mayo ni para un 9 de Julio ni para ningún otro festejo nacional.
Será por eso, tal vez, o por la señorita Marta, no sé, que a mí me quedó el sentimiento y hoy me duelen, sí, de verdad me duelen esos vacíos en las solapas, ese vacío de Patria. Porque, al fin de cuentas, sólo somos los que sentimos... y no sentimos nada.
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PÁGINA Nº 15
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Misión cumplida.
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Por Luisa Futoransky (Francia)
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Si alguien le hubiera predicho a Bispo do Rosário que sus "inventarios del mundo" se presentarían en la más importante bienal artística del mundo, la de Venecia (1995), que la crítica francesa elogiaría, deslumbrada y unánime, su exposición individual nada menos que en el museo del Jeu de Paume de París (julio/septiembre 2003), ni siquiera se hubiera inmutado.
Tampoco si le hubieran asegurado que un premio pictórico en Brasil llevaría su nombre y que miles de páginas de Internet dedicarían espacio a escrutarlo, alabarlo y descifrarlo. Tal vez se hubiera limitado a encogerse de hombros y pedir que no lo distrajeran de su "misión".
Arthur Bispo do Rosário con su obra fulgurante nos viene de Sergipe, uno de los lugares más recónditos del gran y pobre nordeste brasileño. Se discrepa en la fecha de su nacimiento, 1909 o 1911, pero no en la de su partida, el 5 de julio de 1989.
Carabinero de la marina de guerra, púgil —llega incluso a campeón latinoamericano de peso ligero—, un 22 de diciembre de 1938 sus arduos vagabundeos laborales terminan, abruptos, con una visión: Cristo se le aparece acompañado por siete ángeles aureolados de azul. Bispo erra dos días por las calles de Río y se presenta ante el monasterio de San Bento como enviado del Señor.
Los monjes lo conducen al hospital psiquiátrico. En 1939 se repite la visión. Esta vez los ángeles le ordenan una misión: presentar a Dios una representación, una suerte de inventario del mundo para el día del Juicio Final.
Diagnóstico; esquizofrenia paranoide e internación definitiva en la Colonia Juliano Moreira.
Hoy día sus realizaciones son conservadas como obras maestras del patrimonio cultural brasileño y se las arrebatan los museos del mundo. Pero Bispo nunca se consideró artista, nunca supo las corrientes ni las vertientes del arte contemporáneo del siglo XX.
En lo personal rechazó los medicamentos y la más mínima intervención psicoterapéutica. Se entregó alma y vida durante cuarenta años a cumplir con su "misión". Su material de trabajo se fue constituyendo con los desechos del hospital, acumulados con ardor: cartones, maderitas, peines, juguetes de plástico utensilios de cocina, ropa vieja, zapatos, botellas, telas. Sin olvidar un lecho con mosquitero para los juveniles amores de Romeo y Julieta.
Bispo do Rosário borda también lienzos en rústicas sábanas con el hilo del hospital, de color azul, el del aura de sus ángeles. Y elabora nóminas sin descanso, antes de que las barra el olvido, antes de que Dios no sepa cuanto Bispo tiene el deber de recordarle.
Utopías, caprichos, avideces que los hombres atesoran. Sin olvidar las ruinas del inconsciente al aire libre que Bispo evidencia sin que pasen por el filtro censor de la razón.
Inventarios laberínticos, oriflamas con los nombres de calles, de pesos y medidas, de sistemas políticos. Maquetas de navíos, planos de ciudades.
Y para cuando vio que se acercaba la hora de defender su estado de cuentas, su balance arqueológico ante el más allá, se confeccionó "Mantos de presentación", piezas clave de su obra.
Subyugada, la crítica lo emparenta al realismo mágico, al arte conceptual, a los Ready Made, a Dadá, al Nuevo realismo, a artistas fraternales o espejos como Spoeri o Arman.
Bispo, el negro nordestino imbuido de su misión, tan humilde que quería ser "transparente". Como todo gran artista rehusó las explicaciones. "Cuando dejo de trabajar me vuelvo transparente pero normalmente estoy lleno de colores", dijo.
A quienes insisten en saber de dónde viene la savia de su genio, de dónde su maestría, se limita a responder con un humilde "un día aparecí en el mundo".
Sus obras siguen sumando elementos de un templo arcaico y atormentado.
Bispo do Rosário nos regresa al tiempo preadámico sumergido en cada uno de nosotros.
¿Qué acerca o que separa una obra de Klee de la de un loco o de la de un niño? ¿Cómo se distingue una rueda de bicicleta de Marcel Duchamp de una de Bispo? Tal vez por las meras etiquetas que tanto nos confunden y a las que tan afectos somos los mortales.
Acaso una lúcida definición nos la brinde el propio Bispo: "Los enfermos mentales son como picaflores. Nunca se posan. Están a dos metros del suelo".
El museo del Jeu de Paume de París presentó 79 obras de este fecundo artista brasileño en septiembre de 2003.
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PÁGINA Nº 16
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Información de Babilonia
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Por Sonia Catela: soniacatela@arnet.com.ar
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-¿Cómo querés que hagan? No queda un bicho suelto que se pueda carnear- deletrea Tomás y marca las sílabas con una vara, en el suelo, al lado de la parrilla, -ni perros.
(Atizo las brasas. Los tres chicos alcanzaron a seguirme unas cuadras. Rostros filosos, piernas descarnadas).
-Lo presencié por pura casualidad- continúaTomás, -una multitud de ellos atrapó el último perro, en la plaza pegada a las vías. Tomé fotos. Miralas.
(Tomó fotos. Me limpio las manos del tizne del carbón. Las repaso. Los rostros de la época. La pura obscenidad del hambre. En la avenida, viniendo hacia aquí, giré para controlarlos. Los pibes se detuvieron, exhaustos. Pero encuadraron mi derrotero.)
-¿Cómo tanta seguridad de que se trata del último cuzco?
- Por esto de mi trabajo. No ves el rabo de un cachorro siquiera en el más perdido rincón de la ciudad. A lo mejor los perros se avivaron y se rajaron al campo.
-¿Y en el basural?(Menea una negativa. Tomás procesa las materias primas con que se producen diarios y programas televisivos. Los huesudos se detuvieron, sus caras orientadas hacia mí. No pidieron. Últimamente no piden).
-¿Las vendiste?- le devuelvo las fotos.
-Todavía no. ¿De todas maneras, qué se puede hacer?
-¿Por quiénes?
-Por los pibes.
-Nada se puede hacer.
-Eran ellos.
-¿Qué ellos?
-Los que desollaron el perro. Chicos.
(Marca sus estaturas y exhala un ácido aire de culpa. ¿Qué se puede hacer? “Yo denuncio”, recaba Tomás. Calculo que mañana los tres niños huesudos habrán llegado aquí. Duermen durante el día. Trajinan las horas de oscuridad. Aquí es el jardín zoológico. El stock de bestias atrae por su olor caliente, vivo. Han cambiado los olores en la ciudad; recordar que uno se despertaba con la fragrancia del pan recién horneado pertenece a ese campo ambiguo, que prescribe inmediatamente. Recuerdos. No sirven para la acción. A nadie importan.)
-¿Y qué bicho manducaremos en esta oportunidad?- la vara señala la carne en la parrilla; es visible que se trata de un ave, “pato de Asia”, anuncio. Tomás ignora qué cuestiones interesarán a los canales y a los diarios cuando todo escándalo ha sido ya procesado, la ley de la oferta y la demanda, el hambre en exceso no vende, “se busca tema”, dice al pasar pero es su secreto, aquello que lo retuerce, el tema, y sonríe, nada se puede hacer. Comemos. Se nos suma Barros -el director del zoo- al que Tomás le pasa las fotos, “afuera está muy duro”- reconoce Barros, “pero se vuelve repetitivo; no las va a colocar ¿por qué no prueba con el hospital de la avenida Mitre? ¿Percibe? Lo cerraron y se fueron. Qué dejaron adentro sólo el olor lo señala” dice el director y desgarra delicadamente la piel dorada del muslo del pato. “Podría intentar”- se recompone Tomás, “¿no sabe si algún colega se me adelantó y entró al hospital abandonado?” “No pueden”, remarca el director, “hay que saber por dónde”. Él sabe por dónde. Los huesudos llegarán aquí en la madrugada. A la madrugada arribarán, atraídos por el olor caliente y vivo de las bestias, y se toparán con las altas, infranqueables rejas del zoológico. “Podría sacar buen dinero si se anima; en el hospital funcionaba un ala para insanos, alienados” y deshilacha la carne del caparazón del pato, “locos Bosch, Brueghel, ¿me entiende?” Entendemos. Pero Tomás duda de que algún insensato haya podido salvarse habiendo pasado ya una semana desde que pusieron los candados. “Siempre hay alguno que sobrevive, pero ya no piden”. “¿Quiénes no piden? “Los pibes”, confieso con vergüenza por el acto fallido. Trozo el otro pato. “Me ha dado una excelente idea”, agradece Tomás y pregunta qué se le ofrece a cambio, todo se negocia, todo discurso se expresa y se convierte en negociación, “me da copias y las coloco en el Uruguay” el director acrecienta sus contactos y él y Tomás se dividen los mercados. Los huesudos no pasarán del par de días, buscarán un poco de sombra en el costado del zoológico y se echarán y esperarán. Ya no piden. Descorchar la botella de vino que trae el director, beberla y reconfortarse. Luego los huesudos se adormecerán, entrarán en un letargo, un coma, mientras ya no piden y ni siquiera esperan.
-¿Hay algo para entrar de la calle?- inquiere Barros. Él se hace cargo.
-Pasado mañana habrá-, le confirmo.
-¿De qué hablan? –se sobresalta Tomás, reanimado por el vino-.
-De la alimentación de los animales, respondo
-Ah- abrocha Tomás cuidadosamente y decide no enterarse.
No enterarse es el modo.
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PÁGINA Nº 17
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Antes del primer grito.
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Por Ángel Balzarino (Rafaela)
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No. No. El grito estallaba en su boca reseca, histérico y pleno de desolación y cada vez con menor fuerza, convertido en el único, casi absurdo y definitivamente inútil recurso que le quedaba para tratar de demorar -pues le iba a resultar imposible evitarlo, como hubiera querido- el acto que estaba obligada a protagonizar. Vamos. Dejá de gritar. Ahora debés estar tranquila. Aunque el tono de la voz resultaba suave, con cierto atisbo de afecto, no logró infundirle serenidad ni pudo atenuar la tensión y el agobio que le provocaban la presencia de ellos, el médico y la enfermera y los guardias, formando una muralla, atentos y vigilantes. Pegarle un puñetazo o dormirla con una inyección. Cualquier cosa para callarla y dejar que siga moviéndose como una loca. Pero el doctor Salerni dice que su estado es muy delicado y debemos tener paciencia y procurar que el parto se produzca sin la menor complicación para no afectar al bebé. Y eso es lo único que me preocupa. Que nazca bien. Sin ningún rasguño. Con la apariencia o belleza de la madre, la piel blanca y los ojos profundamente celestes. Sobre todo por él. El coronel Marcial Galarza. Al fin cerró los ojos no sólo como expresión de fatal derrota o rechazo a efectuar cualquier cosa indicada por ellos, sino más bien en una desesperada tentativa por aislarse, por jugar con la idea de que no eran las manos del médico, rudas y apremiantes sobre el vientre hinchado, ni las de la enfermera, tratando de atenuar cualquier gesto de preocupación o miedo al prodigarle lentas caricias por la cara humedecida, casi en una súbita muestra de ternura o amistad, sino otras manos las que manipulaban, palpaban, recorrían su cuerpo. Las únicas que anhelaba. Las de él. Gerardo. Como había ocurrido durante los últimos dos años. Para confirmarle el hecho gozoso de tenerla cerca, elaborando proyectos, entregados a una lucha intensa por una sociedad plena de equidad y sin despotismo, disfrutando el amor que se tornaba más sólido cada día. Hasta la separación. Brutal. Definitiva. Una sustancia voraz e indeleble parecía corroerla cada vez que evocaba aquella noche en que la quietud de la casa quedó rasgada por los golpes, la puerta abierta con violencia, las voces roncas y autoritarias. Al surgir del sueño no atinó más que a gritar el nombre de él en tardía advertencia o pedido de ayuda, abrazando el cuerpo querido mientras una luz súbita y poderosa los exponía, desnudos y sin la menor defensa, ante los hombres pétreos, uniformados, de aspecto casi fantasmal, que rodeaban la cama, con los fusiles en sobrecogedora amenaza. Por escasos minutos. Antes de llevar a cabo la tarea -metódicos, en forma vertiginosa, sin margen para la duda o el error- de arrancarlos de la cama y arrastrarlos por la casa, desdeñosos de los quejidos y las súplicas y el pánico reflejado en un creciente temblor, hasta la calle. Fue mientras una mano le tapaba la boca y la presión de los cuerpos la inmovilizaban en el asiento trasero de un coche, cuando -más allá del aislamiento, la sensación de asfixia, la incertidumbre sobre lo que iba a pasar- algo se le impuso con despiadada claridad: que no volvería a ver a Gerardo. Ya falta poco, querida. Un esfuerzo más y todo habrá pasado. Sí. Debo mantener la calma, disimular la ansiedad, hablarle con la mayor dulzura, todo para que deje de moverse y gritar. Unas buenas bofetadas resultarían más efectivas. Porque estoy segura que no es tanto por el dolor, tampoco debido al trauma del primer parto. Tiene miedo de perder la única garantía que le permitirá seguir viviendo. El hijo. Lo sabe perfectamente. Podría ceder a un sentimiento de generosidad o compasión si no fuera que está en juego mi bienestar económico y, sobre todo, la posibilidad de ocupar el cargo de directora del Hospital Militar. Las más caras aspiraciones y que él ha prometido satisfacer. Por eso necesito obtener este trofeo. Fríamente. Será la mejor solución para todos. Corina tendrá un motivo para vivir y hasta de ser feliz y nosotros podremos estar juntos más tiempo. Libres. Y yo me encargaré de compensarte con todo lo que quieras. Marcial efectuó la propuesta una tarde en mi departamento, compartiendo un cigarrillo, desnudos sobre la cama luego de la cópula frenética, sin duda como el último recurso para disuadirme del reiterado pedido de concretar su divorcio. No puedo hacer eso. Jamás utilizaré esa alternativa en beneficio de nuestros planes. Preocupado por reflejar una actitud ética, celoso en preservar el matrimonio a pesar de estar hecho trizas, atento a evitar cualquier mancha que pudiera afectar su puesto en la cúspide del poder. Aunque ya me había habituado a representar un papel secundario, subrepticiamente, sólo útil para ser el sostén o compañía en los momentos más difíciles -cuando necesitaba un abrazo para aplacar los desvelos de su cargo o pretendía relegar la presencia de su mujer abrumada por la frustrada maternidad-, por primera vez sentí la gratificación de poder hacer algo distinto. Conseguiré para tu mujer el hijo más hermoso que pudo haber imaginado. Y con el compromiso de esa promesa, que desde entonces llegó a ser excluyente, me dediqué a observar con mayor celo a las detenidas en estado de gravidez. Tratando de imaginar a través de cada una de ellas la fisonomía, el carácter, la belleza que podría tener el futuro hijo. Comprendí que había concluido la búsqueda apenas trajeron a una muchacha a la que asignamos el nombre de Petra. Aunque la expresión de miedo, desconcierto, alarma, resultaba similar a la que denotaban las otras reclusas, el modo de cruzar los brazos sobre la panza enorme, con el obstinado intento de protegerla o dar prueba de una orgullosa posesión, y sobre todo la cara, de rasgos tan delicados, casi de niña, la hicieron destacarse y tener un especial atractivo. Con el fin de cumplir mi propósito, y sin abandonar la severa disciplina que imperaba en el Centro, procuré resguardarla de cualquier daño. Vamos, Nélida. La voz sorpresiva del doctor Salerni logra despejarme. Creo que ha llegado el momento. Sí. Al fin. No. No quiero. Estremecida por las recias convulsiones, ya no pudo efectuar más que un débil forcejeo de los brazos y las piernas amarrados a los barrotes de la cama. El postrer vestigio de la brega por impedir que su hijo naciera allí, entre las viejísimas y húmedas paredes donde la habían enclaustrado seis meses atrás, controlada por esos hombres y mujeres que tenían la potestad de disponer de su cuerpo y sus ideas y aun del aire que respiraba. Obsedida por lograr esa meta a medida que se desformaba su cuerpo y crecía el sentido de orfandad y ya no abrigó ninguna posibilidad de ver otra vez a Gerardo. Sólo me dejan vivir porque estoy esperando un hijo. La fría y demoledora certeza fue arraigándose con mayor fuerza a lo largo de cada día, mientras se transformaba en testigo de las caras mustias, sin huella de aliento o siquiera esperanza, de los compañeros de cautiverio con quienes compartía furtivos instantes de confidencia o mutuo consuelo, y trataba de soportar las otras, altivas y plenas de soberbia, al ejercer un poder absoluto, y percibía, insomne en las noches vacías, los gemidos, entre ahogados y lacerantes, que desde algún ignoto lugar revelaban los padecimientos de la vejación y la tortura. Pero comprendió que no podía resistir más. Cuando una fuerza, desgarrando súbitamente su cuerpo, surgió poderosa e incontenible. Ya es de ellos. Ya mi vida tendrá menos valor que uno de los tantos ratones que pululan por aquí. No pudo disfrutar demasiado tiempo el grito, nuevo y estruendoso, que infinitas veces había deseado escuchar en otro lugar y junto a Gerardo, pues poco a poco -mientras sentía un pinchazo en el brazo derecho y el médico redoblaba las recomendaciones, vamos, quedate quieta, ahora tratá de dormir, será lo mejor- se tornaba más débil y lejano. Hasta desaparecer. Dejándola definitivamente sola. Ya lo tengo. Sus gritos revelan una inusitada vitalidad. Aunque me perfora los oídos mientras lo limpio, no puedo dejar de regodearme con este sonido que me confiere el privilegio de obtener, bastante agotada pero con la gratificación de haber superado una ardua proeza, todo lo que él me ha prometido. Apenas se queda dormido, busco impaciente un teléfono. La voz de Marcial suena seca e impersonal, como es habitual cuando se encuentra su mujer al lado. Me invade un morboso placer al saber que por fin poseo el medio para apartarla de nosotros. Entonces, eufórica y triunfal, le digo que ya puede venir a buscar a su hijo.
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PÁGINA Nº 18
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Claroscuro.
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Por Leonor Calvera (Buenos Aires)
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Está fuera de toda duda que la nuestra es una época de grandes cambios, de profundas transformaciones. Los adelantos tecnológicos durante el siglo pasado fueron asombrosos -o, como diría Ortega y Gasset, estupefacientes-:pasamos de la luz de gas a las comunicaciones transnacionales, de un modo de producción artesanal a los inmensos complejos industriales. La desintegración del átomo y sus múltiples aplicaciones -desde lo bélico a la medicina-; la invención de nuevos materiales como la fibra óptica; la reducción en el espacio de almacenamiento de las informaciones que resultaron chips que contienen millones de datos; la investigación espacial que permite escudriñar el paso de estrellas muertas hace miles de años; el desciframiento de la mayoría del genoma humano y las experiencias de trasplantes de órganos e incorporación de partes metálicas para suplantar órganos o mejorarlos; el contacto on line entre países muy distantes en la geografía… la lista de avances cibernéticos queda así sólo esbozada y, con seguridad, en este mismo instante está siendo aumentada con nuevos y más complejos y eficaces descubrimientos.
El progreso de la ciencia y técnica es extraordinario, pero ¿qué sucede con la mente humana, con el corazón? ¿Qué ocurre con sus valores morales, con su desarrollo interior? Aquí la admiración se vuelve horror: guerras cada vez mayores, conflictos, masas hambrientas en el mundo entero, revoluciones, nuevas pestes agregadas a antiguas enfermedades, falta de solidaridad, de justicia, de humanidad, de amor. Tenemos entonces un universo en profundo desequilibrio: adelantos que nos instalan cómodamente en este siglo XXI, acompañados de sentimientos y emociones que nos devuelven a la competencia, la rapiña, la codicia y el individualismo feroz de los tiempos paleolíticos. Este mundo asimétrico, fantástico y mortal, ¿qué lugar le reserva a los seres sensibles, a los creadores, al poeta?
Lejos estamos de la consideración que se dispensaba a los poetas en la Grecia clásica y mucho más lejos del alto grado espiritual que le reconocían los druidas. Nuestra cultura los sitúa en un lugar que, en el mejor de los casos, es el de una figura decorativa y, en el peor, un marginado. Por ello, la expresión del poeta verdadero será siempre agónica, siempre turbulenta, al recordar a esa sociedad que lo deja en sus orillas que sus búsquedas son, en definitiva, las que realmente importan, las que tienen que ver con los hondones del ser. Este es el caso de Oscar Portela.
Su derrotero comienza con Senderos en el bosque, un poemario publicado en Buenos Aires en 1977 y continuado después con más de una docena de libros. A lo largo de todos ellos, se pueden discernir no sólo las distintas etapas de una búsqueda ontológica sino el trazado de su propia biografía. En una entrevista que recientemente le realizara el Grupo Némesis, el propio Oscar dijo que su obra “está atada no a la búsqueda estética sino al modo de relacionar el interminable duelo de lo vivido.” Sin embargo, no se trata de una biografía anecdótica sino que está llevada en clave de trascendencia, de sublimación.
En la primera etapa encontramos a un poeta exaltado, embriagado con las posibilidades de superación humana: en ese momento su cosmovisión se acerca a la del superhombre de Nietzsche. Las ideas del filósofo alemán, junto con las de Heidegger, lo nutrirán por largo tiempo y, más tarde, abrevará en Deleuze, Bataille, Derrida. Vale decir, sus indagaciones se orientan hacia el lenguaje, el erotismo, el sentido último de la existencia. Este es el tono que se va a reflejar, entre otros, en Auto de fe o Revocatoria, en Una ardiente paciencia, en Golpe de gracia.
Claroscuro es, en cierto modo, una suma de toda su trayectoria. Portela lo definió como “la continuación, la deriva y la sombra de La memoria de Láquesis.” El título mismo nos instala en su atmósfera, una atmósfera donde fuerzas opuestas luchan sin prevalecer; como en Rembrandt, el gran maestro holandés, luz y sombra se contrabalancean y sostienen. Una y otra no tienen otra fuente que el propio existir: de cada ser brota la luz como relámpago de deseo, como belleza, como proyección de un sentimiento o la sombra como decrepitud, soledad, desesperación. Cada aspecto contiene a su opuesto: la sombra puede ser un refugio acogedor y la luz, el sol que crucifica los sueños y ciega los ojos. La oscuridad puede ser creativa y la luz, destrucción.
Esa dualidad toma la forma del “yo” y el “otro” en los primeros poemas. El “yo” es aquel que hizo de su “osadía / la escalera que conduce al empíreo”. El “otro” es aquel que tributa a “una sombra”, ese otro que, al decir de Antonio Machado, es “el complementario, / ese que marcha contigo / y suele ser tu contrario”. El yo y su complementario entablan un combate que adquiere aspectos contrastados: como lucha del bien y el mal, como azul de la infancia y huevo de la serpiente, como oro del paraíso perdido y detritus del infierno terrenal. Y, sobre todo, como memoria y olvido, como esfuerzo por recuperar lo que fue y ya no es. Una y otra vez aparecen las remembranzas sobre el cuerpo que los años transforman, sobre el amor extinguido, sobre las cosas que se perdieron. Es el “desierto”, un desierto de pruebas, de tentaciones y también el desierto de la razón librada a sí misma. La mirada se vuelve entonces al abismo mayor: la muerte. El que “dominó la muerte” ahora clama por la noche, es la noche para ese corazón colmado de preguntas “que al viento y al sol me había prometido”.
Es el claroscuro en que “la sangre coagulada” vuelve a sus orígenes, en que el poeta solitario espera que la madre regrese “en luminosas mañanas” para rescatarlo del desierto de la vida desgranada con daños y mermas. ¿Por qué vivir, por qué luchar? En este punto, Portela entabla un verdadero diálogo con aquellos que partieron: a ellos les dedica muchos de sus poemas, a ellos se dirige en sus interrogantes cruciales. “Y esperamos la muerte, / ahora que dialogamos / asiduamente con la muerte / llevando la corona de los muertos.”
En un tema caro al espíritu medieval, vida y muerte se le revelan como sueños, como imposturas: “Quédate entre los muertos alma / que muerta estás” porque somos un “teatro de sombras / del cual estamos hechos, nosotros, / marionetas, que con la pasión del absoluto jugamos / a desecar el mar”.
Movido por la vida, quebrado por las muertes reales y simbólicas, el poeta busca encontrar el sentido último de sus desvelamientos, de su soledad, de sus pequeñas dichas, de su desierto. Su instrumento es la palabra y ésta suele ser moneda falsa, ambiguas denotaciones que flotan sobre hechos inciertos, que no dicen el nombre verdadero. Aun sabiendo la precariedad de este refugio, Portela busca en él su morada; allí deja caer sus velos, se expone, muestra sus llagas, sus vacíos, se despoja de toda máscara que pudiera tener adherida a su piel, de todo artificio o tatuaje y, al hacerlo, va encontrando una realidad más firme que la vivida, más fuerte que la destrucción. Del pozo de la duda y la angustia ha surgido el canto que religa al hombre con los dioses, “el canto humano y celestial, / demoníaco o santo”. En posesión de la palabra salvadora podrá enfrentar la nada y remontar los tiempos hasta las aguas primordiales, anteriores al caos y la noche, “las tinieblas más profundas” y el “alba primera”; allí donde resplandece la belleza de Satán, donde no hay voz ni tiempo, donde se celebran las nupcias infinitas de los contrarios en la espiral continua de muertes y vidas.
Dice el poeta en “Bodas de luz”: “Un día temprano, súbitamente / florecí con la luz / ese día la luz nació y se hizo carne, se hizo voz, / se hizo huella”. Las palabras del canto le permiten a Oscar Portela tejer –tejerse- una nueva piel, una piel donde no se anuló el pasado sino que se ha convertido en un cuerpo más pleno, un cuerpo que rezuma fe en la conjunción de sagrado y profano. Un cuerpo de palabras que nos maravilla.
Palabras del artificio para captar la revelación. Lenguaje con acentos de Rilke o de Novalis pero con el fuego que brota de una percepción única. Por momentos abrupto, con grietas por donde se deslizan los sentidos y la razón en un orden rebelde a la lógica, el habla de Oscar Portela nos sacude con la imprevisible concisión de los poemas zen Fluido, transparente, cálido, nada en este lenguaje puede ser alterado sin que se desmorone la estructura que lo sostiene y que, como en la pintura impresionista, nos conecta con varias realidades a la vez, con el mundo de los opuestos y con lo invisible que le da sentido.
Dueño de la palabra que crea, Portela remonta los ríos de la sangre para cancelarse y “aceptar lo que fue cancelado” si bien tiene la certeza que “el aliento de lo indecible continúa tras los /cansados pasos” de la sombra que es, esa sombra que “se consumará” en el nombre del padre. Porque en el adviento del nuevo nacimiento aprenderá a “transfigurar la muerte… para mudar el alma / las miradas del alma / y el cuerpo de la vida.”
Del mismo modo, como hijo de la tierra que ama, se refiere con dolor, con pasión al estado en que se encuentra el país; no obstante, su mirada se carga de esperanza en el llamado admonitor a su patria; “Argentina, ¡despierta! / tus raíces aún viven, / no las disperse el viento / ni diásporas de frío.”
Vuelta a los orígenes biológicos en el rescate de las figuras parentales; vuelta a las raíces que hicieron grande a la patria en el mensaje con que la exhorta a salir del marasmo que la tiene postrada. En ambos casos, la memoria como cimiento para la construcción del futuro, pero una memoria amplia y comprensiva, que perdona sin ceder lugares al olvido. Esa memoria fuerte es la que queremos para todos. Esa memoria es la que queremos para la obra de Oscar Portela, nuestro correntino universal.
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PÁGINA Nº 19
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Una sombra furtiva
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Por Adrián Escudero (Santa Fe)
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(… Contaron antes que promediaba el verano cuando la sombra apareció en la ciudad. El cielo se mostraba diáfano y azul, y el canto de las cigarras era un sonido agudo e incesante que ganaba las playas de las inmediaciones, desbordadas por aquellas gentes felices en su desnuda palidez que festejaban al Sol. La Ciudad, mientras tanto, obligaba a otros seres a mantener el frenesí de sus costumbres, pero en el perfecto equilibrio con que los dones de la inteligencia, la libertad y la voluntad eran virtuosamente empleados para el bien común… Un mundo ideal, sin dudas. Pero la sombra no atacó, en principio, a toda la Ciudad. Prefirió a una de sus casas para dar el primer paso: aquella que había elegido para realizar, de a poco, su maldito trabajo de hechicera)
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I
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La casa era grande y estaba en las afueras. Era como parte de un desmembrado pueblo estirado sobre las vías de arribo a la metrópoli. Una brisa cálida resecaba el verdor de los geranios del parque y oxidaba sus malvones y hamacas (hasta ayer lustrosas, hoy sin niños).
Su puerta esta cerrada. La sombra, que volvía desde sí misma para completar y contemplar su obra, se filtró, furtiva, por debajo de una vasta hendija, aunque sólo hubiera necesitado el ojo de bronce de la cerradura para entrar en ella.
Era una sombra diminuta, pero nada tímida. Y conocía bien la casa.
La casa almacenaba todavía setenta y dos rayos que el Sol había abandonado allí, voluntariamente, en los flancos no agrietados de las paredes del living, y en algunos rincones de sus seis dormitorios, sin contar el Cuarto de Huéspedes (donde habitaba…). Pero los rayos, estremecidos por la sombra, se turbaron primero para luego aquietarse y permanecer tiesos, como momificados…
La bruja no necesitó andar mucho para darse cuenta que, tal como lo pensara, la casa (desde largo tiempo) estaría vacía. Y, más que vacía, desierta. Sus cálculos habían sido por demás acertados.
Los muebles y adornos estaban, pero sus dueños no.
Una insospechada rencilla (imposible, ¡qué lastima!, bromeó jocosa), pero de cruenta y incomprensión mutua (¡ejemplar; ah, vasallos de Mi orgullo…), los había alejado de su sueño tibio, rivalizados por algo que, más adelante, psicólogos y filósofos humanos pudieron haber llamado odio u aborrecimiento, según la escala de maldad protagonizada, en este caso, por la Familia de Sir Evadán…
No habían logrado entenderse entre sus miembros, aunque lo intentaron, si bien mucho no se habían esforzado para ello; excepto por algunas noches de pasión incontenible que los esposos llamaron, equívoca y neciamente, amor…
La sombra embrujada sonrió, alzó sus brazos sin distancias, y comenzó a pintar de verde moho y negro noche las paredes de la casa. Pero antes, tiznó el cielorraso de sus seis habitaciones, e incluso, la que habían construido arriba, a nivel de la Conciencia, en aislada arquitectura del conjunto espacial (… -y donde- la Ella había permanecido cohabitando al acecho desde que ellos llegaran, hasta finalmente lograr que se fueran y poder desperezar una risotada de triunfo y de locura, para huir luego de allí, por algún tiempo, en busca de otro hogar al que…).
Porque sus amigos nunca habían ocupado aquel privilegiado sitio, tan acogedor en su ambiente climatizado y ricamente ornado al estilo francés. Es que no tenían amigos ni los tuvieron jamás; ergo, tampoco habrían podido venir en su ayuda para dar sentido a ese huérfano Cuarto de Huéspedes. Sólo Sir Nadie y Ella, que lo disfrutaron a su antojo viendo a mil cochinas mujercitas cabalgar a diario los muslos varoniles de Caín, uno de los hijos de Sir Evadán…
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II
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A medida que la mano oscura terminaba escondiendo el color de sus recintos, los escaparates anudados a su cuerpo, el moblaje neoclásico y las alfombras turcas que cubrían su piso, fueron adquiriendo una ominosa tonalidad, hasta desaparecer de pronto en las entrañas desabridas de las, ahora, lúgubres paredes…
Cuando la sombra concluyó la tarea, sólo restaban aquellos rayos temerosos, no tan inmóviles ya, sino impasibles, vacilantes y entrecortados, que eran como inútiles alardes de un fuego ceniciento.
La sombra los miró, y los rayos temblaron aún más. Sin compasión, su mano negra se estiró y unos dedos de muerte ciñeron la luz que habitaban, haciendo de ésta un ramillete sombrío de flores vacuas, que una boca siniestra acabó por devorar.
Entonces, las paredes abandonaron su mutismo de siglos y profirieron un atronador grito de espanto al sentirse contraídas, como desintegradas o absorbidas por esa boca voraz…
Y, después del terror, reinó el silencio.
Es que la sombra ya no era pequeña. Había crecido. Y era tan grande y magnífica (aunque repugnante) como antes lo había sido la casa.
Imponente.
Su coraje había aumentado; por ende, su ambición también.
Fuera de ella, una hedionda morada (antes blanca, purísima y con doce arcadas romanas frontispicias), lloraba su ruina como una mujer ultrajada.
En su interior, una cosa oscura, agorera y llena de presagios absurdos, temblaba de gozo como una niebla de gas tóxico que se agita y explota, volteando de un lado a otro su bestial cabeza, y presta a continuar su rauda empresa, ahora sí, contra toda la ciudad…
Al cabo de un mes, media urbe crujía en ruinas.
El verano y sus playas habían desaparecido, y la niebla crecía y crecía como una esfera fecunda de inmisericordia que topaba, arrastraba y arrasaba muros y empalizadas, y desplomaba techos y sacudía la tierra como un terremoto incontenible… Enfurecida y golosa.
Al final del segundo mes, la ciudad no era más que un montículo desdibujado, un despojo material y espiritual desarticulado de formas.
Los hombres y su desnuda palidez, ya no existían.
Sin embargo, el Sol seguía allí, firme en lo Alto, difumado en el día por el poder de la niebla, pero oteando a la sombra bruja aún desde la noche, y enviando como mártires sobre ella, plegarias de luz…
Jaqueada por la imprevista andanada de estrellas fugaces, a cuyos resplandores unió el suyo la mágica revelación de la luna tras el polvo aquietado de la ciudad muerta, la sombra, extenuada, disipó su nube protectora y se durmió.
Durmió un tiempo de sangre y de carne arrebatada por las Furias.
Vengativa, ardiente en su despecho, soñó entre pesadillas ser Origen: ser el Único, el Todo y el Señor de Todo y de todos; Ella, tan grande y magnífica como la Summa Concupiscente, aunque repugnante como una Medusa… Como una asquerosa y sabia bruja marginada por los Ancestros.
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III
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Al despertar, eufórica su mente por el canto de las sirenas de lo Fatuo, dirigió su amenaza al cielo tratando de asfixiar también a Dios… Recobrada sus fuerzas, pero ciega y envuelta en una loca tiniebla de sinrazones, olvidó la espada que, el Sol, desde lo Alto, atento y prevenido, hacía centellear a sus espaldas… Y que enfiló sin dudar sobre su mole de Hiedra malvada, fulminándole de un golpe el cuello con que enarbolaba su aceitosa y corrupta cabellera de Tentaciones…
Batido su estandarte de guerra, una danza de gusanos se agitó entre sus pliegues. Y una gruesa máscara, fétida, negra y sanguinolenta, se resquebrajó junto al rostro de los Pecados que ocultaba.
Así, la sombra, herida mortalmente, trató en vano de protegerse del filo implacable y sostenido de la Justicia, pero no había nada que quedara en pie para ocultar su agonía…
Lo había destruido todo. Y había quedado sola.
Finalmente, como un gusano más de los que bailoteaban entre sus vestiduras de espectro, la sombra se devoró a sí misma y cayó exánime, disolviéndose en el aire -otra vez, sorpresivamente puro-, de la mañana del Génesis...
(Cuentan después que ese día nuevo, los nuevos Hombres –que nacieron-, no lo fueron sólo del polvo de la tierra; también del ladrillo, y del plástico y del acero que los Primigenios habían inventado como cultura y enterrado bajo sus huesos… Fuertes e invencibles, permanecieron de pie cuando, la bruja y su sombra, dieron el último suspiro)
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PÁGINA Nº 20 – POETAS OLVIDADOS
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Edith Caliani de Villordo
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Por Manuel Bande (Santa Fe)
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“Cuando muere un poeta, palidecen las estrellas.
Has partido Edith, pero mil antorchas han quedado
encendidas, derramando la luz de tu bondad,
de tu poesía, de tu amor a los otros, de tu desinterés,
de ese estar siempre para los demás, para los hijos,
para los amigos, para todos los que tuvieron el
privilegio de conocerte y transitar contigo un tramo
del camino. No te decimos adiós porque siempre
estarás en la mesa con tus compañeros, los poetas,
tratando de hilvanar la belleza de las palabras.”
Palabras para Edith (Belkys Escudero)
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El 16 de marzo de 2001 falleció en nuestra ciudad, luego de padecer una cruel enfermedad, Edith Caliani de Villordo, destacada poeta santafesina.
Había nacido en la localidad de Progreso, el 22 de septiembre de 1936 pero, siendo muy niña, su familia se radicó en Santa Fe, donde completó sus estudios primarios, secundarios e inició los universitarios.
Vinculada desde siempre al quehacer literario, fue miembro de la ASDE (Asociación Santafesina de Escritores) a la que dedicó todos sus esfuerzos desde su rol de secretaria.
Su obra obtuvo varias distinciones entre las cuales podemos citar: 1º Premio Poesía “Hugo Mandón” organizado por la SADE (Sociedad Argentina de Escritores-1984); 2º Premio Nacional de Cuentos “José Gálvez” (1984); 1º Premio Nacional de Cuentos “Fundación Givré (1984-1985) y el 2º Premio Nacional de Poesía PAIDEIA.
Participó en distintas Antologías poéticas (“Cuadernos de Gaceta Literaria” 1989 y 1999; “Cristal de sueños – Escritoras de Santa Fe” 1994 y “Decantología – Diez Poetas de Santa Fe” 1999), colaboró activamente en diarios y revistas de nuestra ciudad y siempre estuvo al frente en la organización de cualquier inquietud o evento relacionado con la literatura santafesina.
Nos dejó el legado de su exquisita sensibilidad en un único libro de poemas “Umbral del canto”, donde Nora Didier de Iungman califica su personal decir con estas palabras: “Naturaleza e interioridad, universo exterior-mundo íntimo, tal es la clave para gozar e interpretar su poesía.”
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Poemas de Edith
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El eco ya es tarde.
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Me siento morir un poco
como una lluvia vieja.
¡Oh esta penumbra
de tallos helados al borde de una lágrima.
Pero
¿eres de verdad un río
que unes tanto llanto
en un solo hilo
o agua memorizada
de apretar los ojos?
Hay temblor de hojas
apagando inquietante
el trino aún desconocido.
Hay el agua y los espejos
acercándose a mí
para mirarme
en el paisaje majestuoso
de una sombra.
Hasta el eco ya es tarde
entre el vuelo y la memoria.
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Jazmín del aire.
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Cuando voy a recoger la noche
apenas el jazmín del aire
es un temblor de voces,
en silencio
espero que llegue la luna
mansamente dulce
hasta hacerse esa gota de agua
cómplice de penumbras.
La dejo en la ventana del asombro
esparciendo esa fragancia misteriosa
que justo anochece de flores
cuando cierro rodas las puertas
y empiezo a zurcir calcetines
y recuerdos
con el finísimo hilo
de la memoria.
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Compartir un café.
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Y uno piensa que el tintineo
de la cuchara en la tacita de porcelana
no es nada más que un silencio
de nuestra propia intemperie
que nos deja el corazón descolorido.
El humo de tu cigarrillo
–pura acrobacia suave-
hace mutis por la soledad que nos comparte
entra de colado
a la luna derramada mansamente en ojos,
o hace de equilibrista
sobre el aroma del café
que la mano tiembla
hasta que se enfría.
Ni un gesto.
Nada ni nadie borrará de la memoria
las palabras dichas y no dichas
y que están allí,
esperando un nuevo grito mutilado.
Y ahora ¿Qué?
Esa lágrima azul
de dejar pasar el tiempo
donde antes habitaban
(dejábamos que habitasen)
duendes y gnomos
que nos abrían la puerta más grande del mundo:
el tic tac del corazón.
Y ahora ¿Qué?
Simplemente el tintineo
de la cuchara en la tacita de porcelana.
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PÁGINA Nº 21
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La soledad.
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Por Miguel Ángel Gavilán (Santa Fe)
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Éramos lo que se dice una pareja singular. De esas que suelen andar por la calle, yo de levita, ella de vestidos largos, cimbreando el ondular de sus pasos como un figurín de revista.
Caminábamos a la hora en que todo el mundo podía vernos. Y sentíamos que las parejas en las ventanas nos salían a ver como sorprendidos de lo imposible de nuestra presencia.
Éramos así de raros los dos.
Por la noche bebíamos vino en unas copas azules o escuchábamos canciones pasadas de moda en disco de pasta que ella hacía sonar dándole vueltas a la manivela con la dulce pereza de los años.
A veces el sol nos sorprendía en mitad de esa ceremonia llena de situaciones fingidas en que nos besábamos como por casualidad, como si imitáramos unos giros de minués en el comedor endurecido por la mugre y por la tela podrida.
Porque todo estaba abandonado menos nuestras personas.
Era tanto el olor a encierro que para refrescar los salones encendíamos velones cuyo sebo, al derretirse, dispersaba aromas a mirra mientras el humo dibujaba arabescos neblinosos encima de la pinotea sucia.
En el verano, ella planeaba almuerzos en el jardín donde había palmeras que las tormentas habían perdonado, unas cuantas rodajas de jamón, un poco de queso, para ser felices.
Yo la acariciaba suavemente, tomándola de la cintura primero y después dibujando con mis manos el perfil de sus hombros en la penumbra del comedor.
Le repetía que todo era gracias a ella, a su inocencia vestida de largo moviendo alfombras y adornos como si estuviera reparando el tiempo del lugar.
Ya no importaban las burlas y las goteras que mojaban muestra cama los días en que la lluvia hacía crujir los pocos cristales sanos de la casa.
No importaban los coléricos trazos de los hongos o del moho en las paredes y en el damasco de los sillones que se abría al menor roce.
Pero lo que menos importaba era esa agonía perpetua que seguía a las acciones.
Porque había días en los que ella se dejaba caer en un sueño viviente en el que ni siquiera la lectura de los poemas de Novalis podía adormecer su llanto y sus recuerdos.
También yo, por esos días, encontraba imposible la concentración en sus pasos por el pasillo, el empujón armonioso de su cadera contra la puerta del comedor para cerrarla.
Cada tarde, después de besarnos perdiendo esos despojos que el sueño deja en las bocas, nos vestíamos con nuestros trajes de fiesta y bajábamos al salón para ver que hora era y como estaba la calle.
No salíamos sin dejar una luz encendida. Era para que los desconocidos no se asombraran de la oscuridad que tapizaba el jardín delantero y la cerca rota.
Siempre odié la oscuridad. Era como si se pegara a la piel una vez instalada en los lugares prefijados por ella. Por cualquier medio trataba de quitarla de allí. Trataba de sacarla a empujones de la casa como a un enemigo.
La gente que no comprendía los modales nuestros, hablaba de nosotros como de dos viejos desvanecidos a los que la edad había transformado en sombras carnavalescas recorriendo el barrio.
Decían “él esta enfermo. La cabeza, pobre” y remarcaban “ella era muy linda cuando joven”, al cerrar las ventanas.
Pero nosotros no hacíamos caso de esos comentarios.
Ni bien el murmullo de esas charlas distraía la alegría que vestíamos con honores, ella se lanzaba aire con un abanico al que le faltaban varias varillas y yo trataba de ocultar los agujeros de mi chaleco.
Hablaban del gran caserón lleno de fantasmas y de mugre. “Esa casa se cae a pedazos” explicaba alguna vecina riendo como si estuviera contenta de no estar feliz.
“Pero por poco es nuestro” me decía ella tratando de no hacerme sentir la pena que traspasaba las murmuraciones de los vecinos.
Yo asentía con la cabeza pensado que si ese día en que el partido de dominó estaba en su apogeo hubiera jugado mejor, sin poner la escritura sobre la mesa tras decir “esto es lo único que tengo, este es mi honor”. Si hubiera callado levantándome mientras ella palmeaba mi espalda y susurraba “vamos a casa, no te quieras desquitar con él”. Si hubiera permitido que su perfume y sus ropas de lino ocuparan todo el contorno de mi propia vergüenza, quizás sería distinto el recorrido aquél que nos exponía al dolor de los otros, distintos los sonsonetes de las risas que debíamos oír tratando de no darles importancia, distintos también los pudores, el temblor breve de cada caminata.
Pero aquella noche el dominó cerró toda posibilidad de revancha.
Vi antes del desmayo la escritura pasando de mis manos tibias a las de nuestro invitado con la simpleza de un papel arrojado a las llamas.
“Él tiene ese color tan gris, debe ser el aire de tumba que se respira en la casa”.
Y otros agregaban “Era hermosa pero todo se pierde”.
Ella no había renunciado a un solo tramo de belleza. Seguía tan fresca como siempre, como entonces cuando organizó el partido de dominó en nuestra casa, ese sábado por la noche.
Igual con sus collares de pedrería falsa y sus movimientos de señora tan principal, a su lado como una modelo de película muda.
Así caminábamos durante horas, saludando a quienes nos saludaban, compartiendo opiniones sobre lo mal cuidadas que estaban las plantas de la plazoleta o de lo desgastado que estaba el mármol de aquella fuente o de esa estatua.
Íbamos armando el tiempo con nuestros comentarios. Nunca nos sentíamos tan poderosos como en aquellos momentos de las charlas en el camino de regreso a casa.
Era esa forma tan nuestra de hacernos a la idea de que todo lo que nos rodeaba era un invento nuestro. Nosotros le dábamos forma, razón de ser, progreso, consistencia mientras lo nombrábamos.
Íbamos sabiendo que todo lo de alrededor incluyendo los comentarios y el caos, la disciplina de los actos y ceremonias junto a la efervescencia de lo recordado eran fruto de la invención, de una prolija manera de hacerlos crecer, y darles forma.
Por un momento, era inevitable, recordaba la forma en que la miré cuando le di la pistola antes de comenzar la partida de dominó. La poca fortuna en el juego me había enseñado entre otras cosas a tomar algunas precauciones.
Al trasponer la cerca desvencijada, ella miraba fugazmente el desolado terreno donde estaba enterrado el hombre del dominó quitándose la cinta que sujetaba sus cabellos escasos y blancos dejándolos caer a los costados de sus hombros como si fueras cortinas.
Yo, en cambio, me dejaba llevar por un murmullo de chicharras hasta la entrada principal.
Y ella decía:"menos mal que está como lo dejamos aquella vez”.
Después nos refugiábamos en la casa hasta la noche siguiente en la que debíamos demostrarnos los dos que continuábamos con vida, así juntos, como dos fantasmas.
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PÁGINA Nº 22
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¿César Vallejo ha muerto?
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Por Rodolfo Alonso (Buenos Aires)
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Como él mismo lo dijo, por anticipado, en un poema tan legítimamente memorable como visionario: Piedra negra sobre una piedra blanca, falleció en París pero sin aguacero, y no un jueves sino un viernes santo. A las 9 y 20 horas del 15 de abril de 2006 se cumplirán sesenta y ocho años de su muerte. Y sin embargo, cuánta vida nos ha seguido dando. Mi descubrimiento personal, hondo e íntimo, de César Vallejo (1892-1938), fue para mí un acontecimiento extraordinario. No sólo porque me ocurrió en plena adolescencia -alrededor de los quince años- sino también porque, no disponiendo en aquel entonces de ningún antecedente intelectual, literario o académico de ningún tipo, mi primera percepción de su enorme, profundísima poesía fue absolutamente inocente, sin posibilidad concreta de prevención o preconcepto alguno. Y también aislada, individual, como lo son todos los grandes descubrimientos primigenios. (¿Está de más reiterar aquí que algo muy similar me aconteció, casi contemporáneamente, con Roberto Arlt?)
Durante mucho tiempo intuí, sin haber reflexionado sobre el punto, que esa revelación conmocionante se debía a un fulmíneo contacto con la evidencia -en el sentido de Husserl: vivencia de la verdad- en que su uso de la palabra convertía a un poema. Había allí algo encarnado en lenguaje que iba más allá del lenguaje, humanísimo lenguaje humano. Y el sentimiento, bien de fondo, se contagiaba sin posibilidad alguna de retórica, latente en su palabra, viva. Que ello se diera entrañablemente vinculado con dos acontecimientos que también se me volvieron legendarios, siquiera en forma infusa, es decir la guerra civil española, la lucha de aquellos humildes milicianos, los heroicos voluntarios que defendieron a la República, vivida como una personal mitología, y el hecho de que en su sangre se mezclaran -todavía de manera inconsciente para mí- lo español y lo indígena, no dejaba de incluirse oscuramente en aquel impacto original.
De tal impronta nace acaso que, todavía hoy, me resulte a veces casi doloroso releer a Vallejo. Como si ese contacto desollado, visceral con una verdad insoslayable, con una hominidad ineludible que resulta entre otras cosas su poesía, no haya dejado nunca, así sea de modo irracional, de aludirme muy personalmente. Con los años, por supuesto, otros ingredientes se fueron añadiendo, y de eso me siento obligado a hablar ahora. Junto con aquella adolescencia fueron creciendo también las búsquedas de la propia identidad. Ser argentino, y por lo tanto latinoamericano, como lo soy por nacimiento, no dejó nunca de enhebrarse con mi condición de hijo de inmigrantes, lo que me unía por mi sangre también con otros mundos. Que, como bien dijo Paul Eluard, "están en éste".
Y fue hace ya varios años, en ocasión de una amplia muestra itinerante organizada por el gobierno autonómico gallego, bajo el significativo título de Galicia en América, que otros elementos se agregaron a esta pequeña historia. Allí confirmé algo que sólo había atisbado antes como leyenda y que, como toda leyenda, no había alcanzado nunca la suficiente precisión. La madre de César Vallejo se llamó María de los Santos Mendonza Gurrionero ("de pecho en pecho hacia la madre unánime”), y era hija del sacerdote gallego Joaquín de Mendonza y la india chimú Natividad Gurrionero. Pero no sólo eso. También su padre, Francisco de Paula Vallejo Benítes ("Mi padre, apenas, / en la mañana pajarina, pone / sus setentiocho años, sus setentiocho / ramos de invierno a solear”), no sólo era hijo de otro sacerdote gallego, José Rufo Vallejo, sino que su propia madre también era otra india chimú, Justa Benítes.
Y aunque uno intente resistirse, no hay casi modo de evitarlo. César Vallejo nació en 1892 en una Compostela indoamericana, la peruanísima Santiago de Chuco. Y en su sangre conviven, se confunden, se unifican, por obra del amor o de la pasión que van más allá de toda inhibición, pero no de toda culpa, la morriña insoslayable del gallego trasplantado con la melancolía indeleble del indio sometido. Y los entresijos de la mitología católico-cristiana, ineludiblemente entrelazados con verdaderas, auténticas historias de amor, junto con todo lo que arrastra haber nacido de sangre indígena en el mismísimo meollo del Perú de los Incas.
¿Es posible olvidar, hablando de estos temas, la insoslayable significación que tiene el hecho de que la paradigmática Rosalía de Castro, símbolo vivo pero también históricamente la iniciadora --con la aparición de sus Cantares gallegos-- del resurgimiento cultural del idioma (y con él del pueblo) de Galicia, haya sido también hija natural de un sacerdote? Ese desacomodo existencial, social, incluso cultural, con sus impensadas perspectivas, ese pecado original -a la vez seductor y repelente, pero de cualquier manera marca de los dioses- ¿puede no ser vincular, fundamental, inquietante? Y así se lo intente mantener oculto porque, dentro de uno, nada puede volverse más manifiesto que lo latente.
¿De dónde sale sino la "Dulce hebrea" de Los heraldos negros (1918) a la cual se le pide "Desclávame mis clavos oh nueva madre mía!", de dónde la amada que se ha "crucificado sobre los dos maderos curvados de mi beso"? ¿O, incluso, "un viernesanto más dulce que ese beso”? Por supuesto que del lenguaje. (Pero no sólo del lenguaje.) De donde surgió también ese magnífico TriIce que, desde Trujillo, en 1922, agota de antemano muchas de las futuras experiencias de las vanguardias europeas. O aquel que a mí me parece el libro más hondo y tocante -y logrado- que haya producido la guerra civil: España, aparta de mí este cáliz, mucho más que póstumo, y no por casualidad escrito por un hijo de América ("¡Niños del mundo, está la madre España con su vientre a cuestas!"). Y alrededor del cual la misma agonía del poeta, casi encarnada en la lumbre del mito, vueltos uno solo destino personal y momento histórico, se vuelve asimismo luminosa evidencia, verbo vivo. (Según otro poeta, su amigo Juan Larrea, las últimas palabras de Vallejo fueron: "Me voy a España". Refiriéndose, por supuesto, a la España republicana, que estaba desangrándose también -al mismo tiempo- en su “agonía mundial”. En la Clínica Arago, donde falleció, los médicos no atinaban a explicar la verdadera causa de su muerte. Pero al año siguiente, 1939, al editarse por fin sus indelebles Poemas humanos, escritos probablemente entre 1930 y 1937, pudieron conocerse estas otras palabras tan suyas, no sólo premonitorias: “En suma, no poseo para expresar mi vida sino mi muerte.”
¿De dónde salen, digo? De la lengua humana, empapada de vida y también fuente de vida, vida ella misma, instintiva y orgánica, cargada de los humus nutricios de la pequeña historia y de la gran historia, pero también de los instintos y los sueños, de las ansiedades y los deseos de los hombres. De un hombre capaz de ser, a la vez, él mismo y todo lo humano, lo más humano de lo humano, de ser único y general, al mismo tiempo, entre todos los hombres, junto a todos los hombres. La de César Vallejo no es una voz unánime, sino prójima, íntimamente próxima. (Qué otro, sino un gran poeta como él, podía habernos dejado por ejemplo esa sucinta clase -magistral- de economía política: "la cantidad enorme de dinero que cuesta el ser pobre...")
Me enorgullezco limpiamente de saber que el primer hombre que me hizo descubrirme latinoamericano llevó en sus venas la sangre de mis antepasados campesinos, y también la noble sangre de los primeros hijos de la América primera, la aborigen, la indígena. Como la lengua, como la vida, toda sangre es espléndidamente mestiza. Sólo la muerte es pura.
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PÁGINA Nº 23 – POETAS LATINOAMERICANOS
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Patria
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Aquí tenemos el corazón sellado a miedo y lodo
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Con el helado espanto de res en matadero
vemos cómo mutilan a la patria
y asesinan sus sueños
desde siempre
hijo mío, desde siempre
esta hilacha de patria que queremos
porque nos engendró el barro de su dolor
es la cosecha diaria del bandido
y en las aguas sangrientas del dinero
mueren de hambre los hijos de los hombres
y pululan en paz los asesinos.
Pequeño mío,
pájaro florecido del dolor,
cuando a usted le toque ser un hombre
¿cómo será la patria?
¿hoguera enardecida, fuego fatuo?
¿será mejor Usted de lo que nosotros hemos sido?
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Waldina Mejía (Honduras)
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Rudimentos.
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y uno opera con restos des
pasitos / trabajando en silencio
con piedritas mojadas
con trapos con palitos
con un casi dolor
con cuesta arriba
pidiéndole permiso a las orondas
jergas matronas de las academias
que a regañadientes abren
la puerta de servicio
y uno apenas escribe a duras penas
peleando con figuras con lugares comunes
con la inercia gregaria los afeites las modas
con la oportuna escena o la traidora memoria
como un recolector sobreviviente que juntara
cartones y metales / vidrios papeles huesos
para botones donde el hilo tal vez
o el piolín atravesando arme
collages con trozos
de arpillera / en
el vacío y uno campea entonces como puede
la lluvia la intemperie las carencias
todo lo que no tuvo lo que nunca
como la costra vieja que el esquimal
se come en el verano raspando
concentrado minucioso
y como puede traga
y como puede sigue
su búsqueda
su trasiego
su acaso
su nosotros
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Gustavo Lespada(Uruguay)
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Plegaria
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Concédeme, no la muerte,
sino el sacro asombro
de quien ve puertas extrañas abrirse
y todo es corriente azul.
¿No he de pasar nunca
bajo tu dintel?
Así, me franquearás
el patio de jóvenes arrayanes
que mantienes ocultos
bajo papeles, bajo raros años,
donde yo era monaguillo de tu risa,
ciervo anclado en las estrellas,
galeote atado al mástil de Dios,
con la mirada implacablemente puesta en el sol.
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Luis Alvarenga (El Salvador)
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Fuga de muerte
A propósito de un video sobre las víctimas indígenas de Alteal, Chiapas, filmado en diciembre de 1997
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Pero, ¿a dónde van?
Atravesando ajenos montes de soledad,
cargando peso a peso su propio desamparo,
por los hostiles páramos en que la muerte anida
el paso muy pequeño y la mirada larga
por todas las fatigas y los fríos de este mundo,
¿a dónde van?
¿Dónde su albergue, su maíz, su canto?,
la mano fraternal que los devuelva
a la roca materna, anterior a la herida?
Apátridas perennes,
¿cuando terminará su errar de siglos
por las tierras en donde sus abuelos
hicieron dios al colibrí y al puma,
perpetuaron al águila
en sus cielos de barro policromo
y llenaron de ranas
los espejos del agua y de la piedra?
Aplastados bajo el peso del hambre,
pariendo entre la lluvia,
sollozando por sus casas derruidas,
y por el grito agónico
de sus muertos recientes
que los persigue como un mal sueño.
Arrastrando a sus hijos
fuera del vendaval y de la fiebre,
bajo el abrigo triste de una hoja anegada,
¿a dónde van?Atrás dejaron todo:
los güipiles florecidos en rojo
por manos primorosas
quedaron en el barro de los odios.
La piedra de moler, despedazada
no volverá a cantar sobre el maíz precioso.
Y de la casa, sólo
un enjambre de latas y de óxidos
sostiene su memoria.
Se ocultan del ejército.
De su antifaz violáceo y desangrado.
Se ocultan de la mano del vecino,
inesperadamente cruel.
Y huyen, huyen, porque la lejanía
es la dudosa puerta hacia la vida,
donde no llegue la traición,
ni la tortura incube sus dolorosas larvas,
ni las preguntas lleven el pavor y la sangre.
Pero, por Dios, ¿a dónde van
bajo la lluvia ciega
y la noche, aún más ciega,
del hombre?
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Julieta Dobles (Costa Rica)
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Guerras
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No importa que las guerras tengan nombre,
siempre serán un llanto
y un silencio,
un trágico desvelo
en los acantilados de la muerte.
Las aves agoreras beberán en los huesos
traspasados de viento
un sabor de abandono,
y partirá, aún doliente,
su vuelo fugitivo
hacia el tajo insaciable de la ausencia.
Se volverán los páramos albergue
de un pulso coagulado,
un alboroto en sombras,
y tendrán los crepúsculos
la calcárea tristeza del astro taciturno.
No importa que las guerras tengan nombre
y un lugar en el tiempo.
El soldado que esparce sus pedazos
en la antesala del silencio
es siempre el mismo
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Renée Ferrer (Paraguay)
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PÁGINA Nº 24 – NOTAS DE PARÍS
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Didier van Cauwelaert: el escritor y su doble.
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Por Irma Bignon (Santa Fe)
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La novela “Cuerpo extraño”, publicada por Ediciones Albin Michel en 1998, es una sátira al mundo literario parisino. Es la historia de un hombre inteligente, desengañado, que ha perdido toda ilusión, apasionado por la literatura, enamorado de la escritura. La realidad y la ficción se mezclan y se confunden a punto tal que, en medio de los personajes ficticios surge con su nombre verdadero, un Philippe Labro o un Bernard-Henri Lévy, cada uno desempeñando su propio rol, sintiéndose ambos comprometidos.
¿Quién es el autor? Didier van Cauwelaert: rostro plácido, de rasgos nórdicos, ojos claros, premio Goncourt 1994 por “Un andar simple”. El puede surgir de su propia novela, y ser un doble del personaje de su propia novela o viceversa. Efectivamente, el héroe de “Cuerpo extraño” es un escritor como él; igual que él se contenta con recrear un suplemento literario semanal, a partir de elementos sacados de las críticas de sus colegas, escuchadas al azar.
¿Es Didier van Cauwelaert realmente como su personaje un mundano intermitente? ¿O como él mismo lo afirma, un ermitaño capaz de trabajar 20 horas por día? Creemos que es las dos cosas. Contrariamente a su héroe (su doble), cuenta haber sabido resistir muchas veces a la tentación del salario fijo: La seguridad me inquieta –dice-, es algo muy peligroso. Sentado ante una mesa del célebre Café de Flore termina una sesión de fotografías en ocasión de la publicación de la novela en cuestión. Nuestro escritor, que en ese momento tiene 38 años, se siente incómodo. Detesta la fotografía. Me roban trozos de mi vida, declara.
Cada una de sus 6 obras ha sido premiada: “Veinte años de polvo” Ed. Le Seuil 1982 (Premio del Duca); “El astrónomo” Ed. Sud 1983 (Premio del Teatro de la Academia Francesa), igual que “El Negro”, mismo Premio, mismo año; “Pez de amor” Ed. Le Seuil 1984 (Premio Roger-Nimier); “Las vacaciones del fantasma” Ed. Le Seuil 1986 (Premio Gutenberg); “Un andar simple” Ed. Albin Michel 1994 (Premio Goncourt).
A pesar de su apellido flamenco Didier van Cauwelaert nace en Niza en julio de 1960. ese desarraigo se advierte en toda su obra. Comienza a escribir desde niño. Tiene 9 años cuando envía su primer manuscrito a las ediciones Gallimard, seguro de su publicación. El hecho de ser el escritor más joven del mundo constituye a sus ojos un argumento de venta imparable. Pero tendrá que esperar mucho tiempo hasta llegar al éxito. Hoy, con el impulso de tantos premios, las ventas de sus novelas alcanzan los 800.000 ejemplares.
Escribe en la quietud del campo. Cuando no escribe practica deportes, se ocupa de su jardín o de sus automóviles antiguos: un Rover 1960 y un Jaguar 1968. afirma preferir la frecuentación de los jardineros y los garagistas a los medios literarios. Trata de dirigirse al público lector, más que a los intelectuales. Escapa de las entrevistas y de la inclusión de los comentarios de sus libros en las revistas literarias. Además de novelista, es dramaturgo y guionista. Y es por miedo al hermetismo que no escribe poesía.
Vale la pena mencionar algunos de sus libros, los más leídos: “Un andar simple” es una novela impertinente y emotiva, que está maravillosamente escrita. Es la historia de una amistad imprevisible entre dos seres que no deberían haberse encontrado jamás. Es una pequeña obra de arte irónica, de risas y lágrimas, que recibe el Premio Goncourt 1944. en “Encuentro de personas anónimas” Ed. Albin Michel 2002, Cauwelaert emplea diálogos brillantes para relatar situaciones descabelladas, formidablemente descriptas, plenas de emoción y pudor. Los personajes principales tienen 19 años, belleza, inteligencia, lucidez mental y talento. Todas sus páginas hacen reír, hasta que el autor, que manipula sus héroes con diabólica habilidad, decide emocionar, conmover, enternecer. Atraído por los cuentos de fantasmas, publica “Karine después de la vida” Ed. Albin MIchel 2003, evocando una experiencia demencial. Constata una presencia física del más allá, en un relato inteligente, donde abundan los símbolos, la ficción y la fábula.
De la narración banal al delirio interpretativo, pasando por una fantasia realmente mágica, el estilo de Cauwelaert hace que las sílabas sean líquidas, que su deslizamiento sea perfecto. Algunos textos no tienen ni origen, ni centro, ni fin. Pero eso no tiene importancia. Lo interesante es que el relato estremece, no solamente en nuestro registro de figuras e imaginación, sino también a nivel lingüístico. Por su independencia en relación con el mundo real, el cierre de cada novela responde a un armado riguroso, a una perfecta obediencia al modelo propuesto por su autor. Los elementos de un lenguaje puro y la perfección del uso de los tiempos verbales hacen que los diálogos sean los verdaderos personajes de sus obras.
El terreno de la novela de hoy se ha despejado ampliamente para dar curso a otras formas de experimentaciones. Estas toman direcciones paralelas o convergentes, sucesivas o simultáneas, las que van creando textos bien diferentes.
Una de estas direcciones que podríamos calificar de mecanizada o de cientificista, consiste en crear una voluntad de “formalización” de la novela. En ningún momento se pretende que sea espejo de lo real, pero sí que sea su propio realismo. Los sucesos que conllevan los personajes no aseguran su continuidad. Allí proceden entones, los diversos funcionamientos que asegurarán la unidad de la trama y del lenguaje.
Hoy, la novela nos deja ver el mundo que nos rodea con ojos libres. Ya no se trata de buscar la “objetividad” como lo entendían los naturalistas. La revolución filosófica moderna favorece esta nueva visión de las cosas: el lejano existencialismo y la fenomenología no apuestan más a su “profundidad” ni a su “esencia”, pero sí se limitan a describir su “superficie”.
Didier van Cauwelaert se adhiere a estos conceptos de la novela actual. Pertenece al grupo de escritores solitarios, cuyo andar original merece que nos detengamos para apreciarlo. Por la forma de manejar su pluma –muchas veces difícil de comprender-, en todos sus libros se cumple la renovación de una literatura que permanece siempre vigente.
La perfecta lectura de sus textos no oscurece el aspecto problemático de toda su obra. Si no pertenece a ninguna vanguardia, no ignora nada de los remolinos y de las búsquedas e investigaciones que han atravesado el campo de la producción literaria en estos últimos años.
La verdadera novela no describe la realidad, examina todo lo que el hombre puede llegar a ser, a todo lo que es capaz”. Esta cita es de Milan Kundera, y nos hace recordar la de Thibaudet, luego repetida por Gide: El genio de la novela hace vivir lo posible, no reaviva lo real.
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